CAPÍTULO 1
Con la muerte de papá descubrí la
existencia de tía Claudia. Mis padres nunca me hablaron de ella.
Papá digamos que no fue un hombre que
podría considerarse ejemplar. Adoraba el vino y la butaca gastada que presidía
la destartalada sala, lugar en el cuál permanecía cuando estaba sin trabajo,
que era la mayor parte del tiempo. Tal vez por esa razón mamá acabó harta y se
largó sin importarle lo que dejaba atrás, aunque eso incluyera el abandono de su hijo.
En cuanto a mi tía ignoro el motivo de su
desinterés por la familia. Aunque, lo que quedaba claro era que ella nunca
permaneció del todo ajena a nuestras vidas. Su presencia así lo confirmaba.
En un principio su llegada me causó cierto
alivio. Cualquier familiar evitaría que fuese a parar a un centro de menores.
Estaba seguro que me consumiría encerrado cumpliendo normas, castigos y
vejaciones de unos funcionarios fríos y distantes con críos por los cuáles no
sentían el menor afecto. Yo era un espíritu libre.
Sin embargo, el aspecto de tía Claudia,
severo e intransigente que mostró ante mis amigos me hicieron temer que las
cosas no iban a ser mucho mejores.
Por un instante pensé en largarme, alejarme
de esa mujer con aspecto de institutriz inglesa, pero ¿adónde? Papá no dejó ni
un céntimo y francamente, la expectativa de vivir en la calle junto a los
desgraciados que llenaban el “Callejón podrido”, no me pareció la mejor
solución. Así que, tras el sepelio (del todo patético por el escaso número de
asistentes) aguardé con ansia su decisión.
El cuerpo de tía Claudia, delgado y seco
enfundado en un vestido negro muy parecido al de una amantis religiosa, se
desplomó en la butaca de papá esbozando una mueca de desagrado ante la mugre
que la cubría.
—Albert, es duro perder a un ser querido y
sé que en estos momentos la tristeza te invade, pero te aseguro que lo superarás —dijo.
Lo que voy a confesar es muy probable que
escandalice a más de uno, pero su pérdida no me afectó demasiado. Hacía un par
años que entre papá y yo no existía el menor afecto cuando comprendí que su
adición a la bebida no fue producida por el abandono de mamá, si no por su
debilidad. La lástima que sentí hacia él dio paso al desprecio y nuestra
relación se limitó a la de dos extraños que compartían piso.
—Te hablaré claro. Aunque no esté bien
hacerlo en estas circunstancias, sin embargo es la verdad. Luís estaba lleno de
defectos. Era débil y cobarde. Por eso se destrozó la vida. Le advertí que no
debía casarse con tu madre y mucho menos mudarse a Londres cuando naciste. Le
dije que esa mujer acabaría por abandonarlo, y así fue. Ella nunca se adaptó a
las obligaciones familiares. Es lógico. Los ingleses son raros, no sienten
apego por los suyos. ¡En fin! Todo eso pertenece al pasado. Ahora debo cuidar
de ti. No creas que me complace, todo lo contrario. Estoy acostumbrada a vivir
sola y tu compañía en la casa será un estorbo. De todos modos no podemos
olvidar que somos familia y debemos ayudarnos. ¿No es así?
Asentí sin demostrar demasiado entusiasmo.
Sin embargo, las palabras que siguieron a
esa amenaza me hundieron en el peor de los infiernos.
—Hoy mismo partiremos. He dejado resueltos
todos los asuntos. En unos días el transportista traerá las cosas que no he
desechado. No tardarás en hacer el equipaje. Total —añadió dando una ojeada al
armario—aquí no hay nada que merezca la pena llevarse al pueblo. Ya te compraré
un nuevo ropero.
¿De qué demonios hablaba? ¿Acaso creía que
un chico de ciudad iba a largarse al campo? Yo estaba acostumbrado a deambular
por el muelle, a codearme con marinos y cargadores en tascas que olían a aceite
refrito y a sardinas, a perderme en calles estrechas que rezumaban humedad
llenas de gente variopinta y de mal vivir. ¡Ni hablar!
Tía Claudia esbozó una sonrisa
conciliadora.
