lunes, 24 de noviembre de 2014

el jardin de los deseos





CAPITULO I


Como solía ocurrir a principios de verano, una ligera capa de lluvia caía lánguidamente sobre la ciudad. El aroma a tierra mojada del jardín llenó de placer a Yanna. Siempre le gustó sentarse bajo la galería en días como aquél con un buen libro en las manos. Pero esa mañana, sus padres tenían otros planes. El libro le fue confiscado y a regañadientes, no tuvo más remedio que obedecer su mandato. Así que, con el ceño fruncido, dejó que la esclava cepillara su sedoso cabello color avellana.
—¿A qué viene esa cara, mi niña? ¿Acaso no quieres lucir hermosa cuando llegue el momento? Tenemos que elegir el peinado. ¿No querrás ser una decepción? Aunque, tú nunca podrás serlo. Eres muy hermosa, y como tú nombre dice, serás la más bella flor del jardín para ese hombre. Lo volverás loco si utilizas bien tus artes. Y sabes como hacerlo. Has recibido una buena enseñanza. Tus padres pagan a los mejores educadores. Te están dando lo mejor.
Era cierto. No se escatimaba en gastos para su preparación. Nada era suficiente para que el honor que se les concedió no se truncara. Estaban decididos a que él quedara prendado. Pero sobre todo, la más implicada era su madre, que se pavoneaba orgullosa ante sus amistades y que no reparaba en gastos, a pesar de las protestas de su esposo; pues no es que carecieran de dinero, pero tampoco nadaban en la abundancia. Hizo confeccionar los mejores vestidos, diseñar joyas exclusivas y crear perfumes especiales para su hija. Y no solo eso. Desde hacía un año, era instruida en todas las artes: música, poesía, política e incluso como desenvolverse en el mundo de la sensualidad. Artes, que según la madre de Yanna, eran imprescindibles para atraer y conservar la pasión de un hombre. No se cansaba de decir que ninguna otra muchacha estaría tan bien preparada; por lo que, su éxito estaba asegurado.
A pesar de ello, no se sentía satisfecha; todo lo contrario. La rabia la carcomía y lo único que deseaba era escapar, poder ser libre y olvidar quién era, a qué familia pertenecía. Pero era imposible. Desde niña le fue inculcado el sentido del honor, de la fidelidad hacia los suyos y lo llevaba marcado a fuego. Acataría el destino que le había sido trazado; aunque no amara a ese hombre.
—Lo cuál les agradezco, Wadia. Procuraré no defraudarles y comportarme como esperan –dijo sin mucha emoción.
—Como buena hija. Ahora, veamos el vestido nuevo.
Yanna no se consideraba una muchacha superficial; todo lo contrario. Era responsable, cumplía con la ley de Mahoma y en cuanto le era posible ayudaba a los más necesitados. No obstante, la idea de estrenar ropa la entusiasmaba. Era una debilidad que no podía reprimir.
—¿Ya ha llegado? ¡Déjamelo ver! –exclamó, con ojos brillantes, olvidando las pesadumbres.
La sirvienta se le mostró. No se parecía en nada a la nueva túnica negra bordada en hilos de oro. Éste era muy atrevido. Ya, su color rojo, denotaba pasión. Se componía de dos piezas. El corpiño que terminaba justo bajo el pecho era de seda bordado en pedrería plateada, al igual que la parte que rodeaba la cadera. Y la falda… ¡Señor! Era tan transparente, que apenas ocultaba un centímetro de piel.
—Quedará fascinado. Ahora te lo pones y miramos que peinado es el adecuado.     
Una vez vestida, Wadia le recogió el cabello en un gracioso tocado y lo adornó con unas joyas de oro y perlas. Satisfecha, observó a su querida niña. Era alta y de figura grácil. Sus pechos incipientes debido a su juventud, poseían el tamaño y redondez perfecta. Caderas amplias y cintura estrecha. Aunque, su mayor atractivo radicaba en su rostro ovalado, enmarcado por un cabello castaño reluciente y unos ojos dorados como la miel. Sí. Su niña era la muchacha más hermosa de Isbiliya.
