1
Martí se sirvió una copa de ron y se sentó en el porche
para disfrutar de la puesta de sol. Era un espectáculo del que nunca se
cansaba. Los tonos rojizos, naranjas e incluso grises, formaban un lienzo que
ni el mejor de los artistas podría plasmar. Era la luz del trópico. De su
adorada isla de Cuba. Allí el sol era potente y luminoso, y también una
trampa mortal. Fue testigo de cómo su poder se llevó vidas y meses de trabajo.
Aún así, no cambiaría su hogar por nada del mundo; al igual que su relación con
Víctor.
Llenó otro vaso en cuanto vio la figura imponente de su mejor
amigo, que con pasos enérgicos avanzaba hacia él.
—Deduzco que las cosas no han mejorado —dijo al ver su
rostro sombrío, ofreciéndole la bebida.
El otro se dejó caer en la silla, apuró el trago y resopló.
—Peor. Me ha lanzado un ultimátum. ¡Maldita sea! Esta
vez va muy en serio, Martí. Tengo la soga atada al cuello con un nudo que no
puedo desatar.
—¡Qué exagerado! No hay que desesperar. Todo se arreglará.
—¿Cómo? Ya conoces a mi padre. Es testarudo al igual que una
mula. Dice que, si al acabar el año no acato sus deseos, me desheredará y me
mandará con mis primos a Calella. ¿Te imaginas cómo puede ser la vida en ese
pueblucho de pescadores? —se lamentó Víctor.
Martí sonrió y su amigo lo miró ceñudo.
—A ti te parece gracioso porque no tienes a nadie detrás
que te implanta órdenes. A diferencia de mí, has tenido suerte de quedar
huérfano.
Era cierto, pensó Martí. Su vida cambió por completo con la
muerte de su padre. Fue como si un buen samaritano hubiese abierto la jaula
donde el gorrión estaba preso. Ahora podía volar, tomar sus propias decisiones y,
sobre todo, no sentirse un fracasado. Porque don Fuster era un hombre exigente,
sin la menor misericordia ante los demás y menos si estos le fallaban. Y muchos
años atrás la posesión más valiosa que tenía le falló. Ese fue el detonante que
hizo estallar lo peor que escondía dentro. Intransigencia, frialdad e incluso, barbarie.
Ser piadoso no entraba en su esquema de vida. Nadie. Absolutamente nadie, hacia
las cosas bien. Ninguno logró estar a su altura. Más, no debía recordar el
pasado. Un futuro halagüeño estaba ante él expectante a que diese el siguiente paso.
—¿No tendrás intención de deshacerte del viejo? —bromeó.
Víctor apuró la copa y con brusquedad la dejó sobre la
mesa.
—¡No digas sandeces! Mi padre es un tipo insufrible,
pero aún así, le tengo afecto. Y procuro hacerle caso. Es uno de los
terratenientes más avispados de la isla. A pesar de ello, su petición no es
posible. Ya sabes la razón.
Martí dio un largo sorbo. Su amigo acabaría por ceder a las
peticiones paternas. No era de carácter firme; cómo tampoco de ese tipo de
personas que renunciaban a las comodidades. Era un ser amante de la buena vida
y huía de las complicaciones.
—¿Por qué? –inquirió.
Víctor soltó una carcajada profunda.
—¿Tú lo preguntas? ¡Por Dios, Martí!
—Sabíamos que un día u otro llegaría este momento. Y que
tendrías que afrontarlo. Pongas como te pongas, no hay otra.
Su amigo se levantó y se apoyó en la baranda. Dejó que
sus ojos negros se perdiesen en la lejanía, en los campos de tabaco, dónde los trabajadores
se retiraban agotados tras una larga jornada de duro trabajo. En esos
momentos se sentía igual que ellos. Sin derecho a decidir su destino.
—Ya nada será igual —musitó.
