Os dejo los dos primeros capítulos
CAPITULO 1
Odiaba el verano. No llegaba a entender como había
tantos entusiastas del sudor que te acompaña día y noche. Para él, cuyo trabajo
le obligaba a ir de un lado a otro, era un suplicio. Sobre todo, cuando esa época
era la responsable de que las peleas y delitos se incrementasen en la ciudad.
Esa misma tarde tuvo que intervenir en cinco broncas ocurridas en varias
tabernas y otras tantas en el zoco. Afortunadamente, los conflictos no llegaron
a más, como la noche anterior que hubieron tres heridos por arma.
Pero ahora era el momento de olvidar el día. La
oscuridad reinaba junto al silencio. Con una copa de vino en la mano se acomodó
en el filo de la baranda. Su casa no era precisamente el paradigma de la
elegancia ni de la comodidad. Estaba situada cerca de la muralla en lo alto de
un callejón sobre la medina, junto a la puerta de Pescadores. Carecía de patio
y de amplitud. Pero no le importaba en absoluto. Sus necesidades eran parcas.
Le bastaba una cama y un lugar donde reposar sin ser molestado. A pesar de
ello, muchos de sus vecinos darían su brazo derecho por conseguirla. Esa
terraza poseía las vistas más espectaculares de la ciudad. Su casero también
opinaba lo mismo y que el alquiler que le reportaba por esa maravilla era
ridículo y constantemente lo instaba a buscar otra casa. Sin embargo, su
posición y poder le impedía echarlo de una patada; hecho que provocaba que cada
vez que se cruzaban el casero lo mirase con ira.
Con una leve sonrisa dejó que sus ojos negros se
perdieron a través de la noche. La luna llena desparramaba una luz intensa
convirtiendo al río en una cinta de plata que se deslizaba mansamente hasta
alcanzar el puente. Era una visión evocadora y según esos locos poetas,
romántica. Pero su percepción era del todo errónea. Esa luna preñada de luz era
un peligro. Al igual que el molesto calor, la luna llena disparaba las locuras
que todos mantenían amarradas. Lo sabía muy bien. Dos años de experiencia
peinando las calles de Qurtuba le confirmaron que en esas noches las mentes
débiles empeoraban y que los asesinatos se incrementaban; y deseó, por una vez,
equivocarse. Lo último que quería era que un loco o un criminal perturbaran los
planes que se había marcado. No estaba de buen humor. En realidad, hacía meses
que la apatía lo rondaba y aquella noche se había aposentado definitivamente.
Era evidente que no añoraba su antigua vida de soldado. Se trataba de algo
distinto, de una sensación difícil de precisar. Era un pálpito que de vez en
cuando lo asaltaba y le hincaba los dientes para inyectarle un vacío casi
doloroso. Y no comprendía el motivo. No era ambicioso. No en el sentido más
amplio de la palabra. Por supuesto que tenía aspiraciones, pero no como la de
la mayoría de mortales. Se conformaba con un trabajo que le gustara, dinero
para no tener carencias y un techo donde cobijarse; y lo más principal, no
tener que someterse a los caprichos de ningún hombre, a excepción, como era
natural, del mismo califa. Y todo eso lo tenía. ¿Qué más podía pedir? Muchos
dirían que una mujer.
Se equivocaban. Ya tuvo una y fue una esposa. Más
bien dicho, el mayor fracaso de su vida. No es que se culpara de todo. Hassana
tampoco contribuyó a que el matrimonio funcionase. Sabía con quién se casaba,
con un soldado cuyas ausencias eran la pauta que marcaba su vida. Pero al
parecer, el amor no fue suficiente para que su paciencia se amoldase y lo
abandonó.
Al recordar a su ex mujer el nervio de la mejilla se
le tensó. Había pasado un año y aún notaba el mordisco en el alma. Soltó una
maldición y apuró la copa; mientras daba un último vistazo al Al-wadi al-Kabir,
diciéndose que él, a diferencia de los hombres, era el único que conocía su
destino. El suyo, por el momento, era vigilar las calles de la ciudad. Y en los
tiempos que corrían no era fácil. La sensatez y decencia eran virtudes que la
guerra civil se llevó. El temor a perder lo que uno había conseguido con
esfuerzo o con engaños, y junto a ello la vida, alentaba al desenfreno. Cada
día tenía que enfrentarse a borrachos, carteristas y timadores, junto a las
víctimas indignadas. Desde que aceptó el puesto no hubo jornada tranquila.
