1
Cada verano tiene su historia. La mía transcurrió en el verano de mil
novecientos setenta y ocho.
La decisión de mis padres de pasar las vacaciones en la Costa Azul, en
concreto en la encantadora población de Antibes, cambió por completo el resto
de mí vida.
El lugar me dio lo mismo. En esa época no era una muchacha dada a tener
grandes ilusiones y mucho menos expectativas. No esperaba nada emocionante en
el futuro, a pesar de que todos opinaban que sería magnífico. Juicio creado por
el gran potencial de mi cerebro. Era superdotada. Un atributo envidiable para
la gran mayoría de la humanidad. Pero los de mí misma condición, considerábamos
una tragedia. Un hecho que durante la época escolar una ignoraba que existía.
Sin embargo, la excepcionalidad, al llegar al bachiller salía a la luz. Nos
convertíamos en los raros, antipáticos, aburridos y, sobre todo, empollones;
hecho que provocaba el rechazo inmediato del resto de compañeros. Y si se
añadía a ello que esa cualidad se daba en un cero coma uno por ciento de la
humanidad, eras la única rara avis, y siempre existía el cazador que intentaba
exterminarte. Esa persecución, al siguiente curso, te obligaba a protegerte y
la única manera era convertirte en una ave de lo más vulgar. Y a los quince
años, por primera vez, obtuve unas notas deplorables.
Mi supuesta falta de interés por los estudios provocó que de rara avis,
pasara a ser un canario sin voz al que se le ignoraba. Fue una liberación. Para
mis padres un drama. Eran incapaces de entender que le pasó a su prodigiosa
hija; por lo que, a pesar de que esta decisión era un tabú social al
considerarse que no era más que un loquero, acabé en el consultorio de un
psicólogo. Por supuesto, bajo el consejo del director de mi escuela, la más
prestigiosa de la ciudad y en la más absoluta clandestinidad.
El hombre me analizó, me hizo pruebas y puso especial empeño en que le
contase mis sentimientos más profundos. Por supuesto, no lo logró. Las guardé
bien adentro. No fui nunca un ser sociable y ni gozaba de la complicidad de mis
padres para poder abrirme en canal, por lo que ni mucho menos abriría mis
emociones a un extraño. Aun así, el
psicólogo, tras una decena de sesiones, llegó a la conclusión que no albergaba
problema alguno, que mí actitud y capacidades eran las típicas de un cerebro portentoso.
Di un resultado de ciento cincuenta puntos de coeficiente intelectual. Conclusión:
Superdotada.
No pueden ni imaginar el subidón que sufrieron mis padres al poder decir
que su hija poseía un cerebro tan portentoso igual que el de Goethe, Einstein o
Marie Curie. A partir de entonces, los planes sobre mi se multiplicaron. Para
comenzar, me sacaron del colegio y me inscribieron en una academia
especializada en cerebritos donde nos preparaban para el ingreso en la
universidad antes de lo previsto. Fue un cambio, lo reconozco. Por primera vez
me encontré con gente tan peculiar al igual que yo, que lo único que pretendían
en esta vida era esconderse en su mundo y sacar las mejores calificaciones. Se
terminaron los acosos, las burlas y las vejaciones. Y aún así, mi ánimo
continuaba sumido en las profundidades de un pozo. Tal vez, por los años de
exclusión y falta de amigos. Porque, nunca los tuve. Mi carácter no era lo que
se dice alegre. Era una de esas personas sombrías, calladas y solitarias. Esa posición,
según el sicólogo, era consecuencia de que mi gran capacidad era incapaz de
compatibilizar con las comunes. Así que, ante la perspectiva de que mi
existencia no iba a cambiar, me sumergí de nuevo en los estudios. Era lo único
que aportaba un rayo de luz a mi vida lóbrega. Y tras el primer curso, conseguí
sacar la máxima calificación en las oposiciones.
Caterina Torrent, mi madre, no dejó de decirlo en cada una de las
meriendas que organizaba para sus amigas. Porque, mamá sí las tenía. O eso
pensaba. Yo nunca lo creí. En el círculo en el que se movía tan solo existían
las serpientes. Mujeres y hombres de alto nivel, mejor dicho, altísimo, que lo
único que ambicionaban era poder y dinero; y si por ello debían pisotear una
amistad, no dudaban en aplastarla.