Con un largo suspiro de orgullo abrió el cajón del tocador y extrajo una cajita de ébano con incrustaciones de nácar donde guardaban los cosméticos. Con precisión perfiló los ojos color melaza de Yanna con khol, blanqueó sus dientes con al—siwak y terminó aplicándole al—zu ‘ayfira’ que dio un matiz azafrán a sus labios carnosos.
—Ahora, el perfume. Ma’zhar es el que mejor te va. ¿O prefieres rosas? ¿O jazmín?
—Este está bien –musitó Yanna.
La esclava le tomó el mentón y la obligó, suavemente, a mirarla.
—Pequeña, debes entender que es un honor que te escogiera. Aún tendrás una vida más lujosa. Muchas te envidian.  
—Pues, yo, les cambiaría mi lugar con gusto. Daría lo que fuera por verme libre del acuerdo. No amo a ese hombre. ¡Ni tan siquiera se como es! Ya sé que todos dicen que aún es joven y apuesto. Pero… Seguro que mienten por el respeto que inspira. ¡Ay, Wadia! Si pudiera… —Calló ante la irrupción de su madre. Ahora tendría que soportar una gran reprimenda y no se sentía con ánimo de iniciar una discusión, que como siempre, terminaría ganando su progenitora; pues a pesar de tener un carácter un tanto irascible y testarudo, no podía evitar que el amor que sentía por ella la obligara a no herirla.  
—¿Otra vez quejándote? La mayoría de muchachas matarían por tener tu posición. ¡Ay, Señor! No se porqué no me enviaste un varón. Ahora no tendría estos problemas –se lamentó la mujer. Con aire adusto, le retocó un mechón que escapó del pasador.
—Madre yo…
—No… No me vengas con esas extrañas ideas del amor. Una mujer se debe al hombre que le designan sus padres y lo respetará según las indicaciones del profeta, olvidándose de su propio beneficio.
—Vosotros no lo elegisteis. Él…
—Te creía más inteligente, Yanna. ¿Acaso piensas que a un hombre como él se le propone un trato como éste? Nadie osa hacerlo y menos alguien como nosotros que no pertenecemos a la aristocracia alta. ¿Y encima te quejas? ¡Ni en nuestras mejores ensoñaciones pensamos en recibir tal honor! Así que, no quiero más protestas. Se te ha educado para que alcances lo mejor y como una buena hija, obedecerás. ¿O acaso quieres llevarnos a la ruina y al deshonor? No, si, puedo ver la situación. Puedo imaginar que sucederá si te presentas ante él con esta actitud… —Tomó aire y se dejó caer en el diván ricamente bordado con tela de damasco y con voz temblorosa, dijo: preveo el desastre. ¿Y qué ocurrirá? Tú padre será avergonzado o incluso apartado de su cargo, y yo castigada por educar tan mal a mi hija. ¿De verdad quieres eso para tus queridos y abnegados padres? ¿De verdad deseas que el nombre de la familia se vea pisoteado en el barro? Si a mi se me hubiera concedido tan gran honor, no hubiera dudado ni un segundo. No es que me queje de mi esposo. Es un buen hombre. Me refiero a… a que siendo la muchacha más hermosa, no pude alcanzar un estatus mejor por no poseer fortuna ni nobleza; como tampoco buenas influencias. Ahora tú, mi preciosa hija, tienes la oportunidad de llegar a lo más alto. ¿Y qué mejor destino que complacer a tan gran hombre hay? ¿Di? ¿Cual? ¿Un matrimonio basado en la pasión? ¡Ninguna tempestad dura! Los hombres son irreflexivos, no ven más allá del deseo que les acucia en ese momento y pronto olvidan a la hembra que les hizo arder. ¿Es lo que anhelas? ¿Es eso?       
Yanna se levantó y arrodillándose ante ella, le tomó las manos entre las suyas, al tiempo que dibujaba una leve sonrisa. 
—Madre. Estoy segura que, si te hubieran favorecido, habrías sido perfecta. Ninguna podía compararse con tu belleza y gracilidad. No temas, madre querida. Haré lo que se me ha ordenado.  
—Y de maravilla, ama Gaina. Sobre todo si aplica las artes que la vieja Ofra le ha enseñado. No hay mujer más sabia en el arte de la seducción y tú hija, ya de por sí arrebatadora, aún lo enloquecerá más –aseguró la esclava.
