sábado, 19 de septiembre de 2015

pactodesilencio



Capitulo 1


Los Capdevila era una de las familias más prestigiosas de la alta sociedad. Ricos e influyentes, pero sobretodo con una reputación intachable. Nadie osaba dudar de su honorabilidad, como tampoco rechazar la invitación a una de sus magníficas fiestas. En particular cuando la daban en su casa de campo,  El Pinar una mansión de grandes proporciones y de formas elegantes, que estaba situada en un entorno idílico. Bosques, un riachuelo y a sus pies, la ciudad de Barcelona. Una ciudad que en aquella noche de Sant Joan resplandecía, al igual  que el inmenso jardín, iluminado por primera vez, con bombillas eléctricas cubiertas con papeles de vivos colores.
 –Gisela, que ya es difícil, se ha superado. ¡Señor! ¿No te parece un ensueño esas luces? Tendré que convencer a Lluis que instale en casa este nuevo invento –comentó Marisa Gómez, esposa del magistrado general.
—Debe ser muy caro. Claro que, a ella le da igual. Puede despilfarrar lo que se le antoje –comentó su interlocutora, sin poder evitar un deje de envidia.
Marisa Gómez bajó la voz y dijo:
—Bueno, para ser sinceras, es el único aliciente que tiene. La pobre, a diferencia de su hermana, no posee más atributos que la fortuna. ¿No has visto como va? Estamos en una fiesta, ¡por Dios! Y luce como una viuda de media edad. No me extraña que se haya quedado para vestir santos.
La otra mujer asintió.
—Rechazando a los pocos que se le acercaron. Por supuesto, por el dinero, no hay duda. Porque por lo demás...
—Lo cierto es que no es bonita, pero tampoco fea. Más bien vulgar. Estoy convencida que si se acicalara con más gracia, no se vería tan deslucida.
Gisela se alejó de esos dos bichos y caminó hasta la baranda. Miró las casas apiñadas y las luces sonoras que estallando, se elevaban en el aire dejando a su paso estelas de brillantes colores.
No se sentía herida, pues no tenía motivo alguno. Esas dos mujeres estaban en lo cierto. La naturaleza no la había dotado de belleza, ni la vida con un toque de suerte. A los quince años, cuando comenzaba a lanzarse al mundo, murió su madre y tuvo que hacerse cargo de su hermana, convirtiéndose en la madre que abandonó el hogar, y ocupada en ese menester, se olvidó de vivir su propia historia. Ahora, a los treinta y dos años, era una mujer solitaria, sin atractivo y sin el encanto que otorga la relación social activa. Una solterona en toda regla. Claro que, de vez en cuando, aparecía algún pretendiente que podía salvarla del ostracismo en el que había caído, pero ella lo rechazaba. Consideraba el matrimonio algo realmente serio y sagrado, no un negocio, que es lo que esos hombres pretendían obtener casándose con su fortuna, no con ella.
Por el contrario, Isabel era preciosa. Una muñeca de diecisiete años con cabellos dorados y ojos verdes como el más misterioso de los bosques, con un cuerpo perfecto; a la cuál nunca le faltaron pretendientes ni fiestas a las que acudir.
Soltó un suspiro hondo y volvió la mirada hacia el centro del jardín.
Su boca dibujó una sonrisa llena de orgullo al ver como los invitados bailaban alegres, disfrutando de la maravillosa verbena que había organizado. Cualidades estéticas no poseía, pero si el don innato para crear espacios donde nadie podía sentirse desplazado o incómodo. Lo cierto era que, nadie se resistía a sus invitaciones. Nadie rechazaba a los Capdevila.
—¿A usté no le echao la buenaventura, verdá?
Gisela hizo revolotear la mano en un gesto de negación.
—Solo la contraté porque los invitados esperan algo de magia en esta noche de Sant Joan. Pero yo no creo en estas cosas.
La anciana no estaba dispuesta dejarla marchar. Sentía curiosidad por conocer el destino de tan distinguida y admirada dama.
—No tenga temor. Seguro que le espera una via muy buena. ¿No siente curiosidá por saber cuando encontrará el amor? Yo pueo verlo. Vamo, deje que la Toñi le lea la mano. No me sea tan antipática, muje –le pidió efectuando un mohín lastimero.
Gisela no pudo evitar echarse a reír.