—Una esposa no es una cadena, querido amigo. El marido
es el que manda. Además, no tiene porque vivir en la hacienda. La mayoría de las
mujeres prefieren pasar en Trinidad o en La Habana buena parte del año. Con
visitarla alguna vez ya cumplirás. Será una mera molestia. Nada
más. Deja de preocuparte. La mayoría de las jóvenes suspiran por ti. Eres
guapo y rico. Lo que se suele decir una pera en dulce. Eliges a la que más te
agrade y se terminó el problema –dijo Martí.
Víctor se sirvió otra copa.
—¿Qué me agrade? ¡Joder! ¿Cómo puedes tomarte esta
situación tan a la ligera? Pensé que te importaba. Que estábamos juntos en
esto.
—Y lo estamos. Pero digamos que debemos tomarlo como un
asunto comercial. Aquí nada tienen que ver nuestros deseos. Es cuestión de
supervivencia. O cumples o te echa a ese pueblucho. Tú mismo.
—Podrías acogerme. No mermará tu estilo de vida. Por lo
demás, soy tú mejor amigo. Más bien, tú amigo más querido, ¿no? —sugirió Víctor.
Martí inspiró hondo.
—Sabes que no… —Dejó de hablar ante la irrupción del
mayordomo.
—Amo. Acaba de llegar esta carta con carácter urgente de
España.
Martí lo despidió con un leve gesto de la mano. El remite
era de Salvador. No serían buenas noticias. Rasgó el sobre y leyó con avidez.
Al terminar, su rostro se mostró sombrío.
—¿Qué? —inquirió Víctor.
—La abuela está muy enferma. El médico dice que apenas le
quedan unos meses. El capataz me pide que vaya para ocuparme de todos los
asuntos. En especial, de mí hermana.
Víctor respingó.
—¿Y vas a ir?
—No tengo necesidad. Los abogados pueden encargarse de
todo. Sin embargo, me gustaría poder despedirme de la abuela; a pesar de apenas
haberla tratado.
—¿Y de tú hermana también?
Martí se mordió el interior de la boca con aire
meditabundo.
—Imagino que lo más lógico sería que regresase.
—¿Piensas traerla?
Martí dejó caer la espalda en la silla, mientras hacia
rodar la carta entre los dedos.
—Algo tendré que hacer, ¿no?
—Por supuesto. No es un perro al que se abandona. Pero
vivir aquí… No se. Debe haber otra solución que aporte
menos complicaciones. ¿No puedes dejarla en el internado?
—Tiene dieciséis años. Es hora de que salga al mundo.
—O no. Tal vez no quiera. ¿Le has preguntado si tiene
vocación de monja?
—Apenas la conozco, pero lo dudo mucho. Seguro que, cómo la
inmensa mayoría de crías sueña con encontrar a su príncipe azul,
casarse y tener muchos hijos. Todo lo contrario, a ti.
—O no. Aunque, sí lo que desea es otra vida, pues búscale
un buen partido en Barcelona y no tendrá que venir. De este modo alejas las
complicaciones. O si esa solución no te place, dale una buena dote y que la
cuide una dama respetable. No sería extraño. Muchas huérfanas sin familiares ni
tutor lo hacen.
Martí sonrió.
—¿Sabes que a veces sueles pensar con cordura?
Su compañero, por primera vez en ese día, también
sonrió. Unos hoyuelos se formaron en sus mejillas, dándole un aspecto travieso.
—Tengo mis momentos.
—Ya que te veo de tan buen humor, ¿qué te parece si también
te ayudo a escoger a la esposa perfecta? —bromeó Martí.
—Primero, ocúpate de lo más apremiante: tu hermanita.
Considero que contratar a una señora sería lo mejor para todos. La conexión
sería epistolar. Un modo muy cómodo para no tener que relacionarte con Adela y
evitar las complicaciones de un tutor.
—Razón por la que deberé viajar a Barcelona cuanto antes. Salvador
no es apto para este asunto. Una carabina o un marido que sean adecuados no
se encuentran con tanta facilidad. Y debo contar con la disposición de la
chica.
—¿Por qué? Es menor de edad. Tú eres el que manda en su
vida. Tendrá que obedecer lo que dispongas. Decidas lo que decidas.
