CAPITULO 1
Nunca
había visto el jardín tan hermoso, ni tampoco tanta tristeza en un rostro
humano. Ella también se sentiría del mismo modo si fuese conducida al Hawa
Mahal, el palacio también llamado de los vientos por la infinidad de celosías.
Desde ellas, las mujeres del harén podían asomarse al mundo exterior. Sin
embargo, era la peor cárcel. Toda aquella que era destinada al Hawa Mahal, era
a causa de haber perdido la estima del maharajá. Bhuvi, por su mala cabeza, la
había perdido. No importaba si se era la favorita o especial, su señor no
admitía una desobediencia y mucho menos, peleas entre sus mujeres a causa de
las envidias.
Ella
aprendió bien esa lección cuando llegó. Y no solamente esa norma. Consciente de
que su destino sería permanecer en el harén hasta el fin de sus días, se aplicó
en cada una de las lecciones que le impartieron las instructoras, danza, canto,
poesía y como complacer al maharajá en cada uno de sus deseos, consiguiendo ser
la mejor alumna.
La confirmación
de que jamás sería una muchacha libre, en lugar de albergar horror y tristeza
por ser separada de su familia, su mente infantil mitigó el dolor al quedar
fascinada por la suntuosidad del Palacio de la Ciudad , residencia oficial
del Maharajá. Nunca había visto nada semejante. El palacio era de dimensiones
descomunales, con apliques de mármol y patios donde las flores expandían una
fragancia exquisita. Las estancias, muy espaciosas, decoradas con profusión de
sedas, oro y porcelanas. Pero lo más impactante fue entrar en el harén. Jamás
pudo imaginar que las mujeres pudiesen ir ataviadas de una manera tan
escandalosa. Sus saris eran casi translúcidos y parte de su anatomía quedaba a
la vista; y en cuanto a lo concerniente a la higiene, había una habitación
especial para ello. Se trataba de una sala recubierta con paneles de
alabastro, al igual que el suelo, en cuyo centro había una piscina donde las
mujeres gozaban del delicioso baño, mientras otras se acicalaban o eran
atendidas por siervas que les daban un masaje acostadas sobre divanes tapizados
en seda.
Esa
actitud tan desinhibida, al principio, le pareció inmoral. Sin embargo, con el
transcurrir del tiempo, esa costumbre diaria se convirtió en uno de sus
mayores placeres; aunque no el único. A pesar de la educación estricta recibida
en su casa, no pudo evitar que el maharajá la convirtiera en una mujer que
gozaba cuando compartía su lecho.
Esbozó una
sonrisa al recordar la primera vez que fue llamada a sus aposentos. No sintió
ningún temor a no realizar a la perfección lo aprendido. Durante dos largos
años había sido instruida para ese gran momento, para el honor que algunas
concubinas aguardaban con impaciencia. El único miedo que la embargó
fue que su señor no quedase satisfecho. Había ocurrido en alguna ocasión
y no precisamente por inexperiencia. Las maestras no daban su conformidad
hasta que la joven estaba realmente preparada; si no, por algún detalle o
actitud que desagradara al maharajá, o simplemente porque no le llenara
sexualmente. Ese rechazo era una muerte simbólica. Su vida quedaba
relegada al ostracismo y seguidamente, enviada al Hawa Mahal. Allí su
existencia transcurría monótona, sin la necesidad de estar permanentemente dispuesta
para su señor; actitud que fomentaba la dejadez y la apatía, y el único
aliciente que quedaba era gozar con la comida. Muchas de las bellezas
entregadas al maharajá se tornaban mujeres orondas y hurañas, y ella no
quería terminar así. Afortunadamente, su primer encuentro fue perfecto. Su
señor mitigó sus leves temores con caricias tiernas y expertas, que
lograron que su entrega fuese aceptada con la misma intensidad del
deseo varonil. A partir de esa noche, el maharajá la solicitó con
frecuencia, alcanzando el estatus de una de las preferidas, otorgándole el
nombre de Suraj, que significaba sol. La cubrió de regalos: joyas, sedas, una
criada personal y una habitación que no tenía que compartir con nadie.
