sábado, 21 de diciembre de 2024

TEMPESTAD EN EL CORAZÓN


1

 

 

Martí se sirvió una copa de ron y se sentó en el porche para disfrutar de la puesta de sol. Era un espectáculo del que nunca se cansaba. Los tonos rojizos, naranjas e incluso grises, formaban un lienzo que ni el mejor de los artistas podría plasmar. Era la luz del trópico. De su adorada isla de Cuba. Allí el sol era potente y luminoso, y también una trampa mortal. Fue testigo de cómo su poder se llevó vidas y meses de trabajo. Aún así, no cambiaría su hogar por nada del mundo; al igual que su relación con Víctor. 

Llenó otro vaso en cuanto vio la figura imponente de su mejor amigo, que con pasos enérgicos avanzaba hacia él.

—Deduzco que las cosas no han mejorado —dijo al ver su rostro sombrío, ofreciéndole la bebida.

El otro se dejó caer en la silla, apuró el trago y resopló.

—Peor. Me ha lanzado un ultimátum. ¡Maldita sea! Esta vez va muy en serio, Martí. Tengo la soga atada al cuello con un nudo que no puedo desatar.

—¡Qué exagerado! No hay que desesperar. Todo se arreglará.

—¿Cómo? Ya conoces a mi padre. Es testarudo al igual que una mula. Dice que, si al acabar el año no acato sus deseos, me desheredará y me mandará con mis primos a Calella. ¿Te imaginas cómo puede ser la vida en ese pueblucho de pescadores? —se lamentó Víctor.

Martí sonrió y su amigo lo miró ceñudo.

—A ti te parece gracioso porque no tienes a nadie detrás que te implanta órdenes. A diferencia de mí, has tenido suerte de quedar huérfano.

Era cierto, pensó Martí. Su vida cambió por completo con la muerte de su padre. Fue como si un buen samaritano hubiese abierto la jaula donde el gorrión estaba preso. Ahora podía volar, tomar sus propias decisiones y, sobre todo, no sentirse un fracasado. Porque don Fuster era un hombre exigente, sin la menor misericordia ante los demás y menos si estos le fallaban. Y muchos años atrás la posesión más valiosa que tenía le falló. Ese fue el detonante que hizo estallar lo peor que escondía dentro. Intransigencia, frialdad e incluso, barbarie. Ser piadoso no entraba en su esquema de vida. Nadie. Absolutamente nadie, hacia las cosas bien. Ninguno logró estar a su altura. Más, no debía recordar el pasado. Un futuro halagüeño estaba ante él expectante a que diese el siguiente paso.  

—¿No tendrás intención de deshacerte del viejo? —bromeó.

Víctor apuró la copa y con brusquedad la dejó sobre la mesa.

—¡No digas sandeces! Mi padre es un tipo insufrible, pero aún así, le tengo afecto. Y procuro hacerle caso. Es uno de los terratenientes más avispados de la isla. A pesar de ello, su petición no es posible. Ya sabes la razón. 

Martí dio un largo sorbo. Su amigo acabaría por ceder a las peticiones paternas. No era de carácter firme; cómo tampoco de ese tipo de personas que renunciaban a las comodidades. Era un ser amante de la buena vida y huía de las complicaciones. 

—¿Por qué? –inquirió.

Víctor soltó una carcajada profunda.

—¿Tú lo preguntas? ¡Por Dios, Martí!

—Sabíamos que un día u otro llegaría este momento. Y que tendrías que afrontarlo. Pongas como te pongas, no hay otra.  

Su amigo se levantó y se apoyó en la baranda. Dejó que sus ojos negros se perdiesen en la lejanía, en los campos de tabaco, dónde los trabajadores se retiraban agotados tras una larga jornada de duro trabajo. En esos momentos se sentía igual que ellos. Sin derecho a decidir su destino.

—Ya nada será igual —musitó.

