sábado, 13 de diciembre de 2014

la joya de Jaipur.doc




CAPITULO 1


Nunca había visto el jardín tan hermoso, ni tampoco tanta tristeza en un rostro humano. Ella también se sentiría del mismo modo si fuese conducida al Hawa Mahal, el palacio también llamado de los vientos por la infinidad de celosías. Desde ellas, las mujeres del harén podían asomarse al mundo exterior. Sin embargo, era la peor cárcel. Toda aquella que era destinada al Hawa Mahal, era a causa de haber perdido la estima del maharajá. Bhuvi, por su mala cabeza, la había perdido. No importaba si se era la favorita o especial, su señor no admitía una desobediencia y mucho menos, peleas entre sus mujeres a causa de las envidias. 
Ella aprendió bien esa lección cuando llegó. Y no solamente esa norma. Consciente de que su destino sería permanecer en el harén hasta el fin de sus días, se aplicó en cada una de las lecciones que le impartieron las instructoras, danza, canto, poesía y como complacer al maharajá en cada uno de sus deseos, consiguiendo ser la mejor alumna. 
La confirmación de que jamás sería una muchacha libre, en lugar de albergar horror y tristeza por ser separada de su familia, su mente infantil mitigó el dolor al quedar fascinada por la suntuosidad del Palacio de la Ciudad, residencia oficial del Maharajá. Nunca había visto nada semejante. El palacio era de dimensiones descomunales, con apliques de mármol y patios donde las flores expandían una fragancia exquisita. Las estancias, muy espaciosas, decoradas con profusión de sedas, oro y porcelanas. Pero lo más impactante fue entrar en el harén. Jamás pudo imaginar que las mujeres pudiesen ir ataviadas de una manera tan escandalosa. Sus saris eran casi translúcidos y parte de su anatomía quedaba a la vista; y en cuanto a lo concerniente a la higiene, había una habitación especial para ello. Se trataba de una sala recubierta con paneles de alabastro, al igual que el suelo, en cuyo centro había una piscina donde las mujeres gozaban del delicioso baño, mientras otras se acicalaban o eran atendidas por siervas que les daban un masaje acostadas sobre divanes tapizados en seda.
Esa actitud tan desinhibida, al principio, le pareció inmoral. Sin embargo, con el transcurrir del tiempo, esa costumbre diaria se convirtió en uno de sus mayores placeres; aunque no el único. A pesar de la educación estricta recibida en su casa, no pudo evitar que el maharajá la convirtiera en una mujer que gozaba cuando compartía su lecho. 
Esbozó una sonrisa al recordar la primera vez que fue llamada a sus aposentos. No sintió ningún temor a no realizar a la perfección lo aprendido. Durante dos largos años había sido instruida para ese gran momento, para el honor que algunas concubinas aguardaban con impaciencia. El único miedo que la embargó fue que su señor no quedase satisfecho. Había ocurrido en alguna ocasión y no precisamente por inexperiencia. Las maestras no daban su conformidad hasta que la joven estaba realmente preparada; si no, por algún detalle o actitud que desagradara al maharajá, o simplemente porque no le llenara sexualmente. Ese rechazo era una muerte simbólica. Su vida quedaba relegada al ostracismo y seguidamente, enviada al Hawa Mahal. Allí su existencia transcurría monótona, sin la necesidad de estar permanentemente dispuesta para su señor; actitud que fomentaba la dejadez y la apatía, y el único aliciente que quedaba era gozar con la comida. Muchas de las bellezas entregadas al maharajá se tornaban mujeres orondas y hurañas, y ella no quería terminar así. Afortunadamente, su primer encuentro fue perfecto. Su señor mitigó sus leves temores con caricias tiernas y expertas, que lograron  que su entrega fuese aceptada con la misma intensidad del deseo varonil. A partir de esa noche, el maharajá la solicitó con frecuencia, alcanzando el estatus de una de las preferidas, otorgándole el nombre de Suraj, que significaba sol. La cubrió de regalos: joyas, sedas, una criada personal y una habitación que no tenía que compartir con nadie.
