miércoles, 29 de abril de 2020

HIELO QUE QUEMA


1


La niebla solía devorar a Londres, pero en el East End sus fauces engullían cualquier signo de luz. Sus habitantes, una gran mayoría de ladrones, asesinos y prostitutas, poseían la habilidad de los gatos y se movían sin la menor dificultad por las callejuelas estrechas; y ninguno lo hacia mejor que Alexander Chiksand.  A sus diez años, conocía cada calle, cada rincón del barrio; incluso podía precisar con exactitud, sin necesidad de ver, el tipo de persona que se movía por el sonido de sus pisadas. De todos modos, esa habilidad no era nada extraordinaria. Sencillamente era producto de la vida que había llevado.
Su historia no difería demasiado al resto de los que residían el East End. Hijo de prostituta y padre desconocido, nació el 1 de diciembre del año 1890 en un callejón húmedo y oscuro, muriendo su madre en el parto.
Otro en su lugar no habría sobrevivido, sin embargo, su temperamento ya denotaba empeño y el llanto desgarrador obró el milagro. Pamela, una vieja cortabolsas, que todos llamaban la tuerta por ser bizca, rescató del barro y las ratas a aquel bebé de cabellos rojos como el fuego acogiéndolo como hijo suyo, bautizándolo con el pomposo nombre de Alexander, en honor a un rey escocés, otorgándole el apellido Chiksand, nombre del callejón donde vino al mundo. Aunque, la jocosidad de sus congéneres y el dialecto particular del cockney, terminaron por llamarlo Allen Kid, el chico del callejón.
Pamela lo cuidó con esmero, sin atender a las nuevas corrientes médicas que comenzaban a circular por la ciudad, que aconsejaban el baño diario y cambio de pañales varias veces al día. Ella lo crió como siempre se hizo. Lo envolvió en pañales y mantas, procurando que su cuerpecito permaneciera estirado y la cabeza bien fija. Jamás le faltó el alimento, ni lavó su cabello para que la grasa le protegiera la fontanela ni lo despiojaba para que los liendres comieran la mala sangre, y cuando cambiaba los pañales, una vez secados, volvía a colocárselos para que la orina lo beneficiara con su poder curativo.
Allen, a pesar de los despropósitos a los que fue sometido, creció sano y lleno de vigor en medio de ese mundo de miserias y vidas abocadas al desastre, empapándose de los trapicheos e inmoralidades que lo envolvían. Y a los siete años, cuando abandonó la niñez, Pamela lo introdujo en el mundo laboral, aleccionándolo en el arte del que era una experta: la ratería.     
Sus dedos, que ya demostraron pericia hurtando comida en el mercado, rindieron con asombrosa habilidad. Ninguno de los desplumados jamás apreció que sus manos se introdujeron en el bolsillo o que cortaron la bolsa repleta de monedas. Ni tampoco, su amante madrastra, que del botín siempre guardaba una parte para él. Allen aprendió que en los callejones que se movía nada era seguro ni eterno y que la única fidelidad que existía era la que uno destinaba a si mismo. La confianza, los afectos, habían sido eliminados por una capa de frialdad y despego.
Ese fue el motivo por el cual, cuando acudió al deposito a identificar a la vieja tuerta, no derramó ni una lágrima; como tampoco sintió ningún dolor o sentimiento de pérdida.
—Ha dicho el matasanos que se le paró el corazón. Visto y no visto. La espichó sin enterarse. No semos naide —le comunicó el sepulturero.
Allen si reprimió un gesto de aprensión al ver el otro cadáver. Una cosa era ver inmoralidades y golpes causados por las peleas y algo muy distinto esa atrocidad. El tipo tenía el vientre rajado y alguna de sus viseras podía apreciarse.
—¿Qué hacemos con ella? ¿Fosa común? —quiso saber el sepulturero, tapando de nuevo el cadáver de la mujer. Después, sin el menor síntoma de respeto, encendió un cigarro y soltó el humo efectuando círculos que se elevaron con lentitud.  
El huérfano negó con la cabeza. La tuerta nunca le inspiró amor, pero le debía la vida y todos los conocimientos para conservarla. Era hora de devolverle el favor.