—Una esposa no es una cadena, querido amigo. El marido es el que manda. Además, no tiene porque vivir en la hacienda. La mayoría de las mujeres prefieren pasar en Trinidad o en La Habana buena parte del año. Con visitarla alguna vez ya cumplirás. Será una mera molestia. Nada más. Deja de preocuparte. La mayoría de las jóvenes suspiran por ti. Eres guapo y rico. Lo que se suele decir una pera en dulce. Eliges a la que más te agrade y se terminó el problema –dijo Martí.

Víctor se sirvió otra copa.

—¿Qué me agrade? ¡Joder! ¿Cómo puedes tomarte esta situación tan a la ligera? Pensé que te importaba. Que estábamos juntos en esto.

—Y lo estamos. Pero digamos que debemos tomarlo como un asunto comercial. Aquí nada tienen que ver nuestros deseos. Es cuestión de supervivencia. O cumples o te echa a ese pueblucho. Tú mismo.

—Podrías acogerme. No mermará tu estilo de vida. Por lo demás, soy tú mejor amigo. Más bien, tú amigo más querido, ¿no? —sugirió Víctor.

Martí inspiró hondo.

—Sabes que no… —Dejó de hablar ante la irrupción del mayordomo.

—Amo. Acaba de llegar esta carta con carácter urgente de España.

Martí lo despidió con un leve gesto de la mano. El remite era de Salvador. No serían buenas noticias. Rasgó el sobre y leyó con avidez. Al terminar, su rostro se mostró sombrío.

—¿Qué? —inquirió Víctor.

—La abuela está muy enferma. El médico dice que apenas le quedan unos meses. El capataz me pide que vaya para ocuparme de todos los asuntos. En especial, de mí hermana.

Víctor respingó.

—¿Y vas a ir?

—No tengo necesidad. Los abogados pueden encargarse de todo. Sin embargo, me gustaría poder despedirme de la abuela; a pesar de apenas haberla tratado.

—¿Y de tú hermana también?

Martí se mordió el interior de la boca con aire meditabundo.

—Imagino que lo más lógico sería que regresase.

—¿Piensas traerla?

Martí dejó caer la espalda en la silla, mientras hacia rodar la carta entre los dedos. 

—Algo tendré que hacer, ¿no?

—Por supuesto. No es un perro al que se abandona. Pero vivir aquí… No se. Debe haber otra solución que aporte menos complicaciones. ¿No puedes dejarla en el internado?

—Tiene dieciséis años. Es hora de que salga al mundo.

—O no. Tal vez no quiera. ¿Le has preguntado si tiene vocación de monja?

—Apenas la conozco, pero lo dudo mucho. Seguro que, cómo la inmensa mayoría de crías sueña con encontrar a su príncipe azul, casarse y tener muchos hijos. Todo lo contrario, a ti.

—O no. Aunque, sí lo que desea es otra vida, pues búscale un buen partido en Barcelona y no tendrá que venir. De este modo alejas las complicaciones. O si esa solución no te place, dale una buena dote y que la cuide una dama respetable. No sería extraño. Muchas huérfanas sin familiares ni tutor lo hacen.

Martí sonrió.

—¿Sabes que a veces sueles pensar con cordura?

Su compañero, por primera vez en ese día, también sonrió. Unos hoyuelos se formaron en sus mejillas, dándole un aspecto travieso.

—Tengo mis momentos.

—Ya que te veo de tan buen humor, ¿qué te parece si también te ayudo a escoger a la esposa perfecta? —bromeó Martí.

—Primero, ocúpate de lo más apremiante: tu hermanita. Considero que contratar a una señora sería lo mejor para todos. La conexión sería epistolar. Un modo muy cómodo para no tener que relacionarte con Adela y evitar las complicaciones de un tutor.    

—Razón por la que deberé viajar a Barcelona cuanto antes. Salvador no es apto para este asunto. Una carabina o un marido que sean adecuados no se encuentran con tanta facilidad. Y debo contar con la disposición de la chica.