En cuanto a papá, él apenas alardeó. Lo único que hizo fue hacer planes
por mí. Por supuesto, ni uno encaminado hacia la fábrica que enriqueció a los
Torrent. Ese derecho se destinaba al varón de la familia, mi hermano Magí. En
aquellos años a las mujeres apenas nos dejaban ejercer nada importante. No
obstante, los tiempos estaban cambiando con la transición. Y papá, a pesar de
ser uno de esos tipos rancios anclados en el pasado, también era inteligente y
no dudaba en sacar beneficio de las nuevas oportunidades. Y yo, ahora, era una
de ellas. Una carrera universitaria llena de notas laureadas aportaría a los
Torrent aún más prestigio. Por lo tanto, su cerebro calculador comenzó a
calibrar cuál sería la idónea para su hija. Una arbitraje que, para mi
desgracia, no podría rehusar. Ovidi Torrent no dudaría en echarme de su vida.
Así que, estudiaría lo que él decidiera. No tenía otra que obedecer.
La verdad era que me daba lo mismo. Ya he dicho que no tenía grandes
perspectivas para el futuro. Lo único que tenía claro era alimentar a mi intelecto
y que, estudiara lo que estudiara, al final, con ese título en la mano,
terminaría al igual que todas las chicas de mi circulo social, casada, con
hijos y ejerciendo de ama de casa aburrida. Porque, a pesar de mi falta de
estima y de belleza, obtendría un marido. Un hombre al que no le importaría
estar junto a una mujer a la que no amaba, pero que sí le reportaría influencia
y mucho dinero; y que terminaría sus días junto a un esposo que la engañaría,
mientras que en las fiestas mostraría un amor hacia ella inexistente. Una
realidad que, por desgracia, conocía de primera mano gracias a mis padres.
—Este año, debido al esfuerzo de Joanna por los estudios y dadas las
buenas calificaciones en la selectividad, que le permitirá entrar en la
universidad dos años antes de lo previsto, he decidido que pasaremos el verano
en Antibes —anunció papá.
—¿Adónde? —inquirió mi hermano con el ceño contraído.
He de decir que, a diferencia de mí, no era listo. Por el contrario, más
bien muy poco capacitado para los estudios. A sus trece años era la segunda vez
que repitió curso y fue incapaz de ingresar en el bachiller. Por supuesto, a
papá no le molestó lo más mínimo. Decía que su destino era el negocio familiar
y que ya aprendería.
—Está en Francia, en La Costa Azul. Cerca de Cannes. He alquilado una
casa ante el mar. Nos relajaremos, disfrutaremos de la gastronomía francesa, de
personas muy interesantes y Joanna podrá meditar con calma que carrera escoger.
Aunque, espero que se decante por magisterio o literatura. Las más adecuadas
para una señorita —contestó papá.
Claro está, no eran sugerencias, eran órdenes. En cuanto a mi madre,
tampoco tuvo participación en escoger el lugar de veraneo. El cabeza de familia
era el que elegía y ordenaba, y el resto a su cargo, obedecía. Nos deshicimos
de la dictadura del gobierno. De todos modos, la mayoría de hogares continuaba
bajo la paterna.
—¿En serio? ¡Fantástico! —exclamó su esposa, con evidente alegría.
No me extrañó que en esa ocasión estuviese de acuerdo. El lugar no podía
ser más fabuloso y por supuesto, carísimo; lo cual no era una traba para la
familia Torrent. Podíamos pagarnos lo que nos viniese en gana. Ya les he dicho
o lo he insinuado, de que éramos acomodados. No pueden llegar a imaginar
cuánto. Pero lo que entusiasmó a Caterina Torrent no fue otra cosa que poder
pavonearse ante sus amigas, porque ninguna de ellas tendría, ese verano, unas
vacaciones tan glamurosas. Y así se lo demostraría en esas meriendas al mostrar
las fotografías de la residencia, del yate, de las playas y en especial, de las
amistades famosas con las que se codearía. Porque, mamá sí tenía ilusiones.
Banales, pero a diferencia de mí, proyectos, al fin y al cabo.
Así que, el día uno de junio, para demostrar nuestro poderío, estrenamos
el último modelo de Mercedes y nos pusimos rumbo a Antibes.
2
El recorrido en el nuevo coche he de confesar que fue cómodo. No así el
repertorio musical con el que mi padre intentó amenizarnos. Canciones rancias,
pasadas de moda y carentes de alegría.