—Tendrá un entierro digno —dijo con voz grave.
Así fue. La tuerta fue inhumada con solemnidad ante cuatro vecinos, en el cementerio de Bunhill Fiels, junto a los antiguos sajones y la tumba de Nicholas Hawsmoor, el arquitecto que reconstruyó la ciudad tras el terrible incendio que la asoló en 1666.
De este modo, Allen pagó que la vieja lo rescatara de la muerte.
Ahora, con diez años, se encontraba de nuevo solo en la vida. A pesar de ello, no se amilanó. Pamela lo aleccionó para sobrevivir en cualquier circunstancia y lo hizo. Siguió con sus raterías vaciando las bolsas de los incautos y borrachos que acudían al barrio en busca de una puta o jugar a los naipes en las casas clandestinas, aprendiendo a defenderse a golpes de cualquiera que pretendía hundirlo aún más en el barro. Era un ladronzuelo, oficio nada digno, pero no estaba dispuesto a quebrantar ninguna otra ley. 
Allen era un ser autónomo. No le faltaba para comer ni tampoco un techo para cubrirse y lo más importante, ya nadie osaba llevarlo hacia su redil. Sin duda, se decía, si existía la felicidad, él la poseía por completo.
O al menos, eso creía cuando observaba a Hubert. Tenían la misma edad y su cuerpo era enclenque y avejentado, debido a las horas que pasaba como escobilla viviente dentro de una chimenea. Y se juró, que pasara lo que pasara, preferiría morir de hambre a hacerlo poco a poco en un túnel oscuro y carente de aire.  
—Voy a ver a Robert Larcom. ¿Te vienes? —le propuso Hubert.
Allen y Hubert, junto a otros curiosos, se encaminaron hacia el puente de Londres. Cruzaron el río hasta llegar a la prisión de Clink. La explanada estaba repleta. Niños, comerciantes, prostitutas, taberneros. Nadie, a pesar del frío intenso que caía sobre la ciudad, quería perderse la ejecución de Larcom, de ver como pagaba su atroz crimen.
Las puertas de la prisión se abrieron. El reo, con el rostro lívido, hizo su aparición custodiado por dos guardias, precedidos por un sacerdote. Con paso ceremonioso alcanzaron el cadalso.
El rumor que propagaba la plaza se apagó cuando un tímido rayo de sol iluminó a la soga que era colocada alrededor del cuello. El tenso silencio fue roto por los aullidos del condenado, repitiendo una y otra vez que era inocente, que no era un asesino.
Allen no pudo evitar estremecerse. Ninguno de los presentes estaba a salvo de terminar en ese mismo lugar. Como le insistía una y otra vez la vieja Pamela, nadie mantiene sus principios cuando la carcoma del hambre orada sus cimientos. 
—¿Crees que dice la verdá? —le preguntó Hubert.
Su amigo alzó los hombros.
—¿Y qué más da? Es un mal hombre, ¿no es cierto? Lo tie merecio.
—Tal vez…
El redoble de tambores enmudeció. El sonido de la trampilla llenó el aire succionando a Toby.
Allen tragó saliva. Presenció muchas ejecuciones y aún así, no podía evitar que su cuerpo fuera recorrido por un halo de pavor.   
—Que el diablo se lleve su alma. Aunque, me supongo que no encontrará mucha diferencia con esto. Ya estamos toos en el infierno —musitó Hubert con ojos fascinados ante el espectáculo del cuerpo balanceándose, al ritmo de los vítores del  público.
Allen palmoteó la espalda de su amigo.
—Elegiste un mal oficio, camarada. Esas chimeneas acabarán contigo. Algún día morirás asfixiao.        
—No pienso achantarme mucho tiempo. Buscaré otro oficio en el West. Este mismo viernes.
—¿Crees que allí será mucho mejor? La via es dura en toas partes. Olvídalo. ¿Por qué no te unes a mí? Juntos podríamos formar un buen equipo. Unos mangantes de cuidao.
—Nunca has estao al otro lao. ¿No es cierto?
—¿Pa qué? Na se me ha perdido allí, e imagino que no será distinto del East. Los tipos finos que de vez en cuando pisan los burdeles vienen del campo.