Gaina inspiró con fuerza y todo el dolor de su semblante desapareció de un plumazo.
—Por supuesto. Belleza pueden poseerla muchas, no así, al mismo tiempo, inteligencia. Y Yanna posee esas dos virtudes. Aunque, no podemos confiarnos. Dentro de cinco semanas será el encuentro. Hay que seguir perfeccionando los detalles. Ahora… —Dejó de hablar al ver a su marido, lívido y con la respiración agitada; lo cual, debido a su carácter templado y exento de dramatismos, le auguró que algo no andaba bien. —¿Qué ocurre, Bassam? No nos asustes. ¿Acaso la propuesta se ha roto? ¡Ay Señor! Lo sabía. Sabía que no podíamos tener tanta suerte. Ahora todos se burlarán de nosotros y seré incapaz de salir a la calle. ¡Moriré de vergüenza!
—Es algo mucho peor, querida esposa. ¡Los persas mazdeistas han tomado Qabpil y ahora sus naves suben por el Wad al-Kabir! ¡Si llegan estamos perdidos!
—¿Cómo es posible? ¿Cómo han podido derrotar a nuestro ejército? –inquirió su hija, incrédula.
—Yanna, por lo general los ataques llegan del norte o de levante.  Nadie podía imaginar que esos adoradores del fuego, los mayús, se atrevieran a venir por el Finis Terrae. Fue un ataque sorpresa. Ahora que ha corrido la noticia, espero que los soldados detengan su avance. Bueno. En realidad, estoy seguro que los derrotarán en cuanto se enfrenten a ellos.
—¡Gracias a Dios que la terrible noticia no se refería a Yanna! –exclamó Gaina, volviendo a sonreír.
—Por favor, no seas tan superficial.  El ataque de esos diablos es lo peor que nos puede suceder. Si nadie les para, olvídate de los planes, porque puede que nos maten a todos, como probablemente habrán hecho con esos infelices –le reprendió su hija.  
—¿Quieres decir, amo, que pueden llegar a Isbiliya? ¡El Señor nos asista! He oído decir que esos hombres son el mismo demonio. ¡Todos moriremos! –exclamó Wadia.
—Estimada nodriza, Isbiliya es una ciudad poderosa y su ejército el mejor que existe. Los sirios son hombres entrenados para la batalla y no temen a la muerte. Son invencibles. No hay peligro. ¿Verdad, esposo mío? –dijo Gaina sacando un collar de oro y esmeraldas del cajón.  
—Por supuesto. El emir, a pesar de las diferencias que tiene con nuestro visir, no consentirá que lleguen esos salvajes. Estamos a salvo –aseveró él.
—Pues calma y continuemos con las pruebas. Hija, ven. ¿Qué te parece? ¿No es un sueño? –dijo con tono despreocupado su esposa.
Yanna observó el collar. Era una alhaja exquisita, digna de una reina. Pero ella no lo seria. Solamente sería…
—Yanna, deja de preocuparte. Ya has oído a tu padre. Estamos seguros. Anda salgamos al jardín. Ya ha dejado de llover. Haré que nos traigan leche de almendras y disfrutaremos de este maravilloso sol y de las flores, mientras hablamos del futuro. Nada perturbará nuestros planes.
Yanna se apoyó en el brazo que su madre le ofrecía y caminaron juntas hasta el extremo del jardín. El paisaje que se mostró ante sus ojos era espectacular. La ciudad de casas encaladas se extendía a lo largo del Wad al-Kabir y el aroma de las miles de flores que adornaban los patios y plazas, se expandía llenando los sentidos.
—Nadie nos quitará nuestro hogar. Nadie –sentenció su madre.  




CAPITULO II


Los invasores deseaban las riquezas de Isbiliya y al llegar la noticia de que el gobernador huyó abandonando a su suerte a los habitantes y al ejército, franquearon la muralla que apenas había sido reparada en muchos años y entraron por los arrabales. Desde allí lanzaron miles de flechas, hasta provocar el desconcierto y el pánico. Y ya seguros de su supremacía, desembarcaron y penetraron en la ciudad.
