sábado, 5 de diciembre de 2020


EL ARTE DE LA MENTIRA


CAPÍTULO I

 

Apenas le quedaba resuello. Las piernas no podían sostenerlo. Creyó que había llegado su hora cuando el eco de los cascos de los caballos dio paso a un sonido firme, cercano. Tenía que resistir, o su familia caería junto él. Haciendo un último esfuerzo, ordenó a sus pies que no se detuvieran y se adentró en el pueblo.

Las calles casi desiertas debido a la inmensa cortina de agua le permitieron continuar su carrera sin tropiezos hasta llegar a la calleja. Sin mirar atrás y sin querer perder tiempo en buscar la llave, abrió la puerta de una patada y entró en la casa.

El grito de la mujer quedó ahogado por el rugido del trueno.

—¡Recoge, nos vamos! ¡Ya están aquí! —jadeó el hombre. Mientras su mujer se afanaba en recoger lo más imprescindible, él se acercó a la pared, arrancó un adoquín y, del hueco, extrajo un saquito de cuero.

—Dijiste que estábamos seguros. ¿Cómo nos han encontrado? —gimió su esposa colocándose la capa.

—No lo sé, Celia. Lo único que sé es que llegarán en pocos minutos, y esta vez nuestras vidas sí que están en peligro: son miembros de la Inquisición.

—¡Dios mío! ¡El máximo poder! ¿Adónde iremos? —gimió ella con evidente pavor.

Su marido, con la frente empapada de sudor, cargó el baúl atolondradamente.

—Donde no puedan darnos alcance. Lejos… muy lejos. Al otro lado del mar. Prepara la carreta y coge al niño. ¡Date prisa, mujer!

Ella entró en el cuarto del pequeño y sacándolo de la cama, lo cubrió con una capa.

—¿Qué pasa, madre? —musitó el niño con ojos somnolientos.

—Debemos irnos. Vamos. Tu padre nos aguarda.

Mientras salían de la casa, el hombre cogió documentos y dinero; después, con el candil en la mano, miró con tristeza a su alrededor. Nunca hubiera imaginado que llegaría a considerar esa casa como su hogar… Pero no era momento para sentimentalismos: tenían que salvar sus vidas. Roció de aceite el suelo, los muebles, las cortinas, y arrojó el candil hacia ellos. El fuego se propagó al instante. Su rostro, por un segundo, se cubrió de una pena infinita; luego la apartó y se reunió con su esposa y su hijo en el cobertizo.

—¿Qué has hecho? —musitó Celia observando las llamas con pavor.

—No volveremos nunca y esto los entretendrá: no podrán pasar por la callejuela. Subid.

La mujer y el niño se acomodaron en la parte posterior cubriéndose con una manta, mientras que el hombre saltaba al pescante. Azuzando al caballo, partieron a toda prisa, sumergiéndose en el torrente de agua y los relámpagos que iluminaban el camino embarrado.

El niño, aunque acostumbrado a huir en mitad de la noche con precipitación, intuía que en esta ocasión era distinto, que el riesgo era más palpable, y sollozó.

—Manuel, nada debes temer. Esto es una aventura. Nos vamos de viaje muy lejos, a un país que te gustará mucho. Ya lo verás —dijo acercándolo a su pecho—. Y lo mejor de todo es que nunca más tendremos que irnos de nuestra casa. Te lo prometo.

Tras estas palabras calló: sus perseguidores acababan de entrar en el callejón.

Su marido miró hacia atrás y lanzó un juramento: les tenían encima. Por fortuna, su plan estaba dando resultado. La casa escupía grandes lenguas de fuego por puertas y ventanas, y sus caballos se encabritaron, negándose a seguir.

—¿Nos dará tiempo? —vociferó Celia para hacerse oír por encima de la tormenta.

—Si el Señor nos ayuda y deja de llover, tendremos el suficiente para que nos pierdan la pista y el secreto siga a buen recaudo.