—Te equivocas. Viven más allá de la catedral. Aquello es un paraíso. Jardines, palacios, tiendas donde hay de too… Y panolis con muchísimo dinero. Y mucha, mucha comida.
—¿Y por qué sigues aquí? Si tan hermoso es ese lugar… —Se mofó Allen.
—No importa lo que quieras ser, a dónde quieras llegar ni lo que quieras tener; eso depende del lugar y las circunstancias en la que te encuentres. Nosotros no tenemos la menor oportunidá en ese mundo de lujos y letraos. Más lo intentaré —dijo Hubert con semblante abatido.
—Cierto. Aquí o en ese paraíso, las fábricas  y chimeneas serán iguales. ¿Te apetece regar el gaznate con una cerveza? —rió Allen comenzando a caminar junto a la masa que abandonaba el lugar.
—Debo ir al tajo.
Allen lo miró con compasión. Era tal su desesperación, que inventaba lugares extraordinarios que no existían.
—Y yo tengo que ir al mercao. He de llenar los bolsillos.
Cruzaron el puente y se despidieron en la calle Brick Lane.
Allen se adentró en el mercado de Petticoat Lane, que ya estaba muy concurrido. Sonrió con satisfacción. No le sería muy dificultoso conseguir un buen botín. La mayoría de mujeres realizaban las compras y sus sacos estaban bien repletos de monedas acumuladas por el negocio de sus maridos.
No se equivocó. En apenas una hora ya tenía en el bolsillo suficiente dinero. Así que, optó por tomar una buena cerveza y un trozo de empanada en la Taberna del Ganso y la Parrilla.
Allen rodeó la catedral y tomó la calle Charles, cerca de Coven Garden y entró en la tasca. Estaba bastante concurrida. Por suerte, encontró una mesa en un lugar apartado, delante de un grupo de hombres que desentonaban en un lugar como aquel. Sus ropas eran limpias y bien confeccionadas. Tal vez se tratara de comerciantes de otra ciudad.
Se acomodó y en cuanto le sirvieron la jarra y la empanada, dio buena cuenta de ello con gran deleite. No existía ningún otro lugar del East End donde hicieran el relleno tan delicioso.
Tras quedar satisfecho, como no tenía nada que hacer, decidió que era un buen momento para comprobar si lo que Hubert le contó sobre el otro lado de la ciudad era cierto.
Determinado, abandonó la taberna y se encauzó por Ludgate Hill, con una sonrisa de escepticismo dibujada en su rostro, que quedó congelada cuando pisó la calle Strand. Era amplia y elegante, sin ratas ni basuras que empañaran la visión paradisíaca. El suelo estaba pavimentado y a lo lejos, podían divisarse árboles.
Impactado por el descubrimiento, deambuló de un lugar a otro, descubriendo tiendas, edificios soberbios, cafeterías de donde surgían exquisitos aromas paladeados por los comensales ataviados con elegantes telas. 
Aún boquiabierto, sus pasos lo llevaron hasta el parque Saint James. Nunca en la vida imaginó que la hierba oliera tan bien, ni que su tacto fuera placentero, ni que el aire fuera tan puro. Las fábricas, los almacenes y el olor del pescado quedaban muy lejos. 
Aturdido, se dejó caer mirando a los niños que jugaban bajo la atenta mirada de sus niñeras. Sus rostros eran sonrosados y sus pieles níveas, denotando una salud de hierro, y sus risas la ausencia de preocupaciones y miseria. Pero nada fue más impactante que la visión de ese ángel. En la vida imaginó que podía haber algo más hermoso. La chiquilla irradiaba luz. Sus cabellos claros parecían de oro. Sus labios rosados y su piel de porcelana. Su voz al llamar al perro blanco con multitud de puntos negros llamado Sarampión, le sonó a música celestial. Y quedó herido de muerte; porque su corazón dejó de latir.   