—Para que vea que no soy tan arisca, cuénteme lo que me espera –dijo sin el menor tono de confianza.
La gitana le tomó la mano y con semblante circunspecto analizó sus líneas.
—Es uste una muje seria, responsable y preocupá por los demás. Inteligente y de buen corazón. Todos, incluso uste, creen que es fría, pero na de eso. Un hombre guapo. Mu guapo, alto, moreno y con ojos de carbón, se lo demostrará. Le derretirá el corazón y la piel. Y uste lo volverá loco de amor.
—Ya –masculló Gisela retirando la mano.
La mujer volvió a asírsela con determinación.
—No he terminado, señorita. Aquí, en esta línea, están sus hijos. Dos. Niño y niña.
—¿De veras? –se burló Gisela.
—No debería mofarse. Todo está escrito aquí. Lo crea o no, se casará. Y para que vea que no miento, le diré que no to es bueno. Veo… Cambios importantes y también conflictos. Accidentes y secretos de la familia que salen a la luz. Pero to se arregla. Sí. No se preocupe. La Toñi le hará un buen conjuro pa que el futuro de ustedes y sus hijos sea feliz. Y sin cobrar un duro.
—Es usted muy amable. Y le prometo, que si no se equivoca, la invitaré a mi boda –dijo Gisela liberándose.
—No dude que asistiré. Buenas noches, señorita.
Gisela se alejó sacudiendo la cabeza sin poder evitar sonreír. Parecía mentira que la gente creyera en esas cosas. Eran pura superchería. ¡Decirle que iba a casarse y tener dos hijos! ¡Qué majadería!
—¿Qué te divierte tanto? –le preguntó su padre.
—Mi futuro. Esa mujer me lo ha pintado de color de rosa.
—¿Y por qué razón no puede ser así? Hija, tengo que felicitarte. Es una fiesta espléndida. Fue una gran idea traer también aquí la electricidad. Los jardines lucen como si estuvieran encantados. ¡Hasta me da la sensación que de un momento a otro aparecerán hadas! –bromeó Joaquim Capdevila.
Gisela miró a su padre con orgullo. Era el padre que toda muchacha podía desear. Cuando murió su querida esposa, se mordió el dolor para cuidar de sus pequeñas, sin ni siquiera albergar la idea de volver a casarse; lo cuál le hubiera sido muy fácil, puesto que, a parte de ser inmensamente rico, era  atractivo. Alto, de cuerpo delgado, rostro agradable y elegante. Pero prefirió cumplir con sus obligaciones educando a sus hijas con afecto, sin olvidar ser estricto cuando la ocasión lo requería.
—Era lo menos que podía hacer después de todo lo que ha ocurrido. Por fortuna, los tiempos aciagos ya han quedado atrás.
—Eso espero –musitó su padre con un estremecimiento al recordar las desgracias acontecidas a la familia.
—No pensemos en ello ahora. Es la primera fiesta que se organiza en casa tras el compromiso de Isabel con Robert y debemos estar a la altura de su status.
—Somos mucho más ricos que ellos. Y a decir verdad, más discretos. Los condes son muy extravagantes. A mi parecer.  Claro que, son ingleses   –puntualizó su padre.
—Escoceses, papá.
—Escoceses, ingleses. Da lo mismo. La única verdad es que son de costumbres raras.
—Razón no te falta. Pero nosotros no somos nobles e  Isabel entrará a formar parte de la crema de la crema. Debemos dar una imagen de respetabilidad intachable y buen gusto. ¿Lo hemos logrado? –dijo Gisela con aire preocupado. Desde niña siempre quiso poseer el don que tenía su madre para organizar eventos. Ninguna mujer de su época lograba ponerse a su altura y tras su muerte, quiso seguir su estela. Y aunque todos decían que había heredado su habilidad, aún dudaba.  
—Sin duda alguna. Aunque, no estoy del todo satisfecho. No has invitado a Ramón Gaig. Por una vez que un hombre piensa en ti seriamente –suspiró su padre.
—Por eso mismo. No quiero dar falsas esperanzas. Hay que atajar los malos entendidos de un principio –replicó ella con tono seco.
—Hija. ¿No quieres formar una familia?
—Papá, no insistas. Estoy bien así. Además, ya tengo una. Anda, volvamos con los invitados. Es la hora de los fuegos. Por cierto. ¿Has visto a Isabel?
—Debe andar por ahí. Seguramente, en el tocador. Ya sabes lo presumida que es.