—Veo que os encontráis en la misma situación. Espero que no
cometas una locura antes de mi regreso, pues… —Martí calló. Arrugó la
frente, para unos segundos después mostrar una amplia sonrisa—. No tiene porque
haber dos bodas. ¿No te parece? ¡Por supuesto que no! ¡Esa es la solución!
Víctor lo miró con expresión desconcertada.
—¿De qué demonios hablas?
Martí se levantó y posó la mano en el hombro de su amigo.
—Tú debes casarte sí o sí, ¿cierto? Pues, ¡que mejor que
hacerlo con Adela!
Víctor resopló.
—Sin duda, te has vuelto loco. Después de lo ocurrido…
—Eso ya pasó. Es historia. Y ahora aún somos más ricos que
antes. Don Marcial Dalmau es un hombre ambicioso. Y si a uno le ciega la
ambición se aferra a lo que más le conviene. Piénsalo bien. Lo quieras o no,
tendrás que contraer matrimonio. Mi hermana es la esposa ideal. Se ha pasado
toda la vida junto a las monjas. No conoce nada de la vida. Es pura inocencia.
Te será fácil dominarla. ¡Podrás hacer lo que te plazca! Y lo principal, que sé
que jamás la lastimarías. Por otro lado, si no recuerdo mal, era una niña
preciosa. Puede que ahora sea una joven llena de hermosura. Lucirá bien en las
reuniones sociales. ¿No es estupendo?
Víctor se revolvió los cabellos negros como el azabache.
—Lo estupendo sería no tener que sacrificarme.
—No seas tan dramático. Muchos otros han pasado por esto y viven
a placer. ¡Está decidido! Le dirás a tu padre que vendrás a Barcelona
conmigo y que no regresarás hasta dar con la nuera ideal.
—Aquí hay candidatas muy apetecibles. La sobrina de
Partagás, la nieta de Bacardí y una decena más con fortunas cuantiosas.
—Ya. Pero en Barcelona hay nobles. No se negará si le vas
con el cuento que intentarás embaucar a una condesa. Al regresar estarás
comprometido con Adela. Le dices que te casarás con ella o nunca tendrá nietos.
Terminará por ceder. Mi hermana, a diferencia de las chicas de aquí ha sido
educada con esmero. Tú viejo la adorará. Ya verás. Confía en mí. Sabes que
jamás podría perjudicarte.
—Lo sé. Pero esto… No es sensato. Hablas de que será
encantadora y no se… Han pasado años desde la última vez que la visitaste. En
realidad, apenas contaba seis años. Puede que lo que ya sabemos haya salido a
la luz.
—Lo que no sería prudente es comprometerte con una de esas
candidatas. Se han educado en una tierra salvaje y carecen de digamos… la
inocencia precisa que requiere este asunto. Te causarían grandes conflictos. En
cambio, Adela, podríamos decir que posee la mentalidad de una monja. Inocente y
dócil. Y te aseguro que, por su correspondencia, es una chica de lo más normal.
—Ya. Aunque, después de lo que pasó, pueden resurgir los
fantasmas y sería terrible para todos. Dudo que papá la acepte. No se
arriesgará a… Ya sabes.
Martí rodeó con el brazo la espalda de su amigo.
—No ocurrirá nada. Nuestros padres se encargaron de borrar
toda huella y el secreto, si no hablas, quedará sellado para siempre. Por otro
lado, los informes que recibo son muy favorables. Vamos, amigo. Es el plan
perfecto. No lo dudes.
Víctor no estaba tan seguro. A pesar de ello, confiaba
ciegamente en él.
—Es una locura. De todos modos, iremos a Barcelona. Llevo
más de quince años sin pisarla y me apetece disfrutar de los placeres y
esparcimientos que ofrece. Y confío en
que me deseas lo mejor. Y si la chica ha salido a parte de la familia, digamos
al igual que tú, será muy atractiva.