Pero ahora,
su presencia era menos demandada. A pesar de ello, continuaba siendo la
concubina que más noches ocupaba las estancias de su amo, sin que su ardor
hubiese menguado. Seguía deseándola como la primera vez.
Suspiró
con aire melancólico al recordar la pasada noche. Aún podía sentir el calor
ardiente de su piel sobre ella y sus palabras cargadas de pasión, rogándole que
le regalase un hijo. Desgraciadamente, tras cinco años compartiendo
su lecho, llegó a la conclusión que era incapaz de concebir y no podía
concederle su deseo. Esa incapacidad para procrear era el obstáculo para que su
señor la mantuviese más a su lado, como hacía con las otras mujeres que
eran madres.
Apartó la
tristeza y regresó a la conversación animada de algunas de sus compañeras.
-No seáis
tan crueles –les pidió.
-Suraj,
sabes que se lo merecía. Nunca debió atacarme. Esa envidiosa no ignoraba a qué
se exponía y lo hizo de todos modos -aseguró Laija, con firmeza.
-Siempre
fue conflictiva. Llegamos juntas y constantemente se lamentaba de su suerte.
¡Infeliz! ¿Qué mejor honor para una mujer que ser requerida por nuestro maharajá?
Sobretodo si una ha nacido en el lugar más pobre de la tierra. ¿Qué más podemos
pedir? –dijo Neelima.
-¿Libertad?
-sugirió Pooja.
Las otras
la miraron estupefactas; sobretodo Shalini, la última adquisición del maharajá,
una muchacha de apenas quince años, menuda, de apariencia frágil, pero preciosa.
-¿Para
qué? Aquí estamos protegidas, nos rodean de cosas bonitas y tenemos sirvientas;
y de vez en cuando, Bhawani nos solicita para ofrecernos placer. Mi supuesta
libertad se compondría de hambre, ratas y trabajo hasta que la espalda se me
deslomara; y no nos olvidemos de que mi familia me hubiera buscado un marido
viejo que me maltrataría. Por suerte, se me concedió el don de la belleza que
me trajo hasta aquí. Ahora soy feliz.
Suraj no
podía estar más de acuerdo. Por supuesto, en la situación de Shalini. Muchas
otras concubinas se sentían prisioneras y obligadas a vivir una existencia que
no deseaban. Aunque, el tiempo conseguía que esa tristeza se fuese
desvaneciendo, hasta llegar a un estado, que si no era de felicidad, sí proporcionaba
sosiego para el alma. Como ella lo obtuvo al aceptar que nunca gozaría de
libertad. Al fin y al cabo, se dijo, en Inglaterra tampoco fue libre. Su
infancia estuvo reprimida por una institutriz férrea e inflexible y después, la
encerraron en un internado donde jamás pisaba las calles del pueblo vecino. La
única diferencia que existía entre el palacio y el colegio era la prohibición
de mostrarse ante un hombre; lo cuál, era un veto que no la intranquilizaba en
absoluto.
-Te
olvidas del amor. Dentro de esta cárcel de oro no tenemos libertad para
que nuestro corazón escoja. ¿O es que tú amas realmente a nuestro señor?
–insistió Pooja.
-Yo sí –aseguró
Laija.
Las otras
aseveraron exceptuando a Suraj.
-¿Tú no?
–inquirió Pooja.
Suraj
meditó durante unos segundos. ¿Amaba realmente al maharajá o se trataba
simplemente de un sentimiento relacionado con el placer?
-No puedo
saberlo. Solamente he estado con él y no he tenido la posibilidad de
que otro me enamorara. En realidad, desconozco lo que es el amor -confesó.
Neelima
abrió sus inmensos ojos negros y la miró con reproche.
-¿Cómo
puedes ni tan siquiera cavilar algo tan… tan escandaloso? Pertenecemos a
nuestro señor y ninguna tenemos derecho a pensar en esas cosas. Además, no hay
hombre mejor que él. Es generoso, apuesto y considerado, y nos ama a todas.
