miércoles, 24 de junio de 2020

acaricia mi corazón





ACARICIA MÍ CORAZÓN





1


Alondra
miró boquiabierta la casa. Había esperado algo exclusivo cuando en la agencia
le dijeron que la oferta de empleo era en la zona alta de la ciudad, pero la
casa superaba sus especulaciones, era fastuosa. Una pequeña mansión de la época
dorada de la ciudad. Seguramente diseñada por alguno de los discípulos de
Gaudí. Aunque lo que más le gustó fue el jardín; a pesar de la ausencia de
flores porque acababan de entrar en la primavera. Pero lo imagino en su
esplendor. Un oasis en medio de la ciudad. Bueno, más bien en el extremo. Un
poco más allá quedaba la montaña y el parque de atracciones.   
 Cruzó la verja y caminó por la senda de
ladrillos rojos hasta alcanzar la puerta principal. Se ajustó la camisa y
repasó el cabello en el espejito que siempre llevaba en el bolso. Debía estar
impecable y dar muy buena impresión. Era vital. Necesitaba con urgencia ese
trabajo. Estaba harta de dar tumbos y de conseguir empleos que no la ayudaban a
que su vida fuese hacia adelante. Nerviosa pulsó el timbre.
Al
instante, la puerta se abrió.
—¿Si?
–dijo el hombre altísimo, de complexión delgada, pero que bajo el traje
impecable se adivinaba atlética. Si bien, lo más impresionante de ese hombre que
consideró increíblemente guapo, a pesar de que nunca le gustaron los hombres
barbudos, eran sus ojos negros. Nunca vio tanta oscuridad en una mirada.  
—Buenos
días. Soy Alondra Rovira. Tengo una entrevista con el señor Jan Balaguer. Por
el empleo de niñera.
—Pase.
El
recibidor era espectacular. Molduras antiguas en paredes y techos con formas
florares, escalera impresionante de la misma época. Madera rojiza combinada con
una barandilla de hierro forjado simulando enredaderas; todo ello mezclado con
mobiliario muy moderno. Y aún así, el resultado era elegantísimo.
  El hombre le indicó que lo siguiese. Alondra
no pudo evitar sentirse impactada ante sus movimientos casi felinos, como si
durante toda su vida hubiese transitado por una pasarela de moda. Se detuvo
ante un salón también impecable y de una decoración de coste astronómico. Allí
imperaba la calidad más exquisita y mucho, mucho dinero. 
—Por
favor, tome asiento –le dijo él mostrándole una butaca. Se acomodó tras la mesita
y cogió unos papeles.
Alondra
supuso que era el mayordomo o tal vez el secretario del señor Balaguer.
 —Soy Jan Balaguer. Señora Rovira, por sus
informes veo que ha trabajado en guarderías. Nunca en una casa como niñera
–dijo él sin apartar la mirada de los informes.
Ella,
nerviosa por ser entrevistada por su posible jefe, se aclaró la garganta.
—Así
es. Aunque, le aseguro que no existirá ningún problema. Soy una persona que se
adapta con facilidad.  
—Eso
está bien. Veo que su estado civil es de soltera.
—En
realidad, estuve casada durante ocho años.
El
señor Balaguer levantó la mirada y por primera vez se fijó en la mujer con
atención. No aparentaba los treinta años. Su aspecto era agradable, se veía
pulcra y refinada. Era la primera candidata que no acudió con traje formal.
Vestía con sencillez. Blusa blanca, pantalón negro y chaqueta de punto. Y lo
más sorprendente la ausencia de maquillaje. Llevaba años sin que una mujer se
mostrase ante él con la cara lavada. La única pega era su cabello. Pelirroja.
Nunca tuvo especial atracción por ese estilo de mujer. Le parecía demasiado
agresivo. Él prefería un aire más delicado, más dulce. Cabello dorado, ojos
azules, boca menos voluptuosa. Apartó la imagen y se centró de nuevo en lo
primordial.
—¿Divorciada?
—No.
Viuda. Mi marido murió hace dos años. Lo pone en el expediente, señor Balaguer.
Él
pasó página y paseó la mirada por el texto.
—Lo
siento. No he leído el informe al completo. Soy un hombre muy ocupado. He
delegado lo previo. Ha sido mi secretaria la que ha hecho la selección acorde a
mis exigencias.
—Comprendo.
—¿Hijos?
–se interesó él rascándose la media barba con el dedo índice.
—No.
No he tenido esa suerte –dijo Alondra en apenas un susurro, sin poder evitar un
rictus de tristeza.
Él
carraspeó incómodo.
—¿Sabe
que deberá hacerse cargo de un niño de cinco años y un bebé de seis meses?