La vida de Yanna, hasta ahora plácida y sumida en la suntuosidad, fue devastada de un plumazo. Sin apenas tiempo, tuvieron que organizar la huida. Todos los habitantes de la casa se afanaron en coger las cosas más valiosas, el oro, las joyas, documentos.
—¡Dejadlo ya, Gaina! Tenemos que irnos. ¡Están muy cerca! –les pidió el patriarca, colgándose la bolsa en la espalda.
—No he podido coger la cubertería de plata. Y…
—¡Por Alá, larguémonos! –insistió su marido —. ¡Yanna! ¡Yanna!
Su hija se encontraba al otro extremo de la casa. El cajón donde guardaba las alhajas se había atrancado. Y no quería dejarlas. Les había costado mucho sacrificio poder comprarlas y no soportaba la idea de que cayeran en manos de esos bárbaros. Dando un último tirón, al fin, cedió. Precipitadamente, se colgó los collares en el cuello, deteniéndose al sentir el estrépito. Ladeó el rostro y horrorizada, vio como esos salvajes cruzaban la puerta blandiendo las espadas.
Cuando el filo traspasó el pecho de su padre, ahogó un grito de horror. Su mente acostumbrada al raciocinio, le hizo reprimir las ansias de correr para socorrer a su familia. Sería un acto del todo estéril. Estaban sentenciados. Lo que debía hacer era salvar, al menos su vida. Lentamente, procurando no hacer el menor ruido, se alejó hacia la puerta trasera; mientras veía como los invasores terminaban con la existencia de sus seres más amados.
Empapada en un llanto desgarrador, abandonó la casa y corrió sin mirar hacia atrás, junto a otros ciudadanos despavoridos.
La ciudad era un caos. Cadáveres, casas incendiadas, bárbaros que a su paso hundían sus armas en los cuerpos de los indefensos. Desesperada, buscó donde refugiarse. Pensó que una casa que ya hubiese sido asaltada sería el lugar más seguro. Así que, se adentró por las callejas de la medina y recorrió el laberinto hasta alcanzar el otro extremo de la ciudad. La encontró unas calles más arriba. La familia había sido asesinada con una brutalidad inhumana. Estremecida, sorteó los cuerpos y cruzó la puerta. Todo estaba en desorden o roto. Cruzó el patio y llegó hasta la cocina. Jadeando, abrió la trampilla que llevaba a la alacena y descendió, atrancándola con dedos nerviosos.
La oscuridad la envolvió. No le importó. Su vida, desde el instante que esos mayús entraron en su casa, transcurría en el mismísimo infierno. Y lo único que deseaba era cerrar los ojos y que el sueño eterno reparara el dolor que la consumía. Sin embargo, no podía dejarse vencer. Debía sobrevivir por ellos, por los que habían perdido la vida de un modo tan cruel y tan innecesario. Así que permaneció oculta mientras esos hombres continuaban con la masacre, que duró una semana. Muchos pudieron escapar, pero los más débiles sucumbieron. Ancianos y niños fueron pasados por las armas y las mujeres violadas; algunos se salvaron, pero su destino como esclavos sería mucho peor que la muerte.
El espectáculo que la libertad le ofreció fue dantesco. Isbiliya era un caos, casas sumidas por las llamas, gente herida y cadáveres diseminados. Los supervivientes caminaban como almas en pena, lamentándose, gritando con impotencia. Y ella era incapaz de llorar. Ya no le quedaban lágrimas, solo el sentimiento de odio, de rabia hacia esos hombres que le arrebataron lo más querido. Pero era un sentimiento absurdo e inútil. Jamás podría tomar venganza. Ahora, lo prioritario era encaminarse hacia casa de su tío, y comprobar si aún vivía y buscar la protección que le había sido sesgada como la mala hierba.
El destino quiso que Fauzi el Hayek y su casa sobrevivieran al ataque. Aunque, la salud del anciano, ya precaria, empeoró ante la terrible noticia de la muerte de su hermano y su cuñada.