—Sí. Siempre pendiente de su aspecto. La buscaré. No quiero que se pierda el espectáculo. Mira. Tía Natividad te reclama. No la hagas esperar, ya está a punto de levantar su bastón –rió Gisela alejándose.
Intentó localizar a su hermana, pero no estaba en la casa. Vio a Robert, pero ni rastro de Isabel.
—¿Dónde está su hermana? Se lo perderá –le dijo el chico apartándose las serpentinas que aún permanecían sobre su cabello.
—Habrá ido a casa. No se preocupe. Iré a buscarla para que vean el espectáculo juntos –dijo dando media vuelta.
Frunció el ceño con aire intranquilo. ¿Dónde se habría metido? Isabel, a veces, era muy irresponsable. Debería tener una seria conversación con ella. Dentro de unas semanas dejaría de ser una jovencita para convertirse en la esposa del Conde de Arundel y eso conllevaba responsabilidades que debería poner en práctica cuanto antes.  
La música cesó y se apagaron las luces. Los asistentes soltaron un murmullo de desconcierto, para después uno de admiración cuando los cohetes estallaron llenando el cielo de cientos de colores. Pero Gisela no se entretuvo en mirarlos. Sus ojos castaños escrutaron el jardín y pestañearon sorprendidos al ver la silueta que se alejaba por el sendero que llevaba a la fábrica.
Tomó el mismo camino con pasos apresurados, preguntándose que demonios iría a hacer Isabel allí a esas horas de la noche.
La repuesta la obtuvo a los pocos minutos, dejándola conmocionada. Su hermana se había reunido con un hombre y estaba, sin el menor pudor, pegada a su pecho, dejando que la besara y acariciara de un modo escandaloso.
Petrificada, sin poder reaccionar, continuó observándolos; hasta que la sensatez la devolvió a la realidad. Incapaz de hacer notar su presencia por pura vergüenza, se ocultó tras un árbol y pisó con fuerza una rama. El crujido alertó a los amantes que se separaron e Isabel echó a correr visiblemente asustada, sin mirar atrás.
Gisela escrutó al hombre que se alejaba. Cuando el cohete estalló luminando la noche, lo reconoció. Su incredulidad se acrecentó. ¿Cómo era posible? Su hermana debería darle una buena explicación para esa actitud tan escandalosa, tan… Tan indecente e insensata.
Con el ánimo ensombrecido regresó al jardín. Isabel, como si nada hubiera ocurrido, estaba junto a Robert, sonriendo feliz, sin el menor asomo de remordimiento.
—Noto que no estás satisfecha. ¿Algún detalle que se te ha escapado? –le preguntó  tía Natividad.
—Eso mismo. Un detalle que tendré que enmendar –contestó su sobrina con tono acerado. 
—Yo lo veo todo perfecto, querida. Los invitados están realmente encantados. Y tú padre, al parecer, ya está más animado. Incluso coquetea con la viuda de  Antonio Pujol. A ver si se anima y hace un pensamiento. Lleva demasiados años solo.
—Solo son amigos, tía. Deja de ver romances donde no los hay –replicó Gisela de evidente mal humor, aplaudiendo ante el estallido del último cohete, que daba por terminada  la fiesta.
Minutos después, los coches y carruajes, ocupados por invitados radiantes, desfilaron por el sendero camino a la ciudad
—Todo ha estado muy bien, hija. Los condes me han felicitado efusivamente.
—Con razón. Ha sido una noche inolvidable. ¡Uf! Estoy cansadísima. Buenas noches, papá  –suspiró Isabel mientras subían la escalera.
—Nosotros también nos retiramos. Papá, buenas noches. Isabel quiero hablar contigo –dijo Gisela entrando en la habitación de su hermana.
—¿Ha de ser ahora? Estoy agotada –se quejó la muchacha dejándose caer sobre la cama.
—No me extraña. Has estado ocupadísima –replicó Gisela con tono agrio.
—¿Qué te ocurre? La verbena te ha salido preciosa. Como siempre. No veo la razón de tu enojo.
Gisela dejó caer las manos sobre la falda entrelazándolas, lo que puso en alerta a su hermana. Cuando adquiría esa pose, era para soltarle una buena reprimenda.
—Lo que he visto era para enfurecer a cualquiera. 
—¿Qué?