—Por
supuesto. La señora Velázquez me puso al tanto de las condiciones.   
Jan
se concentró de nuevo en los documentos. Viuda desde hacia dos años.
Habilidades como cocinera y conocimiento de varios idiomas. La mejor alumna de
su promoción. En realidad, consiguió la puntuación máxima. Aún así…
—¡Papi!
Alondra
miró al niño. Era como un muñequito. Cabello rizado y tan negro como el de su
padre. En realidad, era el calco del señor Balaguer en miniatura.
Él,
por unos segundos, mantuvo un brillo en sus ojos profundos como un pozo. Pero
recuperaron con una rapidez espectacular de nuevo la frialdad.
—Manel.
¿Cuántas veces he dicho que no debes entrar en una habitación sin llamar antes?
¿No ves que ahora estoy ocupado? Ve a jugar a tú cuarto. ¿De acuerdo?
Su
hijo miró a Alondra. Esbozó una gran sonrisa y caminó hacia ella.
—Hola.
¿Eres amiga de papá? ¿Has venido a jugar con él? ¿Cómo te llamas?
—Alondra.
Él
abrió mucho los ojos.
—¿Eres
un pájaro? No lo pareces. ¿Dónde tienes las alas? ¿A ver? –dijo colocándose
tras ella.
Ella
rió con suavidad y le revolvió el cabello.
—A
veces me gustaría serlo para salir volando.
—¿Adónde?
—Pues,
no se… Muy lejos.
Manel
apoyó las manos en la falda de Alondra y la miró con mucho interés.
—¿Más
lejos que al final del mar?
—¡Uy!
Sí. Pero para ello hay que ir en barco o volando.
—Pero
no veo que tengas alas.
Ella
rió de nuevo.
—Por
eso utilizo a los aviones.
—Yo
nunca he ido en avión.
El
señor Balaguer endureció aún más la mirada. ¿Acaso no se daba cuenta la señora
Rovira que estaban en medio de una conversación de negocios? Era como si no le
importase su futuro laboral. Y al paso que iba, ese trabajo no sería suyo.   
—Manel.
Te he ordenado ir a tú cuarto –los interrumpió su padre con tono gélido.
Su
hijo suspiró. Se puso de puntillas y dijo:
—Papi
ya se ha enfadado. Se enfada mucho. ¿Sabes?
—Es
que debes hacerle caso.
—¿Puedo
darte un beso?
Alondra
inclinó el torso y le ofreció la mejilla. Él le dio un sonoro beso y la abrazó.
El
señor Balaguer parpadeó turbado. Pero como la vez anterior, se repuso de
inmediato.
—Manel…
El
niño miró a su padre, bajó la cabeza y se marchó.
—No
debería hablarle así. Los niños necesitan disciplina, pero también cariño. Al
fin y al cabo, considero que no ha hecho nada reprochable. Y…
Él
alzó la mano ordenándola callar.
—Suficiente.
Continuemos. Veo que domina el inglés y el francés.
Alondra
carraspeó incómoda. La cosa no iba nada bien.
—Sí,
señor. Me gustan los idiomas. Ahora estoy estudiando el alemán.  
—¿Alguna
carga familiar o relación de pareja? Lo digo porque deberá residir en esta
casa. Pido dedicación completa. Por ello este trabajo está tan bien renumerado
–dijo el señor Balaguer rascándose de nuevo la barba bien rasurada. Alondra
dedujo que era un tic recurrente.  
—Ninguna,
señor. Los únicos familiares que tengo están en Berlín. Dispongo de mí tiempo a
voluntad. Por lo que considero que es una ventaja para este puesto. 
—Su
jornada terminaría tras acostar a los niños. Claro que, si en la noche mis
hijos necesitan atención, deberá acudir.  
—Si
están a mí cuidado, es lógico.
—En
cuanto a su tiempo libre será limitado. Solamente librará el domingo.  
—Me
parece bien –aceptó Alondra.
—Otra
cosa. Exijo que se apliquen sin rechistar mis órdenes y por supuesto, cualquier
desobediencia se paga con el despido –dijo él mirándola con esos ojos tan glaciales.
—Es
razonable. Usted es el que pone las normas en su casa.
El
señor Balaguer se levantó. Le tendió la mano y ella se la estrechó.
—Bien.
Eso es todo. Ya se pondrán en contacto con usted comunicándole nuestra decisión.
Muchas gracias por haber venido señora Rovira. Buenos días.
—A
usted por dedicarme su tiempo, señor Balaguer. Buenos días.