—No pongas esa cara. Allí estarás mucho
mejor. Este barrio es una cloaca. La mayoría de los que viven aquí son
delincuentes y mujeres que... ¡En fin! Ya sabes. Y no quiero que acabes en la
cárcel. Así que, recoge tus cosas. El autocar sale dentro de una hora.
Las materias incandescentes estallaron en
mi interior con la amenaza de una erupción inminente. Quise gritar que aquella
solución me parecía una mierda, decirle que me gustaba el barrio y la gente que
lo poblaba; que sin el bar de Toño y el billar moriría de aburrimiento. Que
prefería la compañía de mis disolutos amigos a la de unos palurdos, por muy
decentes que fuesen.
El estallido fue una falsa alarma. Con la
docilidad del perro que ha sido abandonado obedecí cada orden. Escuché cada
palabra mientras vaciaba el armario.
—¿No te llevas la fotografía? —me preguntó.
La imagen de mis padres rodeada por un
marco dorado, que evidentemente desentonaba entre aquellas paredes decoloradas
por la humedad, ofrecía el aspecto de la felicidad. Una dicha que con el tiempo
llenó de oxido los barrotes de la celda que compartieron. No deseaba llevármela
a mi exilio, su constante presencia me traería recuerdos de una vida, nada
fantástica, pero que sin embargo estaba seguro que añoraría. De todos modos,
dejé caer la fotografía sobre la ropa junto al transistor.
Al cruzar la puerta, seguramente por última
vez, miré lo que hasta entonces fue mi hogar.
Para ser sincero, aquello se parecía más a
una cuadra que a una casa; y eso que tía Claudia la adecentó un poco limpiando
cada rincón. Tarea que consideré del todo inútil puesto que nada podía
mejorarla. Las grietas surcaban las paredes y el techo. Su avance imparable
acabaría por derribar el edificio. Yo no estaría allí, sin embargo, el
terremoto que provocó mi tía me hundió bajo los escombros de la impotencia
impidiendo que pudiera respirar, arrancándome tras cerrar la puerta, la
libertad que hasta entonces gocé.
Caminando tras la araña que me atrapó
en el hilo opresor las calles musitaron
palabras de protesta, las farolas enrojecieron los rostros y los letreros de
neón escribieron su despedida triste, mientras la persiana de hierro bostezaba
al despertar, dispuesta a devorar a hombres solitarios en busca de sexo entre
luces rojas. Les grité que no temieran por mí. Volvería.
El autocar avanzó imparable hacia el cruel
destino. Era una mosca que viajaba sin haberlo planeado, prisionera de unos
muros de cristal, mientras la serpiente de asfalto intentaba capturarme. Pero
su veneno no me hizo vomitar. Estaba dispuesto a mantenerme firme, inflexible
ante cualquier adversidad.
No pude evitar que mis ojos se humedecieran
ante el escenario que el teatro de la vida me había adjudicado. Apenas una
decena de bombillas parpadeaban entre las calles cubiertas de oscuridad. El
pueblo era minúsculo. Y ni un alma transitando. El único sonido que pude
percibir fueron los ladridos de un perro cabreado. Me encontraba sobre una
mierda perdida en medio de la nada y lo peor de todo era que, su pestilencia
tendría que acompañarme durante unos años.
La casa de tía Claudia estaba situada en la
plaza del pueblo, el lugar perfecto para una mujer, que imaginé la peor de las
cotillas. Frente al edificio de tres plantas, que podríamos considerar
distinguido, se encontraba el bar. En la terraza cubierta por una enorme buganvilla
unos cuantos viejos nos miraron con ojos curiosos, que se preguntaban quién sería
ese muchacho de aspecto sajón que seguía a doña Claudia, mientras saboreaban
los pitillos que colgaban de sus labios resecos, apartando las moscas que se
empeñaban en fastidiarles la hora del café.
La visión de los cigarrillos me hizo
recordar que dejé olvidado el paquete en casa. Estuve tentado de decirle a mi
tía que iba a por uno al bar. Me abstuve. No me apetecía oír un sermón sobre
los males que ocasionaba ese vicio. Sabía que fumar no era bueno, pero de algo
había que morirse, ¿no? Opino que sería una putada palmarla sano.