—¿Por qué? Es menor de edad. Tú eres el que manda en su vida. Tendrá que obedecer lo que dispongas. Decidas lo que decidas.

—Veo que os encontráis en la misma situación. Espero que no cometas una locura antes de mi regreso, pues… —Martí calló. Arrugó la frente, para unos segundos después mostrar una amplia sonrisa—. No tiene porque haber dos bodas. ¿No te parece? ¡Por supuesto que no! ¡Esa es la solución!

Víctor lo miró con expresión desconcertada.

—¿De qué demonios hablas?

Martí se levantó y posó la mano en el hombro de su amigo.

—Tú debes casarte sí o sí, ¿cierto? Pues, ¡que mejor que hacerlo con Adela!

Víctor resopló.

—Sin duda, te has vuelto loco. Después de lo ocurrido…

—Eso ya pasó. Es historia. Y ahora aún somos más ricos que antes. Don Marcial Dalmau es un hombre ambicioso. Y si a uno le ciega la ambición se aferra a lo que más le conviene. Piénsalo bien. Lo quieras o no, tendrás que contraer matrimonio. Mi hermana es la esposa ideal. Se ha pasado toda la vida junto a las monjas. No conoce nada de la vida. Es pura inocencia. Te será fácil dominarla. ¡Podrás hacer lo que te plazca! Y lo principal, que sé que jamás la lastimarías. Por otro lado, si no recuerdo mal, era una niña preciosa. Puede que ahora sea una joven llena de hermosura. Lucirá bien en las reuniones sociales. ¿No es estupendo?

Víctor se revolvió los cabellos negros como el azabache.

—Lo estupendo sería no tener que sacrificarme.

—No seas tan dramático. Muchos otros han pasado por esto y viven a placer. ¡Está decidido! Le dirás a tu padre que vendrás a Barcelona conmigo y que no regresarás hasta dar con la nuera ideal.

—Aquí hay candidatas muy apetecibles. La sobrina de Partagás, la nieta de Bacardí y una decena más con fortunas cuantiosas.  

—Ya. Pero en Barcelona hay nobles. No se negará si le vas con el cuento que intentarás embaucar a una condesa. Al regresar estarás comprometido con Adela. Le dices que te casarás con ella o nunca tendrá nietos. Terminará por ceder. Mi hermana, a diferencia de las chicas de aquí ha sido educada con esmero. Tú viejo la adorará. Ya verás. Confía en mí. Sabes que jamás podría perjudicarte. 

—Lo sé. Pero esto… No es sensato. Hablas de que será encantadora y no se… Han pasado años desde la última vez que la visitaste. En realidad, apenas contaba seis años. Puede que lo que ya sabemos haya salido a la luz.

—Lo que no sería prudente es comprometerte con una de esas candidatas. Se han educado en una tierra salvaje y carecen de digamos… la inocencia precisa que requiere este asunto. Te causarían grandes conflictos. En cambio, Adela, podríamos decir que posee la mentalidad de una monja. Inocente y dócil. Y te aseguro que, por su correspondencia, es una chica de lo más normal.  

—Ya. Aunque, después de lo que pasó, pueden resurgir los fantasmas y sería terrible para todos. Dudo que papá la acepte. No se arriesgará a… Ya sabes.

Martí rodeó con el brazo la espalda de su amigo.

—No ocurrirá nada. Nuestros padres se encargaron de borrar toda huella y el secreto, si no hablas, quedará sellado para siempre. Por otro lado, los informes que recibo son muy favorables. Vamos, amigo. Es el plan perfecto. No lo dudes.

Víctor no estaba tan seguro. A pesar de ello, confiaba ciegamente en él.

—Es una locura. De todos modos, iremos a Barcelona. Llevo más de quince años sin pisarla y me apetece disfrutar de los placeres y esparcimientos que ofrece.  Y confío en que me deseas lo mejor. Y si la chica ha salido a parte de la familia, digamos al igual que tú, será muy atractiva.