Yanna intentó sobreponerse a la tragedia. Pero era difícil. Echaba de menos a su quisquillosa madre y la ternura que su padre siempre le demostró. En las noches, sus sueños la trasladaban al pasado, a un tiempo donde la dicha, el amor, las cosas cotidianas eran ya irrecuperables. Jamás volvería a ser feliz. Y lo único que aliviaba el dolor era la idea de abandonar la promesa que sus padres hicieron a ese hombre, para conseguir, al menos, la libertad. No le sería difícil. Podía simular su muerte o su cautiverio y alejarse hacia el norte, donde nadie supiera jamás de ella. No obstante, a pesar de ya no estar en este mundo, ellos merecían que el esfuerzo y los sueños que desearon se cumpliesen. Además, no era tan valiente para continuar en soledad; la habían educado de un modo demasiado protector y no sabría sobrevivir. Era inevitable renunciar a la dicha y a la libertad. En cuanto su tío mejorase, partiría hacia Qurtuba.
Sus planes, de nuevo, se vieron truncados. Los persas, no estando satisfechos con su primera incursión, regresaron a Isbiliya. Muchos se refugiaron en la mezquita para rezar. De nada sirvió. Esos salvajes tomaron por fuerza el lugar santo y mataron a todos sus ocupantes.
Fauzi el Hayek no pudo resistir aquellos horrores y su corazón dejó de latir. Yanna, sin pensarlo, abandonó la casa con precipitación y se unió a unos cientos de ciudadanos que abandonaban la ciudad camino a Karmonch o a Al-Mourol. En el éxodo, pasó por delante del que fue su hogar. Había sido incendiado. La pared que se mantenía en pie dejaba ver el jardín. Era un amasijo de hojas y naranjos ennegrecidos. Solamente la fuente permaneció intacta y el agua continuaba fluyendo con su música cantarina. Pasó de largo. No quería, como otros, rebuscar algo de valor entre los escombros. La idea de encontrar a sus familiares sin vida, abrasados, la hizo desistir. Y continuó caminando.  
Durante varias jordanas marchó sin descanso, atravesando campos, colinas, riachuelos; durmiendo a la intemperie, comiendo pan reseco o alguna fruta, hasta que una caída la obligó a detenerse y buscar refugio. Por fortuna encontró unas cuevas y allí se instaló hasta que el terrible dolor en el pie le permitiera continuar.
Tras una semana, los pocos víveres que le quedaban se agotaron y no tuvo más remedio, cuando ya casi se desvanecía de hambre, que abandonar el escondrijo. Cerca de la cueva, colina arriba, había un campo de naranjos. Con cautela y aún cojeando, alcanzó la arboleda. Arrancó una naranja y la olió. La fruta estaba en su punto.
—¡Eh! ¡Tú! ¿Qué demonios haces aquí?
Yanna, atemorizada, no se molestó en mirar quién era ese hombre. A trompicones, echó a correr. Pero el pie le falló y cayó de bruces. Intentó levantarse, pero una mano férrea la sujetó.
—¡Suéltame! ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Socorro! –gritó retorciéndose.
—Tranquila, muchacha. Nada te haré. Calma.
Yanna dejó de moverse, aunque no de llorar de pavor, cuando esa mano, suavemente, aunque con firmeza, le volteó el rostro. Al ver al hombre, el temor quedó mitigado. No era uno de esos diablos de ojos azules y cabello como el trigo. Se trataba de un soldado. Un sirio al servicio del emir.
Él la miró con curiosidad. Esa muchacha parecía un animal salvaje. Sucia, con el cabello enmarañado y la ropa plagada de jirones. 
—¿No sabes que es peligroso andar sola por estos lugares? ¿De dónde vienes? ¿Vives cerca? –le preguntó ayudándola a levantarse.
—Vivía en Isbiliya. Mi familia fue asesinada en el primer ataque de esos bárbaros. Ahora…
—¿Han vuelto a la ciudad? –inquirió él, con semblante contraído.