—No te hagas la inocente, pues hoy he comprobado que de candidez ya no te queda. ¿Puedes explicarme la razón por la que una muchacha como tú, que lo tiene todo, se deja perder en los brazos de un…? ¿Un miserable? ¡Maldita sea, Isabel! ¿Acaso has perdido la cabeza? ¡En mitad de una fiesta con cientos de invitados! ¿Y si tu prometido te llega a descubrir? Habrías organizado el mayor escándalo conocido —siseó Gisela mirándola con ojos iracundos.
Su hermana sacudió los hombros con indolencia.
—Pero no lo han hecho. Así que, puedes ir a dormir tranquila. El honor de la familia está a salvo.
—¿Cómo puedes ser tan frívola? Eres una mujer comprometida y andas besándote con otro sin el menor escrúpulo. ¿No tienes sentido común? ¿No tienes moral? ¡Eres una dama, por Dios!
—El amor es irracional.
Gisela parpadeó perpleja ante su confesión.
—¿Insinúas que amas a ese rufián? ¡No me lo puedo creer!
Isabel se levantó y le dio la espalda mientras se deshacía el moño.
—Pues, créetelo. Y no renunciaré a él.
Su hermana la volteó sin contemplaciones.
—¿Piensas romper el compromiso? ¿Acaso has enloquecido? ¡Matarás a papá!
—No tengo la menor intención. Me casaré con el conde y tendré como amante al otro.
Gisela ahogó un gemido de incredulidad.
—¡Jesús! ¿Qué estás diciendo? No permitiré esa inmoralidad. Eres una Capdevila y actuarás como tal, con dignidad y decencia.
—¿Igual que tú? ¡No me hagas reír! Jamás me convertiré en una vieja amargada a la que ningún hombre ha deseado porque eres fea y puritana como una monja. No, Gisela. No podrás impedirlo, por mucha envidia que te cause mi éxito, haré lo que se me antoje.
Gisela, sin poder controlar la cólera, la abofeteó.
 —Durante media vida he intentado educarte con decoro, esforzándome al máximo, pero veo que he fracasado. Eres caprichosa, insolente y egoísta.
—No tenías ninguna obligación. No eres mi madre –le dijo  Isabel con desprecio frotándose la mejilla.
—Cierto. De todos modos, rijo a esta familia y  esta vez, juro por Dios, que no te saldrás con la tuya –dijo su hermana con voz afligida saliendo del cuarto.
Capitulo 2


Apenas pegó ojo durante la noche. No podía quitarse de la cabeza el comportamiento egoísta e inmoral de su hermana. ¿En qué se había equivocado? Le inculcó los valores primordiales que toda dama decente debía seguir. ¿Y qué había obtenido? Un desastre. Isabel era todo lo contrario a una mujer de intachable reputación. ¡No podía creer lo que había escuchado de sus propios labios! ¿Casarse y tener un amante? ¡Jamás! Pondría remedio de inmediato. Y lo más expeditivo era alejar a ese hombre. Sin su presencia, sería imposible caer en la tentación.
Dispuesta a ello, se visitó sin apenas prestar atención a lo que se ponía y antes de comer, salió de casa y se encaminó hacia la fábrica.
El edificio era sencillo, pero aquél que desconociera que se producía dentro, pensaría que se trataba de una vivienda. Y no iría desencaminado, puesto que, a parte de la producción, también  daba cobijo a los trabajadores.
Abrió la puerta del taller. Una bocanada de aire tórrido le golpeó el rostro.
Los obreros la miraron estupefactos, pues no era corriente que acudiera allí.
—Señorita  Capdevila. ¿Desea algo? –le preguntó el encargado dejando el fino cristal sobre una repisa.
Los ojos pardos de Gisela otearon el local. Por un momento, bajo la vista ante tamaño espectáculo de desvergüenza que todos mostraban al ir con el torso desnudo; aunque, reconoció que era el único modo posible de aguantar el tremendo calor que surgía del horno.  
Carraspeó intentando recuperar la firmeza.
—Quiero hablar con él. Afuera –dijo señalando al hombre del bosque.
Él la miró intrigado. Aunque, supuso a qué venía. Caminó tras ella mientras se ponía la camisa. Pero no se detuvo. Continuó caminando hasta pararse bajo la sombra de un árbol.
—Si no le importa, ya soporto mucho calor ahí adentro.
