CAPITULO 1
Efraim Azarilla cerró la puerta y pensó
que había sido una mañana muy productiva. El mismísimo Duque de Alba, Fabrique Osorio,
había acudido para encargar un collar con motivo del próximo cumpleaños de su
hija. Y no una alhaja cualquiera. Una de la mejor calidad y de un precio casi
desorbitado. Con ese encargo podría vivir una familia numerosa durante medio
año. Pero no era su caso. Afortunadamente, los negocios siempre les fueron bien
a sus antepasados y heredó un capital considerable. Era un miembro de la mano
mayor, clase a la que pertenecían los judíos ricos, con grandes propiedades o
artesanos especializados. Y él lo era. Apenas había joyeros en Toledo. Los más
prestigiosos se encontraban de Aragón y por supuesto, los poderosos no estaban
dispuestos a desplazarse y gozaba de una clientela selecta. Tanto judía como
cristiana.
Al pasar ante la Cofradía de Ceafarim,
saludó al responsable principal de la custodia de los libros sagrados, Samuel Cohen.
Su afable rostro mostraba una seriedad inusual. Imaginó que era por su pronto
retiro. Llevaba al frente de la institución cuarenta años y en unas pocas
semanas cedería tan responsable puesto. Algunos de los posibles sustitutos
apenas podían pegar ojo desde hacia semanas. El puesto era de una importancia
relevante entre la sociedad judía y rezaban a todas horas para que Dios les
concediese el honor de ser el elegido.
Siguió caminando por la Alacava , observando con
extrañeza, como Daniel echaba el cerrojo de la zapatería. Por lo general,
siempre era el último en cerrar. Desde que murió su esposa y sin hijos, el taller
era lo único que le reportaba ganas de vivir. No preguntó. No era de buena
educación entrometerse en los asuntos ajenos; incluso si uno veía como el otro
estaba a punto de cometer un gran error.
Continuó por la calle de la Campana pensando que la idea
de Dana, finalmente, no había sido tan mala. Cambiar de barrio resultó ser más
fácil de lo esperado. La casa, situada en la calle Taller del Moro, el lugar
más elegante de todas las juderías, era grande, señorial y sobre todo, rodeada
por un silencio gratificante. Pero lo que más le agradaba era el jardín
interior; que él, había convertido en un huerto. Su mujer siempre desaprobó esa
decisión. Como la mayoría de mujeres prefería un espacio lleno de
flores que impregnara el lugar de perfumes. Pero él, cuando el traslado,
quiso que también tuviese un espacio
para las verduras. Por supuesto, dejó una pequeña zona para las preciadas
flores de Dana.
Abrió la puerta y tras cruzar el zaguán, entró
en el patio.
Siempre pensó que el mes de mayo
se distinguía por ser inconstante. Pero ese defecto se tornaba una
virtud cuando se relacionaba con las plantas. La lluvia de los últimos días
había dado paso a un sol radiante muy beneficioso para su huerto. Y en apenas
unas semanas podrían disfrutar de sabrosas berenjenas, además de los grandes espacios de los salones,
habitaciones y cocina de su recién estrenada casa.
Con gesto cuidadoso arrancó unas hojas
marchitas. El sonido de la campanilla lo sobresaltó. Dejó las hojas en el
interior de una maceta y fue a abrir. Su mejor amigo, con semblante taciturno,
entró.
-Shalom, Ivri. ¿Qué ocurre?
Su amigo cerró la puerta y con gestos
grandilocuentes, exclamó:
-¡Te lo advertí! ¡Y no me hiciste caso! ¡Es nuestro fin!
-¿De qué hablas?
Ivri se detuvo en seco y lo miró estupefacto.
-Tú siempre en las nubes. Hoy, martes, 1
de mayo de 1492, han lanzado un edicto. ¡Los reyes han ordenado nuestra
expulsión! ¡Todos los judíos tenemos que largarnos antes de que finalice el mes
de julio! ¡Todos sin excepción! Pero lo peor de todo es que, la orden se
rubricó en marzo y debemos salir del reino el 30 de julio. ¡Cabrones! Lo han
hecho aposta, para que no podamos arreglar nuestros asuntos y se queden con
todas nuestras pertenencias.
Efraim, impactado, apoyó las manos en la
pared. Hundió la cabeza y comenzó a jadear. No era posible. ¿Por qué razón
querían echarlos de su tierra? Su familia llevaba trescientos años afincada en
Castilla. Eran gente pacífica y amante de su país. Nunca habían hecho nada
malo. Todo lo contrario. Contribuían a que la economía floreciese con sus
artesanías, negocios inmobiliarios, préstamos para que la gente pudiese abrirse
camino en la vida.