Ella se apartó bruscamente un mechón que le cubría parte de la cara. Sin temer a ese gigante, le lanzó una mirada cargada de ira y le espetó:
—¡Sí! ¡Han vuelto y han matado a cientos, a miles de ciudadanos! ¡Y los soldados no han acudido en nuestra ayuda! ¿Acaso no os da vergüenza? ¿No le da vergüenza al emir? ¡Por lo visto su pueblo no le importa lo más mínimo! ¡Es un desalmado! ¡Un tirano que solo procura para sus placeres! ¡Y vosotros estáis permitiendo una masacre! ¡Qué los pocos que han logrado escapar mueran de hambre, de agotamiento! ¡Cobardes! ¡Que Alá os lleve a todos al infierno!
El soldado se tensó.
—La guerra no es tan fácil, muchacha. No podemos acudir a Isbiliya hasta que todo el contingente de guerreros se reúna. Nuestro batallón sería fulminado por esas huestes. Lo único que podemos hacer es organizar pequeños ataques. Y… ¡Por qué demonios te estoy dando explicaciones! Tú nada tienes que decir ni opinar de nuestro ejército. Tú…
Calló al ver como ella se desvanecía.
Un hombre como él no debía hacerlo. Su misión era la guerra, no la piedad. Sin embargo, ella estaba en lo cierto. Muchos habían muerto por no recibir el amparo del ejército. Era de justicia que le salvara la vida. Así que, la cargó entre en sus brazos y a grandes zancadas se encaminó hacia el campamento.
Sus hombres lo miraron perplejos. Él, sin inmutarse, continuó andando hasta llegar frente a su jaima. Entró y dejó a la muchacha encima de los cojines. Le tomó el pulso y estudió su respiración. Todo era normal. Solo se trataba de un simple mareo, tal vez debido al agotamiento o al hambre. Decidió que era mejor dejarla descansar. Volvió a salir obviando las miradas de interrogación de sus subordinados.
Yanna, apenas unos minutos después, abrió los ojos. Aturdida, miró a su alrededor. Una lámpara iluminaba lo que parecía una tienda de pocas dimensiones y escasamente amueblada. Solamente había un arcón, una mesita, un barreño y apiladas, varios tipos de armas.
Con movimientos torpes levantó el torso de los cojines que la arropaban y apoyó los codos en ellos. Sí. Era una jaima. Pero. ¿Cómo había llegado hasta allí? No recordaba… ¡Si, por supuesto! ¡Había sido él! ¡Ese soldado la había secuestrado! Y a saber con que intención. Seguramente… ¡Por Alá! Debía salir de allí cuanto antes. Antes de que él la tomara por una mujerzuela con derecho a usarla sin el menor pudor. 
Sin pensarlo ni un segundo más, se levantó. Pero el pie, de nuevo, la dejó en la estacada. Con un gemido de dolor se dejó caer.
El soldado asomó la cabeza por la abertura de la tienda. Llevaba una bandeja y una copa, y como compañía un perro enorme del color de la canela.  
—No deberías castigarlo. Está casi roto. Es mejor que reposes –le aconsejó, entrando.
—Tengo… Tengo que irme… —farfulló Yanna. Se sentía muy asustada ante la visión de ese hombre. A la luz de la lámpara se asemejaba a un gigante. Su rostro aguileño, sus ojos de carbón  y su espesa barba no ofrecían, precisamente, amabilidad. Todo lo contrario. Era un hombre duro, insensible y acostumbrado a la muerte. Un soldado capaz de cometer cualquier atrocidad y ella se encontraba a su merced.
—¿Adónde? Me contaste que ya no tienes familia ni casa.
—En… Qurtuba tengo… una tía.
Él frunció la frente.
—¿Por qué tiemblas? Te dije que no pienso hacerte daño. Y soy hombre de palabra. ¿Cómo te llamas, mujer?
—Yanna. Mi padre era magistrado en Isbiliya al servicio del emir.
Así que era un miembro de la baja aristocracia. Aunque, por el aspecto que presentaba, más bien parecía una arrabalera. Debería procurarle un buen baño.
—Bien, Yanna. Aquí tienes la cena.
Ella deseaba rechazarla, pero estaba hambrienta. Así que olvidó los principios y comenzó a comer con glotonería.
—¿Qué?... ¿Qué piensas hacer conmigo? ¿Soy tu prisionera? –quiso saber.