—Te lo aseguro, amigo. Era una muñequita recién nacida y en mi última visita me confirmó que esa niña sería toda una belleza. ¡Bien! ¡Pues no se hable más! Nos vamos a Barcelona. ¡Podremos gozar con desenfreno sin que nadie nos lo impida ni nos tilde de degenerados! –exclamó Martí eufórico.

—Estamos a punto de cometer una locura –musitó Víctor, de nuevo abatido.

Martí clavó sus ojos azules en su amigo.

—¿Sabes que jamás desearía perjudicarte, ¿verdad?

—Lo sé –confirmó Víctor.

Su amigo llenó de nuevo los vasos.

—¿Te quedas esta noche?

—Imposible. Mi padre ha organizado una reunión con alguno de los exportadores de café. Y ya sabes que quiere que me implique más en el negocio y más con los conflictos que han surgido. Tengo que largarme antes de que caiga la noche –rechazó Víctor. 

Martí comprimió los labios en un gesto de decepción.

—Pensaba tener una velada agradable con mí mejor amigo. Aunque, no importa. Podremos pasar muchas en Barcelona.

—Eso si convenzo a don Dalmau.

—Víctor. Si te lo propones eres muy convincente. Sé que lo harás. ¡Ah! Y pronto, porque nos largamos en una semana. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2

 

 

El verano había nacido con fuerza y su llanto lleno de vida inundó las habitaciones. Las bocas hambrientas de los baúles eran alimentadas por jóvenes llenas de esperanza, de sueños concebidos durante meses. Sus risas anunciaban una temporada llena de luz lejos de esos muros oscuros que las separaban de una vida llena de esplendor. Era hora de disfrutar de fiestas, de las calles animadas y de sus comercios; pero, sobre todo, del calor de la familia, de refugiarse en los brazos maternos.

Adela no. Su destino era bien diferente. Para ella no habría celebraciones, ni paseos por calles llenas de vitalidad, ni tampoco el contacto con su madre. Aunque, esa ausencia no la lastimaba en absoluto. Tal vez, una leve percepción de añoranza por ese sentimiento nunca experimentado.

Su madre falleció a los pocos días del parto. Pero era un hecho que a la familia no le gustaba comentar. Cómo tampoco las cosas que ocurrían en la hacienda de Cuba; lugar al que vino al mundo y que apenas unos meses después de la muerte de su madre fue exiliada por su padre con destino a España para que la familia cuidase de ella.  

Su nuevo hogar fue la casa de los abuelos, una granja aislada entre montañas cerca de la pequeña ciudad de Vic. En ese paisaje idílico creció con libertad; hasta que, el cabeza de familia consideró que debía ser educada de acuerdo con su condición de familia adinerada.

El colegio Santa María de las Virtudes fue el elegido. Un centro donde confluían las hijas de las mejores familias burguesas y nobles de la ciudad de Barcelona. La educación era exquisita en esa cárcel donde las religiosas implantaban la rigidez, la religión y prohibiciones cómo máxima regla.

Las primeras semanas lloró sin consuelo. Ninguna de sus compañeras acudió a ayudarla. Ya estaban habituadas a esas reacciones en las novatas. Al final, Marta se apiadó de esa chiquilla de aspecto frágil.

—No llores, criolla. Incluso de la serpiente se puede sacar provecho. Te enseñaré cómo manejar a esas brujas. Todo irá bien. Ya lo verás. 

Y la ayudó a sobreponerse, a demostrarle que esa etapa era una más de la vida. Adela comprendió que lamentarse no serviría de nada y comenzó a recuperar las ganas de vivir de la mano de esa compañera de carácter invencible. Llegó a la conclusión de que esa cárcel era transitoria y que en unos años recuperaría la libertad. La sonrisa regresó a su rostro de una belleza singular, por lo poco común. No poseía un semblante de porcelana. Su piel se asemejaba más a las campesinas bronceadas por el sol. El cabello, al contrario de lo que dictaba la moda, no era ondulado. Por suerte el color era precioso y nada común. Dorado con reflejos rojizos. En cambio, si se sentía orgullosa de sus grandes ojos azules tan nítidos como el mar al estar en calma. Suponía cómo el lejano océano que rodeaba Cuba, el lugar donde nació. Un lugar que esperó ser llevada de nuevo al llegar cada verano. Aquello nunca ocurrió.