Sus ruegos fueron escuchados y la lluvia, tan repentinamente como empezó, dejó de caer.

El niño alzó la cabeza y miró hacia atrás: las llamas se veían en la lejanía, crepitando con furia. Y supo que, en aquella ocasión, sus vidas ya no corrían peligro.


CAPÍTULO II

 

Jaco saludó al guarda-coimas y cruzó la puerta de la Mancebía. Las calles estrechas y malolientes estaban muy concurridas a pesar de la temprana hora, puesto que había feria y muchos forasteros habían acudido a la ciudad. Caminó a paso ligero desoyendo la llamada de varias meretrices, asomadas a los balcones. No había acudido al barrido de El Compás en busca de desahogo. La suciedad cubría las calles. Saltó sobre el pellejo ensangrentado de un cabrito y sorteó el charco nauseabundo, al tiempo que esquivaba el cubo de orines arrojado desde la ventana, hasta llegar a la casa que andaba buscando, debidamente clasificada por el ramo que colgaba de la puerta. Entró, y con la familiaridad del que conoce el lugar, saludó al padre, el encargado de que las normas y la paz imperasen en los burdeles.

—¿Dónde está acomodado mi señor?

—Puerta tres. Espero que no traigas vino ni nada de viandas. Bastante hago ya saltándome la ley admitiendo a tu señor siendo casado, jugándome el trabajo —le advirtió el hombre.

Jaco sacudió la mano con desinterés y cruzó la mísera estancia. Al llegar al final de corredor, golpeó la puerta con suavidad, sin poder evitar una sonrisa al escuchar los jadeos de su señor. Carraspeó sonoramente y dijo:

—¿Amo? Tenéis que ir con urgencia a la Casa de Contratación.

Los jadeos cesaron de golpe, dando paso a sonidos apresurados.

Santiago Béjar de Villahermosa salió del cuartucho con el rostro enrojecido y la frente perlada de sudor, embutiéndose la camisa en los calzones con gesto adusto.

—¿Tan necesaria es mi presencia? Ahora que mi ánimo estaba encontrando consuelo… ¡Malditos incompetentes! —se quejó mesándose los ralos cabellos.

—Está arribando a puerto el Perla de los Mares. Pensé que no deberían encontraros ausente y se empeñaran en buscaros. Ya sabéis cómo son los rumores: de un pez menudo, hacen una ballena —se justificó Jaco.

Santiago asintió con aire satisfecho. Tiempo atrás, cuando fue a las gradas de la catedral en busca de un esclavo, creyó que el precio de ochenta ducados que pagó por aquel mocoso de diez años había sido una estafa pero, sin duda, se equivocó. Jaco resultó ser el criado perfecto: listo, prudente y, sobre todo, fiel.

—Bien pensado. Vamos.

Abandonaron la mancebía sin detenerse por nada hasta alcanzar la Puerta del Carbón. Tras ella, el trajín era constante: marinos, viajeros llegados de tierras lejanas, carretas cargadas de oro, plata y sedas…

El Perla de los Mares ya estaba amarrando en el muelle.

—Anda, ve —le ordenó su amo.

Jaco se unió a los hombres que ayudaban con las cajas, baúles y fardos. Aquello no entraba dentro de sus obligaciones como esclavo, pero ese trabajo le proporcionaba el dinero necesario para, algún día, poder comprar su libertad.

Terminada la descarga, Santiago Béjar, tesorero real, anotó cada uno de los productos: cinco arrobas de esmeraldas, diez fardos de tela, cincuenta libras de tabaco, plata por valor de ochenta y cinco mil maravedíes, y ciento veinte mil por el oro.

Después, calculó el valor del diezmo que Elías Arce, capitán del Perla de los Mares, tenía que abonar a la Corona.

—¿Tanto? —inquirió este con tono recriminatorio.

—Es lo que marca la ley. Claro que… siempre podemos arreglarlo si ponéis voluntad por vuestra parte —sugirió Béjar bajando la voz.

