Capitulo
1
El destino de Joana lo configuró una muñeca. La única
muñeca que tuvo en su infancia. Se la regaló su padre, un pescador de la zona
marinera de Barcelona, La Barceloneta. El barrio surgió en 1753s tras la guerra
de Sucesión. La Ribera fue demolida para construir el Parque de la Ciudadela y
sus habitantes recalaron en el nuevo barrio fuera de las murallas de la ciudad.
Como el lugar estaba lleno de sedimentos se construyeron casas diminutas de dos
plantas; aunque a finales del siglo XIX, comenzaron a surgir edificios de tres
o cuatro pisos. En uno de ellos vivía Joana junto a su padre en la calle Carles
número 8. Estaba justo al lado de la casa llamada del Porró, nombre adquirido
en sus inicios cuando fue un restaurante y en las rejas de sus ventanas estaba
forjado unos porrones de color rojo. Después pasó a ser un colmado, tienda
donde los Balcells adquirían los alimentos más esenciales.
La casa, al igual que todo el barrio, estaba bastante deteriorada, húmeda,
grietas y balcones que se vestían de tendederos llenos de ropa. Pero lo más
característico era el olor a pescado. No simplemente por la cercanía de la
playa y de las barcas repletas de peces; a ello se añadía el humo de las
cocinas. La dieta de sus habitantes se basaba en los productos del mar. La
carne apenas tenía presencia en las mesas. Lo poco que ganaban los pescadores o
sus mujeres deslomándose en fábricas infectas, difícilmente daban de si para
pagar el alquiler. Por ello, la noche de Reyes que Joana recibió la muñeca, fue
la más maravillosa. Era de porcelana. Sus ojos bailarines del color del mar
cuando está alterado y sus cabellos dorados largos hasta más allá de la
cintura. Era como uno de esos querubines de la iglesia; así que la bautizó como
Ángel. Su padre, rápidamente, le recordó que era nombre de chico y la chiquilla
le respondió que, según la maestra, los ángeles no tenían género. Él, como siempre, sonrió y le dejó hacer la suya.
Por supuesto, no era una niña consentida; simplemente procuraba que la vida, ya
de por si nada espléndida, no le reportara más carencias de las que ya poseían.
Para la chiquilla, entre esas carencias estaba su madre. Cuando tenía
un año murió por culpa de un brote de cólera. No fue consciente de ello; por
supuesto. Sin embargo, si presenció el dolor de su padre tiempo después, lo
sólo que se sentía cuando se acostaba. Habían sido muchos años junto a la mujer
que, a pesar de no demostrarlo, pues era hombre parco en expresar los
sentimientos, amaba. A pesar de ello, el tiempo fue limando las heridas y llegó
un día en el que su recuerdo se tornó dulce y las lágrimas nocturnas
desaparecieron para siempre.
Joana no tenía recuerdos de la figura materna. Y si en su mente
persistía alguna imagen de ella era por mediación de su padre que cada día le
contaba un detalle, un gesto, una fisonomía de su rostro que, según él, era el
más hermoso de la tierra. Joana pensaba que no había heredado esa hermosura.
Más bien se consideraba corriente. Ni horrible ni guapa. Lo que suele decirse
del montón. Y no entendía que para su progenitor fuese la niña más preciosa del
mundo. El cabello negro como el hollín y ojos del tono grisáceo como los gatos,
no le parecían el ideal de la beldad. Pero le gustaba creerle. Y esa creencia, quizás,
fue la que le aportó seguridad. Un aplomo del que, sin ella saberlo, tuvo que
hacer acopio en el futuro.