En esa época la alegría se acentuaba por el periodo de vacaciones. Las risas surgían de nuevo ante la perspectiva de volar. A la hora acordada, los ojos emocionados de las muchachas no dejaban de mirar a través de las ventanas para ver llegar a sus padres o familiares.

Adela nunca pasó por ello. Su padre se encontraba a miles de kilómetros y era un hombre muy ocupado. No tuvo tiempo para visitarla. Su relación con la familia se limitaba a las escasas cartas que le mandaba su hermano. En ellas se plasmaba una vida muy distinta a la suya. La mansión donde vio la luz era luminosa y rodeada de un jardín exuberante. Palmeras, mimosas, rosas y flores que ni tan siquiera podía imaginar. Y en medio de ese vergel su padre, un hombre muy alto, fornido, dueño y señor de una infinidad de tierras. Un hombre desconocido, el ser que la engendró y se limitó a ello; pues sabía cómo era tan solo por una fotografía. Nunca recibió un beso ni un abrazo de él; pues la odiaba. Y conocía la razón. Ella fue la culpable de la muerte de la mujer que amaba y por esa causa la apartó. Y ahora era demasiado tarde para intentar recuperar su cariño; pues falleció unos meses atrás; al igual que su abuelo.        

Por suerte su hermano no la estigmatizó y vino a verla en dos ocasiones. Fueron los veranos más emocionantes de su corta vida. La llevó a la gran ciudad, le compró vestidos, juguetes y todo lo que se le antojó. El dinero nunca fue un impedimento. Su padre amasó una gran fortuna. Y cómo le contó el abuelo, no fue fácil. Dejó las montañas y el rebaño de cabras para ir a la aventura; a ese país de oportunidades que era Cuba. Tras trabajar duro consiguió ahorrar para adquirir unas tierras. No eran extensas, pero lo bastante para iniciarse en el cultivo de la caña de azúcar. Tuvo suerte y con los beneficios adquirió más terrenos, hasta llegar a estar entre los terratenientes más importantes de la isla. El éxito del señor Fuster fue el orgullo de la diminuta aldea donde nació.

Adela no era de la misma opinión. Pensaba que si hubiesen sido pobres su vida habría sido muy diferente. Tal vez más llena de amor. Aunque, desechó al instante esa idea. Nada habría cambiado el hecho de que fue la asesina de su madre y su padre la odiaría de igual manera.

Sacudió la cabeza para apartar tan tristes pensamientos y se afanó en terminar la tarea. Salvador, el capataz de la granja estaría a punto de llegar. Cerró el baúl y se asomó a la ventana. Algunos carruajes ya estaban estacionados y muchas de sus compañeras abrazaban a sus padres con efusión, ante la estricta mirada de esos soldados de Dios, atentas a cualquier fallo para no perder la ocasión de darles una reprimenda.

—Por suerte esto terminó para mí. Ahora he de centrarme en mi presentación en sociedad y en buscar un buen marido –dijo su compañera de habitación.

—Marta. Pero ¿qué dices? Eres muy joven aún.

—Sí, diecisiete. Pero es la edad ideal para comprometerse. Como tardes, otra de quita al mejor postor y te quedas para vestir santos.

Adela la miró horrorizada.

—Hablas como si se tratase de un negocio. El matrimonio debe basarse en el amor. ¿No?

Marta se acercó a la ventana y arreglándose un rizo que le caía sobre la frente, dijo:

—Según mi madre, eso es lo peor que a una le puede pasar. Los hombres son inconstantes en sus sentimientos. Una sufre al ver a su esposo encaminarse hacia otro lado. Ya me entiendes.

