domingo, 6 de septiembre de 2015

LOS PLACERES DE VIANA



CAPITULO 1
Mi vida comenzó a gestarse cuando la naturaleza estalla a la vida y los cuerpos de los hombres se encienden con la llegada del calor. El fuego carnal, en la ciudad de Sevilla solía apagarse en El Compás de la Laguna, en el barrio del Arenal; en el laberinto de calles estrechas, oscuras y sucias, donde las rabizas, mozcorras, chamizonas o como uno desee llamarlas, ofertaban sus cuerpos al mejor postor o sencillamente, al que le diese una moneda para poder pagarse una taza de mísero caldo.
En esas calles también deambulaban los rufianes, *traineles y *murcios. Las casas de juego iban más allá de las trecientas y eran regentadas por los jaques. Lo cierto era que, el lugar no era precisamente para aprender algo bueno. La mayoría formaban parte de Germanías. Una especie de escuela para la delincuencia. Uno, desde lo más bajo, podía ascender a lo más alto. Llegar a ser un buen chulo o un *jaque.
Mi progenitora era una de esas rameras. Su llegada al oficio no se distaba mucho de las razones de las demás, hambre, soledad, desamparo. Doce años tenía cuando se inició y en ese preciso momento, todo atisbo de sensibilidad se rompió junto a su inocencia.
Día tras día se ofreció a hombres sedientos de lujuria y los sueños que alguna vez tuvo emigraron junto a las golondrinas a una tierra extraña de la que nunca regresaron. La realidad se aposentó en el infierno y nunca salió de allí.

*Criados de rufián o prostituta
*Ladrones nocturnos
*El cargo más alto de la delincuencia

En cuanto al asunto de mi concepción, ésta la pilló por sorpresa. Llevaba veinte años ejerciendo la profesión sin que su vientre quedase preñado.  A causa de ello y por la no desaparición del periodo, el embarazo no lo tomó como tal. La hinchazón creyó que eran problemas intestinales por los años de mala alimentación o por soportar tantos excesos.
Y cuando finalmente llegó la evidencia de la preñez, ya era demasiado tarde para evitar mi nacimiento. Así que, arribé a este mundo el 20 de diciembre de 1633 en la calle del Loro, nombre que se le adjudicó popularmente a causa de Rigoberta, una pendanga a quién un cliente pagó el servicio con ese pájaro traído de las Antillas.
Lo recuerdo muy bien. Verde como la hierba, inquieto y tan descarado como su ama. Y digo descarado porque el muy animal tenía el don de la palabra o más bien dicho, de la imitación. Y por supuesto, su más extenso vocabulario se componía de maldiciones y palabras soeces que su dueña procuró muy bien que aprendiese.
Pero el personal que se paraba ante el loro o cotorra, nunca pude definir cuál de ellos era, no se escandalizaba. Ya nada lo hacía. Sin embargo, sí que los dejaba pasmados. Y muchos aseguraban que era obra del diablo.
Pero volviendo a mis orígenes, diré que la callejuela era oscura, húmeda y el aroma que nos perfumaba no era otro que los orines y desperdicios. Nuestro edificio, desvencijado, pertenecía al Cabildo de la Catedral. Recuerdo vagamente su estructuras, pero sí con nitidez que tenía un portón que llevaba a cuatro dependencias; dos de ellas eran burdeles y las otras dos, en el piso de arriba cuartuchos. En uno de ellos vivíamos. Allí, en un  jubón vi la luz y las primeras personas que vieron mis ojos, las  más miserables.
El Arenal, mi hogar, era un lugar infecto. Sus calles estaban constantemente llenas de inmundicia; incluso se había formado una montaña de escombros llamaba el Monte de Malbaratillo. La salida de aguas formaba una charca en el centro del barrio que ofendía a las fosas nasales y cuando el río crecía, uno podía navegar por ese laberinto de callejuelas. Pero esas desventajas no impedían que la vida de sus moradores continuase. Y la mía continuó.   