Gisela, al verlo de cerca, se sobresaltó. Era el vivo retrato del hombre que le describió la gitana. Guapo,  alto, musculoso, de piel bronceada y  con un rostro agradable, y con unos ojos negros como el carbón.
Aturdida y avergonzada por esos pensamientos tan disparatados,  sacudió la cabeza.
—¿Y bien? ¿A qué debo este honor? –dijo el hombre con ironía, mirándola con desfachatez, sin el menor asomo de sumisión ante su ama; analizándola minuciosamente. Y así era.  Siempre la había visto de lejos y la cercanía no ayudaba a mejorar la opinión que de ella tenía. La señorita Capdevila era una mujer estirada, de gesto adusto, carente de simpatía. Y su figura alta y delgada, junto a un rostro poco agraciado, no contribuía a suavizarla.
—¿Cuál es su nombre?
—Pol Llorenç. Pensé que conocía a todos sus empleados.
—José es el encargado de estos asuntos. Yo solo me dedico a la parte financiera.
Él encendió un cigarrillo y tras soltar el humo con lentitud, dijo:
—Ya. ¿En qué puedo servirla, señorita?
Gisela lo miró con firmeza, mostrando determinación; indicándole que lo que iba a decir no era una sugerencia, si no, una orden.
—Señor Llorenç, vengo a indicarle que deje de acosar a mi hermana.
Él alzó una ceja y esbozó una sonrisa socarrona.
—¿Acosarla? Nunca he cometido tamaña tontería, señorita. No me hace falta. Por lo general, todas las mujeres aceptan mis sugerencias con sumo placer; pues sé como tratarlas.
—Puede que de una imagen errónea de como soy en realidad. Le aseguro que por mucho que lo pretenda, no conseguirá escandalizarme. Así que dejemos de irnos por las ramas y hablemos con total claridad. Le prohíbo rotundamente que vuelva a verse con Isabel.
—¿Está ella conforme?
—Su voluntad ya no le pertenece. Es una mujer comprometida. ¿Acaso no se lo dijo?
—Sí, lo comentó.
—¿Y no le importa?
—En absoluto.
No sabía porqué se extrañaba. Ante ese hombre, ahora entendía el desliz de su hermana. Como también que él carecía del honor y decencia que caracterizaban a un caballero. Tan solo era un miserable obrero, un patán sin la menor educación, ni moral para respetar a una mujer que estaba a punto de casarse.
—Por lo que veo, es usted un inmoral.
—Los escrúpulos los reservo para cosas más trascendentales que el romance.
—Si persiste en esa actitud, tendré que tomar medidas más drásticas –lo amenazó Gisela.
Pol la miró con arrogancia, sin el menor temor.
—¿Qué hará? ¿Despedirme? Hágalo. No me importa  lo más mínimo. El sueldo miserable que gano aquí, lo obtendré en otro lugar. Y como soy un hombre libre, veré a su hermana siempre que se me antoje. Así que, no me venga dando órdenes. No soy su esclavo. A ver si se entera de una puñetera vez.
—Es usted un grosero –le recriminó Gisela indignada.
—¿Por tomar lo que deseo? ¿O por qué ese deseo se decanta por una dama fina y rica? Seguro que a una mujer tan remilgada como usted no le importaría lo más mínimo si me acostara con una criada.
El rostro de Gisela se encendió.
—¿Está insinuando que…?
Pol se limitó a sonreír.
—No soy hombre que se conforme con migajas, señorita.
Ella lo miró rabiosa, incapaz de asimilar aún la gravedad de lo que había confesado. ¿Isabel se había acostado con él? Sí. Lo había insinuado. No. Lo había afirmado. ¡Dios! Su hermana había ido demasiado lejos. ¿Y si esa desgraciada había quedado en cinta? No quería ni pensarlo. Su padre moriría de vergüenza y dolor.
—¿La he escandalizado ahora? –inquirió Pol con el mismo tono burlesco al ver sus mejillas encendidas.
—Es…Es usted un canalla –siseó Gisela intentando no echarse a llorar.
—Perdone que difiera. Simplemente soy un hombre que tiene debilidades. ¿Usted no las tiene nunca, señorita? A pesar de lo que dicen, no lo creo. Todos cedemos a alguna tentación.
Gisela era consciente que debía cortar cuanto antes esa vergonzosa conversación, pero la arrogancia de ese tipo la obligaba a perder la compostura y replicarle como se merecía.