Adela la miró con incomprensión.

—¡Ay, hija! ¿Es qué tú abuela no te ha instruido en esas cuestiones?

—¿En cuáles?

—En los amoríos de los hombres. Mira. Una debe saber que lo que juran los maridos ante el altar no es más que humo. En particular en el apartado de la fidelidad. Cumplen con sus esposas para procrear al heredero, pero se divierten con otras mujeres. Por esa causa, es mejor tener en cuenta el patrimonio y la posición social de un pretendiente antes que seguir los dictados de tú corazón. Toma buena nota, criolla. ¡Ahí está mí coche! ¡Por fin me largo de este presidio!

—¿Nos volveremos a ver? —preguntó Adela con tristeza.

Su compañera levantó los hombros.

—Si no te vas a Cuba… ¿Quién sabe?

Y diciendo esto, salió como una ráfaga de la habitación.

Adela frunció la frente. Se equivocaba. Nunca iría a la plantación. Su destino era la granja de Vic. Allí era querida y siempre se sintió feliz.     

Emocionada por la perspectiva de regresar junto a su abuela bajó al recibidor y aguardó impaciente.

Poco a poco el colegio perdió el bullicio y ella poniéndose más nerviosa. Salvador era una de las personas más puntuales que conocía y se retrasaba más de la cuenta. Intranquila, golpeó el suelo con el pie.

—Señorita Fuster. ¿Es qué no ha aprendido nada? Cuide sus modales –la reprendió la hermana Gertrudis, con ese tono exigente que no admitía réplica alguna. Por fortuna, la llegada de los condes de Puig la alejó hacia el exterior.

Durante toda la tarde vio como los coches devoraban a las alumnas henchidas de felicidad; mientras ella aguardaba con un nudo en el estómago, intuyendo que, como la oscuridad que comenzaba a apoderarse de las penumbras, un hecho trágico llegaría a su vida.

Intentó no perder la calma. Quizá habría surgido algún contratiempo con el carruaje. Pero pasada una hora sus esperanzas fueron pulverizándose.

Llorosa miró impotente como la puerta principal era cerrada por la hermana Milagros.

—Se le habrá hecho de noche y no es conveniente viajar a estas horas. Ya verás como mañana, a primera hora, vienen a buscarte. No te preocupes. Ahora cenas y a dormir —le dijo, mostrándole un poco de misericordia.

Adela no lo creía. Salvador jamás dejó de recogerla y eso significaba algo muy malo. Y pensó en la abuela. Un escalofrío le recorrió la espalda. No. Estaría bien. Pero acostumbrada a que la vida no fuese amable con ella no debía confiar. Lo que no entendía era la razón de que, si ella estaba enferma o había muerto, Salvador no hubiese acudido para llevarla junto a ella.

Como un autómata siguió a la religiosa hasta el comedor. La sala siempre bulliciosa estaba ahora sumida en el letargo. Adela experimentó esa sensación de abandono que siempre la acompañó, pero más acentuada. No sólo el dolor la angustiaba. Con la ausencia de su abuela se quedaría sola y ¿qué sería de su vida? Volver al lugar donde nació no era posible. Su hermano no la reclamó a la muerte de su padre. Además, hacía años que no pasaba a visitarla. Era evidente que no la quería junto a él. No podía perdonarle que matase a su madre. No se haría cargo de ella. La dejaría en el internado, con la orden de que tomase los hábitos. Sería enterrada antes de comenzar a vivir y no podría soportarlo.  

Esa noche, en la soledad de la habitación, lloró con desgarro; del mismo modo que hizo al llegar al internado. Pero ahora su mejor amiga no podía darle consuelo. Y al pensar en ella la tortura se hizo más penetrante. ¿De verdad lo fue? Porque ni tan siquiera recibió un abrazo al irse, ni una lágrima ni un gesto que le augurase que seguirían en contacto. De nuevo, la Vida la alejaba de aquellos que creyó que la amaron.    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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