Papá, por favor. Pon la radio le pidió Magí.
En esa ocasión, le agradecí el ruego. Y más cuándo sonó la primera
canción, que no fue otra que el gran éxito veraniego de Formula V, Vacaciones
de verano. No era precisamente una maravilla, ni tampoco me identificaba al
decir aquello de que hoy mi vida comienza. La mía, en la playa, en el campo o
en la ciudad, seguiría igual de monótona y sombría.
En algo me equivoqué. Al cruzar la frontera, la verdadera modernidad
musical se expandió al ritmo discotequero de I’m your Boogie Man. Aunque, una
vez más, la letra no coincidía conmigo. Nunca sería el amor ni la pasión de
nadie, y mucho menos, ningún hombre estaría dispuesto a cometer una locura por
mí.
Al atardecer llegamos a Antibes. La población francesa resultó ser
encantadora. Carecía de la agitación de Cannes. El lugar ideal para descansar
si a uno le apetecía y al mismo tiempo, cerca de todos los lugares de moda
donde uno podía disfrutar del glamur que mamá deseaba.
Por el contrario, el edificio, a pesar de encontrarse frente al mar, no
le pareció nada adecuado para la familia Torrent. Era antigua, más bien
deteriorada.
—¿En serio, Ovidi? ¿Esto es lo mejor que has encontrado? —se quejó.
—Nunca juzgues por la fachada. El interior es lo que cuenta —replicó él con
una de sus contundentes sentencias.
Y no le faltaba razón. Sobre todo, si se la aplicaba a él. Su fachada
ocultaba una personalidad que creó cara a los espectadores. Y he de reconocer
que era buen actor. Ovidi Torrent tenía fama de ser honrado, piadoso y amante
de la familia. Cualidades imprescindibles durante los cuarenta años de
represión y que casi nadie acataba; en especial la gente de nuestro círculo
privilegiado. Su poder les concedía la gula de saltárselas; por supuesto, en la
intimidad.
Mamá, cómo siempre, no expuso una queja más y cruzó la puerta de la casa
en la que pasaríamos el verano. En esa ocasión, tuvo que admitir que su esposo
dijo la verdad. Era una vivienda preciosa. Decorada con exquisitez. Cada objeto
tenía un valor incalculable. Por supuesto, no lo admitió en voz alta. No quería
darle ese gusto a su marido; tampoco reconocer que su elección de Babette y
Fabrice, los empleados, fue acertadísima. En el mismo instante que pusimos el
pie en la casa demostraron su profesionalidad. Y nada era más cómodo para ella
que no tener que lidiar con criados torpes o malcarados. A mamá le gustaba la
vida fácil. No estaba acostumbrada a enfrentarse a las dificultades. Siempre
siguió los dictados de sus profesoras, después las de sus padres y al final,
las de su marido.
Tras acomodarnos y reposar del largo viaje, salimos a cenar.
En las callejuelas más antiguas se hallaban comercios dedicados a las
antigüedades, galerías de arte, souvenirs y restaurantes con encanto.
Papá se decidió por uno de especialidades provenzales. Y por supuesto, de
lo que todos teníamos que comer. Paté de aceitunas, ensalada nizarda, crema de
bacalao con patatas y aceitunas, y de postre pastel glaseado de cítricos.
He de decir que, a pesar de la voluntad de perder peso, fui incapaz de
resistirme a tanta delicia y dejé los platos tan limpios que nadie diría que
contuvieron comida. Me gustaba comer y me sigue gustando, y a pesar de ello no me
he convertido en una vaca. Sin embargo, en aquellos días, la última moda era
estar tan lisa lo mismo que una tabla y mi cuerpo poseía curvas un tanto
pronunciadas; lo cual incrementaba mi falta de seguridad y al mismo tiempo, mi
desidia por no esforzarme. Pensaba que, de todos modos, hiciese lo que hiciese,
nunca sería atractiva; por lo que, me negaba a abandonar uno de mis pocos
placeres.
Otro de mis grandes goces es disfrutar del agua. En todos sus aspectos.
En la ducha, en la bañera, en un río o bajo la lluvia, en especial en el mar. Y
el mar que se ofreció ante mí me pareció mágico. El agua me atrajo al igual que
un imán, pues poseía el mismo azul que los ojos de Javier, el hijo del mejor
amigo de mi padre y el único amor de mi vida. Un amor, por supuesto,
irrealizable por el hecho de que él jamás me miró ni llegaría a hacerlo por una
chica de mi condición.