Pero esa noche de Reyes aún desconocía lo que el destino le deparaba. Se
encontraba feliz teniendo en brazos a la maravillosa muñeca. Era el mayor
tesoro para una criatura de seis años; y también, muy delicado. Un concepto
que, a pesar de su corta edad, entendió desde el primer instante. No por una
inteligencia fuera de lo común; más bien por ser consciente de que sería
la única. El padre de Joana, como la gran mayoría de los hombres que vivían en
el barrio, subsistía con la pesca; lo cuál significaba que el dinero no nadaba
en la abundancia. Sobrevivían y eso era suficiente. A causa de ello, la prima Agustina
puso el grito en el cielo al ver como había dilapidado el poco dinero del que
disponían. Fue incapaz de comprender que lo hizo para recompensar a la niña de
la pérdida de su madre. Era su modo de decir que la quería. Pero no lo
entendió. La prima Agustina era una de esas mujeres curtidas por la vida. Los
pocos sentimientos bondadosos que tuvo alguna vez, el paso de los años los
aniquiló. Dos hijos que tuvo, la muerte se los llevó y la cárcel a su marido. Sola
y destrozada, a fuerza de golpes aprendió que si uno no procuraba por si mismo
nadie lo haría por ti. Y su corazón se tornó de piedra.
-Martín. Ser un sentimental no te sacará de pobre, maldito idiota. Ese
dinero hubiese servido para algo mucho mejor –le espetó anudándose el pañuelo
bajo la barbilla.
Que se cubrirse la cabeza era algo que Joana no entendía. Lo
consideraba un acto del pasado. De un tiempo muy remoto. Pero ella, a pesar de
llevar más de treinta años en la ciudad, parecía haberse detenido muchos años
atrás. En realidad, como decía su padre, muchas mujeres se habían anclado en
unas costumbres que contrastaban con los tiempos revulsivos. La ciudad vomitaba
cada segundo una novedad, un nuevo concepto de vida, nuevos medios de
transporte, edificios más sólidos, y corrientes artísticas que rompían con todo
lo conocido.
-Hacer feliz a mi hija es la mayor inversión. Ya tendrá tiempo de
conocer la correa con la que nos golpea la vida –replicó él.
Ella, soltó una risa cáustica.
-¿Feliz? Nadie puede serlo. No al menos en este espantoso lugar. Mejor
sería que le enseñases como es la vida de verdad desde ahora mismo. Así
aprendería a no dejarse destruir, como lo hago yo. Ten por seguro que jamás
volverán a derribarme. Me he construido unos cimientos de hierro.
-La completa seguridad es fruto de la ignorancia de aquél que desconoce
lo que el futuro le prepara. Además, ten en cuenta que el hierro se oxida
–refutó su primo encendiendo el cigarrillo.
Y Agustina, agarrando el pomo de la puerta, dijo:
-Las peores sorpresas ya me las ha dado. Me ha enseñado a prepararme.
En cambio tú, aún mantienes esperanzas. Pero… ¿Qué esperanzas, infeliz? Siempre
serás pescador y tú querida niña nunca saldrá de este agujero. Será una fregona
más o una de esas desventuradas que se consumen en una fábrica. Recuerda lo que
te he dicho, realidad y nada de fantasías. Y sobre todo, no malgastar el dinero
que tanto sudor nos cuesta en estupideces. Ya no tiene edad para ir con
muñecas. Es momento de que aprenda a llevar una casa. Un marido es lo que más
aprecia. ¿Me oyes bien, jovencita? Y tú. No entiendo porque no te has casado.
Os hubiese ido muy bien una mujer en esta casa. Se nota que a esa jovencita le
ha faltado la mano de una mujer. Ha estado demasiado consentida. Pero la vida
ya se encargará de que ponga los pies en la tierra.
Martín, por supuesto, ignoró sus palabras cargadas de veneno, de
resentimiento con la vida y revolviendo los cabellos de su hija, en cuanto la
prima se fue, dijo:
-Tú, oídos sordos. Jamás trabajarás en una fábrica. Eres lista. La
maestra dice que no hay otra estudiante como tú. Lástima que no podré pagarte
estudios. Pero eres especial, como dijo tu madre en el mismo momento de tenerte
entre sus brazos.
-¿Por qué era lo que más deseaba en este mundo? –preguntó ella.
