lunes, 12 de enero de 2015

la hilandera de flandes




CAPITULO 1


Efraim Azarilla cerró la puerta y pensó que había sido una mañana muy productiva. El mismísimo Duque de Alba, Fabrique Osorio, había acudido para encargar un collar con motivo del próximo cumpleaños de su hija. Y no una alhaja cualquiera. Una de la mejor calidad y de un precio casi desorbitado. Con ese encargo podría vivir una familia numerosa durante medio año. Pero no era su caso. Afortunadamente, los negocios siempre les fueron bien a sus antepasados y heredó un capital considerable. Era un miembro de la mano mayor, clase a la que pertenecían los judíos ricos, con grandes propiedades o artesanos especializados. Y él lo era. Apenas había joyeros en Toledo. Los más prestigiosos se encontraban de Aragón y por supuesto, los poderosos no estaban dispuestos a desplazarse y gozaba de una clientela selecta. Tanto judía como cristiana.  
Al pasar ante la Cofradía de Ceafarim, saludó al responsable principal de la custodia de los libros sagrados, Samuel Cohen. Su afable rostro mostraba una seriedad inusual. Imaginó que era por su pronto retiro. Llevaba al frente de la institución cuarenta años y en unas pocas semanas cedería tan responsable puesto. Algunos de los posibles sustitutos apenas podían pegar ojo desde hacia semanas. El puesto era de una importancia relevante entre la sociedad judía y rezaban a todas horas para que Dios les concediese el honor de ser el elegido. 
Siguió caminando por la Alacava, observando con extrañeza, como Daniel echaba el cerrojo de la zapatería. Por lo general, siempre era el último en cerrar. Desde que murió su esposa y sin hijos, el taller era lo único que le reportaba ganas de vivir. No preguntó. No era de buena educación entrometerse en los asuntos ajenos; incluso si uno veía como el otro estaba a punto de cometer un gran error.
Continuó por la calle de la Campana pensando que la idea de Dana, finalmente, no había sido tan mala. Cambiar de barrio resultó ser más fácil de lo esperado. La casa, situada en la calle Taller del Moro, el lugar más elegante de todas las juderías, era grande, señorial y sobre todo, rodeada por un silencio gratificante. Pero lo que más le agradaba era el jardín interior; que él, había convertido en un huerto. Su mujer siempre desaprobó esa decisión. Como la mayoría de mujeres prefería un espacio lleno de flores que impregnara el lugar de perfumes. Pero él, cuando el traslado, quiso que  también tuviese un espacio para las verduras. Por supuesto, dejó una pequeña zona para las preciadas flores de Dana. 
Abrió la puerta y tras cruzar el zaguán, entró en el patio.
Siempre pensó que el mes de mayo se distinguía por ser inconstante. Pero ese defecto se tornaba una virtud cuando se relacionaba con las plantas. La lluvia de los últimos días había dado paso a un sol radiante muy beneficioso para su huerto. Y en apenas unas semanas podrían disfrutar de sabrosas berenjenas, además de  los grandes espacios de los salones, habitaciones y cocina de su recién estrenada casa.
Con gesto cuidadoso arrancó unas hojas marchitas. El sonido de la campanilla lo sobresaltó. Dejó las hojas en el interior de una maceta y fue a abrir. Su mejor amigo, con semblante taciturno, entró.
-Shalom, Ivri. ¿Qué ocurre?
Su amigo cerró la puerta y con gestos grandilocuentes, exclamó:
-¡Te lo advertí! ¡Y no me hiciste caso! ¡Es nuestro fin!
-¿De qué hablas?
Ivri se detuvo en seco y lo miró estupefacto.
-Tú siempre en las nubes. Hoy, martes, 1 de mayo de 1492, han lanzado un edicto. ¡Los reyes han ordenado nuestra expulsión! ¡Todos los judíos tenemos que largarnos antes de que finalice el mes de julio! ¡Todos sin excepción! Pero lo peor de todo es que, la orden se rubricó en marzo y debemos salir del reino el 30 de julio. ¡Cabrones! Lo han hecho aposta, para que no podamos arreglar nuestros asuntos y se queden con todas nuestras pertenencias.
Efraim, impactado, apoyó las manos en la pared. Hundió la cabeza y comenzó a jadear. No era posible. ¿Por qué razón querían echarlos de su tierra? Su familia llevaba trescientos años afincada en Castilla. Eran gente pacífica y amante de su país. Nunca habían hecho nada malo. Todo lo contrario. Contribuían a que la economía floreciese con sus artesanías, negocios inmobiliarios, préstamos para que la gente pudiese abrirse camino en la vida.  