—Te lo aseguro, amigo. Era una muñequita recién nacida y en
mi última visita me confirmó que esa niña sería toda una belleza. ¡Bien! ¡Pues
no se hable más! Nos vamos a Barcelona. ¡Podremos gozar con desenfreno sin que
nadie nos lo impida ni nos tilde de degenerados! –exclamó Martí eufórico.
—Estamos a punto de cometer una locura –musitó Víctor, de
nuevo abatido.
Martí clavó sus ojos azules en su amigo.
—¿Sabes que jamás desearía perjudicarte, ¿verdad?
—Lo sé –confirmó Víctor.
Su amigo llenó de nuevo los vasos.
—¿Te quedas esta noche?
—Imposible. Mi padre ha organizado una reunión con alguno
de los exportadores de café. Y ya sabes que quiere que me implique más en el
negocio y más con los conflictos que han surgido. Tengo que largarme antes de
que caiga la noche –rechazó Víctor.
Martí comprimió los labios en un gesto de decepción.
—Pensaba tener una velada agradable con mí mejor amigo.
Aunque, no importa. Podremos pasar muchas en Barcelona.
—Eso si convenzo a don Dalmau.
—Víctor. Si te lo propones eres muy convincente. Sé que lo
harás. ¡Ah! Y pronto, porque nos largamos en una semana.
2
El verano había nacido con fuerza
y su llanto lleno de vida inundó las habitaciones. Las bocas hambrientas de los
baúles eran alimentadas por jóvenes llenas de esperanza, de sueños concebidos
durante meses. Sus risas anunciaban una temporada llena de luz lejos de esos
muros oscuros que las separaban de una vida llena de esplendor. Era hora de
disfrutar de fiestas, de las calles animadas y de sus comercios; pero, sobre
todo, del calor de la familia, de refugiarse en los brazos maternos.
Adela no. Su destino era bien
diferente. Para ella no habría celebraciones, ni paseos por calles llenas de
vitalidad, ni tampoco el contacto con su madre. Aunque, esa ausencia no la
lastimaba en absoluto. Tal vez, una leve percepción de añoranza por ese
sentimiento nunca experimentado.
Su madre falleció a los pocos
días del parto. Pero era un hecho que a la familia no le gustaba comentar. Cómo
tampoco las cosas que ocurrían en la hacienda de Cuba; lugar al que vino al
mundo y que apenas unos meses después de la muerte de su madre fue exiliada por
su padre con destino a España para que la familia cuidase de ella.
Su nuevo hogar fue la casa de los
abuelos, una granja aislada entre montañas cerca de la pequeña ciudad de Vic.
En ese paisaje idílico creció con libertad; hasta que, el cabeza de familia
consideró que debía ser educada de acuerdo con su condición de familia
adinerada.
El colegio Santa María de las Virtudes
fue el elegido. Un centro donde confluían las hijas de las mejores familias
burguesas y nobles de la ciudad de Barcelona. La educación era exquisita en esa
cárcel donde las religiosas implantaban la rigidez, la religión y prohibiciones
cómo máxima regla.
Las primeras semanas lloró sin
consuelo. Ninguna de sus compañeras acudió a ayudarla. Ya estaban habituadas a
esas reacciones en las novatas. Al final, Marta se apiadó de esa chiquilla de
aspecto frágil.
—No llores, criolla. Incluso de
la serpiente se puede sacar provecho. Te enseñaré cómo manejar a esas brujas.
Todo irá bien. Ya lo verás.
Y la ayudó a sobreponerse, a
demostrarle que esa etapa era una más de la vida. Adela comprendió que
lamentarse no serviría de nada y comenzó a recuperar las ganas de vivir de la mano
de esa compañera de carácter invencible. Llegó a la conclusión de que esa
cárcel era transitoria y que en unos años recuperaría la libertad. La sonrisa
regresó a su rostro de una belleza singular, por lo poco común. No poseía un semblante
de porcelana. Su piel se asemejaba más a las campesinas bronceadas por el sol. El
cabello, al contrario de lo que dictaba la moda, no era ondulado. Por suerte el
color era precioso y nada común. Dorado con reflejos rojizos. En cambio, si se
sentía orgullosa de sus grandes ojos azules tan nítidos como el mar al estar en
calma. Suponía cómo el lejano océano que rodeaba Cuba, el lugar donde nació. Un
lugar que esperó ser llevada de nuevo al llegar cada verano. Aquello nunca
ocurrió.
