CAPITULO 1
Muriel se estudió en el espejo. Su rostro sin arrugas no
evidenciaba que acababa de cumplir veintinueve años, ni tampoco su cuerpo espigado.
Pero no podía engañarse. Se estaba haciendo mayor.
Lanzando un suspiro se arregló el vestido, efectuando un gesto
de satisfacción. La costurera se había esmerado. La tela de muselina de color
pajizo era liviana y con bordados florales en hilo de oro, logrando que la falda
cayera con languidez alrededor de la enagua, que gracias a Dios, debido a la
moda, era poco abultada. Todo lo contrario a lo que concernía al corsé.
Continuaba siendo un incordio. Aunque, poseía la ventaja de proporcionar una
cintura sumamente estrecha.
Al mirar el reloj, abrió con ligereza el frasco de perfume. Se
echó unas gotas tras los lóbulos y en el escote, que observándolo con más
atención, le pareció que era excesivamente pronunciado. Con toda seguridad,
sería motivo de chismes al día siguiente. Pero no le importó. Ya estaba
acostumbrada a ser la comidilla de las reuniones sociales. Y al echarse un
último vistazo, decidió que estaba perfecta.
Cogió el chal y se acercó a la terraza. El sol ya se estaba
deslizando en el horizonte. El mar comenzaba a teñirse de colores indefinidos,
que se tornaría de plata cuando la luna llena lo besara. Era una visión
bellísima, una imagen que estaba segura no podía producirse en ningún otro
lugar de la tierra.
Sonriente, dio media vuelta y salió de la habitación.
Los jardines del hotel estaban iluminados con velas y antorchas.
El exquisito aroma de las flores la hizo aspirar con fuerza, mientras observaba
a los clientes que ocupaban las mesas con gesto distendido. Sus amigos también
charlaban alegremente mientras la aguardaban bajo una enorme palmera. Al verla,
alzaron la mano saludándola y ella se acercó.
—¡Querida Muriel, estás estupenda! —le dijo Iona, su mejor amiga.
—¿A pesar de ser ya una vieja? —contestó Muriel besándola en la
mejilla.
—¡Jesús! Jamás insinuaría algo así. Recuerda que tenemos la
misma edad, querida. Y yo me considero muy, muy joven. Aunque, existe una gran
diferencia, tú sigues soltera; más bien podríamos decir que ya te encaminas a
ser una solterona en toa regla si no lo remediamos.
Muriel sacudió la cabeza y sonrió.
—¿Podrías dejar el tema por hoy, querida? ¡Es mí cumpleaños y
quiero divertirme!
—Un día u otro tendrás que meditar sobre ello. ¿Acaso no deseas
casarte y tener una familia? —le dijo Stuart, el marido de Iona.
Muriel deseaba tener hijos, pero lo de contraer matrimonio nunca
fue de su gusto. No estaba dispuesta a someterse a los mandatos de ningún
hombre. Era una mujer acostumbrada a la libertad desde que sus padres murieron
cuando ella contaba catorce años. Quedó bajo la tutela de su hermano y éste,
como la adoraba, le consintió vivir a su placer sin imponerle jamás las normas.
Por supuesto, ciñéndose a la decencia. En Kenya las reglas de sociedad eran
menos estrictas que en Inglaterra, pero distaban mucho de ser liberales.
—Estoy bien así –dijo.
—Eso mismo decía yo. En cambio, ahora, estoy encantado de que
Iona me cazara y me diera dos hijos maravillosos. Formamos una familia
feliz.
Muriel, presintiendo que su insistencia por convencerla a que
abandonara su soltería, exclamó:
—¡Oh, ahí está la señora Preston¡ Iré a saludarla. Quiero que me
cuente como le fue por Inglaterra. Id a la mesa. Regreso enseguida.
Se alejó de la pareja y conversó animadamente con la anciana
dama.