Elías asintió al comprender. España era un país de mantequilla: todo se solucionaba untando. Extrajo de una bolsa unas perlas y con discreción se las entregó al tesorero.

—Digamos… ¿cinco?

—Seis y una esmeralda me parecería más justo; por las anotaciones que voy a hacer —dijo Béjar modificando el número de fardos de tela.

—Os lleváis un buen pellizco —comentó Elías, aceptando.

El tesorero tomó el soborno con presteza y lo guardó en su bolsa.

—Y vos una tasa muy rebajada. Espero no meterme en problemas por prestaros esta ayuda.

—Vuestra merced no los tendrá, puesto que yo mismo me perjudicaría si me fuera de la lengua. ¿Cuándo podré llevarme mi parte?

—Calculo, como siempre, en el plazo de cuatro meses.

—Mucho tiempo se toma la Corona —masculló el capitán.

—No os quejéis. Sobreviviréis con lo que os queda en los bolsillos —replicó el tesorero.

—Habéis sido muy amable. Tened un buen día —dijo el capitán inclinando la cabeza, tras lo cual dio media vuelta y se marchó visiblemente satisfecho.

Béjar, a pesar de haber sido importunado en su momento de esparcimiento, también sentía regocijo. No siempre podía llevarse tantas ganancias en un solo control. Lo único que lamentaba era que, por el momento, no podía disfrutar de sus trapicheos, puesto que la ostentación de un incremento repentino de su capital le traería muchas complicaciones.

Soltó un suspiro. El sol ya estaba cayendo. Con decepción por no poder regresar a la mancebía, pues pronto debería volver a casa, llamó a su esclavo.

—Ha sido una jornada muy agitada. Necesito que mi gaznate se alivie. Vamos a la posada de El Molinillo.

El mesón estaba de bote en bote. Navegantes venidos de todas partes del mundo, banqueros, hombres de finanzas lusitanos, indianos y peruleros, acompañados de mujeres de vida alegre, degustaban la exquisita receta de papas y caldos del Aljarafe o de Jerez.

Jaco y su señor pidieron vino y escucharon con atención la fabulosa historia que contaba un grumete sobre la maravillosa Lima y la ciudad de Potosí, donde la montaña que protegía a la incipiente ciudad estaba preñada de millones de libras de plata.

—¡De aquí a Lima! —gritó el grumete alzando el vaso.

Béjar apuró su bebida y levantándose dijo a Jaco:

—No creas ni la mitad, muchacho. Si tantas riquezas hay en esas tierras, muchos no regresarían tan pobres como se marcharon. ¿Has terminado? Es tarde y tu ama se va a gibar si no llegamos a tiempo para la cena.

Abandonaron el mesón y emprendieron el camino hacia el barrio de San Vicente, donde estaba ubicada la casa de su señor. Al llegar ante ella, Jaco, inspiró con un gesto de orgullo. Era un edificio de piedra, con balcones de madera bien tallada y ventanas enrejadas por donde se asomaban rosas y jazmines que llenaban con su aroma el aire sevillano. En fin, una casa imponente y regia. Sus amos nada tenían que envidiar a los duques de Medina Sidonia. Su casa era.

Cruzaron el patio rodeado de naranjos y Jaco entró en la cocina, mientras su amo se encaminaba a la sala principal.

—¿Qué hay de cena? Traigo mucha hambre —dijo echando un vistazo dentro del puchero.

Herminia, la cocinera, mujer de carnes generosas y rostro parecido al de un gorrino, le atizó suavemente con el cucharón en los dedos, que ya iban directos al guiso para catarlo.

—¡A saber qué habrás estado haciendo, tunante! —gruñó con cariño.

—Pues descargar un barco —contestó él dejándose caer en la silla más cercana. Troceó un poco de pan y se lo llevó a la boca—. Ya sabes que deseo mi libertad.