Saben cuál creo que es el verdadero cáncer:
la sociedad. El estrés, el temor al paro, el consumo. Todo junto a la
contaminación han desatado la ira de nuestras células. Además, fumar es y será
siempre un ritual, un acto social. Mediante la petición de lumbre o de un
cigarrillo puede surgir una gran amistad o el amor.
Les diré que hay gente supersana que está
podrida. Como lo oyen. Conozco a unos cuantos. No fuman, no beben y se matan en
el gimnasio. Me troncho cuando veo a esos musculitos sudando como cerdos para
poseer un gran cuerpo, que acaba cayendo ante el primer ataque de gripe.
Aunque, pensándolo bien, los peores son los
ecologistas. Si te descubren con un cigarrillo te tachan de criminal. Pero
nunca me he dejado engañar. Cuando alguno de ellos intenta meterme el rollo le
pregunto si tiene coche. Al principio el tipo me mira con cara de alucinado,
hasta que comprende y se larga con el rabo entre las piernas. Mi cigarrillo
contamina menos que una Vespino.
Tía Claudia abrió la puerta y entramos en
casa. El recibidor era enorme. Apenas había muebles. Un Cristo agonizante que
colgaba de la pared daba la bienvenida al visitante y debajo de él, encarada
hacia la puerta, una mecedora. Supuse que sería la poltrona desde donde mi tía
observaba cada movimiento que se producía en la plaza.
Tras ascender por la escalera llegamos al
comedor, el cuál me pareció alucinante. Vírgenes y santos acaparaban la
superficie del aparador. Su reflejo en el espejo les daba el aspecto de un
ejército dispuesto a entrar en combate ante el primer pecador que osara
profanar ese santuario ficticio. Sin duda, había caído en la casa de una
fanática religiosa. Por supuesto, sobre el mueble se exhibía una cena enorme
con un Jesucristo, que por la serenidad que mostraba su rostro, aún ignoraba la
traición inminente.
Junto al comedor se encontraba una pequeña
sala con una enorme chimenea, que por el metal reluciente deduje que no se
usaba jamás, a diferencia de las dos butacas cuya tapicería estaba bastante
ajada. En cuanto a diversiones no hallé. No vi ningún televisor.
En el segundo piso estaba mi habitación,
frente a la suya. No me sorprendí al ver el crucifico clavado sobre la cama, ni
la sobriedad de los muebles. Un armario, una mesita de noche y una silla de mimbre.
—Como ves, esto no se parece en nada a lo
que has dejado atrás —dijo tía Claudia hinchándose de orgullo como si fuese una
gallina clueca, al mismo tiempo que abría el balcón.
Era evidente. La atmósfera que se respiraba
en el cuarto, a pesar de su amplitud, era opresiva. No había ni un sólo detalle
que denotara un poco de optimismo.
Tras guardar la escasa ropa en el armario y
tomar la frugal cena quedé libre por fin de tía Claudia. Me asomé al balcón.
Unos cuantos críos corrían de un lado a otro enfrascados en un juego estúpido,
pero que a ellos les parecía genial. En el bar, los mismos viejos que vi al
llegar, los escudriñaban a falta de un espectáculo mejor.
Recordé una plaza bien distinta donde mis
amigos estarían bajo las farolas saboreando una botella de ginebra, mientras
Tania, la puta más famosa y deseada del barrio paseaba el palmito ante ellos, riéndose al ver reflejado
en los ojos adolescentes el deseo no cumplido. Un anhelo que ya no podría
realizar. Todo por culpa de papá por no haber evitado su muerte. Si no hubiese
estado borracho ese coche jamás lo habría destrozado bajo sus ruedas y yo
estaría divirtiéndome con mis colegas, intentando una vez más, colarme en el
cabaret o jugando una partida de dominó con un cigarrillo entre los labios. En cambio
ahora, me encontraba a merced de una desconocida que probablemente convertiría
mi vida en un tormento.