—Su hermano debió de tener más mano dura. Esa chica vive en
completa libertad y a veces resulta hasta incluso escandalosa —comentó Stuart
con gesto preocupado.
—¿Escandalosa? Muriel es la chica más decorosa que conozco. Que
viva sola y viaje no significa que haga nada incorrecto. Claro que, esa
obsesión por rechazar todos los pretendientes la considero insensata. ¿No ve
que se convertirá en una solterona? Creo que deberíamos tener una conversación
seria con ella. ¿No opinas lo mismo, cariño?
—¿Y piensas que cambiará de opinión? Lo
dudo. Es terca como una mula.
Su esposa lanzó un largo suspiro.
—¡En fin! Ella sabrá lo que hace. Mira. Ha entrado Webster. A
ver si consigue conquístala de una vez —exclamó mientras miraba como Muriel
pedía al hombre que tomara asiento.
—Empeño pone. Vamos —dijo Stuart.
—¡Ni lo sueñes! Démosle al pobre un poco de tiempo. Míralo.
Nadie puede negar que esté loco por nuestra amiga.
Era cierto. Webster miraba a Muriel casi con devoción. Aquella
noche estaba espléndida con su cabello azabache recogido con prendedores de
brillantes y ese vestido de tonos amarillentos que resaltaban sus increíbles
ojos negros.
—Cumplir años te sienta muy bien –la aduló.
Ella sonrió cortésmente.
—Y a ti te hacen mentir con más facilidad.
Él adquirió un gesto ofensivo.
—Digo la verdad. Estás preciosa. En realidad, lo seguirás
estando cuando tengas ochenta años. Serás una viejecita adorable e
irresistible.
—Eres un encanto de amigo.
—Sabes que me gustaría ser algo más para ti.
Muriel sorbió un poco de champaña.
—¿Acaso no me consideras apropiado?
Sin duda lo era, pensó. Muchas de las jovencitas casaderas
suspiraban por él. No es que fuera un
hombre guapo, pero sí atractivo, alto, de complexión fuerte pero con apariencia
delicada, con facciones marcadas, pero sin exageración, enmarcadas por un
cabello de tono rojizo impecablemente peinado. Y además de ello, era responsable
y muy, muy, rico. En una palabra, era el hombre ideal para cualquier mujer.
Menos para ella. Webster carecía de ese toque de locura que lo sumía en la
monotonía, sin inquietudes por disfrutar de las maravillas que la vida podría
ofrecerte; pero sobretodo, su sentido del honor y responsabilidad, no
consentirían que su esposa viviese con la independencia que ella exigía.
—Querido, eres perfecto. Pero...
Él, con gesto sombrío, la interrumpió.
—No estás enamorada de mí. ¿No ibas a decir eso?
—Sí.
Webster tomó aire con fuerza.
—¡Qué le vamos a hacer! De todos modos, piensa en mí cuando te
sientas desesperada. ¿Prometes hacerlo?
—¿Crees que algún día estaré desesperada? —inquirió ella
mostrando falso temor.
—Bueno, las mujeres, tarde o temprano, sienten la urgencia de
formar una familia. Y para eso se necesita un marido. Espero que entonces,
reconsideres mí oferta como posible
candidato.
—Si surge esa necesidad, te prometo que serás el primero de mi
lista —rió ella divertida.
—Aunque, te advierto que no tardes mucho. Un hombre de mi
posición ya debería de haber pasado por la vicaría. Si no te decides, con todo
mi pesar, deberé buscar a otra candidata. La familia se está impacientando y mi
futuro puesto, requiere que sea respetable en todos los sentidos; a parte de
que quiero un heredero. ¿Lo entiendes, verdad?
Muriel le acarició la mano con ternura.
—Querido, nadie mejor que yo puedo entenderte. La única
diferencia es que yo no tengo a nadie detrás que me apure. Deberías decidir por
ti mismo.