De repente, la capa protectora que lo aislaba del conocimiento se rasgó trayéndole un sentimiento nunca antes experimentado; una sensación opresora y dolorosa contaminó la felicidad de la cuál hasta ahora había gozado. Su mundo estaba roto y con él, la percepción nítida que siempre imaginó para su futuro. Se encontraba sumido en la oscuridad sintiendo la más terrible de las amenazas; porque no provenía de nada ajeno, por el contario, de si mismo. Ahora deseaba todas esas maravillas. Y su existencia en esa parte de la ciudad sin alcantarillado, con las calles repletas de estiércol, con los edificios ennegrecidos por el hollín de las fábricas, sería un infierno. Pero sobre todo, deseaba a ese ángel divino.
Y se juró que, costase lo que costase,  algún día, él traspasaría la línea que lo separaba de ese mundo apacible. Y lo conseguiría del modo que fuese.
Permaneció observándola y cuando la pequeña y su cuidadora se marcharon, las siguió hasta su casa.













2


Allen, con paso firme, cruzó la calle y se plantó ante el edificio situado en la calle Park Lane; en el barrio más lujoso de Londres.
Alzó los ojos y los clavó en la inmensa fachada blanca como la nieve; al tiempo que apretaba los puños. Peleó mucho para llegar hasta allí y no saldría de la mansión sin lo que iba a buscar. 
Tiró de la campanilla e impaciente aguardó ajustándose la camisa. Una camisa nada común entre los proletarios. Tela de calidad y muy cara. Fue uno de los innumerables pagos de su última señora.
Lo cierto era que, sus servicios como sirviente eran impecables. Además, como extra también incluía no dejar nunca insatisfecha a una mujer. Siempre supo lo que deseaban. Esa era una parte esencial de su éxito.
El lacayo abrió.
Allen se quitó el sombrero y con gesto reverente, dijo:
—Buenos días. Mi nombre es Alexander Chiksand. Vengo a por el puesto de mayordomo.
El hombre, de unos cuarenta años,  escrutó durante unos segundos al candidato. Tenía orden de hacer una selección previa. El joven poseía una voz potente y al mismo tiempo agradable. Le pareció elegante, con el porte necesario para tan importante puesto y la edad justa para permanecer en el puesto el mayor tiempo posible.   
—Pase.
El vestíbulo, a pesar de no ser inmenso como en otras casas que sirvió, era imponente. La escalera situada en el lado izquierdo de mármol blanco y la barandilla de hierro forjado, le daba un aspecto muy elegante y suntuoso. La lámpara de cristal veneciano y los muebles hechos a medida, exclusivos. Lujo y elegancia por doquier. Los propietarios de la casa tenían buen gusto y también mucho, mucho dinero.
El criado lo acompañó hasta una sala cuidadosamente decorada. Era un despacho. Todo allí indicaba que era el santuario de un caballero. Nada de flores, tapetes de ganchillo o lienzos campestres. Estanterías con libros, un par de pinturas de autores muy reconocidos, un mueble con gran variedad de licores y en el aire, un aroma inconfundible a tabaco.  
 La puerta se abrió de nuevo. Randolph Lowell, el magnate de la seda, entró.
Allen lo observó mientras caminaba hacia el escritorio. No aparentaba los cincuenta y cinco años. Se notaba que se cuidaba. Ni un gramo de grasa. Alto, apuesto y con modales refinados. Un verdadero gentilhombre. La crema de la crema de la sociedad londinense.   
—Buenos días, señor Chiksand. Antes de la entrevista, necesito ver sus referencias. Soy un hombre muy ocupado y si no me interesan, terminaremos de inmediato –dijo sentándose.
Allen le entregó los papeles. Lowell se puso unos lentes y leyó con atención.
Al terminar su cara no mostró emoción alguna.
—Sus credenciales son excelentes, señor Chiksand. Le felicito. Aunque, debo hacerle una pregunta para discernir una duda. ¿Cuál es la razón por la cuál ha servido ya en tres residencias y se ha despedido?   
Allen, con las manos entrelazadas tras la espalda, dijo:
—Por supuesto, señor. Considero que un hombre debe prosperar y no conformarse con la mediocridad. Me he esforzado en aprender para poder entrar al servicio de una casa de prestigio, como la de usted, señor.
—¿Más prestigiosa que la de los marqueses? –inquirió Lowell con escepticismo.