Los siguientes años crecí en el mismo lugar de mi alumbramiento, entre los muros que las autoridades habían levantado para que las rameras se abstuviesen de corretear por la ciudad. La única salida era la Puerta El Golpe y estaba custodiada por un vigilante de la mancebía. A pesar de esas precauciones, no eran objetivos nada eficaces, pues la gente hacía butrones para escapar.
Yo fui uno de tantos que cruzó la barrera. Pero mis expectativas no fueron compensadas. Tras la muralla, el exterior no era mucho mejor. Allí también se ejercía la prostitución. En la dehesa de Tablada se ofertaban las mujeres que los inspectores de salubridad pública habían descartado para ejercer dentro de las murallas. Sus clientes eran marineros de escasa bolsa o forasteros, pues las mujeres aceptaban lo que uno pudiese dar.
Las casas eran apenas unas chozas. Los mendigos, rateros y lo peor de la sociedad pululaban a sus anchas. Los niños cubiertos de mugre y medio desnudos buscaban entre el fango y  desperdicios algo que comer.
Consideré que era afortunada por tener un trecho, comida cuando tocaba y un lecho duro como una piedra, pero que me evitaba pasar frío. Y que de vez en cuando, en la calle principal, donde se encontraba casi todas las boticas, se organizaran fiestas con música, bebida y grandes comilonas; a pesar de que las ordenanzas lo prohibiesen.   
Estuve siete años compartiendo el cuarto con mi madre, sin que ella me mostrase la menor señal de afecto. Había llegado a su vida sin pedir permiso recordándole constantemente que sus entrañas eran fértiles, obligándola a purgas y lavados, a mantenerme en un cuartucho donde los hombres  entraban con los calzones puestos y salían subiéndoselos, sin importarle que mis ojos inocentes fueran testigos de su ignominioso proceder.
-No te creas –me dijo nuestra convecina de piso, Petronila –se siente culpable. Un sentimiento que antes de de mí jamás experimentó. Para ella eres como esa piedra que se te incrusta en el zapato y que se te clava como un puñal. No hay nada peor que recibir algo que no has deseado. Pero la vida es así de injusta y los mortales poco pueden hacer para evitar los caprichos del destino. Hay un refrán que dice que ante la desgracia y el dolor, ten un poco de gracia y humor.
Mi madre, al parecer, no creía en refranes. Nunca la vi sonreír.   
Pero lo más incómodo llegó cuando en mi mente infantil comenzó a crecer la pregunta que la mayoría de bastardos llega a cuestionarse un día: ¿Quién es mi padre? Respuesta que, evidentemente, mi madre no supo responder. ¿Cómo iba a hacerlo? Pudo ser cualquiera de aquellos que tuvo entre las piernas. Y no fueron pocos. Mi madre, a pesar de ya no ser joven, unos cuarenta, pues ignoraba el día de su nacimiento, aún conservaba la fama que la llevó a ser una de las rabizas más populares de El Compás. Ganaba cuatro o cinco ducados al día. Era una iza en toda regla; mientras que las nada agraciadas debían conformarse con unos sesenta cuatros.


*prostituta guapa y bien vestida
Clientes de toda ralea, pícaros, ladrones, notarios o nobles, prácticamente, hacían cola para meterse en la cama con mi progenitora. Por desgracia, ninguno de sus parroquianos ricos deseó convertirla en su *barragana; hecho que nos hubiese sacado de esa miseria y de las murallas donde permanecíamos presas. Era su destino no tener suerte, como la tuvieron muchas otras menos meritorias que mi madre. Pero unos años después de mi nacimiento la lozanía se fue alejando a pasos agigantados y junto a esa desgracia la disminución de los ingresos. Ya se sabe que a la ramera y al juglar, la vejez les viene mal.