—Tengo algo de lo que usted carece: Voluntad y decencia.
El rostro de él se tornó hosco. Tiró la colilla y la pisoteó con rabia, fulminándola con sus ojos negros.
—Que sea el ama no le da derecho a opinar sin conocimiento de causa. Usted no tiene la menor idea de cómo soy. Y qué sabrá usted de voluntad. Nunca ha tenido que utilizarla para nada esencial. Se lo ha encontrado todo hecho. ¿O cree que el trabajo en ese infierno no requiere ser voluntarioso para no mandarlo al carajo? Y en cuanto a la decencia, usted no la conoce, señorita. Mantiene un ritmo de vida escandaloso gracias a los desgraciados que explotan en sus fábricas. Así que no me venga con moralinas estúpidas —siseó.
Gisela no podía creer que fuera insultada con tanta desfachatez por un hombre como él. Le daría lo que se merecía por su actitud grosera e insolente. 
—Puede recoger sus cosas. Está despedido. Y si le ven por aquí, le aseguro… Que… Que será arrestado y se pudrirá en la cárcel. ¿Comprendido? –jadeó.
—Ya veo. Como siempre, los de su calaña, se niegan a reconocer sus faltas y arremeten contra el más débil. Pero ya se lo dije. No conseguirá nada. Soy testarudo y sobretodo, incapaz de someterme a una orden tirana. Así que, le aseguro que no evitará que vea Isabel. ¿O piensa que solo podríamos encontrarnos aquí? ¡Ilusa! –le espetó él con tono sulfurado.
—Se lo advierto una vez más. Si…
Pol le dio la espalda y comenzó a caminar hacia el taller.
 —¡¿Cómo se atreve a dejarme con la palabra en la boca?! ¡Mal educado! No sé que ha visto mi hermana en usted. ¡Es insufrible! –explotó ella fuera de si.
Él volvió a mirarla con una sonrisa socarrona.
—A pesar de que no me cae simpática y que físicamente no me atrae lo más mínimo, haría un esfuerzo para aplacar su curiosidad. ¿Quiere que le muestre mis “habilidades” más notables? Le aseguro que todas las damas han quedado satisfechas. 
Las mejillas de Gisela se tornaron grana.
—Lo que quiero es que se largue ahora mismo de esta propiedad. José le dará el finiquito –dijo en apenas un susurro escapando de allí.
Pol, con una carcajada muy sonora, entró en el taller.
—¿Qué quería la dama? –le preguntó un compañero.
—Despedirme. José. Ha dicho que me liquidarás.
—Te lo advertí. Fue un error liarte con la muchacha. Tienes suerte de que no quieran organizar un escándalo y que solo te eche. La señorita habría disfrutado metiéndote en la cárcel –le dijo el capataz. 
–Menuda bruja. Pretendía darme lecciones de moralidad, cuando los de su clase son los más corruptos –masculló Pol.
—Todos, menos ella. La conozco desde que nació y jamás ha cometido un desliz –le aclaró José.
—No me extraña. No es nada bonita, más bien vulgar. El patito feo de la alta sociedad –comentó entre risas el aprendiz.
—Aún así, todas las mujeres ceden a sus instintos –dijo Pol.
—Gisela no. Te lo aseguro. Ningún hombre ha osado ni rozarla. Es como una monja.
—Hasta ahora –susurró Pol notando como una idea absurda y loca crecía en su cabeza.
—¿No estarás pensando…? ¡Por Judas! —exclamó otro de los obreros.
—Deja de decir estupideces. Esa mujer no me interesa lo más mínimo. Al contrario. Me da grima. Todo en ella es seriedad, y es fría como el mármol. Dudo que ni tan siquiera yo conseguiría calentarla –rió Pol.
—Pues si quieres salvar el cuello, ni lo intentes. Con esa gente no se puede jugar. Tienen influencias en las altas esferas y si te nombran como no grato, ya puedes irte bien lejos si quieres trabajar. De todos modos, no tendrá oportunidad. Ahora mismo te largas –dijo el capataz inquieto abriendo la puerta del despacho. Apenas hacia tres semanas que Pol entró en la factoría, pero lo conocía bastante bien y sabía que era capaz de cometer una imprudencia sin inmutarse; como ya había hecho al liarse con la pequeña de los Capdevila.
—Veo que no me has tomado aprecio. Y eso que, a pesar de las apariencias, soy un hombre encantador –bromeó Pol.