Él
no dejó de mirarla hasta que cruzó la puerta. Era muy importante la forma de
caminar para él. Solía augurar como era una persona. La señora Rovira era una
posible candidata a persona enérgica, determinada y firme. Aunque, no estaba
segura para el puesto. Precisaba a una mujer discreta, eficiente y que acatara
las normas. No soportaba que nadie lo contradijese ni que alterase su rutina.
Era hombre de hábitos. Una interina podría complicarlos. A pesar de ello, no le
quedaba otra opción. No podía depender siempre de la familia para que le
echasen una mano. Era hora de tomar las riendas de su vida.    
Miró
la carpeta. Cinco candidatas más. Estudió las fotografías. No le gustaron. Un
hecho un tanto frívolo, pero la asistenta debería estar a todas horas y
prefería alguien agradable a la vista. Y por otro lado, ya estaba cansado de
entrevistas. Optaría por elegir entre las ya examinadas.
Cerró
el dossier. Decidiría mañana.























2


Alondra
cerró la maleta. Miró a su alrededor, pero sin el menor síntoma de tristeza.
Por el contrario, estaba encantada de abandonar aquella casa. No es que la
propietaria fue antipática o exigente. La señora Lola era generosa y sensible,
pero no estaba acostumbrada a compartir su vida con gente extraña. Las
circunstancias la obligaron. Buscó durante meses un buen empleo para poder
costearse un alquiler y no lo logró, y ahora que lo obtuvo, continuaba sin
poder hacerlo por las condiciones de su cargo.
No
importaba. Después de casi dos años dando tumbos de un trabajo a otro sin
aportar la menor satisfacción, llegó el momento de contribuir con sus aptitudes;
en especial con los niños. Eran su debilidad. Ella no pudo tenerlos y… Sacudió
la cabeza apartando los malos recuerdos. Era hora de comenzar una nueva etapa.
Agarró la maleta, salió del cuarto y cerró la puerta, esperando que fuese para
siempre.
—Me
entristece que te marches. Pero me alegro de qué por fin las cosas te vayan
mejor –le dijo su casera.
—He
tenido mucha suerte al ser aceptada. Me dijeron que hubo cincuenta candidatas.
¡Y me han contratado a mí! Aún no me lo puedo creer –se emocionó Alondra.   
—La
suerte se la trabaja uno, querida. Y tú has luchado mucho. Que te vaya muy bien
–le deseó la mujer dándole un fuerte abrazo.
—Gracias,
Lola. Me has cuidado en los peores momentos. Gracias por todo.
Alondra
se despidió de los otros compañeros de piso que compartió durante la peor época
de su vida y se marchó hacia su nuevo destino.
Al
llegar ante la casona tomó aire. No podía fastidiarla. Necesitaba ese trabajo.
Ya era hora de recomponer su existencia. El pasado debía quedar atrás, en ese
rincón donde se guardan los objetos preciosos. Ahora comenzaba una nueva etapa
y tocaba mirar hacia adelante.
Llamó
al timbre. Una mujer de unos sesenta años, más bien bajita y con cara de pocos
amigos, abrió. Durante unos segundos la escrutó de arriba hacia abajo. Alondra
esperó su dictamen. No llegó. Sus ojos castaños permanecieron impasibles, como
debía ser en una empleada modelo y leal.
—Buenos
días. Supongo que es la señora Rovira.
—Así
es.
—Yo
soy Agustina. Por favor, pase. La acompañaré primero a su cuarto para que deje
la maleta.
Subieron
al piso de arriba. Un corredor con ocho puertas. La llevó hasta el final. Le
mostró la habitación de los niños. Un cuarto delicioso. Papel pintado con estrellas
y lunas  en la parte del cabezal de las
camitas y el resto de un verde clarísimo. Muebles blancos y muchos peluches. Un
lugar luminoso y alegre.
—La
suya es justo la de al lado. La dejo que se instale. En cuanto termine, la
espero en la cocina para tomar un café 
–le dijo Agustina, abriendo la puerta que comunicaba con la otra
habitación.  
Era
un cuarto muy bonito. También los ventanales dejaban entrar mucha luz. El papel
pintado con motivos florales. La cama era de matrimonio, el armario también
amplio; lo cual evidenciaba las pocas pertenencias que tenía en cuando las
colocó. El baño, pequeño, pero contenía lo esencial. Aunque, lo que más llamó
su atención fue el microondas y el frigorífico. Lo abrió. Leche, agua y potes
de papillas. Muy práctico para no tener que bajar a la cocina.
—Por
ahora, todo es perfecto –musitó.  
Se
aseó y bajó a la cocina.
Agustina
le puso el café y se sentó ante ella.
—¿Le
gusta su habitación?
—Sí.