A mi enojosa presencia se añadió el sentimiento de rencor. Yo era la culpable de su caída y hasta el momento de su muerte, su última mirada así lo evidenció.
Para un hijo es terrible comprobar que nunca has sido amado. Y cuando digo nunca, es nunca. Jamás vi en sus ojos un ápice de amor. Solamente ese brillo que provoca la inquina. Y esa actitud fue fundamental para configurar las  decisiones que tomé más adelante.
Pero ese apartado queda muy lejos en esta historia. Así que, continuaré hablando de mi vida en el gran burdel.    
Las vecinas y competidoras aseguraban que yo heredé la belleza de mi madre. Aunque, no nos pareciésemos en nada. Ella era morena, yo rubia. Ella de tez bruna, la mía sonrosada como las fresas. Sus ojos negros como el carbón, los míos azules como el mar. Que por cierto, nunca supe si era cierto; pues jamás lo había visto, como tampoco las aguas del Guadalquivir. Mis escasas escapadas no me llevaron más allá de cuatro cuadras. Lo que quedaba claro era que, mi padre había dejado su marca. Fuese cuál fuese. Eso, jamás lo sabría.     

*amante de un solo hombre
Sin embargo, descubrí que podían ser tres candidatos. Eso ocurrió mucho tiempo después, tras salir de La Casa Cuna, institución a la que ingresé tras el fallecimiento de mi madre debido a una infección que le llenó el cuerpo de pústulas; pues una niña de siete años en El Compás, más que una bendición, era un estorbo. No servía para hacer el oficio ni para criada.

Y ese fue mi final en el mayor lupanar de Sevilla. 
Capitulo 2
La Casa Cuna fue fundada por el clero de la Catedral para paliar la gran cantidad de niños abandonados en las calles. Estaba administrada por doce directores, seis canónigos y seis civiles. Pero al poco tiempo de mi estancia en ese horrendo lugar descubrí que permanecían ajenos a todo lo que acontecía con los huérfanos. 
Palmira, la meretriz más vieja del lupanar y gran amiga de mi madre, fue quién me llevó.
Una mujer entrada en carnes y ya encaminándose a la vejez, nos miró con frialdad.
-¿No es muy mayor?
-Tiene una edad muy difícil, cierto. Pero no podemos dejarla abandonada a su suerte. ¿No querréis que esta criatura termine entre las piernas de cualquier desaprensivo? Aún no puede ejercer; como tampoco permitirnos que se convierta en una ladronzuela. No sería de cristianos. Más, no debéis preocuparos, doña. Su mare  ha dejado unos ahorros que podrán menguar su manutención –replicó Palmira mostrándole la bolsa.
La mujer la agarró con presteza y contó las monedas.
-No es mucho, la verdad. Apenas podrá aportar para su manutención un año.
-Imagino que los niños os dan mucho trabajo, doña Facunda. Os puede ayudar en las tareas. Es una niña bien dispuesta que jamás le ha dado un quebradero de cabeza a su mare, que en Gloria esté –insistió Palmira.
Facunda arrugó la nariz.
-El la Gloria lo dudo mucho dado su oficio, mujer. Sin embargo, como bien dices, hay que evitar que termine como esa mujer perversa.
Palmira respiró aliviada.
-Os lo agradezco, doña. Ahora sé que la chiquilla queda en buenas manos. Quedad con Dios.
Y dicho esto, me dejó en manos de esa mujer que, por su aspecto, dudé mucho de que fuese una buena cristiana. Nada en su rostro ni en su actitud denotaba bondad. Y no me equivoqué.  
En el hospicio estuve hasta los doce años. Entonces, las amas me abrieron la jaula. Me lanzaron a la libertad. Una libertad que muchos temían. Pero yo fui una de las afortunadas que no terminaron ejerciendo en la calle o de limosnera al pie de la catedral o bajo el dominio de un cortabolsas. Mi aspecto delicado y mis maneras sosegadas, que nunca causaron problemas en la institución benéfica, conmutaron la condena. 