Pero ahora, su presencia era menos demandada. A pesar de ello, continuaba siendo la concubina que más noches ocupaba las estancias de su amo, sin que su ardor hubiese menguado. Seguía deseándola como la primera vez.     
Suspiró con aire melancólico al recordar la pasada noche. Aún podía sentir el calor ardiente de su piel sobre ella y sus palabras cargadas de pasión, rogándole que le regalase un hijo. Desgraciadamente, tras cinco años compartiendo su lecho, llegó a la conclusión que era incapaz de concebir y no podía concederle su deseo. Esa incapacidad para procrear era el obstáculo para que su señor la mantuviese más a su lado, como hacía con las otras mujeres que eran madres.
Apartó la tristeza y regresó a la conversación animada de algunas de sus compañeras.
-No seáis tan crueles –les pidió.
-Suraj, sabes que se lo merecía. Nunca debió atacarme. Esa envidiosa no ignoraba a qué se exponía y lo hizo de todos modos -aseguró Laija, con firmeza.
-Siempre fue conflictiva. Llegamos juntas y constantemente se lamentaba de su suerte. ¡Infeliz! ¿Qué mejor honor para una mujer que ser requerida por nuestro maharajá? Sobretodo si una ha nacido en el lugar más pobre de la tierra. ¿Qué más podemos pedir? –dijo Neelima.   
-¿Libertad? -sugirió Pooja.
Las otras la miraron estupefactas; sobretodo Shalini, la última adquisición del maharajá, una muchacha de apenas quince años, menuda, de apariencia frágil, pero preciosa. 
-¿Para qué? Aquí estamos protegidas, nos rodean de cosas bonitas y tenemos sirvientas; y de vez en cuando, Bhawani nos solicita para ofrecernos placer. Mi supuesta libertad se compondría de hambre, ratas y trabajo hasta que la espalda se me deslomara; y no nos olvidemos de que mi familia me hubiera buscado un marido viejo que me maltrataría. Por suerte, se me concedió el don de la belleza que me trajo hasta aquí. Ahora soy feliz.
Suraj no podía estar más de acuerdo. Por supuesto, en la situación de Shalini. Muchas otras concubinas se sentían prisioneras y obligadas a vivir una existencia que no deseaban. Aunque, el tiempo conseguía que esa tristeza se fuese desvaneciendo, hasta llegar a un estado, que si no era de felicidad, sí proporcionaba sosiego para el alma. Como ella lo obtuvo al aceptar que nunca gozaría de libertad. Al fin y al cabo, se dijo, en Inglaterra tampoco fue libre. Su infancia estuvo reprimida por una institutriz férrea e inflexible y después, la encerraron en un internado donde jamás pisaba las calles del pueblo vecino. La única diferencia que existía entre el palacio y el colegio era la prohibición de mostrarse ante un hombre; lo cuál, era un veto que no la intranquilizaba en absoluto.        
-Te olvidas del amor.  Dentro de esta cárcel de oro no tenemos libertad para que nuestro corazón escoja. ¿O es que tú amas realmente a nuestro señor? –insistió Pooja.
-Yo sí –aseguró Laija.
Las otras aseveraron exceptuando a Suraj.
-¿Tú no? –inquirió Pooja.
Suraj meditó durante unos segundos. ¿Amaba realmente al maharajá o se trataba simplemente de un sentimiento relacionado con el placer?
-No puedo saberlo. Solamente he estado con él y no he tenido la posibilidad de que otro me enamorara. En realidad, desconozco lo que es el amor -confesó.
Neelima abrió sus inmensos ojos negros y la miró con reproche.
-¿Cómo puedes ni tan siquiera cavilar algo tan… tan escandaloso? Pertenecemos a nuestro señor y ninguna tenemos derecho a pensar en esas cosas. Además, no hay hombre mejor que él. Es generoso, apuesto y considerado, y nos ama a todas.