Herminia sirvió dos platos y se sentó frente a él observándolo con simpatía. Jaco era un pícaro desvergonzado, pero en el fondo era buen muchacho, no como otros esclavos que, a la menor oportunidad, procuraban sisar o engañar a sus amos. Jaco estaba ahorrando para conseguir su libertad con honradez. Tal vez, pensó, se debía a que era hijo de un antiguo rey guanche. Eso, al menos, era lo que muchos creían, incluida ella, aunque nunca le preguntó si era cierto. Juzgó que lo mejor para el chiquillo era que olvidara su pasado, para que se acostumbrara cuanto antes a su nueva condición, algo que no fue nada fácil al principio, lógicamente. Le apartaron de sus padres, de su tierra, de su gente. Durante semanas lo escuchó llorar en la soledad de su cama, hasta que un día, dejó de hacerlo: Jaco apartó al niño para convertirse en un muchacho decidido a no dejarse vencer. Y lo logró. Ahora, diez años después, Jaco era un joven perspicaz y valiente, con la experiencia necesaria para sobrevivir en cualquier circunstancia; y también —pensó al ver entrar en la cocina a Victoria—, con el suficiente atractivo para conquistar a la mujer que se le viniera en gana.

—¿Deseáis algo, pequeña ama? —dijo la cocinera frunciendo la frente.

Hacía tiempo que su olfato de vieja alcahueta le decía que entre esos dos había algo más que aprecio. Y si el amo se enteraba, Jaco ya podía irse despidiendo de su libertad. Lo vendería a otro amo que, con toda probabilidad, no lo trataría con tanta deferencia como lo hacían en esa casa.

—Padre dice que puedes servir la cena —respondió la muchacha observando de reojo a Jaco, sin poder evitar que un leve suspiro escapara de su pecho.

El esclavo era el muchacho más atractivo que jamás hubiera conocido. Alto y musculoso, con un rostro aguileño de facciones suaves culminadas por labios carnosos, y unos ojos negros penetrantes y descarados.

—Ahora mismo —dijo Herminia alzándose al instante.

—¿Has visto muchos barcos hoy, Jaco?

El muchacho miró a Victoria y ahogó un lamento.

—Sí. Y un galeón procedente del Nuevo Mundo. ¡Era magnífico! Algún día viajaré en uno de esos veleros —respondió esbozando una amplia sonrisa.

Herminia asió a su joven ama del brazo.

—Por supuesto. Victoria, al comedor. Y tú —ordenó con tono autoritario a Jaco—, si has terminado, ve a regar el jardín.

Jaco se levantó con desgana, maldiciendo su mala suerte. Salió al patio y se detuvo ante la ventana que daba al comedor. Observó a sus señores mientras cenaban vestidos con sus mejores galas, charlando y mostrando una sonrisa cargada de satisfacción. Sin embargo, a Victoria, la noticia que acababan de comunicarle no debió parecerle tan fantástica, porque se levantó airada y, rompiendo a llorar sin consuelo.

—Ya se lo han dicho. Imaginé que reaccionaría así.

Jaco se giró y miró a Ernestina, la aya de Victoria.

—¿Qué ocurre?

La mujer soltó un sonoro suspiro cargado de pena. Entregaban a su niña a un hombre que podría ser su abuelo, pero la vida era así de cruel: muy pocos eran los afortunados que podían elegir su destino.

—Han concertado su matrimonio.

El semblante de Jaco se demudó.

—No puede casarse. Me ama a mí.

La aya sacudió la cabeza con aire abatido.

—El dardo el amor suele desviarse hacia donde no debe, y en este caso, ha errado del todo. Jamás podréis cortejaros. Victoria está destinada a un hombre importante: Rodrigo Zabala Hernández, marqués de Aguasfrías. Un caballero rico y respetable. No es tan gallardo como tú. A decir verdad, es un adefesio, viejo y encorvado, aunque es el adecuado para la posición social de mi niña. —Ernestina posó su mano en su hombro—. Vamos. No debes entristecerte. El agua y el aceite nunca se mezclan. Sabías que lo vuestro era un imposible.