—¡Que silencio! Da gusto poder leer sin ser molestados por esas radios
estridentes —dijo mamá.
—¿Es qué no te has fijado? Hay carteles que prohíben animales, comer y
transistores. He de reconocer que estos franceses, en algunas cosas, son
eficaces —le aclaró papá.
—No en todo. ¿Has visto eso? Seguro que es de unos hippies sucios y
molestos. Es inaudito que lo permitan. Este es un lugar familiar y exclusivo;
sobre todo distinguido, para gente como nosotros —le indicó mamá y se sentó en
la tumbona.
Volvimos la mirada hacia el mismo lugar que ella. Al parecer se refería a
una caravana asentada bajo unos árboles al final del arco que formaba la arena.
—Esto en España no pasaría. Una buena multa y directos a la cárcel. No
traen más que problemas con esas ideas revolucionarias del amor libre, drogas y
música estridente. No son más que gentuza sin moral —rezongó papá, con ese tono
que expresaba la rabia que sentía por todo aquello que deseaba cambiar su modo
de vivir.
—Estamos en Francia, papá. Aquí todo es distinto. Además, dudo que sean
hippies. El movimiento terminó a principios de esta década —opiné.
—Da igual. Por el aspecto del vehículo, estos serán unos nostálgicos y
siguen con esa vida llena de excesos y de delincuencia. Este no es lugar para un
hatajo de apestosos. Es un lugar con clase.
—Todos tenemos alguna nostalgia escondida en el corazón —suspiré.
—Ahí has dado en el clavo. España también se está convirtiendo en un
lugar anárquico. ¡Mira que legalizar al partido comunista! Esos desarrapados
nos lo van a quitar todo. Ya no impera el orden. Y echo de menos a ese gobierno
que nos conducía por el buen camino. Si no hay mano dura, nace el caos —refunfuñó
papá.
—No todo era perfecto, querido. La mujer, por suerte, ya puede votar —intervino
mamá.
—Y no me opongo a ello, puesto que una buena esposa decidirá lo mismo que
su marido —apuntilló papá.
Le recordé que en unos meses se realizaría un referéndum en España para
aprobar la nueva constitución donde las mujeres conseguirían la independencia
de los hombres y que podría ser que saliese adelante. A lo cual me respondió
que nunca sucedería algo así, que la gran mayoría de los españoles éramos gente
civilizada y con una gran moral.
Por supuesto, pensé que tan oprimidos y miedosos al igual que el resto de
su familia; al igual que la gran población del país. Esas nuevas ideas para
cambiar a España no progresarían. La represión y terror empequeñecen los
ideales. No obstante, ya había voces que exigían el regreso de la democracia y libertades.
De todos modos, esos hechos no me causaban preocupación ni tampoco esperanza,
pues nunca dejaría de estar bajo el ala opresora de papá. Eso, ningún
referéndum ni un acto de mi valentía lograría cambiarlo.
Ovidi Torrent, sin apartar la mirada de esa Volkswagen, encendió un
cigarrillo y tras dar una larga calada y soltar el humo dijo:
—Niños. Os prohíbo ni tan siquiera acercaros a esa caravana. ¿Entendido? Y
Joanna, mientras haces la digestión, métete bajo el parasol y ponte protector.
No queremos que tu piel se oscurezca al igual que a una vulgar campesina y que
tus pecas aumenten. Eres una señorita de buena familia.
Obedecí sin dejar de mirar hacia esa furgoneta de color azul decorada con
pinturas de flores coloridas. La imagen me sacudía de la misma manera que el
día que me planté ante El mar tormentoso de Gustave Courbet. Esa barca sin
poder echarse a ese mar embravecido. Y esa barca era yo. Alguien que debía
permanecer en el yugo de la tierra y a la que le era imposible escapar o esa
libertad lo devoraría. Y esa caravana me pareció que contenía esa liberación
que todos anhelábamos. Hombres y mujeres que se negaban a seguir las reglas y
que vivían a su antojo, sin miedos, sin albergar culpa.
Abrumada por esos pensamientos lóbregos tan poco habituales en mí, me
levanté y desobedecí la orden y corrí hacia el agua, y me lancé con la
esperanza de ser lavados.
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