—Deberías serlo, por haber insultado al emir. Sin embargo, como comprendo la tensión que has soportado, lo olvidaré. Además, eres una mujer libre. ¿No? Así que puedes irte cuando se te antoje. Claro que, primero deberías curar el pie. En estas circunstancias no llegarías muy lejos. Lo más sensato es que aguardes. 
Yanna asintió sin dejar de engullir. No era una cena exquisita ni elaborada. Simplemente lentejas con arroz, pero, tras al hambruna pasada, le pareció el majar de los dioses.
—¿Cuál es tu nombre? –quiso saber.
—Asad Tadmor, asistente del general Ibn Rustum.
Yanna pensó que su nombre era idóneo. Asad era el vivo retrato de un león convertido en hombre. Con la diferencia de que en cuanto al león podías predecir cuando estaba preparado para el ataque. Con Asad Tadmor nunca.
—Este es mi campamento. Ahora reposa. Mañana enviaré a alguien para que examine tú pierna –dijo él, cogiendo la bandeja. Después miró al perro y le ordenó: Sahir. Cuida de ella.
El perro pareció entenderlo. Se sentó, al tiempo que su amo daba media vuelta y salía de la tienda.
Yanna pensó que Asad era muy joven. No debía alcanzar más allá de los veinticinco años. Sin embargo, su expresión huraña y su comportamiento excesivamente responsable, lo hacía parecer mucho más maduro. Y se preguntó si esa actitud se debía a su oficio de soldado o era innata. Pero ahora no tenía ganas de pensar en ello. Se sentía cansada. Se dejó caer con languidez y nuevamente, sus ojos se cerraron sumiéndola en un sueño profundo y reparador.
Estaba casi amaneciendo cuando un estrépito la despertó. Escandalizada, vio como Asad cubría su cuerpo desnudo con los pantalones. ¿Acaso había dormido allí, junto a ella? ¡Era intolerable! ¿Y su honor?, pensó. Aunque, dadas las circunstancias, eso ya era lo de menos. Además, ¿quién diablos contaría lo sucedido en esos días? Estaba rodeada de soldados, de hombres con los que su círculo de amistades no trataba y no había ninguna posibilidad que en el futuro coincidieran.
Él, adivinando lo que pensaba, en tono burlón, le dijo:
—Ningún hombre en su sano juicio hubiera compartido tú lecho esta noche. Haré que te llenen la tina cuanto antes.
Las mejillas de ella se encendieron. ¿Cómo demonios quería que tuviera un aspecto decente tras lo pasado? Llevaba la misma ropa desde hacia diez días y no había vuelto a asearse desde que dejó Isbiliya. ¡Ese hombre era un grosero, una bestia sin el menor sentido de consideración! Nunca nadie la había humillado como él. Aunque, no callaría ante tamaña afrenta. Por lo que, en el mismo tono cargado de cinismo, dijo:
—Con franqueza, me sorprende recibir tanta amabilidad de un hombre de tú condición.
Asad se acercó lentamente. Cuando estuvo a su lado, inclinó la espalda y sin borrar la sonrisa burlona, la apuntó con el dedo.
—Ciertamente. Soy un hombre acostumbrado a la lucha, a no tener piedad. Mi misión es proteger al emirato y a sus habitantes. Te aseguro que en otras circunstancias me hubiera limitado a ignorarte. Simplemente saldo la deuda contraída por no salvaros de esos sanguinarios. Así que, –cambió la expresión amable. Sus ojos centellaron de irritación –sujeta esa lengua mordaz o puede que tu buena suerte termine. Ahora, acuéstate y procura restablecerte cuanto antes o juro que te saco a patadas y te envío con mis hombres. ¿Y no querrás eso, verdad?
Yanna, atemorizada ante su terrible amenaza, negó con la cabeza.
—Buena chica –dijo él, volviendo a sonreír. Le dio la espalda y abandonó la tienda.
Yanna, furiosa, dejó la bandeja en el suelo. Le gustaría poder darle unos azotes a ese bárbaro sin modales. Se los merecía. Ella era un miembro de la aristocracia y él, un soldado sirio, un mercenario que guerreaba por dinero y le debía respeto. Si no fuera porque, probablemente, le salvó la vida, no dudaría en denunciarlo a las autoridades.