-Por eso y porque eres una niña muy lista y hermosa. No has nacido para
ser una mula de carga. Sé que estás destinada a algo grande. Anda, ve a jugar
con tu querida muñeca -respondió Martín.
En cuanto a cómo consiguió el dinero, nunca su hija logró saber cuantos
sacrificios le costaron poder hacerle ese regalo. Tal vez dejar de fumar
durante una temporada o ir al merendero con sus amigos. Pero la cuestión fue
que, esas privaciones y la convicción de que Ángel era demasiado delicada para
jugar o mostrarla a otras niñas, desató en ella una habilidad que tenía
escondida.
Hasta ese día, su mayor ambición tras salir de las clases de doña
Pilar, un buena mujer que dedicaba unas horas a cultivar a los niños del barrio,
era ir con sus amigos a la playa. Allí correteaban, hacían castillos de arena o
imaginaban que eran unos piratas que habían llegado a una isla para enterrar un
enorme tesoro. También hablaban de sus sueños, de que serían cuando la niñez se
esfumara y dejase paso al tiempo imparable que los trasladaría a la realidad.
La mayoría de las niñas no distaban demasiado en sus deseos. Un marido, hijos y
una casa bonita. Con los chicos era distinto. Uno aseguraba que llegaría a
ser explorador, otro que levantaría una
fábrica tan grande que todo el barrio trabajaría para él, el más osado que
sería presidente de España y el resto, tal vez de espíritu conformista,
pescador como sus padres.
Lo cierto era que, sobre la arena, se sentían libres. Pero existía una
prohibición: El Somorrostro. Un barrio compuesto de barracas. Allí aún vivían
gentes más miserables que ellos. La mayoría gitanos. Según la opinión general,
gente de mal vivir. Ladrones y criminales. Gente de la que uno no se podía
fiar. Y por supuesto, aunque la curiosidad de los chiquillos era enorme, nunca
quebrantaron ese veto.
No obstante, Martín ya no tuvo que preocuparse por ello. Joana prefería
jugar con su muñeca a ir con los amigos. En la soledad de sus juegos con ella su
mayor placer era cepillar su dorada mata, trenzarla o recogerla en tocados que,
poco a poco, se hicieron más perfectos. Y llegó un momento que, dejó de ser un
mero entretenimiento. Pasó a ser una gran pasión.
-Joana. ¿Sabes que eres muy habilidosa con los peines? Podrías ser
peluquera –le dijo una noche su padre, mientras él tomaba café y su hija un
vaso de leche caliente antes de irse a la cama.
-¿De veras? –inquirió ella mirando a Ángel.
Martín adquirió una pose de seriedad. No es que Joana no estuviese
acostumbrada a ella. Por lo general, su padre no era de esos hombres de humor
fácil. En realidad, apenas lo había visto reír a carcajadas. Tampoco era muy
hablador. Pero cuando lo hacía, al menos para ella, sus cortas frases estaban
cargadas de sabiduría. Además, poseía un halo eterno de tristeza. Posiblemente
por la pérdida de su esposa o por la dureza de su trabajo. En aquella época no
era conocedora de los peligros que lo acechaban cada vez que salía en la barca.
Pero el tiempo, la sacaría de la ignorancia.
-¿No te gustaría? Creo que es mejor que ir a limpiar a casas ajenas o
estar todo el día delante de un telar o una cadena de montaje. Podríamos
pedirle a la señora Paquita que te tomara como aprendiz. Ya tienes nueve años y
es una edad propicia para el aprendizaje. Podrías ir después de la escuela.
¿Qué te parece?
Por supuesto, aceptó. ¡Cómo no! Su afición infantil podría convertirse
en su profesión. Y se prometió que trabajaría duro para que se realizase ese
sueño que su padre despertó en ella. Así que, tras salir de la escuela, una
tarde soleada de primavera fue a la casa de doña Paquita para iniciarse en el
arte de arreglar el cabello; pues había aceptado la propuesta.
A pesar de verla mucho por el barrio, nunca había entrado en su casa.