Se levantó y bajó al piso inferior. Dejó la copa
sobre la mesa. Llenó la jofaina y se limpió el sudor; aunque supiese que ese
terrible calor volvería a empaparlo, y por supuesto, que le impediría conciliar
el sueño.
2
Se equivocó. Durmió a pierna suelta. Pero cuando la
voz del imán llamando a la oración le despertó, tuvo la sensación de que apenas
hacía unos minutos que se había acostado. Soltando un largo bostezo, se
levantó.
-Sayyid. Uno de tus
hombres te reclama. Me he tomado la libertad de servirle un refresco.
También te traigo uno, pues imagino que no desayunarás -le comunicó su
sirviente presentándose con el mismo sigilo que una aparición.
Su amo aseveró. Boulus
era el mejor criado que uno podía tener. Discreto, fiel y eficiente. Era de ese
tipo de hombre que jamás traiciona sus principios. Le juró fidelidad y hasta el
momento, a pesar de ser cristiano, había mantenido su palabra. Y
pensó, sin temor a equivocarse que era lo único digno que había
obtenido de su paso por el ejército.
-Dile que no se
impaciente. Ya tendremos todo el día para ir de culo.
Boulus salió de la
habitación y Sayyid se vistió, preguntándose que diablos requería su presencia
a tan temprana hora. Dedujo que nada simple o sus hombres habrían resuelto
el problema sin necesidad de molestarlo o habrían acudido a saib al-suq. Dejó
las especulaciones, pues ahora mismo lo averiguaría. Se ajustó la espada a la
cintura y bajó.
Abdal al Besam, al
verlo, apartó el vaso de los labios y se levantó precipitadamente. Sayyid
no pudo evitar una media sonrisa. El muchacho, que contaba dieciséis años,
hacía apenas tres meses que entró a su servicio y aún estaba verde. Su
experiencia se limitaba a las clases recibidas en el cuartel y los pocos
incidentes acontecidos. Aunque, dentro de muy poco, la vida en la calle lo
haría madurar con una rapidez asombrosa; como a todos.
-¿Y bien? –preguntó con
desgana.
-Ha aparecido una
jarayayra... muerta. Mejor dicho... Asesinada, o eso piensan -farfulló Abdal
con las mejillas cubiertas de rubor.
Sayyid masculló un
reniego. La maldita luna llena había vuelto a actuar.
-¿Eso creen? ¿Cómo ha
sido? ¿Estrangulamiento? ¿Puñalada? -preguntó encaminándose hacia la salida.
-No la he visto. En
cuanto la encontraron, me enviaron a buscarte a toda prisa -respondió el
muchacho siguiéndolo.
-¿Por qué razón? No es la
primera vez que se cargan a una puta. ¿Hay algo distinto? –gruñó Sayyid.
-No se…
Bien -se limitó a decir
su superior.
En silencio, se
encaminaron hacia el Dur al-jaray, mientras el sol comenzaba a despuntar y
algunos comerciantes iniciaban la jornada laboral. La inactividad de la noche
daba paso a un trajín casi frenético. Carros, mulas y gente se afanaban para
que en apenas una hora el zoco se llenase de vida; mientras él se dirigía
a enfrentarse con la muerte.
El callejón donde se
encontraba el cadáver estaba situado en el mismo centro del Dur al-jaray.
A pesar de ello, no había curiosos. Ningún hombre quería que sus más
oscuros secretos salieran a la luz. Así que, por el momento, no había
testigos. Sus ojos negros se clavaron en el cuerpo inerte. Su postura, con
la pierna izquierda volteada a un lado y el brazo doblado, la hacía
parecer una muñeca de trapo. Solamente la sangre que rodeaba su cuello
evidenciaba que unas horas antes había estado llena de vida.
Se inclinó hacia la
finada y le apartó el cabello que le cubría el rostro. Estaba desfigurado y no
pudo reprimir un ramalazo de aprensión. A pesar de estar acostumbrado a los
cuerpos mutilados, a hundir la espada en la carne del enemigo, ver a una mujer
tan joven en esas circunstancias le enervaba. Y se juró que cogería al hijo de
perra que había cometido esa salvajada.
Abdal, al verla, no pudo
reprimir la arcada y vomitó. Sayyid encaró las cejas con gesto condescendiente.
Ya se acostumbraría.
-¿Quién la encontró?
–quiso saber.
-Saqr, en su ronda
–respondió el más veterano de los hombres.
Sayyid alzó el mentón y
Saqr se acercó.