El rostro de Webster adquirió un gesto hosco ante su humillante
insinuación.
—Nadie me acosa, Muriel. Soy hombre de firmes convicciones y
nadie me dice lo que debo hacer. La cuestión es que yo sí quiero formar una
familia.
—Me parece lógico y… —Muriel dejó de hablar cuando el hombre de
cabellos dorados y ojos verdes, realmente atractivo, se sentó en la mesa de
enfrente. Llena de curiosidad pregunto: ¿Quién es? Nunca lo había visto por aquí.
Webster frunció la frente en un gesto inequívoco de desagrado.
—Chaz Layton. Te aconsejo que te alejes de él.
—¿Por qué? —quiso saber ella.
—Es un cazador de animales, pero sobretodo de mujeres. No quiero
ni enumerarte a cuantas ha hecho caer en desgracia.
—¿Es de Kenya? —preguntó Muriel mirándolo con atención.
—Nadie conoce su procedencia. Hace cinco años llegó aquí y se
instaló como guía de cacerías. Se especula que abandonó su hogar porque
pretendían obligarlo a casarse e incluso que, está huyendo de la policía.
—Bueno, opino que hoy en día es absurdo exigir a nadie que
contraiga matrimonio si no lo desea. Y sobre lo otro, no se le ve pinta de criminal —comentó Muriel.
—Supongo que como soltera empedernida te sientes solidaria con
ese tipo. Pero, sigue mi consejo y no confíes en él. Puede arruinar tu honor —gruñó
Webster.
Ella se echó a reír.
—No te enojes, querido. Comprende que no todos pensamos del
mismo modo. Y ten cuidado. Dudo que lleguemos a tratarnos. No pertenecemos al
mismo círculo social.
—Una mujer debería casarse y tener hijos. Es lo natural –gruñó
su admirador.
—¿Natural para quién? ¿Para los hombres? Webster, las mujeres
también razonamos y tomamos decisiones. Ya no necesitamos a un hombre para que
nos proteja. Podemos sobrevivir perfectamente sin vuestra ayuda.
—¿No serás una de esas sufragistas? —le preguntó él
escandalizado.
—No. Sin embargo, comparto algunas de sus opiniones.
—¡Jesús! ¡Lo que nos faltaba! —exclamó Iona sentándose junto a
ellos.
—Muriel, esta vez te estás extralimitando —la reprendió Stuart.
Ella sacudió la cabeza con gesto cansino.
—Veo que estoy rodeada por cavernícolas. ¿Acaso no veis que los
tiempos están cambiando? ¡Dentro de nada entramos en un nuevo siglo!
—Puede que lo estén, pero te aseguro que si haces algo
incorrecto, todos te señalarán con el dedo; como se ha hecho desde hace siglos.
La moralidad es algo difícil de modernizar, querida —le dijo Webster.
—¡Oh! ¿Por qué estamos tan serios esta noche? ¡Es el cumpleaños
de Muriel! —se quejó Iona.
—Cierto. Esto es una fiesta. Así que, felicitemos a la
homenajeada. ¡Feliz cumpleaños! —dijo Stuart alzando la copa.
—¡Feliz cumpleaños! —brindaron los otros.
Layton, al escucharlos, volvió la mirada hacia la mesa, clavando
sus ojos verdes sobre Muriel, mirándola con desfachatez.
—¿No te lo dije? ¡Menudo descaro! Claro que, el vestido influye.
¿No es un poco escotado? Te sugiero que, para otra ocasión, elijas algo más
pudoroso, querida –se quejó Webster.
El semblante de Muriel se crispó anunciando un estallido inminente,
que prontamente, Iona se encargó de apaciguar.
—Es la medida justa y a la moda. Ahora, toca el regalo —dijo entregándole
una caja.
Muriel
la abrió y sonrió encantada al ver una cámara fotográfica.
—¡Es fantástica! ¡Oh querida, gracias!