Ante la expectativa de lo que me aguardaba
decidí crear mi propio mundo. Un lugar cercado en el cuál no podría entrar
ningún paleto. Si mi tía creía que iba a hacer amigos en esa mierda de lugar se
equivocaba. No tenía ningún vínculo con el mundo campestre, ni jamás lo
adquiriría. Adoraba el asfalto, la contaminación, los atascos y la inmoralidad
que provocaba una gran ciudad. Estaba seguro de que allí todos eran unos
reprimidos que se angustiaban ante la amenaza del castigo infernal por
infringir las reglas, unas reglas caducas y tiránicas inventadas por sacerdotes
insatisfechos.
A pesar de ello, pensé que no sería difícil
seguirles el juego. Lo cierto era que en ese pueblo perdido no existían muchas
posibilidades de caer en tentaciones mortales. El único problema surgiría si
esa bruja me obligaba a ir a la iglesia,
lo cuál era muy probable, puesto que con sus santos y cristos me demostró que
era una beata. Yo odiaba a los curas. Esos tiranos transformaron mi época
escolar en un tormento y estaba clarísimo que no consentiría que ahora, una vez
libre de ellos, volvieran a amargarme la existencia.
Con el ánimo por los suelos, intenté tragar
el bocadillo de jamón dulce sin apenas sustancia y una vez cenado, subí a la
habitación.
El reloj, deduje del ayuntamiento, anunció
con sus campanadas monótonas que ya eran las doce, al mismo tiempo que las
risas y gritos infantiles callaban, dando paso al estrépito de sillas y mesas
al ser retiradas de la terraza del bar, mientras los viejos, apoyados en retorcidos
bastones se encaminaban hacia sus casas.
Cerré el balcón y me tiré sobre la cama. La
vida nocturna y disipada del pueblo llegó a su fin, junto con la mía.
Alcé los ojos y miré al Cristo. Le juré que
no me vencería, a pesar de la putada que me había hecho.
CAPÍTULO 2
Tía Claudia estaba encantada al ver que di
por terminado mi descanso con la salida del sol. Suponía que un tipo como yo
acostumbrado a ver a mi padre a todas horas apoltronado en el sofá seguiría su
mismo ejemplo y que me levantaría bien entrada la mañana.
No se equivocaba. Era lo que hacia desde
hacia tres meses, no por emularlo, si no porque como me habían expulsado del
instituto no tenía nada interesante que hacer por las mañanas.
Lo de la expulsión fue de lo más absurdo. Hice
cosas mucho peores que insultar al padre Salvador por golpear al desgraciado de
Pérez. Supongo que eso sumado a mis antecedentes les dio la oportunidad, por
fin, de deshacerse de mí.
Debieron disfrutar de lo lindo. Esos
desgraciados tenían ganas de librarse de un golfo que para su mal siempre
sacaba sobresalientes sin apenas prestar atención a sus aburridas clases. Ya se
sabe que esas cosas mosquean mucho a los maestros.
Pero volviendo al madrugón, diré que el
motivo fue descubrir que la quietud del
lugar era aparente. Los pájaros y gallos comenzaron a cantar insistentes,
uniéndose al estrépito los balidos de las ovejas, ladridos de perros y
maullidos de gato, sonidos con los cuáles me fue imposible volver a conciliar
el sueño. El ambiente bucólico me pareció un verdadero coñazo.
Supuse que con el tiempo me habituaría y
que mis costumbres volverían a la normalidad, aunque tía Claudia se encargó,
una vez más, de modificar mis planes.
—Albert, ya no eres un niño.
Aquella declaración inusual ante un
adolescente alertó todos mis sentidos, al igual que la gacela espera el ataque
despiadado del león; puesto que únicamente esas palabras podían conllevar
problemas. No me equivoqué.
—Estoy segura que comprenderás que tengamos
que hablar del futuro. Por el momento, para que no estés ocioso irás a
trabajar. Además, tu llegada ocasiona nuevos gastos. Por ello, encontrarás
natural el contribuir a la economía familiar durante el verano, antes de que
regreses al colegio.
—Si lo que pretendes es que trabaje en el
campo, no lo haré. No soy un maldito campesino. Y con referencia a volver a esa
asquerosa escuela, ¡antes prefiero vivir como un pordiosero! —grité.