-Eran sobre las cinco.
Normalmente no entro en el callejón. A estas horas está desierto. Sin embargo,
esta madrugada, una hilera de ratas llamó mi atención. Por regla general no
acuden en manada si no hay un buen aperitivo. Así que, decidí matar mi
curiosidad y me encontré con el fiambre.
-¿Se sabe quién es?
¿Alguien ha visto algo? ¿O cuando pasó? -preguntó mirando a sus subordinados.
Ellos negaron con la
cabeza.
Sayyid inspiró con
fuerza. De nuevo se encontraba ante uno de esos casos difíciles
de resolver. Por lo general, pasaban semanas o meses hasta que daban con
el homicida, que casi siempre solía ser un cliente borracho que se sobrepasaba.
Sin embargo, esa muchacha presentaba hechos poco comunes. Las *jarayayras que
aparecían asesinadas, por fortuna no demasiadas, solían haber muerto por
asfixia o apuñalamiento; ella había sido degollada. Además, por las
observaciones acumuladas por los años de violencia en el campo de
batalla, el enorme tajo habría provocado un reguero de sangre
y su ausencia era una clara evidencia de que la chica no había sido
asesinada allí. Lo cuál le llevo al momento de las preguntas. ¿Dónde sucedió el
crimen? ¿Por qué fue trasladada del lugar de los hechos? ¿Seria en una zona alejada del Dur
al-jaray? Sí. Preguntas sin respuestas. A pesar de ello, él estaba dispuesto a
desvelar cada una de ellas.
Comenzó por ordenar a sus
hombres que peinaran el lugar en busca de algún objeto que pudiera servir para
la investigación. La calle, a excepción de orines, mierda y restos de
comida, estaba limpia de pistas. Seguidamente interrogaron a los vecinos.
Como era de esperar, nadie había visto u oído nada; o estaban durmiendo u
ocupados en sus asuntos particulares. La identificación de la muerta tampoco
dio resultado alguno. No era extraño. El asesino se había encargado de que su
cara fuera irreconocible. Por lo menos, contó diez cuchilladas. A pesar de
ello, no se daría por vencido.
Miró de nuevo el cuerpo. Con un rictus de desagrado,
ordenó que lo llevaran al depósito y continuó con el trabajo.
Durante varias horas intentó buscar testigos sin
conseguir absolutamente nada. Cansado y con el estómago rugiéndole, se
acercó al zoco y entró en la primera taberna que encontró. Pidió albóndigas y
una jarra de vino. El primer sorbo lo obligó a hacer una mueca de contrariedad.
Era el peor que había tomado en la vida. Engulló la comida, igual de espantosa
y se dispuso a salir cuando Murtadi, el vigilante del zoco, con aspecto
preocupado llegó junto a él.
-Necesito que me atiendas. Es un asunto
realmente importante.
Podía serlo. Murtadi era el *saib al-suq. Su cargo lo
obligaba a mantener la decencia en las transacciones, comprobación de medidas y
pesos; a castigar los fraudes y controlar la calidad de las mercancías; así
como mantener el zoco limpio y que se cumpliesen los deberes religiosos. Y
jamás permitía que nadie se inmiscuyera en sus asuntos, a no ser que fuese del
todo necesario. Sin embargo, su prioridad ahora era ese crimen espantoso.
-Estoy demasiado ocupado para entretenerme
en conflictos sin importancia -se negó Sayyid dejando unas monedas sobre
la mesa.
*vigilante del zoco
-No es una nimiedad. Es que...
Murtadi calló al ver al negro alto como un
ciprés que se plantó junto a ellos.
-Sayyid, el viejo general quiere verte ahora mismo.
-¿Por qué demonios todos requieren mi presencia al
mismo tiempo? -gruñó él.
-Es un asunto urgente, *rubbaan. Sabe que estás muy
ocupado. Pero me ha rogado que te lleve ante él. Necesita tu ayuda.
-Yo también la necesito –insistió Murtadi.
-No puedo atender a todos al mismo tiempo. Y el
general es mucho más importante que tú –espetó Sayyid.
-Bien. Después no te quejes si recibes alguna bronca
de las altas esferas –dijo Murtadi visiblemente ofendido. Dio media vuelta y
con aire digno, abandonó la taberna.
Sayyid, a pesar del dolor de cabeza que en ese mismo
momento lo traspasó, no pudo negarse. Le debía muchos favores a su antiguo
jefe. La jarayayra debería aguardar.
-Está bien. Vamos.
*capitán
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