Es confortable y muy acogedora. En realidad, me siento afortunada de poder
servir aquí.  
—Desde
luego. Muchas matarían por conseguir su puesto. Ha recalado en una casa de
prestigio. El señor es un hombre muy importante.
—Imagino.
No todo el mundo puede tener una vivienda como esta; tan enorme y preciosa.
—¿Lo
imagina? –se extrañó Agustina.
—Bueno…
Lo cierto es que no conozco al señor y tampoco tengo la menor idea a qué se
dedica; y no se me ha ocurrido investigar sobre él. Debería haberlo hecho si iba
a trabajar para él, ¿cierto? ¡Ay! Pues claro que sí. Me habría ido de perlas
saber a quién me enfrento. La verdad, a veces soy muy simple.     
La
sirvienta parpadeó perpleja. ¿Lo decía de verdad o estaba intentando que
pensase que no era una arpía cómo todas las que iban tras su señor?
—No
puedo creerla. ¡Si sale día si día no en las revistas del corazón!
Alondra
alzó los hombros con indolencia.
—No
suelo leerlas. La vida privada de los demás no es de mí incumbencia y menos la
de los famosos. No me aportan nada interesante. ¿Es artista? De cine no creo.
Suelo ir todas las semanas, pues eso si me gusta y no lo ubico como actor. 
—¡Uy,
no! Es un hombre serio. Se dedica a los negocios. Posee varios hoteles. ¿Te
suena la cadena Konforto?     
—¡Ah!
Sí. Pero no comprendo. Por regla general, creo que la prensa rosa no se
interesa en personajes como el señor.
Agustina
sonrió con aire orgulloso.
—Debido
a su trabajo se relaciona con gente importante de la alta sociedad y del mundo
del famoseo. Por otro lado, es evidente que es un hombre muy atractivo. Si a
eso le une su riqueza y que es viudo, el cóctel es explosivo. El detonante para
que las mujeres acudan a él como abejas a la miel y los medios a perseguirlo.  
Era
un argumento del todo acertado, pensó Alondra. Su jefe, en efecto, poseía todas
esas cualidades imprescindibles para ser un seductor.
—Debió
casarse muy joven. En realidad, aún lo es. Calculo que no debe de tener los
treinta.
—Que
no le engañe su cara de niño. El señor cumplirá treinta y dos este verano.
—¿De
veras? Debe cuidarse mucho –se asombró Alondra.
—El
deporte y la alimentación sana mantiene en forma ese cuerpo tan perfecto. Es
cuestión de no ser débil y caer en la tentación. Mucha fuerza de voluntad y ese
es el resultado.    
—Tendría
mejor aspecto si no fuese digamos… tan frío. Me da la sensación que nunca
sonríe.
—En
eso debo darle la razón. No es la alegría de la huerta. No obstante, es educado
y jamás haría nada que perjudique a los demás. Es un hombre muy honrado,
generoso y con un sentido de la ética muy agudizado. Eso sí. A estricto no le
gana nadie. Hay que seguir sus órdenes a rajatabla. Tome buena nota de ello si
quiere conservar el empleo.
—¿Puedo
hacerle una pregunta? ¿Dónde están los niños? Conocí a Manel, pero no a la
pequeña.
—Con
sus abuelos maternos. Los padres del señor fallecieron cuando él tenía diez
años. Un accidente de avioneta. Creció con sus abuelos, pero también murieron.
Ya no le quedan familiares.   
Alondra
ahogó un gemido.
—¡Santo
Dios! Este hombre va de tragedia en tragedia. No me extraña que sea tan raro. ¿Y
qué pasó con la otra asistenta? ¿No soportó la presión de sus exigencias?  
—Usted
es la primera institutriz, señora Rovira.
—¿La
primera? –musitó ella.
—El
señor no quiso hasta ahora que nadie extraño se ocupase de los niños. Pero ha
considerado que no puede implicar a sus suegros siempre. Y hablando de
juventud. El señor me dijo que la niñera era joven, pero con un currículum
impresionante. Con franqueza, le diré que esperaba a una cuarentona, no a una
muchachita.
Alondra
sonrió.
—En
unos meses cumplo los treinta y uno, señora Agustina. ¡Umm! El café está
delicioso. Y por favor, llámeme Alondra y tráteme de tú. Me sentiré mucho más
cómoda.
—Por
supuesto, querida.