Jaco volvió a mirar a su amada a través de la ventana. Era un ángel. Una muñeca de cabellos dorados y ojos como las esmeraldas. Esa candidez no podía ser entregada a un hombre sin escrúpulos, a alguien que no sabría apreciar la delicadeza que le estaban regalando.

—Victoria no querrá casarse con un hombre así.

—Una hija debe cumplir el mandato de su padre. No le queda más remedio. Si no, la meterán a un convento, y esa jovencita está criada entre algodones, no consentirá que la encierren. Obedecerá.

—¿Y si me embarco hacia el Nuevo Mundo y vuelvo rico? —sugirió Jaco con ansia. Y mirando a la mujer, añadió—: Si ella me espera, es posible que los amos dejen que nos casemos.

Ernestina le revolvió el cabello con cariño.

—Por mucho que lo intente, una gallina jamás volará como el águila. Aunque regresaras con una fortuna, para ellos siempre serías un esclavo. Olvídala.

Él se dejó caer en el suelo. Apoyó la espalda en la pared y se tapó la cara con las manos.

—Dios no es justo. Solo complace a los poderosos. ¡Lo maldigo!

—¡No seas mastuerzo! ¿Acaso quieres que te acusen de herejía, eh? ¡Chitón! —le reprendió Ernestina mirando a su alrededor con aprensión.

—Es la verdad —siseó Jaco con ojos encendidos.

—Puede que sí, pero no vuelvas a decirlo en público o arderás en la hoguera. Jaco, es inútil que te tortures. El destino de Victoria está sellado. Venga. Será mejor que te marches y no hagas ninguna tontería. —Y dicho esto, entró en casa, corrió hacia su querida niña y se la llevó del comedor hacia sus aposentos.

—No llores, preciosa. Tranquila. Todo saldrá bien —trató de consolarla, cerrando la puerta del dormitorio.

—¡No quiero casarme con ese hombre! ¡Moriré de dolor! —exclamó Victoria echándose boca abajo en la cama, hecha un mar de lágrimas.

Ernestina le acarició el cabello con ternura. Adoraba a Victoria. Ella la había cuidado más que su madre y sentía su dolor como propio. Por eso se encargaría de que, al menos por una vez, alcanzara la dicha.

—Lo sé, mi niña: amas a otro. Sin embargo, no puedes pertenecerle. Aunque… sí hasta tu boda.

Victoria alzó el rostro, mirándola confusa.

—¿Insinúas que pierda el honor que le debo a mi futuro esposo?

Ernestina chasqueó la lengua.

—¡Honor! ¡Honor! ¿Acaso crees que esas grandes damas no han saciado sus deseos antes de entregarse a un marido no amado? Mi niña, no seas inocente. Ninguna mujer pierde la oportunidad de dejarse mecer por la pasión del amor, de sentir sobre su piel desnuda las caricias, de gozar con el deleite de tener a un hombre entre las piernas. De llenar el cuerpo de placer exquisito cuando todo estalla y perder el juicio. Y te aseguro que con tu esposo no obtendrás nada de eso. Esta noche puedes mitigar tu pena y guardar en el recuerdo la voluptuosidad de tu amante. ¿De verdad quieres privarte de descubrir ese placer enloquecedor?

Victoria la miró indecisa. Amaba a Jaco y deseaba como nada poder disfrutar de su amor; sin embargo, la propuesta de su aya la turbaba.

—¡Oh, ama! Mi corazón está partido en mil pedazos y temo que voy a morir. ¡Qué cruel es la vida! ¡Qué doloroso el amor! ¡Deseo tanto a Jaco…! Pero si me entrego a él, mi marido descubrirá que no llego pura al altar —exclamó sollozando sin consuelo.

Ernestina sonrió con autosuficiencia.