Era muy parecida a la suya, una planta baja. La diferencia radicaba en que sus
muebles eran más nuevos, la decoración un poco más elegante y que en lugar de
tener sólo el comedor a la entrada, también tenía la peluquería.
La señora Paquita estudió a la chiquilla de arriba hacia abajo, con
ojos escrutadores. Y Joana tragó saliva. Era una mujer de unos sesenta años,
oronda, alta y de facciones contundentes; que le recordaron a un militar. Quince
años atrás enviudó. Pero le duró muy poco el luto. Apenas tres meses después
del sepelio, el sustituto entraba por su puerta. Unos decían que hacía muy
bien; ya que el finado no le dio buena vida. Los murmullos decían que a causa
de ser violento debido a la bebida y otros chismorreos que, si bebía era por
culpa de Paquita, que nunca se conformó con tener un solo hombre. Aunque,
ahora, ya no se le conocían amantes. Es lo que contaba todo el barrio. Pero la
verdad, como siempre, solamente la sabía una persona. Y por supuesto, Paquita nunca
se molestó en acallar esas bocas maliciosas.
-Me alegra de que alguien esté ilusionada con aprender mi oficio. Pero
no soy mujer de medias tintas. No todas me sirven. Además, no es tan fácil como
la gente piensa. Esto es un arte. Te tendré a prueba unos días, de ese modo,
sabré si estás capacitada o no. Por lo tanto, no te hagas muchas ilusiones,
criatura. En cuestiones del oficio mi corazón es duro como una piedra. No me
dejo convencer por la lástima. Soy de convicciones inquebrantables –dijo Paquita,
mientras sostenía unas tijeras.
Al igual que su carácter; como Joana
pudo apreciar la primera semana bajo su supervisión. No se dejaba achantar
fácilmente. Si algo se le resistía, no cejaba hasta lograr su objetivo. No
había clienta que llegase con una idea y que, sin saber como, cambiaba de
opinión. Era el poder que ejercía su maestra sobre los demás. Y nadie se
quejaba del resultado. Tenía buen ojo para saber qué favorecía a cada una. Del
mismo modo, era consciente de sus limitaciones.
-El tinte es muy delicado. Se usa un producto abrasivo y a veces, si
una no es cuidadosa, la clienta puede salir con ampollas en la cabeza. Por esa
causa, no ofrezco ese servicio. No son muchas las parroquianas y no es cuestión
de perderlas. Aquí peinamos, cortamos y rizamos. No hay que estirar más el bazo
que la manga. La ambición es buena, pero en este oficio no hay que arriesgar
más allá de lo prudente. Lo mismo para la vida. Muchos han terminado muy mal
por querer alcanzar un imposible. Toma nota de ello, Joana –dijo, al tiempo que
le enseñaba como se enrollaba el cabello en el rulo. Sus dedos eran rápidos y
precisos. No existía duda en ellos. En cambio, los de la aprendiz, tan hábiles
con la muñeca, se tornaban torpes ante la mirada inquisitiva de su mentora. Joana
tiró con demasiada brusquedad y ella lanzó una queja.
-Lo siento –musitó la niña, temblando como una hoja. Estaba segura de
que antes del plazo acordado le daría puerta.
Ella, contrariamente a lo esperado, sonrió.
-Nadie nace enseñado. Ya aprenderás con el tiempo. Tienes buena
disposición y aunque, ahora no lo parezca, habilidad para el oficio.
Esas palabras le insuflaron el aliento necesario para apartar los
temores y como por arte de magia, el cabello de la señora Paquita, quedó
perfectamente. Pero no permitió que terminase el peinado.
-Todo a su tiempo, pequeña. Todo a su tiempo. Para ser una bella
mariposa antes hay que permanecer en el capullo.
Joana salió de la casa canturreando. Había conseguido ser aceptada por
la mejor peluquera del barrio. En realidad, no estaba segura de que así fuese;
puesto que, no conocía a otra. Pero, para ella, así era.
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