—Hoy en día la nobleza está sobrevalorada, señor. Está anclada en el pasado y la gran mayoría se arruinarán si no se suben al carro de los nuevos tiempos. El progreso es el futuro y usted es el empresario más importante del país. Nadie realiza un negocio si usted no lo considera lucrativo.
Lowell volvió a mirar los papeles. El joven gozaba de pose distinguida, aspecto agradable y vestía con corrección. Sin embargo, no precisaba a un mayordomo que al poco tiempo los abandonase por conseguir un trabajo mejor. Por otro lado, ya estaba cansado de entrevistar a tipos que no encajaban con lo que quería. Necesitaba alguien discreto, leal e inteligente. Esas cualidades, según los informes, eran innatas en él. Y por lo que acababa de decir, también perspicaz.
—Señor Chiksand…
La puerta se abrió. Una mujer de cabellos dorados, ojos azules como el mar y muy hermosa, entró.
—Querido, he pensado que…
Calló al ver al hombre de pie ante la mesa de su marido. Allen también la miró. Allí estaba ella, la mujer que durante años ocupó sus sueños. Y tras cinco años sin verla, su belleza aún era más impactante. Ahora era más madura, más serena, más apetecible. 
—Estoy ocupado –rezongó Lowell.
—Siento la interrupción, señor...       
—Viene a por el puesto de mayordomo, querida. El señor Alexander Chiksand. Mí esposa Philippa.
Ella arqueó las cejas. Ese joven de cabellos como el fuego parecía un caballero.
—Un empleo que espero poder obtener, señora –logró decir Allen. Desde que la vio en el parque veinte años atrás, quedó embrujado. Se obsesionó de tal forma que se juró que algún día sería suya. Pero era una dama. Un amor inalcanzable. Un ladronzuelo como él jamás la obtendría. Si bien, él no era alguien que se rendía con facilidad. Ideo un plan. Si no podía conseguirla como esposa, la tendría de amante.
El único modo fue introducirse en su esfera social. Y la única manera fue como criado. Se aplicó a fondo. Aprendió y aprendió hasta alcanzar la categoría de mayordomo; todo un hito antes de cumplir treinta años. Y ahí estaba. Pronto su sueño se haría realidad. Pronto ese apetito que se desató al aspirar su increíble aroma sería saciado.
—Eso depende de mí marido. Que es demasiado exigente. Quiere lo mejor. ¿Es usted el mejor? –dijo ella dedicándole una sonrisa que por poco le hace perder el equilibrio.
Inspiró hondo. Tenía que controlarse. No debía echarlo todo a rodar por un instante de flaqueza. Y con el tono más frío que poseía, dijo: 
—Sin pecar de inmodestia, diría que sí, señora. No encontrarán mayordomo más capacitado.
—Sus referencias son impecables. Las mejores que han caído en mis manos. En verdad, no podríamos exigir nada más –comentó Lowell.
—Entonces, no hay más que hablar. Ya tenemos mayordomo, ¿no es así, querido? —dijo Philippa.
Lowell inspiró hondo. Cogió la campanilla y la agitó. El lacayo entró.
—Espero no arrepentirme, señor Chiksand.
—Le aseguro que nunca he defraudado, señor. Siempre sigo las instrucciones de mis señores. Sean cuales sean. Mis servicios incluyen también la lealtad. 
—Cualidad que aprecio. Charles. Hemos decidido tomarlo a nuestro servicio. Todo tuyo.
Allen acompañó al hombre, sin mirar a la mujer que  transformó su vida, pero con el corazón desbocado.
Bajaron al sótano. Los demás empleados se encontraban alrededor de la mesa. Era la hora del té.
—Escuchadme todos. El señor Alexander Chiksand será el nuevo mayordomo. Por favor, pase. Le presentaré a los miembros del servicio. La señora Felicity Gibbs, el ama de llaves. Velma Brooks, la mejor cocinera de Londres. Su ayudante Molly Smith. Daphne Redd,  doncella personal de la señora Lowell. Jordan Brys, el cochero y Betty Hold, la doncella.  
—Un placer –dijo Allen inclinando la cabeza.
—Por favor, señor Chiksand, siéntese y tome una taza de té –le ofreció Velma.
Él sonrió y de inmediato, todas las mujeres del comedor cayeron rendidas ante ese joven de ojos del color del musgo y rostro atractivo.