—¿Podría
ponerme al tanto de como funciona la casa? Me refiero a costumbres, algunas
manías del señor. Ya sabe. Los detalles que no se indican en el contrato y que
de igual modo son importantes. Más que nada por no meter la pata. Verá. Le seré
sincera. Necesito este empleo como agua de mayo; tanto por el dinero como por
ejercer de lo que en verdad me gusta. Siempre he adorado a los niños y sé que
puedo ser de gran ayuda para esta familia
Agustina
podría librarse de esa intrusa en un santiamén si la información que le diese fuese
tergiversada. Lo hizo con todas aquellas que le parecieron nada adecuadas para
el buen funcionamiento de la casa. Sin embargo, aquella joven le caía bien. Era
educada, sencilla y bien bonita. Y si no mentía, en absoluto ambiciosa. Otra en
su lugar habría investigado a un hombre como su señor para poder conseguir
engatusarlo. Era justo que le diese una oportunidad.
—Tienes
una lista en tú cuarto, en le cajón de la mesita. De todos modos, estás en lo
cierto, hay aspectos que no han sido enumerados. Me refiero a hábitos
personales del señor y que debes conocer para no enojarlo. Verás. Todas las
mañanas que puede sale a correr y en verano toma un baño en la piscina. Lo digo
por si te apeteciese a ti, aguardes a que él se marche. Es muy estricto en lo
referente a su privacidad.   
—¿Tiene
prometida? Lo digo porque podría sentirse incómoda ante mí presencia. No digo
que el señor sea mujeriego e intentase algo... Bueno. En realidad, dudo que
aunque lo fuese quisiera engatusarme. No soy precisamente el paradigma de mujer
deseable. No. No debería sentirse celosa. ¿No le parece?
Agustina
levantó las cejas con aire incrédulo. ¿De verdad pensaba esa mujer que no
poseía atractivo? ¡Si era preciosa! Piel de porcelana, mejillas sonrosadas sin
necesidad de colorete, labios sugerentes y con una figura envidiable. No como
esas modelos secas como un junco. Alondra lucía unas curvas suaves como una
mujer de verdad debía tener. Aunque, para ella, lo más maravilloso era su
cabello. Puro fuego destellante.     
—¡Ay!
No me haga caso. Suelo decir estupideces cuando estoy nerviosa o siento que
estoy haciendo el ridículo.      
—Tranquila,
muchacha. El señor es exigente, pero no es el demonio; y mucho menos un
libertino. De joven y lo digo porque lo he visto crecer, era tan prudente que
nadie le creía capaz de cometer una locura. Y si la hizo, nadie lo supo. Además,
se casó muy joven. Recién cumplidos los veinticinco. Y pondría la mano en el
fuego que fue incapaz de ser infiel a su esposa. El señor es la ética
personificada. Por otro lado, tiene la muerte de su esposa demasiado presente.
Apenas hace seis meses, querida. No piensa en mujeres. Aún no.
—¿De
qué murió?
—Al
parecer no tenía el corazón sano y nadie lo sabía, ni ella tampoco. Dos días
después de dar a luz sufrió un infarto y nada pudo hacerse.       
—¡Dios
mío! ¡Qué terrible! –se horrorizó Alondra.
—Sí.
Fue espantoso. El señor se hundió de tal forma que estuvo dos semanas
desaparecido. Cuando volvió era la sombra de lo que fue. Delgado hasta los
huesos, ojeroso y sin ganas de vivir.
—¿Y
cómo se recuperó?
—El
señor siempre ha poseído una voluntad de hierro. Un día, de repente, se levantó
y apareció ante todos como el hombre atractivo y exitoso de siempre. Por eso
muchas lagartonas pensaron que ya estaba de nuevo en el mercado. Me refiero al
sentimental. Pero no. El matrimonio fue muy feliz. Aunque, supongo que llegará
un día que encontrará a una mujer para compartir la vida. De todos modos, será
difícil que vuelva a enamorarse del mismo modo. El amor verdadero sólo se
encuentra una vez. ¡En fin! La vida es así de injusta.
—Lo
es. Sí –susurró Alondra.
Agustina
se percató de su mirada llena de tristeza. Era evidente que esa muchacha había
sufrido, y mucho. Era una pena.
—Pero
volvamos a lo principal. Lo más importante para el señor son sus hijos. Haz
todo lo que te ordene sobre ellos. No admitirá una desobediencia ni un error.
Tenlo presente.
—Parece
un hombre intransigente y severo.  
—Lo
es. A pesar de ello, justo. 
Alondra
inspiró hondo.
—Tal
como me lo ha puesto, señora Agustina, me da hasta miedo.
La
mujer sonrió.
—No
debes preocuparte. Estoy segura de que lo harás de maravilla. Lo único que
debes tener en cuenta es no meterte en su vida privada; y por supuesto,
respetar su espacio en esta casa. Jamás y lo digo en serio, se te ocurra curiosear
en su habitación o estudio.