No es que fuese de carácter conformista. Pero la vida me enseñó que era inútil y perjudicial ir contra corriente. Sobre todo, teniendo en cuenta que una debía permanecer en esa cárcel donde la vida de los pobres desgraciados que allí nos encontrábamos no valía ni un triste maravedí.
Lo más sensato, a mi parecer, fue seguirles la corriente y así evitar castigos, golpes o vejaciones varias. Nunca mi voz se alzó con una protesta por los gusanos en las lentejas, ni en las noches de invierno por frío o por trabajar como una mula frotando suelos gastados por los años. Era una condena que un día iba a terminar.
Mi estrategia surtió efecto. Fui una de las pocas privilegiadas, junto a las nacidas de nobles fuera del matrimonio que recibían un trato más especial, que no murió de tisis, de un resfriado o por falta de leche al poco de nacer; como tampoco ignorada.
La verdad es que conocí casos realmente estremecedores. Criaturas que llegaban moribundas y que eran entregadas a la Casa para evitarlos gastos del entierro. Otras sumergidas en un camastro plagado de pulgas o chinches, olvidadas, dejadas de la mano de Dios; porque las amas no podían abarcar con las suyas a la docena o veintena de nuevos llegados diariamente, y los que allí estábamos debíamos procurar por nosotros mismos.
Esos años me enseñaron a sobrevivir mucho más que entre las busconas. La poca comida que recibíamos debías custodiarla con uñas y dientes, o de lo contrario, otra más lista te dejaba con el estómago rugiendo. En ningún momento debías mostrar debilidad o erigirte como un líder, pero sí defender, con mucha discreción, tú sitio y al mismo tiempo, evitar a toda costa que una riña fuese causa de enojo de las amas.
Pero supe cuidarme. Aparté el dolor inicial que me producía ver tantas muertes de criaturas inocentes. Me torné discreta, procuré por mi misma y la fortuna me sonrió. Mi comportamiento callado, obediente y exento de peleas recibió recompensa de las autoridades. Las amas consideraron que una criatura de ese carácter y físico angelical no podía ser abandonada a su suerte; que era de justicia buscarle un hogar, a pesar de mis orígenes pecaminosos. Así que, en el momento de la partida, fui destinada a la casa del hidalgo Blas Galiana, de oficio notario, para entrar a su servicio como ayudante de cocina.
Lo cierto era que no tenía la menor idea de fogones. La receta más elaborada que presencié en el hospicio fue un cocido de garbanzos con trozos de carne cuya procedencia no osamos preguntar. A pesar de ello, mi naturaleza resistente a cualquier adversidad se propuso aprender sobre caldos, cocidos o lo que se me pusiese por delante. No me iba a amilanar. Al fin y al cabo, ¿qué era una cocina comparada con todo lo que ya había pasado? Una futileza, me dije. Llegaría a esa casa y terminaría triunfando, como lo hice en el hospicio.          
Y allí me encontraba yo, con un simple hatillo que contenía una muda, un Sagrario que me regaló la ama Rigoberta y la desazón metida en el cuerpo. Me sentía como ese pájaro enjaulado con miedo a volar. No era para menos. De mis doce años de vida, siete los pasé en un cuartucho y la calle donde se encontraba. Los restantes, tras una tapia cuya única ventana era el cielo del patio. 
La puerta, que siempre permaneció cerrada para mí, ahora se había cerrándose a mi espalda y tenía que circular por la calle de la vida a solas frente a las dudas que tenía sobre un destino que desconocía; pues mi acompañante, la vieja Gertrudis, desaparecería para siempre en cuanto me entregase a mis señores.   