—Los hombres son mentecatos y se les puede engatusar con facilidad. Ya te enseñaré cómo. Nada debes temer. Ahora, dime si deseas yacer con Jaco y obtener la mayor dicha que jamás hayas conocido.

—Quiero, aya. Pero ¿qué ocurrirá después cuando lo pierda?

—El amor más dulce es aquel que se conserva en el recuerdo. Pero, mi niña, no lo perderás. Podréis veros siempre en esta casa. Así pues, si decides catar las mieles del amor, acude esta noche, cuando todos duerman, a la alacena. Le daré aviso.

Victoria así lo hizo. Amparada en la seguridad de la noche y en el sueño en el que estaba sumida la casa, se reunió con Jaco con la intención de consumar su amor…

… Sin saber cuán equivocada estaba.

***

Rosario, a pesar de considerarse una mujer satisfecha, estaba intranquila aquella noche. Tenía un marido influyente, fortuna para vivir con comodidad y amistades que se codeaban con la realeza. Victoria era una hija ejemplar, aunque de carácter testarrón, y no estaba segura de que acatara con docilidad la decisión de su padre, lo cual podría perjudicarla. Santiago era un progenitor cariñoso pero estricto, y si Victoria se negaba a casarse, sería capaz de confinarla en un convento. Tendría que convencerla de que, a pesar de que su esposo fuera un espantajo, la decisión que habían tomado era la mejor para su futuro, y sabía cómo hacerlo: del mismo modo que sus padres lo hicieron con ella.

Pero por mucha confianza que tuviera, era incapaz de conciliar el sueño. Se levantó y salió al jardín. Era una noche oscura, sin luna, por lo que la luz que salía de la despensa llamó su atención.

Con aire enojado se encaminó hacia allí dispuesta a sorprender al desagradecido que le robaba comida. ¿Acaso no era más que generosa con el alimento que proporcionaba al servicio? Les daba más de lo prudente, ¡incluso carne y dulces!, se dijo rabiosa.

Abrió la puerta con ímpetu. Sus ojos castaños contemplaron incrédulos el cuerpo desnudo de Victoria retozando como una vulgar ramera entre las piernas de Jaco.

—¡Dios santo! ¿Pero es que te has vuelto loca? —gritó sofocada.

Los dos amantes, descubiertos, se cubrieron con espanto.

—Madre, yo…

—¡Calla, insensata! ¿Y tú? ¿Cómo has podido traicionar nuestra confianza? ¡Debería matarte ahora mismo! ¡Pero le daré ese placer a tu amo! ¡Maldito esclavo!

Jaco la miró horrorizado. Había sentenciado su vida.

Ernestina, alertada por los gritos e imaginando lo que sucedía, entró en la despensa.

—Señora, calmaos, por favor. Despertaréis a todos —le pidió angustiada.

Rosario le lanzó una mirada encendida.

—¿Y tú crees que debo callar ante tamaña afrenta?

—Por supuesto que sí. No querréis que toda Sevilla hable de esto, ¿verdad? El compromiso de la niña sería anulado y el honor de la familia mancillado. —La aya se frotaba las manos con evidente nerviosismo, mientras echaba una mirada de advertencia a su pupila para que callara sobre lo que acordaron—. Nadie os abriría las puertas de su casa, seríais rechazados como si llevarais la peste. Lo mejor es tomar una resolución con presteza, sin que nadie se entere.

—¿Pretendes que deje impune a este indeseable? ¡Merece la muerte! —se escandalizó su señora dándose aire con la mano.

—Madre, lo amo. Por favor, no me obliguéis a casarme con ese hombre —le rogó Victoria.

Rosario la abofeteó con saña.

—¡¿Le amas?! ¡Estúpida! Has puesto en peligro tu matrimonio. ¡Virgen santísima! Te hemos educado en la más estricta fe en Cristo y ¿qué haces tú? Entregar tu doncellez a un siervo, regodeándote como una puta. ¡Ay, Señor! ¡Quiero morir! ¡Esto es nuestra ruina! ¡Con lo que ha trabajado mi esposo por esta unión…!