—Lo que quiero es impedir un desastre. Anda. Toma. Creo que con esto podrás tirar durante unos días, hasta que encuentres otro empleo.
Pol cogió el dinero sin molestarse en mirar la cantidad. Lo colocó en el bolsillo y caminó hacia la puerta. 
—Con franqueza, no echaré esto de menos. Compañeros, espero que volvamos a vernos en mejores circunstancias. Que os vaya bien –se despidió.
Subió al cuarto y recogió sus escasas pertenencias.
—¡Maldita solterona! –rezongó sintiéndose muy cabreado. Nunca soportó que nadie le dijera lo que podía o no hacer. Y jamás siguió las normas. Sin embargo, en esta ocasión no podía arriesgarse a armar un escándalo. Tenia que aceptar el chantaje, pues no le convenía lo más mínimo si no quería que lo descubrieran. Aunque lo que más lo enfurecía, era la arrogancia de esa mujer. Una altanería que estaría gustoso de pisotear. Le encantaría humillarla, obligarla a que por una vez en su vida, tuviera que acatar las órdenes de otro. Haría lo que fuera necesario para conseguirlo. Pero, desgraciadamente, no podía.
Furioso abandonó la casa.
—Pol. ¿Adónde vas?
Él miró a Isabel con aire ceñudo. Le había costado mucho introducirse en la casa.  Y ahora, por culpa de ella, por ser tan bonita y su poca cabeza por no ceder a la tentación, se encontraba en esta situación tan comprometida. Su colega se lo tomaría muy mal. No obstante, había tomado buena nota: Jamás volvería a liarse en el lugar de trabajo. Lo único que aportaba era problemas.
—¿No lo ves? Me marcho—masculló.      
Isabel lo miró con aire de incomprensión. 
—¿Por qué?
—A parte de de esta vida, tengo otra; al igual que tú –replicó echando a andar.
—Te dije que Robert no me importa. Te amo a ti.
Él soltó una carcajada honda. Los dos sabían que en su relación no había un ápice de amor. 
—Solo soy un capricho. Un antojo que puede costarte muy caro. Además, pronto encontrarás a otro con quién entretenerte.
—¡Eso no es cierto! ¡Te quiero! –protestó ella.
—No insistas. Me voy.
Isabel entrecerró la frente.
—Ha sido cosa de mi hermana. ¿Verdad? ¡Estúpida reprimida! Pol, ella no puede separarnos. Somos libres de hacer lo que deseamos.
—¿Tú crees? –inquirió él con tono amargo.
—¡Por supuesto! Solo tienes que amenazarla con decir que contarás a todo el mundo lo que hay entre nosotros. Es tan estúpida que lo creerá y tragará para evitar el escándalo.
—Ya es tarde. Me ha despedido y sería muy extraño que repentinamente se retractara.
Ella efectuó un mohíno de decepción.
—No importa. Continuaremos viéndonos en la ciudad.
—¿En una miserable pensión? –inquirió él con ironía.
—Soy rica. Pagaré una casa. ¡Oh! Será estupendo. ¿No crees?
Pol no lo creía así. Isabel no significaba nada para él. Solo una aventura. Un divertimiento que terminaba en ese mismo instante. No quería complicaciones y no las tendría con esa muchacha caprichosa y voluble.
—Sabes que nada me complacería más. No obstante, el amor que siento por ti me impide dañarte. No seré el causante de tú perdición. Que seas muy feliz con el conde –dijo apartándose de ella. 
—¡Pol! –gritó Isabel.
—Lo siento, querida. La vida es cruel. Sé feliz.
Ella rompió a llorar y a patalear como una niña, mientras se juraba que Gisela iba a pagar muy caro el dolor que le causaba.
Pol continuó caminando sin mirar atrás, sin atender la rabieta infantil de la muchacha.
Llegó ante la casa y no pudo evitar echar una ojeada. Gisela Capdevila estaba leyendo tranquilamente bajo la parra, como si nunca hubiera tenido aquella conversación tan desagradable con él. Esa actitud aún lo enervó más.  Tanto que, la idea de la venganza  se concibió en su mente en tan solo un instante. Sí. Era un plan perfecto. Una proposición descabellada, pero que llevaría a cabo. Gisela Capdevila conocería lo que era la verdadera humillación, y al mismo tiempo, mantendría el contacto con la familia para continuar con sus propósitos.


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