Nos pusimos en marcha rayando el amanecer, escuchando una vez más, la versión de mi vida que debía contar. Como era normal, ninguna casa decente tomaría como criada a una chiquilla que nació de una puta y se crió en la Mancebía. Así que, oficialmente, me torné una campesina emigrante de Sotoseco, un pueblo perdido de Castilla cuyos padres fallecieron de fiebres.   
Pero apenas le presté atención. Era la primera vez que mis pasos deambulaban por las calles más alejadas de El Compás. A lo máximo que aspiraron durante el encierro en el hospicio fue ir a la iglesia situada en la misma acera. Por lo que, me encontraba en la misma situación que un recién llegado a Sevilla.
Mis ojos miraron todo con ese brillo que aporta lo novedoso. Pero mi fascinación no había hecho más que comenzar. Cuando me encontré ante el Guadalquivir, la imagen que siempre creció en mi mente distaba mucho de la realidad. Me pareció enorme. Al igual que el navío con todas las velas desplegadas. Seguramente se encaminaba hacia las Indias, hacia esas tierras de las que tanto había oído hablar en busca de plata. Una riqueza que había renombrado a mi ciudad como La Ciudad de la Plata.
Mi observación se encaminó hacia otra parte. Hacia una torre a orillas del río que cerraba el paso hacia el Arenal. Pregunté a Gertrudis. Me contó que se trataba de La Torre del Oro construida cuatrocientos años atrás por un tal Abú I-Ulà. Aunque, no me supo decir porqué se la llamaba de ese modo, pues nadie vio jamás que entrasen ese preciado metal en sus entrañas.
Dejamos el rió y nos adentramos en las callejuelas llenas de vida. Carros, burros, tenderetes donde se vendía de todo, gente que iba de un lado a otro y nosotras, en medio de esa vorágine, encaminándonos a mi nuevo destino, la Plaza de San Francisco.
Gertrudis me contó que entraría al servicio de una familia muy prestigiosa, rica y decente. Me aconsejó que debería ser obediente, lo mismo que lo fui en el orfanato y por supuesto, jamás contar mi pecaminoso origen bajo amenaza de verme abocada a la calle.
-Como dicen, ver, oír y callar. Son las tres reglas básicas que una sirvienta debe seguir como máxima ley. Jamás cuestionar una orden; a no ser que ésta, por supuesto, sea inmoral. Y en cuanto a la relaciones entre sirvientes, totalmente prohibidas. El quebranto de cualquiera de esas premisas es el exilio y la pobreza. Y no creas que vivirás a la sopa boba. Trabajarás duro y bien. No debes dejar en mal lugar a aquellos que te han ayudado. Recuérdalo siempre, Octaviana –me dijo con ese tono que emplean los curas al advertir al posible pecador.  
 Llegamos ante la casa donde iba a servir. No si era solariega, como se hartaron de decirme. Solamente vi que era enorme y con balconadas repujadas en maderas nobles; justo al frente del Ayuntamiento, un edifico con pilastras y columnas imponentes.
En ese instante, pensé que la buena estrella me acompañaba. Nací en un lugar infecto, sobreviví como pude a un régimen dictatorial y fanático, y ahora la recompensa era esa colosal casa. ¿No era maravilloso?
Gertrudis tiró de la campanilla y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Sentí emoción, miedo, dudas. ¿Y si no les gustaba? ¿Qué sería de mí? Las amas no volverían a molestarse en buscarme otro destino. Y mis inocentes ojos habían sido testigos de un oficio que jamás querría ejercer.
Mis tenebrosos pensamientos fueron interrumpidos cuando la puerta que estaba a punto de engullirme a mi nuevo destino se abrió.
El criado que nos recibió iba elegantemente vestido. Limpio, bien peinado. Lo que comúnmente se diría hecho un pincel. Y yo temblé como un arbusto bajo el vendaval.