En esa época la alegría se
acentuaba por el periodo de vacaciones. Las risas surgían de nuevo ante la
perspectiva de volar. A la hora acordada, los ojos emocionados de las muchachas
no dejaban de mirar a través de las ventanas para ver llegar a sus padres o
familiares.
Adela nunca pasó por ello. Su
padre se encontraba a miles de kilómetros y era un hombre muy ocupado. No tuvo
tiempo para visitarla. Su relación con la familia se limitaba a las escasas cartas
que le mandaba su hermano. En ellas se plasmaba una vida muy distinta a la
suya. La mansión donde vio la luz era luminosa y rodeada de un jardín
exuberante. Palmeras, mimosas, rosas y flores que ni tan siquiera podía
imaginar. Y en medio de ese vergel su padre, un hombre muy alto, fornido, dueño
y señor de una infinidad de tierras. Un hombre desconocido, el ser que la
engendró y se limitó a ello; pues sabía cómo era tan solo por una fotografía.
Nunca recibió un beso ni un abrazo de él; pues la odiaba. Y conocía la razón.
Ella fue la culpable de la muerte de la mujer que amaba y por esa causa la
apartó. Y ahora era demasiado tarde para intentar recuperar su cariño; pues
falleció unos meses atrás; al igual que su abuelo.
Por suerte su hermano no la
estigmatizó y vino a verla en dos ocasiones. Fueron los veranos más emocionantes
de su corta vida. La llevó a la gran ciudad, le compró vestidos, juguetes y
todo lo que se le antojó. El dinero nunca fue un impedimento. Su padre amasó
una gran fortuna. Y cómo le contó el abuelo, no fue fácil. Dejó las montañas y
el rebaño de cabras para ir a la aventura; a ese país de oportunidades que era
Cuba. Tras trabajar duro consiguió ahorrar para adquirir unas tierras. No eran
extensas, pero lo bastante para iniciarse en el cultivo de la caña de azúcar.
Tuvo suerte y con los beneficios adquirió más terrenos, hasta llegar a estar
entre los terratenientes más importantes de la isla. El éxito del señor Fuster
fue el orgullo de la diminuta aldea donde nació.
Adela no era de la misma opinión.
Pensaba que si hubiesen sido pobres su vida habría sido muy diferente. Tal vez
más llena de amor. Aunque, desechó al instante esa idea. Nada habría cambiado
el hecho de que fue la asesina de su madre y su padre la odiaría de igual
manera.
Sacudió la cabeza para apartar
tan tristes pensamientos y se afanó en terminar la tarea. Salvador, el capataz
de la granja estaría a punto de llegar. Cerró el baúl y se asomó a la ventana.
Algunos carruajes ya estaban estacionados y muchas de sus compañeras abrazaban
a sus padres con efusión, ante la estricta mirada de esos soldados de Dios, atentas
a cualquier fallo para no perder la ocasión de darles una reprimenda.
—Por suerte esto terminó para mí.
Ahora he de centrarme en mi presentación en sociedad y en buscar un buen marido
–dijo su compañera de habitación.
—Marta. Pero ¿qué dices? Eres muy
joven aún.
—Sí, diecisiete. Pero es la edad
ideal para comprometerse. Como tardes, otra de quita al mejor postor y te
quedas para vestir santos.
Adela la miró horrorizada.
—Hablas como si se tratase de un
negocio. El matrimonio debe basarse en el amor. ¿No?
Marta se acercó a la ventana y
arreglándose un rizo que le caía sobre la frente, dijo:
—Según mi madre, eso es lo peor
que a una le puede pasar. Los hombres son inconstantes en sus sentimientos. Una
sufre al ver a su esposo encaminarse hacia otro lado. Ya me entiendes.