Ivri, al ver el estado de su mejor amigo y
sabiendo que últimamente había tenido problemas de corazón, trató de
tranquilizarlo.
-Cálmate, por favor. El rabino ha pedido que
acudamos a la sinagoga. Puede que, parlamentando con los máximos representantes
de nuestro pueblo lleguen a un acuerdo y revoquen la orden. No
hay que perder la esperanza. Vamos.
Salieron y se encaminaron por las callejuelas
estrechas y sombrías, uniéndose a otros miembros de la comunidad hasta alcanzar
La Sinagoga
de el Tránsito. El edificio de estilo gótico-mudéjar construido por Samuel
Ha-levi, tesorero del rey Pedro I, llamado el Cruel, estaba prácticamente tomado por hombres y mujeres con rostros que
mostraban gran preocupación. El habitual respeto al lugar santo se
había esfumado. Las voces creaban un murmullo casi ensordecedor que cesó en el
mismo instante que apareció el rabí. Éste alzó las manos pidiendo calma.
-Tranquilidad. Por favor, silencio.
Los feligreses callaron de inmediato.
-Hermanos. Lo que nos ha traído hoy aquí es un asunto muy grave. Nuestro
futuro peligra y...
-¿Qué peligra? Ya ha sido destinado, rabino -lo interrumpió
un anciano.
-Tiene razón Josua. El edicto lo dice bien claro -lo apoyó una mujer.
Muchos de los asistentes aseveraron.
-Nada es definitivo. Aún podemos evitarlo.
-¿Cómo? Isabel y Fernando han tomado una decisión. Dudo que den marcha
atrás -intervino Ivri.
-Puede que si enviamos a unos embajadores, lleguemos a un acuerdo. Al fin
y al cabo, siempre hemos sido unos buenos súbditos. Amigos, no hay que perder
la esperanza hasta el final.
-La propuesta es lógica. Sin embargo, puede que el resultado de esas
conversaciones no dé ningún fruto. En ese caso, no tendremos tiempo
material para preparar la partida. Hay que vender la casa, liquidar los
negocios y recoger nuestras pertenencias. Además de decidir en que lugar
queremos asentarnos. Y eso no se hace en una quincena ni en dos meses. Y
no se si vosotros estáis dispuestos, pero yo no pienso dejar nada de lo que he
ganado con el sudor del trabajo aquí -dijo Efraim.
Los demás murmuraron su conformidad. El rabí volvió a pedir silencio.
-Lamentablemente, la orden dictamina con claridad que no podemos llevarnos
oro ni plata. Eso significa que, soterradamente nos confiscan todos nuestros
bienes. ¿De qué nos servirá vender nuestra casa, nuestros negocios o
recuperar los préstamos? De nada si el dinero debe quedarse aquí.
-¡Pues yo antes quemo mi casa que cederla a esos desalmados y tiro al río
el oro! -gritó un joven.
-¡Sí! -fue el grito unánime.
-Nuestra comunidad se ha caracterizado por su integridad, su
convivencia pacífica con otros pueblos y en especial, por su
sensatez. Dime, joven Isaac. ¿Qué crees que ocurrirá si alguno de nosotros
prende fuego a su casa? La crueldad del maldito edicto será una estupidez
comparado con las represalias. ¿Es qué queréis ser los causantes de la muerte
de vuestros hermanos? No. Tenemos que mantener la serenidad.
-¿Ante tamaña injusticia? ¿Qué somos? ¿Ovejas estúpidas? -se quejó Ivri.
-Somos unos ciudadanos que no son deseados. Ello significa que, hagamos lo
que hagamos, no permitirán que nos quedemos. Pero sí podemos intentar que no
nos dejen en la miseria.
Ivri sacudió la cabeza en señal de desacuerdo. Dio la espalda al rabí y
dirigiéndose a los presentes dijo:
-Castilla necesita dinero para sus peleas, para sus ambiciones marítimas.
El pueblo judío es dueño de grandes fortunas, inmuebles y tierras. Al Expulsarnos,
el estado se enriquecerá y podrá embarcarse en sus planes. ¿De verdad
pensáis que recapacitarán? ¡Ni lo soñéis! La sentencia está dictaminada. Exilio
o conversión.
-¿Cómo te atreves a sugerir tamaña herejía? -se escandalizó el rabí.
-No sugiero. Enumero las dos opciones. Cada cuál que elija la que más le
convenga.
El rabino, con semblante adusto, dijo:
-Sé que ninguno de los presentes abrazará la fe cristiana. Sus
corazones albergan el amor hacia Yahvé. Y aunque alguien cayese en la tentación
de abjurar, no crea que los cristianos lo recibirán con los brazos abiertos.
Nunca confiarán en un converso.
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