La puerta que daba al exterior se abrió y el viento gélido los golpeó.
—¡Maldita sea, Godric! ¡Cierra! –le ordenó Felicity.
—Perdone, señora Gibbs. Le recuerdo que aún no tengo poder para dominar a los elementos.
Betty  rompió a reír.
—No le rías las impertinencias al mocoso. ¿Has hecho el encargo?
El chico asintió, dejándose caer en la silla con brusquedad. Cogió una galleta de jengibre y la mordisqueó.
—¿Está preparado el té, Velma?
Allen miró al tipo. Unos cincuenta años, bien parecido, esbelto y porte altivo. Por lo visto, en aquella casa no se admitía a ningún empleado que no conjuntase con su distinción. A excepción de la cocinera, un tanto robusta debido al oficio.   
—Zachary Gaynor, ayuda de cámara del señor. Este será el nuevo mayordomo. El señor Alexander Chiksand –dijo Charles.
Gaynor se limitó a bajar un milímetro la barbilla. Cogió la bandeja y se marchó.     
—Sigo diciendo que se ha tragado una escoba –comentó Molly.
El ama de llaves, una mujer de rostro poco agradable y adusto, le lanzó una mirada furibunda.
—Tú opinión, jovencita, no es necesaria. ¿Ya has comprobado como va el guiso? Esta noche quiero cenar. Dígame, señor Chiksand. ¿Es usted de Londres?
Allen nunca ocultó su origen. Relatar historias de penalidades y la consiguiente superación, granjeaba múltiples simpatías. Por supuesto, omitía la profesión materna y la etapa de cortabolsas.   
—Sí, señora. Nací en Brick Lane. Sin embargo, eso no ha impedido que me quedase en esa cloaca. Mi lema siempre ha sido el trabajo duro. Considero que es lo único decente que existe para prosperar. 
Ella aseveró complacida.
—Un divisa encomiable, señor Chiksand. Es la que seguimos en esta casa. Al igual que la lealtad. Nunca desprestigiar a nuestros señores.
—Como debe ser –dijo Allen dedicándole una de sus mejores sonrisas.
—Si ha terminado, le mostraré el funcionamiento de la casa –dijo la mujer, cuyas simpatías por ese hombre tan encantador se incrementaron.
Allen se levantó y los demás hicieron lo mismo.
—No, por favor. Hoy pueden continuar. Terminen el té. ¿Vamos, señora Gibbs?
Tras indicarle el funcionamiento de la casa, Allen fue a recoger sus pertenencias a la pensión. Ya recuperadas, tras la cena, se retiró a su cuarto. Como era de esperar, en el último piso. La planta menos confortable de las mansiones. Un horno en verano y un glaciar en invierno. Pero para él eran un palacio comparado con los callejones húmedos y pútridos.
Nunca podría olvidar la primera vez que su cuerpo se dejó caer sobre un colchón de lana y se cubrió con sábanas delicadas que olían a gloria. Se juró que nunca más volvería a dormir entre ratas.
Y no lo hizo.
Desde aquel día anotó una meta más a cumplir.
El cuarto era más espacioso y mejor amueblado que el de su último empleo. La cama amplia, una mesita de tres cajones, una cómoda, una jofaina para el aseo superficial y una ventana que daba a la parte trasera de la casa, a un pequeño jardín.
Deshizo el equipaje. Colocó la ropa en el tocador. En la mesita los utensilios para el afeitado y del aseo personal, un par de libros, el reloj de bolsillo y la primera moneda que ganó como chico de los recados. Era su amuleto. El incentivo para recordarle la razón por la cuál trabajaba diecisiete horas sin descanso, sin desperdiciar un segundo. Siempre dispuesto a aprender, a ser el mejor de todos. A subir escalafón tras escalafón, hasta poder llegar a la meta.
Ahora la había cruzado.
Ella estaba en el piso de abajo. Tan cerca y tan lejos. Porque para Philippa sería sólo el mayordomo. Ninguna dama miraba a un criado como un hombre. Él cambiaría esa percepción. Como siempre hizo. La mujer de sus sueños le entregaría su corazón.












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