Adela la miró con incomprensión.
—¡Ay, hija! ¿Es qué tú abuela no
te ha instruido en esas cuestiones?
—¿En cuáles?
—En los amoríos de los hombres.
Mira. Una debe saber que lo que juran los maridos ante el altar no es más que
humo. En particular en el apartado de la fidelidad. Cumplen con sus esposas para
procrear al heredero, pero se divierten con otras mujeres. Por esa causa, es
mejor tener en cuenta el patrimonio y la posición social de un pretendiente
antes que seguir los dictados de tú corazón. Toma buena nota, criolla. ¡Ahí
está mí coche! ¡Por fin me largo de este presidio!
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó
Adela con tristeza.
Su compañera levantó los hombros.
—Si no te vas a Cuba… ¿Quién
sabe?
Y diciendo esto, salió como una
ráfaga de la habitación.
Adela frunció la frente. Se
equivocaba. Nunca iría a la plantación. Su destino era la granja de Vic. Allí
era querida y siempre se sintió feliz.
Emocionada por la perspectiva de
regresar junto a su abuela bajó al recibidor y aguardó impaciente.
Poco a poco el colegio perdió el
bullicio y ella poniéndose más nerviosa. Salvador era una de las personas más
puntuales que conocía y se retrasaba más de la cuenta. Intranquila, golpeó el
suelo con el pie.
—Señorita Fuster. ¿Es qué no ha
aprendido nada? Cuide sus modales –la reprendió la hermana Gertrudis, con ese
tono exigente que no admitía réplica alguna. Por fortuna, la llegada de los
condes de Puig la alejó hacia el exterior.
Durante toda la tarde vio como
los coches devoraban a las alumnas henchidas de felicidad; mientras ella
aguardaba con un nudo en el estómago, intuyendo que, como la oscuridad que
comenzaba a apoderarse de las penumbras, un hecho trágico llegaría a su vida.
Intentó no perder la calma. Quizá habría surgido algún
contratiempo con el carruaje. Pero pasada una hora sus esperanzas fueron
pulverizándose.
Llorosa miró impotente como la puerta principal era cerrada
por la hermana Milagros.
—Se le habrá hecho de noche y no es conveniente viajar a
estas horas. Ya verás como mañana, a primera hora, vienen a buscarte. No te
preocupes. Ahora cenas y a dormir —le dijo, mostrándole un poco de misericordia.
Adela no lo creía. Salvador jamás dejó de recogerla y eso
significaba algo muy malo. Y pensó en la abuela. Un escalofrío le recorrió la
espalda. No. Estaría bien. Pero acostumbrada a que la vida no fuese amable con
ella no debía confiar. Lo que no entendía era la razón de que, si ella estaba
enferma o había muerto, Salvador no hubiese acudido para llevarla junto a ella.
Como un autómata siguió a la religiosa hasta el comedor. La
sala siempre bulliciosa estaba ahora sumida en el letargo. Adela experimentó
esa sensación de abandono que siempre la acompañó, pero más acentuada. No sólo
el dolor la angustiaba. Con la ausencia de su abuela se quedaría sola y ¿qué
sería de su vida? Volver al lugar donde nació no era posible. Su hermano no la
reclamó a la muerte de su padre. Además, hacía años que no pasaba a visitarla.
Era evidente que no la quería junto a él. No podía perdonarle que matase a su
madre. No se haría cargo de ella. La dejaría en el internado, con la orden de
que tomase los hábitos. Sería enterrada antes de comenzar a vivir y no podría
soportarlo.
Esa noche, en la soledad de la habitación, lloró con desgarro;
del mismo modo que hizo al llegar al internado. Pero ahora su mejor amiga no
podía darle consuelo. Y al pensar en ella la tortura se hizo más penetrante.
¿De verdad lo fue? Porque ni tan siquiera recibió un abrazo al irse, ni una
lágrima ni un gesto que le augurase que seguirían en contacto. De nuevo, la
Vida la alejaba de aquellos que creyó que la amaron.
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