—Madre, comprended…

—¿Comprender qué? ¿Que no querías, pero has cedido a la tentación?

—Podemos tener voluntad para hacer cualquier cosa, cualquiera, menos doblegar a un corazón a que no ame —dijo Victoria.

—Sin duda este miserable te ha embrujado. ¡Sí, eso es! Ha utilizado sus artimañas del demonio aprendidas entre salvajes. ¡Llamaré a la Inquisición! Ellos se encargarán de darle su merecido, ¡que no es otro que la hoguera!

Jaco empalideció y Victoria se arrodilló ante su madre sollozando con desespero.

—No lo hagáis, señora. Haré lo que me pidáis, lo juro. No lo condenéis. Si lo acusáis, me mataré, aunque antes le contaré todo a mi futuro esposo y la ciudad sabrá lo sucedido. ¡Lo haré, madre! ¡Os lo juro!

Su madre la miró asqueada.

—¿Traicionarías a tu familia? ¡Sí, claro, por supuesto! Lo que he visto es la peor de las felonías. Pero no consentiré ni una más. Te encerraré en un convento, te apartaré del mundo y sus tentaciones. ¡El tiempo de regodeo ha terminado para ti, mala hija! ¡Monja serás! ¡Y de clausura!

—Recapacitad, señora —intervino Ernestina. Rodrigo Zabala es un hombre muy rico e influyente en la corte. Es el mejor partido para Victoria, no debe perderlo por esta causa. También es de justicia que Jaco sea castigado; aunque, dadas las circunstancias, lo mejor sería alejarlo y evitar que hable, ¿no os parece?

Después de una pausa larga, Rosario masculló:

—Razonas con sensatez. Lo venderé a un amo que lo trate como a un animal.

—No consentiré que lo vendáis, madre —protestó Victoria.

Rosario la agarró por el brazo y la obligó a levantarse.

—Tú no tienes poder de decisión. Se irá o tendrá una muerte espantosa. Piensa qué prefieres. Ahora, cubre esta desnudez impúdica y ofensiva y sube a tu cuarto. ¡Y reza para que tu padre no se entere de esto! Mañana, a primera hora, irás a misa y confesarás el pecado mortal que has cometido. Debes limpiar tu alma corrupta o arderás en el infierno. Y a partir de ahora, harás lo que se te diga o a la primera protesta, mi castigo será implacable.

Victoria obedeció temblando y echó a correr.

Ernestina miró a Jaco infundándole confianza.

—¿Por qué no lo enviáis al Nuevo Mundo? —sugirió a su señora.

—Las concesiones son muy estrictas: ni conversos, ni familiares de convictos, y mucho menos un esclavo. No tiene posibilidad. Además, en lugar de un castigo, eso sería una recompensa —rechazó Rosario.

—Si lo liberáis, puede irse.

Su ama soltó una risotada nerviosa.

—¿Deshonra a mi hija y me pides que lo premie con la libertad? ¡Nunca escuché tamaño desatino!

—Lo queréis bien lejos, ¿no? He criado a vuestra hija, y a pesar de la docilidad que ha mostrado ahora, sé que es capaz de cometer una locura. Vos habéis sido testigo. El amor es muy poderoso, señora, no os arriesguéis. Obrad con cautela. A miles de millas no supondrá ningún peligro, pero si le condenáis a muerte, vuestra hija cometerá una locura. Pensadlo bien antes de perder una gran oportunidad.

Rosario se paseó con inquietud mordiéndose el labio inferior.

—¿Y cómo se lo planteo a Santiago? Tiene un gran aprecio por este esclavo. ¡Pobre imbécil! —masculló mirando a Jaco con desprecio.

Este, ante la oportunidad que se le presentaba de poder hacer lo que siempre deseó, osó hablar.