Dio un respingo cuando la puerta de la jaima se abrió. Se trataba de un muchacho no mucho mayor que ella.  Cargaba con dos cubos de agua. Levemente inclinó la cabeza y cercándose a la tina, dejó caer el agua.  
—El capitán ha ordenado que te des un baño y que te vistas con esta túnica. Creo que te irá bien. Es la más pequeña que hemos encontrado.   
¿Ordenado?, pensó Yanna. ¡La desfachatez de ese hombre era extraordinaria! Él debería ser quién estuviera a su servicio. Por suerte, esas humillaciones terminarían pronto; en cuanto su pie sanase. Aunque, mientras tanto, no tendría más remedio que adaptarse a las circunstancias y procurar contener su carácter inconformista o él cumpliría su amenaza. Con tiento, observando como el chico llenaba la tina, se levantó.
Él también la miró con curiosidad. No era corriente que su capitán llevara mujeres al campamento. Bueno, en realidad, nunca lo hizo; al menos desde que entró a su servicio. Asad no era de la misma opinión de otros guerreros que reclutaban prostitutas para aliviar la dura abstinencia que los soldados soportaban durante semanas o meses. Decía que el sexo entorpecía la concentración a la hora de la batalla.
Yanna intuyó sus pensamientos y dijo: 
—No es lo que piensas. Soy la hija de un abogado. Son los persas quienes me han obligado a recalar en este lugar infecto.
El chico, por supuesto, no la creyó. Ninguna aristócrata ofrecía ese aspecto desaliñado, ni olía tan mal.  
—Vete –le ordenó ella.
Él inclinó levemente la cabeza y la dejó sola.
Yanna se desnudó y dejó caer el vestido al suelo. Los collares que logró reunir antes de abandonar Isbiliya colgaban de su cuello. Se los quitó ocultándolos bajo el extremo de una alfombra. Estaba ansiosa por apartar la mugre que la cubría desde hacia mucho tiempo. No sin dificultad, subió a la tina y dejó que el agua la envolviera. Cerró los ojos y no pudo evitar un suspiro de placer.  ¡Hacía tanto que no disfrutaba de un buen baño! 
El hechizo se rompió con el ladrido. Abrió los ojos y vio al perro que la observaba fijamente, con expresión amenazadora. Aunque, por su experiencia con los caninos, supo que era pura fachada.
—Hola, precioso. Anda, ven. Ven, Sahir –le dijo con voz dulce.
El animal avanzó con pasos cautos, deteniéndose de vez en cuando, hasta que supo que Yanna era de fiar. Llegó hasta la tina y dejó que lo acariciara. Sahir efectuó un gruñido de satisfacción.
—Me parece que tu amo nunca te mima. Es un hombre adusto y con corazón de hielo. Estoy segura que no puede sentir amor hacia nadie. Solamente vive para pelear. Pero a pesar de todo, tú le eres fiel. ¿Verdad? ¿Sabes? Yo también tenía una perra. Era preciosa y nunca me abandonaba. Pero desapareció cuando… —Su voz se quebró al recordar —Cuando esas bestias entraron en Isbiliya. Ahora no se donde está.
El perro, como si entendiera su pesar, le lamió la mano. Ella esbozó una sonrisa y apartó la tristeza.
—Sin lugar a dudas, eres más cariñoso que Asad. Creo que él no conoce lo que es el cariño. ¿Crees que alguna vez alguien lo habrá amado de verdad? Bueno. Imagino que su madre. Las madres siempre adoran a sus hijos sean como sean. Mi madre también me adoraba y ahora… —Sacudió la cabeza para apartar el dolor —. Ahora estoy sola y debo asumirlo. He de ser fuerte e intentar sobrevivir. Llegar a Qurtuba y reunirme con mi familia.     
Asad, con el ceño fruncido, los observaba; preguntándose porqué su chucho se comportaba con tanta docilidad. Lo había entrenado para que solo atendiera a sus órdenes y no para ser lazarillo de una muchacha arisca y antipática.
—¡Sahir! ¡Ven! –tronó.
El can echó a correr y salió de la jaima.
—¡Maldito idiota! ¿No te he dicho mil veces que no debes confiar en las mujeres? Anda. Vamos a cazar.












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