–exclamó dándole un abrazo.
—Ahora el mío –anunció Webster dándole una
pequeña cajita de terciopelo. Muriel desató el lazo y abriéndola, extrajo un
collar de malaquita.
—Es precioso. Gracias. ¿Me lo pones?
La orquesta inició las primeras notas de un vals.
—Siempre y cuando bailes conmigo —le pidió Webster colocándoselo
en el cuello.
—Será un placer —aceptó Muriel ofreciéndole el brazo.
—¡Hacen tan buena pareja! Es una pena que esa obstinada insista
en permanecer soltera —se quejó Iona.
—Cuando encuentre el amor, cambiará de opinión. No lo dudes. Yo
lo hice —bromeó Stuart.
—¡Solo yo sé lo que me costó cazarte! —rió su esposa.
Stuart la miró fascinado. Como Muriel, a él también se le
erizaba el cabello cuando el hablaban de matrimonio. Hasta que esa joven menuda
y de ojos azules como el mar, lo encandiló con su dulzura y belleza clásica y
serena. Con gesto galante, se levantó y se inclinó cortésmente.
—¿Bailamos también, señora?
Tras danzar durante un buen rato, retornaron a la mesa para
deleitarse con el menú que la homenajeada había escogido.
Bien entrada la noche, cuando la fiesta terminó. Muriel se
retiró a descansar, pero fue incapaz de conciliar el sueño. El calor y la
conversación con sus amigos la habían enojado. ¿Por qué todo el mundo se sentía
con derecho a opinar sobre sus actos? Era una mujer libre y así continuaría a
pesar de sus críticas y buenas intenciones.
Se vistió con un traje más liviano y sin sujetarse el cabello, bajó
a la playa.
La noche era espléndida. Apenas había brisa. La luna en todo su
esplendor lanzaba su luz llenándolo todo de magia.
Durante un rato paseó por el borde del mar descalza sintiendo el
agua. Después se sentó y miró hacia las estrellas que refulgían con fuerza,
pensando de nuevo en la conversación. ¿Por qué una mujer no podía vivir del
modo que le diera la gana? ¿Por qué debía ella casarse para poder tener el hijo
que tanto deseaba?
El chapoteo la apartó de sus pensamientos. Miró hacia el mar. La
luz de la luna iluminó a Chaz Layton que nadaba hacia ella.
—¿La he asustado? —le preguntó él.
—No... En absoluto —respondió ella impresionada por la altura de
ese hombre, pero sobretodo, por el cuerpo desnudo del hombre.
—¿Podría acercarme esa toalla, por favor?
Muriel la encontró a su lado y se la lanzó y él, sin ningún tipo
de pudor, cubrió su desnudez.
—No esperaba espectadores —rió Chaz sacudiéndose con fuerza.
Ella apartó la mirada azorada, no sin antes haber apreciado que
era realmente guapo. Alto, atlético, muy masculino. El ejemplar perfecto.
Chaz se pasó los dedos por el cabello revuelto mirándola
fijamente. Esa mujer era preciosa. Tenía el cabello y los ojos negros como el
azabache, labios gruesos y rojos como las fresas, todo ello enmarcado en un
rostro ovalado de rasgos sensuales, que la asemejaban a una pantera salvaje.
—Me gusta nadar de noche. El agua está exquisita y no hay
curiosos. A excepción de hoy, claro.
Muriel se levantó y apartó con la mano la arena de la falda.
—Lamento decepcionarle, señor. Pero no he venido precisamente a
ver su exhibición —contestó ella con acidez.
—Siento haberla ofendido, señorita. No era esa mí intención.
Disculpe.
—Será mejor que me marche —decidió ella.
—¿Teme a las habladurías? —dijo él divertido.
—Nunca me han preocupado. Sin embargo, considero que su compañía
no es la adecuada.
—¿Tan mal he han hablado de mí? Bueno, no es extraño. Es lo
habitual —dijo él con socarronería.