—Le
juro que en la vida podría hacer algo semejante, señora Agustina. Soy muy
reverente con la intimidad de los otros –aseguró Alondra.
—En
ese caso, te irá bien en esta casa.
—Dios
la escuche –susurró Alondra.
 


 
     



3


Alondra
se ajustó los puños y se dio un último vistazo en el espejo. Consiguió el
empleo por elección del más interesado, pero sabía que los abuelos siempre eran
muy influyentes en las decisiones. Debía dar la mejor impresión o de lo
contrario estaría acabada, y necesitaba ese empleo para avanzar hacia el
futuro.   
Agustina
entró en la cocina.
—Ya
te reclaman. ¿Estás lista?
—No.
Pero tengo que ir ahora, ¿verdad?
—Vamos,
mujer. Hay que ser valiente para conseguir los objetivos.  
—¿Cómo
estoy?
—No
eres la imagen de la perfecta institutriz.
Alondra
la miró espantada.
—¿No?
¡Ay, Dios! ¿Por qué? ¡Ah! Ya veo. Debería ir con un traje chaqueta. ¿Verdad?
Pero no tengo. No pensé que sería necesario… ¿Y qué me pongo? ¡Ayúdeme, por la
Virgen Santa!
Agustina
sonrió.
—No
me has comprendido, querida. Si los señores viesen a una estricta niñera, te
aseguro que te despedirían de inmediato. Ellos no son como el señor. Creen que
sus nietos deben crecer sin tanta rectitud. Les gustarás. Anda. Ve. No los
hagas esperar. Esta familia es fanática de la puntualidad.  
Alondra
se aclaró la garganta, alzó el cuello y entró en el salón. No podía mostrar
debilidad. Tenía que ser esa mujer confiada y sin miedo a la vida. Podía
hacerlo. Había sobrevivido a experiencias mucho más temibles.
El
señor Balaguer estaba charlando con sus suegros. Los imaginó mucho más mayores.
Pero eran de esas parejas que se casaron jóvenes, fueron padres de inmediato y
abuelos apenas cumplidos los cincuenta.
—Por
favor, pase. Ellos son los señores Vidal, Mayte y Ramón, mis suegros. Ya les he
hablado de usted.
Ramón
le tendió la mano.
—Es
un placer conocerla, señora Rovira. Espero que se sienta cómoda trabajando con
nosotros.
—Yo
también lo espero, señor –sonrió ella.
—Alondra,
¿verdad? Un nombre muy peculiar, querida, Siento curiosidad por saber a qué se
debe –dijo la suegra de Jan.
—Mayte,
por favor. Es algo personal –la reprendió su marido.
—No
importa, señor. Estaré encantada de contárselo. Verá. Mi madre adoraba las aves
y cuando nací dijo que me gustaba llamar tanto la atención con mis sollozos
como las alondras lo hacían con su canto. Y como era un espíritu libre, pues no
le importó la rareza. Y mí padre, que no le negaba ningún capricho, no se
opuso. Claro que, legalmente la obligaron a anteponer el nombre de María. Ya
saben como era este país hace unos años. Pero, por supuesto, nunca lo he usado.
Teniendo un nombre tan original, pues para que ir a lo vulgar. ¿No les parece?
Y…—Dejó de hablar al percatarse de que los nervios le volvían a traicionar.—
Perdón. Siempre hablo más de la cuenta. Ya me callo. Perdón.     
—Hay
que ser siempre original, querida –comentó la señora Vidal, estudiándola con
descaro. Lo cierto era que cuando su yerno le dijo que contrataría a una niñera
la imaginó mayor. Una señorona estricta y nada agradable para que sus hijos no
adquiriesen emociones que en el futuro pudiesen apartarlos de sus objetivos. Y
para su sorpresa, Jan contrató a una joven encantadora y muy guapa; y por su
verborrea incontrolable, un tanto alocada. Justo lo que necesitaban sus
pequeños. Aire fresco.   
—¡Hola!
Has vuelto. ¡Qué bien! ¿Has venido volando o en avión?
Alondra
sonrió al ver al crío. Se agachó y le revolvió el cabello. Le gustaba
introducir la mano entre esos rizos suaves. Acercó la boca al oído de Manel y
le susurró unas palabras. Cuando ella se apartó, él se puso la mano en el
pecho.
—¡Claro!
Te guardo el secreto. Prometido.
—Señora
Rovira. No se que le habrá dicho, aunque lo supongo. No debe llenar la cabeza
de cosas absurdas al niño. No son beneficiosas para su educación –la regañó
Jan.
Ella
borró la sonrisa. En apenas unos minutos ya había metido la pata hasta el
fondo.
—Lo
siento, señor. No volverá a ocurrir.