Nos saludó con un buen día y nos indicó que le siguiésemos por el zaguán, que era precioso; al igual que la pequeña porción del patio interior que mi vista alcanzó. El olor que desprendían las macetas floridas que flanqueaban los cuatro costados me llenó el olfato produciéndome un extraño placer, logrando que me serenase. No era para menos. Hasta ese momento, mis aromas se limitaron a los orines, boñigas o sudor. Pero nadie podía prepararme para el impacto que me aguardaba cuando entramos en la cocina. Una intensa fragancia de pan recién hecho me hizo brotar el llanto. Rápidamente, me enjuagué con el dorso de la mano las lágrimas impidiendo que sobrepasaran la línea de las pestañas. No quería causar una mala impresión el primer día en la casa y en especial a la mujer de formas generosas que cortaba con energía un taco de carne roja como la sangre.    
El criado nos anunció. La mujer alzó la cabeza.
-Doña Jacinta, esta es la chica. Octaviana Ruiz –le dijo Gertrudis.
La cocinera me escudriñó con sus ojillos un tanto saltones. Por su expresión no pude deducir si era porque no era lo que esperaba. Generalmente, las niñas salidas del hospicio ofrecían un aspecto enfermizo y descuidado. Pero en mi caso, se habían encargado de darme el primer baño de mi vida, ropa limpia y recoger mi cabello rebelde. O puede que por mi nombre. No me sentía precisamente orgullosa de él. Hubiese preferido llamarme María o Pepa. Pero mi madre, que odió mi llegada al mundo, no tuvo ánimo ni ganas para romperse la crisma en buscar uno elegante o de lo más vulgar; así que, fue la parturienta quién decidió por ella. Nunca pude averiguar a qué se debió tal desastre. Ni lo haría. A los pocos meses de ayudarme a llegar a este mundo, la espichó.
-Espero que no sea una *apollardaa. ¿No me estaréis haciendo el gato? Se ve un tanto enclenque –dijo Jacinta, llena de suspicacia.
-¡Doña Jacinta, por Dios! Nos conocemos de muchos años. ¿Cuándo os hemos engañado? La zagala es lista y trabajadora; y lo de la delgadez, ya sabéis los pocos donativos que recibimos. No podemos darles festines –se defendió Gertrudis.
La cocinera inspiró con fuerza.
-¡En fin! Por probar…
-Os aseguro que es dispuesta. Lo ha sido desde su llegada al hospicio. Nunca ha dado problemas. Es discreta, obediente y a pesar de su aspecto, resistente. Son actitudes ideales para una sirvienta del hidalgo Galiana. Al parecer, en ella se cumple eso de que desde pequeñito se endereza el arbolito. Por otro lado, a vos os será más liviano tenerla bajo vuestro mando; pues tengo entendido que la que tenéis ahora es un tanto morruda.
*atontada
Mi futura jefa aseveró con énfasis.
-Y alocada. ¿Sabéis que se nos casa? ¡Y con un mozo verdulero que no la deja trabajar! Nunca ha querido seguir mis consejos y temo que el futuro no le será nada halagüeño. ¿Dónde estaría mejor que aquí? Bien pagá, sin hombre que la domine. ¡En fin! No se hizo la filigrana para adornar el cuello de un gorrino.
-El estado perfecto de la mujer es el matrimonio, doña Jacinta –le recordó Gertrudis.
-Depende del marido. No es lo mismo un lebrel que un perro callejero –refutó la cocinera.
-La cuestión es que a partir de ahora tendréis una ayudante dispuesta y que por edad, no andará buscando ennoviarse –aseguró Gertrudis. Me miró con seriedad y me aconsejó: Haz todo lo que te mande doña Jacinta y todo irá bien. Te dejo en buenas manos. Recuerda lo que te dije sobre la prudencia.
-Y vos recordad también que si no cumple, os la devuelvo –remugó la cocinera.
-No será el caso. Tened seguridad. Quedad con Dios.
Con este sencillo ritual fui entregada a Jacinta, la mujer que a partir de ese instante ordenaría cada segundo de mi existencia.






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