-¡No digas estupideces! Un corazón que ama no puede dividirse en cientos de pedacitos. Su amor solamente está encaminado hacia una y todas sabemos quién es, su actual favorita –dijo Laija.
-Observo que sabes mucho del amor –le soltó Pooja lanzando una risita de burla.
-Sé lo que hablan los poetas. Si nosotras quisiéramos realmente a nuestro amo, moriríamos de celos cuando él llama a cualquier otra. No seríamos   amigas ni cómplices.
-Yo os odio cuando os requiere –confesó Neelima.
 -El odio no significa necesariamente que una sienta celos por compartir al hombre amado. Puede ser envidia –comentó Suraj.
-¿Qué puedo envidiar? Todas las que estamos aquí poseemos los mismos privilegios. Lo que yo siento es ambición. Anhelo que él me ame como yo le amo –suspiró Neelima.
Pooja le acarició el cabello con ternura y dijo:
-Querida niña. ¡Eres tan joven! Aún no puedes entender que las cosas son muy distintas aquí.
Suraj aseveró. A los trece años, cuando fue entregada a Bhawani, también pensaba que lograría enamorarlo locamente y que nunca desearía a otra. Eran sueños de niña y que el paso del tiempo los desvaneció.   
-Es mejor que te hagas a la idea de que ese amor que esperas puede que jamás llegue o sufrirás. Conténtate con disfrutar con lo que nos ofrece, como hacemos todas.
-Yo...
-¡Mirad eso! –gritó Shalini.
Las demás inclinaron el cuerpo para ver mejor. Dos soldados ingleses armados hasta los dientes entraban por la puerta que daba al patio. Horrorizadas ante tamaño sacrilegio, se escondieron y se miraron con ojos desorbitados.
-¿Qué está ocurriendo? ¿Cómo es posible que los dejen entrar aquí? –gimió Neelima.      
-¿Estamos en guerra? ¿No nos matarán, verdad? –se horrorizó Pooja.
-He oído que hay revueltas. No se exactamente el porqué, pero las hay –susurró Suraj.
-¿Los ingleses son ahora enemigos nuestros? –preguntó Shalini.
-Supongo que no. Pero su presencia aquí no me sugiere nada bueno.
-¿Y si su intención es tomar el palacio? Sería espantoso que… No quiero ni imaginarlo -susurró Pooja estremeciéndose.
-Dudo que tengan esos propósitos. Además, dos soldados no pueden rendir este recinto. ¿No os parece? Puede que le traigan noticias a nuestro señor. ¡En fin! Chicas, es inútil que sigamos especulando sin conocimiento de causa –musitó Suraj inclinándose un poco más.
Uno de los soldados levantó la vista. Sus ojos azules se clavaron en el rostro de la muchacha que lo observaba. Por unos instantes, el cabello rojo como el fuego lo transportó al pasado. Pero no. Era imposible. La imaginación le estaba jugando una mala pasada. Sin embargo, los labios rojos como las cerezas musitaron un nombre y aunque no pudo oírlo, supo en ese preciso momento que esos ojos verdes que lo miraban asombrados, eran aquellos que tanto admiró. Movido por un impulso y olvidando el lugar en el cual se encontraba, gritó:
-¡Fiona!
La muchacha retrocedió. Temblando como una hoja.
-¿Qué ocurre? –le preguntó Pooja.
-Será mejor que nos retiremos al salón. Allí nos dirán qué está pasando. Vamos. Démonos prisa.
Sus compañeras se lanzaron a la carrera presas del terror en busca del ese lugar sagrado donde siempre estaban protegidas. Pero Suraj ya no se sentía protegida. El pasado había retornado y estaba convencida que estaba dispuesto a que el futuro que siempre imaginó sería bien distinto.
























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