—Decid que he escapado. Los papeles legales los puede hacer José Esparza. Vuestro esposo, en ocasiones, ha sacado del país a varios necesitados con su ayuda. Esparza no dudará en auxiliaros sin necesidad de soborno si le hacéis saber que conocéis sus trapicheos.

—¿Lo veis? ¡Todo resuelto! —exclamó Ernestina con complacencia.

Su señora, frotándose las manos con nerviosismo, meditó unos segundos.

—Eso espero. Y tú, si vuelvo a verte con mi hija o descubro que hablas con ella del acuerdo al que hemos llegado, no dudaré en matarte, y me da igual lo que eso pueda suponer para Victoria después. ¿Comprendido? Largo de aquí —lo amenazó Rosario.

—Sí, ama —musitó Jaco antes de salir a toda prisa de la despensa.

—Ernestina, a partir de hoy, mi hija permanecerá en casa recluida en su habitación, hasta que este bastardo se largue. Te hago responsable de que no vuelvan a tener contacto. Mañana, a primera hora, ve a buscar a ese hombre y dile que lo aguardo en la catedral. Mientras Victoria se confiesa, le expondré la situación. Espero que nos ayude —dijo Rosario con un profundo suspiro.

***

José Esparza no dudó en socorrer a la mujer ante la amenaza de esta de denunciarlo, y arregló los papeles para que Jaco pudiese abandonar la ciudad. Rosario, muy a su pesar, le procuró al muchacho víveres suficientes para que pudiese subsistir en el barco y algún dinero. Y una semana después, Jaco se dispuso a partir.

En el puerto se encontraban cuatro carracas y dos fragatas, cada una de ellas provistas de entre treinta y cinco y cuarenta cañones, para proteger las mercancías que eran llevadas al Nuevo Mundo. La carraca de Jaco era la de mayores dimensiones de todas, lo cual atemperó su ánimo.

Tras pagar el ducado y medio de plata por el impuesto de avería, sorteó la maraña de hombres y carga y se dispuso a embarcar.

Conocedor del mundo naviero por el trato mantenido con los marineros como estibador, lo primero que hizo antes de que llegaran los demás pasajeros fue acomodarse en la bodega, el lugar mejor protegido del barco. Dejó el avituallamiento para la larga travesía —que se componía de una jaula con dos gallinas, un cerdo, queso, carne seca, azúcar, almendras, aceite y demás alimentos— junto a los cacharros para cocinar y el colchón, mientras observaba cómo se acomodaban en la bodega los otros emigrantes. Se trataba de un sacerdote y dos monjas; y un caballero de mediana edad —por su porte, lo pareció un comerciante— junto a su esposa y su hijo de unos diez años.

Una vez aposentados, el barco, junto a tres mercantes más, custodiados por dos naos armadas, inició la travesía. Jaco se levantó y subió a cubierta, al igual que los otros pasajeros, para ver el puerto, su bullicio, sus gentes, y cómo se alejaban poco a poco, al tiempo que el barco navegaba río abajo por el Guadalquivir.

Una punzada de dolor traspasó su corazón al recordar a Victoria. Lo habían desterrado. Pero de ningún modo renunciaría a ella. Regresaría rico y la apartaría de ese marido viejo, y vivirían su amor en libertad, lejos, donde nadie los conociera.

La mujer de bronce que coronaba la Giralda se perdió en la distancia, y con ella el pasado. Estaba iniciando una nueva vida, convirtiéndose en otra persona. Jaco, el esclavo, había muerto. Ahora era Gabriel Minaya, de veinte años de edad, natural de Puente del Arzobispo, soltero, hijo de Diego Minaya González y Catalina del Bosque, con destino al Perú, pasajero l, 5, E5119 en el año del Señor de 1568. Un hombre libre de veinte años dispuesto a enriquecerse con las maravillas del Nuevo Mundo pero, sobre todo, a no dejarse doblegar nunca más.

sus preciadas posesiones.Con esa determinación, bajó de nuevo a la bodega y se acomodó junto a 


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