Ivri, al ver el estado de su mejor amigo y sabiendo que últimamente había tenido problemas de corazón, trató de tranquilizarlo.
-Cálmate, por favor. El rabino ha pedido que acudamos a la sinagoga. Puede que, parlamentando con los máximos representantes de nuestro pueblo lleguen a un acuerdo y revoquen la orden. No hay que perder la esperanza. Vamos.
Salieron y se encaminaron por las callejuelas estrechas y sombrías, uniéndose a otros miembros de la comunidad hasta alcanzar La Sinagoga de el Tránsito. El edificio de estilo gótico-mudéjar construido por Samuel Ha-levi, tesorero del rey Pedro I, llamado el Cruel, estaba prácticamente tomado por hombres y mujeres con rostros que mostraban gran preocupación. El habitual respeto al lugar santo se había esfumado. Las voces creaban un murmullo casi ensordecedor que cesó en el mismo instante que apareció el rabí. Éste alzó las manos pidiendo calma.
-Tranquilidad. Por favor, silencio.   
Los feligreses callaron de inmediato.
-Hermanos. Lo que nos ha traído hoy aquí es un asunto muy grave. Nuestro futuro peligra y...
-¿Qué peligra? Ya ha sido destinado, rabino -lo interrumpió un anciano.
-Tiene razón Josua. El edicto lo dice bien claro -lo apoyó una mujer.
Muchos de los asistentes aseveraron.
-Nada es definitivo. Aún podemos evitarlo.
-¿Cómo? Isabel y Fernando han tomado una decisión. Dudo que den marcha atrás -intervino Ivri.
-Puede que si enviamos a unos embajadores, lleguemos a un acuerdo. Al fin y al cabo, siempre hemos sido unos buenos súbditos. Amigos, no hay que perder la esperanza hasta el final.
-La propuesta es lógica. Sin embargo, puede que el resultado de esas conversaciones no dé ningún fruto. En ese caso, no tendremos tiempo material para preparar la partida. Hay que vender la casa, liquidar los negocios y recoger nuestras pertenencias. Además de decidir en que lugar queremos asentarnos. Y eso no se hace en una quincena ni en dos meses. Y no se si vosotros estáis dispuestos, pero yo no pienso dejar nada de lo que he ganado con el sudor del trabajo aquí -dijo Efraim.
Los demás murmuraron su conformidad. El rabí volvió a pedir silencio.
-Lamentablemente, la orden dictamina con claridad que no podemos llevarnos oro ni plata. Eso significa que, soterradamente nos confiscan todos nuestros bienes. ¿De qué nos servirá vender nuestra casa, nuestros negocios o recuperar los préstamos? De nada si el dinero debe quedarse aquí. 
-¡Pues yo antes quemo mi casa que cederla a esos desalmados y tiro al río el oro! -gritó un joven.
-¡Sí! -fue el grito unánime.
-Nuestra comunidad se ha caracterizado por su integridad, su convivencia pacífica con otros pueblos y en especial, por su sensatez. Dime, joven Isaac. ¿Qué crees que ocurrirá si alguno de nosotros prende fuego a su casa? La crueldad del maldito edicto será una estupidez comparado con las represalias. ¿Es qué queréis ser los causantes de la muerte de vuestros hermanos? No. Tenemos que mantener la serenidad. 
-¿Ante tamaña injusticia? ¿Qué somos? ¿Ovejas estúpidas? -se quejó Ivri.
-Somos unos ciudadanos que no son deseados. Ello significa que, hagamos lo que hagamos, no permitirán que nos quedemos. Pero sí podemos intentar que no nos dejen en la miseria. 
Ivri sacudió la cabeza en señal de desacuerdo. Dio la espalda al rabí y dirigiéndose a los presentes dijo:
-Castilla necesita dinero para sus peleas, para sus ambiciones marítimas. El pueblo judío es dueño de grandes fortunas, inmuebles y tierras.  Al Expulsarnos, el estado se enriquecerá y podrá embarcarse en sus planes. ¿De verdad pensáis que recapacitarán? ¡Ni lo soñéis! La sentencia está dictaminada. Exilio o conversión.   
-¿Cómo te atreves a sugerir tamaña herejía? -se escandalizó el rabí.
-No sugiero. Enumero las dos opciones. Cada cuál que elija la que más le convenga.
El rabino, con semblante adusto, dijo:

-Sé que ninguno de los presentes abrazará la fe cristiana. Sus corazones albergan el amor hacia Yahvé. Y aunque alguien cayese en la tentación de abjurar, no crea que los cristianos lo recibirán con los brazos abiertos. Nunca confiarán en un converso. 

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