—¡Por
Dios, Jan! ¿Por qué eres tan inflexible? Los niños deben tener imaginación. En
realidad, la llevan en su naturaleza   –se quejo Mayte.
Su
nieto cogió la mano de Alondra y tiró de ella.
—Carla
no duerme y llora mucho. Nadie la hace callar. A ver si puedes tú. Ven.
Ella
miró a Jan.
—Vaya,
vaya –la autorizó él, indicándole con la mano que saliese del salón.
Su
abuela asintió con la cabeza mientras observaba como marchaba con el niño.
Ofrecían una imagen llena de armonía. 
—Me
gusta –murmuró.
—¿Cómo
dices?
—Nada,
Jan.
—¿Os
quedáis a cenar?
—Lo
sentimos. Tenemos un compromiso. Pero nos vemos mañana.
—¿Mañana?
–inquirió el desconcertado.
—Jan,
querido… La comida con los Puig.
Su
yerno aseveró.
—Lo
olvidé.
Ella
alzó una ceja.
—¿Tú
olvidando una reunión?  
—El
asunto de la institutriz me ha tenido bastante preocupado. He tenido que tomar
una decisión trascendental. Y aún dudo de que hiciese lo correcto. No se… ¿No
os ha parecido demasiado informal? Y eso que ha contado de su madre me indica
que no ha tenido precisamente una educación muy convencional.
—¡Ay,
Jan! Siempre desmenuzando las cosas al 
milímetro. A mí me ha parecido una joven encantadora y al parecer, a mi
nieto le gusta también. Eso es lo importante. ¿No te parece? –dijo su suegra.
—Ya
veremos.
—Cierto.
El tiempo dirá. Mayte. Nos vamos –dijo su marido.
—Gracias
por todo –dijo Jan.
—Es
lo menos que podemos hacer por nuestros nietos –dijo su suegra.
Su
yerno cerró la puerta y subió al piso superior. La niñera estaba inclinada ante
la cuna de su hija. Se apoyó en el quicio de la puerta para observarla.    
—Eres
preciosa —dijo ella. Y era cierto. La niña parecía de anuncio de colonia.
Rubia, ojos azules y cara perfecta. Había heredado los rasgos de su madre y de
su abuela.
—Es
fea –protestó su hermano.
—No
le escuches. Eres una muñequita de porcelana. Una niña muy bonita. Y no
deberías llorar, cariño. Ven.
La
tomó en brazos y al instante la niña se calmó.
—¡Menos
mal! No me gusta nada mi hermana. No puede jugar conmigo y siempre llora –se
quejó el crío.
Alondra
se sentó en el balancín y le pidió a Manel que se acercase.
—No
debes hablar así de ella. Es tu hermana y debes quererla mucho; y también
protegerla. ¿No ves que es muy pequeñita? Tú eres el hermano mayor. Ella debe
confiar en ti y saber que siempre estarás a su lado pase lo que pase. Serás su
héroe.  
Él
entrecerró la frente, un gesto que también observó en su padre cuando la estaba
entrevistando.
—Sí.
Soy mayor. Muy mayor. ¿Puedo entonces ir a coger el tranvía?
—¿Para
qué quieres subirte?
—Va
al parque.
Ella
le acarició la mejilla.
—Ya
veo. Te gusta montarte en el carrusel.
—No
lo se. Nunca he ido nunca a un parque.
El
cuello de Alondra efectuó un movimiento parecido a un respingo.
—¿Nunca?
¡Por Dios! ¿Cómo es posible que un niño no conozca las atracciones? –dijo en
apenas un susurro.
—Dime.
¿Podré ir?
—Algún
día subiremos y te llevaré para que te montes donde tú quieras.
—¿De
verdad? ¡Sí! Gracias –exclamó él dándole un sonoro beso en la mejilla.
—Ahora,
mientras doy de comer a Carla, juega con el tren.
—Me
iré a China.
—¿A
China? Muy lejos me parece para ir en tren. Aunque, podrías ir más cerca. Puede
que a Venecia.
—¿Por
qué? ¿Es divertida?
—No
lo sé. No pude ir. Pero dicen que es una ciudad mágica –respondió ella dejando
ir la mirada muy lejos de allí.
—¿Hay
duendes y brujas?
—Es
posible.
Jan
permaneció inmóvil. La estampa podía parecer de lo más familiar. Una madre con
sus dos hijos. Pero no lo era. Era un espejismo. Algo que jamás volvería a ser
real.
—¿Puedo
hablar con usted?
Alondra
respingó. Él carraspeó.
—Siento
haberla asustado.
—No
se preocupe. ¿Ha de ser ahora mismo? Su hija debe comer.