-¡No digas
estupideces! Un corazón que ama no puede dividirse en cientos de pedacitos. Su
amor solamente está encaminado hacia una y todas sabemos quién es, su actual
favorita –dijo Laija.
-Observo
que sabes mucho del amor –le soltó Pooja lanzando una risita de burla.
-Sé lo que
hablan los poetas. Si nosotras quisiéramos realmente a nuestro amo, moriríamos
de celos cuando él llama a cualquier otra. No seríamos amigas ni cómplices.
-Yo os
odio cuando os requiere –confesó Neelima.
-El odio no significa necesariamente que una
sienta celos por compartir al hombre amado. Puede ser envidia –comentó Suraj.
-¿Qué
puedo envidiar? Todas las que estamos aquí poseemos los mismos privilegios. Lo
que yo siento es ambición. Anhelo que él me ame como yo le amo –suspiró
Neelima.
Pooja le
acarició el cabello con ternura y dijo:
-Querida
niña. ¡Eres tan joven! Aún no puedes entender que las cosas son muy distintas
aquí.
Suraj
aseveró. A los trece años, cuando fue entregada a Bhawani, también pensaba que
lograría enamorarlo locamente y que nunca desearía a otra. Eran sueños de niña
y que el paso del tiempo los desvaneció.
-Es mejor
que te hagas a la idea de que ese amor que esperas puede que jamás llegue o
sufrirás. Conténtate con disfrutar con lo que nos ofrece, como hacemos todas.
-Yo...
-¡Mirad
eso! –gritó Shalini.
Las demás
inclinaron el cuerpo para ver mejor. Dos soldados ingleses armados hasta
los dientes entraban por la puerta que daba al patio. Horrorizadas ante tamaño
sacrilegio, se escondieron y se miraron con ojos desorbitados.
-¿Qué está
ocurriendo? ¿Cómo es posible que los dejen entrar aquí? –gimió Neelima.
-¿Estamos
en guerra? ¿No nos matarán, verdad? –se horrorizó Pooja.
-He oído
que hay revueltas. No se exactamente el porqué, pero las hay –susurró Suraj.
-¿Los
ingleses son ahora enemigos nuestros? –preguntó Shalini.
-Supongo
que no. Pero su presencia aquí no me sugiere nada bueno.
-¿Y si su
intención es tomar el palacio? Sería espantoso que… No quiero ni imaginarlo
-susurró Pooja estremeciéndose.
-Dudo que
tengan esos propósitos. Además, dos soldados no pueden rendir este recinto. ¿No
os parece? Puede que le traigan noticias a nuestro señor. ¡En fin! Chicas, es
inútil que sigamos especulando sin conocimiento de causa –musitó Suraj
inclinándose un poco más.
Uno de los
soldados levantó la vista. Sus ojos azules se clavaron en el rostro de la
muchacha que lo observaba. Por unos instantes, el cabello rojo como el fuego lo
transportó al pasado. Pero no. Era imposible. La imaginación le estaba jugando
una mala pasada. Sin embargo, los labios rojos como las cerezas musitaron un
nombre y aunque no pudo oírlo, supo en ese preciso momento que esos ojos verdes
que lo miraban asombrados, eran aquellos que tanto admiró. Movido por un impulso
y olvidando el lugar en el cual se encontraba, gritó:
-¡Fiona!
La
muchacha retrocedió. Temblando como una hoja.
-¿Qué
ocurre? –le preguntó Pooja.
-Será
mejor que nos retiremos al salón. Allí nos dirán qué está pasando. Vamos. Démonos
prisa.
Sus
compañeras se lanzaron a la carrera presas del terror en busca del ese lugar
sagrado donde siempre estaban protegidas. Pero Suraj ya no se sentía protegida.
El pasado había retornado y estaba convencida que estaba dispuesto a que el
futuro que siempre imaginó sería bien distinto.
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