—Jovencito, en esta casa no permito este
tipo de lenguaje. Y no, no trabajarás en el campo. Sería absurdo. Ayudarás a la
señora Beatriz en su casa. En cuanto a los estudios, hablé con tu antiguo
preceptor, y tras contarle algunos detalles de tu... digamos entorno familiar
conseguí, junto a las excelentes notas que sacaste durante el curso que borrara
de tu expediente el enojoso asunto de la expulsión. Gracias a mi intervención
has conseguido una beca en un prestigioso instituto cercano aquí. El Sant Blai.
Debes saber que tan sólo admiten mentes privilegiadas. Por lo visto, la tuya es
excepcional. Eres uno de esos que se dicen superdotados.
—Pues sí. Lo soy.
Y no lo dije con orgullo. Mi enorme
inteligencia no suponía para mi ningún valor. Nací con ella y me parecía de lo
más natural. Aunque, para los demás era un don excepcional.
—Ya que eres conciente de ello, imagino que
no serás tan tonto de volver a despreciarla al igual que lo has hecho hasta
ahora. Irás al inicio del nuevo curso. Ya no merece la penas que vayas ahora.
Apenas quedan tres semanas para que termine éste.
—No tengo la menor intención de seguir
estudiando –le aseguré.
—Lo harás, jovencito. No permitiré que
alguien con tus capacidades las desperdicie. En tres años irás a la
universidad. O tal vez, puede que mucho antes si te aplicas. Por lo que, ve
pensando en qué serás en el futuro.
—Lo tengo muy claro desde hace años. Seré
escritor.
—¿Escritor? Eso no es una carrera
universitaria.
—Filología, Lengua y Literatura...
Cualquiera me servirá. Eso si, añadí, decido ir a la facultad.
Ella elevó la mano y la hizo oscilar en
señal de zanjar el asunto.
—Ahora ve a casa de Beatriz. Está a la
entrada del pueblo. No tiene pérdida. La verás sobre una colina. Te espera a
las nueve. ¡Ah! Y esta tarde deberás pasar por el barbero. No me parece decente
que un chico lleve estos pelos tan largos.
Podía pasar por lo del trabajo y lo del
instituto, pero con referencia a mis cabellos nadie podría obligarme a
rasurármelos.
—El pelo lo llevaré como me plazca —aseguré.
—Albert, hoy mismo irás a la peluquería. No
hay discusión posible sobre este tema —insistió ella.
—Para ti nada es discutible. Pero he dicho
que no y nadie me tocará mí cabeza. Es sagrada —siseé mirándola con ojos
encendidos.
—¿No ves que pareces un asqueroso revolucionario
de esos? —dijo con un mohín de aversión.
—Es que lo soy. Soy contestatario por
naturaleza. He corrido infinidad de veces delante de los grises esquivando las
balas de goma. Ya sabes, la policía. La mejor manifestación fue la del dos de
Febrero. Supongo que la viste en la tele. ¡Oh, lo olvidaba! No tienes. Y eso
que estamos ya en mil novecientos setenta y ocho.
—En esta casa somos gente decente.
—Y yo alguien que quiere que las cosas
cambien. Por suerte, ya hemos entrado en democracia. Pero aún queda mucho por
hacer. No me quedaré quieto, y menos en este pueblucho anclado en un pasado
caduco; en especial en una casa que no quieren estar informados. ¡En los
setenta y sin tele! –le repliqué con
rabia.
—No la necesito. Considero que es un aparato
del todo inútil. Tan solo ponen estupideces. La radio es mucho más fiable. Y
cada día leo la prensa y mi distracción preferida es la lectura. Y en cuánto a
tus exigencias, ve tomando nota de que hasta tú mayoría de edad te quedarás
dónde yo esté. Y espero que a partir de ahora se te quiten esas ideas de la
cabeza —deseó tía Claudia lanzando un suspiro.
A pesar del cabreo por la decisión de
aceptar el trabajo no volví a protestar. Aunque dejé bien clarito que el pelo
no me lo tocaba absolutamente nadie. Tía Claudia pareció resignarse y dejamos
la discusión.
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