—Bien.
Cuando termine la espero abajo. En el salón.
—Sí,
señor.
Alondra
abrió la pequeña nevera, sacó la leche y preparó el biberón en el microondas.
Tras el tiempo preciso, echó unas gotas sobre el dorso de la mano, las lamió y
sonrió satisfecha.
Jan,
que continuaba observando, parpadeó desconcertado al notar un pequeño temblor
en el estómago. Era absurdo. Esa mujer no le atraía. Pero hacia demasiado que
no se relacionaba íntimamente con ninguna. Sacudió la cabeza y bajó. Se sirvió
una copa de oporto. Lo paladeó lento, meditando sobre su decisión de contratar
con tanta premura a la señora Rovira. Debería haber consultado a más
candidatas. Pero la reacción tan entusiasta de su hijo hacia ella, lo decantó.
Ahora ya estaba hecho. Aunque, tendría que darse prisa en comprobar si era
adecuada para el puesto. No deseaba que su hijo se encariñase y después debiera
prescindir de ella. Ya lo pasó muy mal cuando su madre murió. Manel lloró
durante una semana reclamando la presencia de Luisa.
—¿De
qué deseaba hablarme, señor?
Él
se giró. Por unos instantes pensó que el fuego se había extendido hasta sus
cabellos. Rojo pasión. Ese era su color. El mismo que el tapizado de los sofás
del último hotel que inauguró. Lo escogió el mismo; cosa extraña. Por regla
general era fanático de los colores pasteles.
—Yo…
—Calló, dio el último sorbo y dejó la copa sobre la mesita —. Me gustaría
comentar algunas pautas de conducta que espero de usted.
—Por
supuesto, señor.
Jan
colocó las manos tras la espalda y miró a Alondra con esos ojos cargados de
frialdad. Ella no pudo evitar estremecerse. Si el diablo tomase forma física
sería el señor Balaguer. Si no fuese por las referencias de quien era, le daría
miedo.
—Hoy
he escuchado que piensa llevar al niño al parque. Le ruego que no vaya a
ninguna parte sin avisarme el día anterior. Seré yo quien le de el consentimiento
de sus paseos o acciones. 
—Sí,
señor.
—En
cuanto a los horarios de mis hijos son inalterables. La rutina es esencial para
su crecimiento y educación. Lo inesperado no es beneficioso. Hay que adquirir
responsabilidades desde temprana edad. En cuanto a la alimentación descartados
los dulces y comida basura. Sólo comida sana. Los juegos siempre los elijo
educativos. El resto me parecen inútiles.     
—Sí,
señor.
—También
verá que en el contrato hay acuerdo de confidencialidad. Lo que sepa de esta
casa y de nuestra familia, nunca saldrá de su boca. Si incumple será motivo de
despido inmediato y la demandaré. Imagino que sería complicado para usted verse
inmiscuida en un juicio y mucho más enfrentándose a alguien con el poder que
ostento. No le quepa la menor duda de que perdería.  
—Sí,
señor.
Él
inspiró con gesto impaciente.
—Deje
de decir sí señor a cada momento, por favor. Me pone nervioso.
Alondra
tragó saliva. No podía fastidiarla.  
—Sí…
¿Y qué digo?
Él
ladeó la cabeza y la observó indeciso. Tal vez estuvo demasiado riguroso. Se la
veía como asustada. No era una buena señal. Necesitaba a alguien que pudiese
controlar las situaciones. Claro que, era muy pronto para catalogarla. Él no lo
hacia nunca. Era consciente de que todo el mundo necesitaba un tiempo de
adaptación. Tenía que ser paciente y aguardar la semana de prueba. Después ya
decidiría.
—No
se… De acuerdo, perfecto, como usted diga, está bien… Hay mil formas de
hacerlo, señora Rovira. ¡En fin! Eso es todo. Lo demás está en el contrato. No
hace falta que lo firme hoy mismo. Tiene una semana para ver si está usted
satisfecha con las tareas y por supuesto, si se adapta.
—Y
también usted por si le parezco adecuada para el puesto. ¿Verdad? 
—Así
es. Puede retirarse.
—Sí…
Digo… Gracias –farfulló Alondra.
Salió
con esa sensación de estar ante un ser calculador, sin sentimientos o si alguno
le quedaba, lo mantenía bien oculto. Estaba bajo las órdenes de un jefe duro de
roer. Debería ser fuerte y no dejarse amedrentar. Había llegado hasta allí y no
perdería el empleo. Sería la niñera de los hijos del estupendo señor Balaguer
por muchos años.    

1 comentario:

  1. Puedes enviarme el libro a mi correo yanarimartinez@gmail.com? ?? Porfis

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