—Los chismes no me interesan. De todos modos, comprenderá que su
vestimenta no es precisamente muy convencional.
—Opino que es la idónea para nadar.
—No frente a un hotel. ¿No cree? —le recriminó ella.
Él alzó la mano y le señaló una casa iluminada que se encontraba
a su izquierda.
—Vivo ahí y normalmente nadie acude a las dos de la madrugada a
la playa. ¿Qué la ha traído hasta aquí? ¿El calor? ¿Alguna preocupación? Espero
que no. Una mujer tan bonita como usted no debería tener ningún problema y
menos en el día de su cumpleaños.
—Lo que haga o deje de hacer no es asunto suyo —replicó ella con
frialdad.
—Veo que no me encuentra simpático. Eso me entristece —dijo él
haciendo un mohín de desengaño.
—No sea tan melodramático. Nadie puede estar apenado por alguien
que no conoce.
Chaz sonrió seductor.
—¿Y por qué no procuramos conocernos?
Muriel parpadeó perpleja.
—¿De veras piensa que suelo aceptar citas con desconocidos que
aparecen ante mí desnudos en medio de la noche?
—Lo de la desnudez ha sido un simple accidente; se lo puedo
asegurar señorita...
Ella calló.
—No importa. Descubriré quien es usted —aseguró Chaz con
arrogancia.
—No lo dudo. Aunque, le advierto que perderá el tiempo. No tengo
la menor intención de volver a verle.
—El hombre propone y Dios dispone. ¿No se dice así?
—No meta lo sagrado en esta situación, señor Layton.
Chaz alzó las cejas divertido, al tiempo que se sujetaba la
toalla que parecía tener vida propia.
—Veo que alguna amante despechada o un enemigo le ha puesto al
corriente de mis correrías. No las crea todas.
—Desconozco su vida y pienso seguir en la ignorancia. Buenas
noches —dijo ella dando media vuelta.
—¿No siente curiosidad? Es extraño en una mujer.
Muriel volvió a mirarlo.
—La mayoría de las cosas que desean las mujeres, no las quiero
para mí. Sobretodo perder el tiempo con tipos como usted.
Chaz esbozó una media sonrisa mientras se ajustaba la toalla
alrededor de la cintura.
—Comprendo. Usted busca un hombre sensato, trabajador y que
desee formar una familia. ¿Tal vez ya ha elegido a ese joven tan estirado?
Imagino que sí, pues no dudo que sería un marido perfecto. Discreto y
honorable. Lo que toda mujer demanda.
Ella le lanzó una miraba furibunda.
—Esa es una de las cosas que no me interesan lo más mínimo.
—¿De veras? —inquirió él sorprendido.
—Me refiero a la perfección. El matrimonio no me interesa. Deje
de sonreír, señor Layton. No se haga ilusiones. Tampoco soy mujer que mantenga
aventuras con cualquiera.
—Le aseguro que no soy tan salvaje como cuentan. Incluso puedo
decir que soy un hombre agradable y divertido, además de ser un caballero si
las circunstancias lo requieren. Si me permitiera demostrárselo con una cena...
¿Esta noche?
—No, señor Layton.
—¿Mañana?
Muriel sacudió la cabeza en señal de negativa.
—No insista. Usted y yo jamás cenaremos juntos.
—Jamás es una palabra demasiado inflexible. Yo la he abolido de
mí lenguaje. Prefiero tal vez, puede ser, a lo mejor.
Muriel sonrió.
—Conmigo tendrá que volver a usarla. Buenas noches.
—O tal vez usted desecharla. Buenas noches, bella desconocida —se
despidió él inclinándose con una divertida reverencia.
Muriel se alejó hacia el hotel, mientras Chaz pensaba que estaba
decidido a llevarse a esa mujer a su cama. Y cuando él decidía eso, ninguna lo
rechazaba.
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