1
El reo nunca
imaginó que su vida terminaría así. Siempre se consideró un buen hombre, amante
de su familia, de su prójimo y de las leyes. Pero las opiniones nunca coinciden
y la ley determinó que la avaricia se apoderó de él. Y ahora, a los veintiocho
años iba camino al cadalso.
Mentiría si
jurase que no tenía miedo. Estaba aterrorizado. Nadie está preparado para
morir. Aún al saber que el ser humano nace con el conocimiento de que un día su
cuerpo dejará de moverse y su corazón de latir. A pesar de ello,
individualmente, llega a la conclusión de él romperá esa regla. Ahora, a punto
de ser traspasado a un creciente olvido, comprendía que era un razonamiento del
todo estúpido.
Temblando,
intentó con todas sus fuerzas no demostrar el pavor que sentía. No por orgullo
o por desafío. No quería hacer sufrir aún más a su esposa; que con
toda seguridad, estaría presente en la ejecución.
No se
equivocó. Entre la multitud de rostros anónimos que llenaban la plaza de San
Francisco se encontraba ella. Su hermoso
rostro estaba pálido y alrededor de esos ojos como la noche más oscura se
dibujaban unas enormes ojeras a causa del sufrimiento. Sin embargo,
reflejaba serenidad. Una templanza que siempre demostró en los peores momentos
que vivieron juntos. Ella siempre fue el bastión, el ser más fuerte que jamás
conoció; aún sin tener buena salud y apenas contar veintitrés años. Amelia era
el ser que más amaba en su vida junto a Matilde, la hermosa niña con la que
Dios les bendijo ocho años atrás. Nadie pudo imaginar lo dichoso que se sintió al
llegar al mundo su primera hija. Ahora sabía que jamás tendría ningún
descendiente más. Y el único consuelo que le quedaba en esa hora aciaga
era que su familia no cayó junto a él. Amelia no se derrumbaría, a pesar
de la injusticia que desmenuzó sus existencias. Ella recompondría los pedazos y
saldría adelante por su pequeña.
Subió
torpemente los escalones que llevaban a la tarima. Miró con firmeza a
su esposa, con la seguridad de aquél que se sabe inocente; para después retar a
los asistentes. Algunos, los viejos amigos que creyeron en la falacia, bajaron
el rostro, otros sonrieron con burla; el resto mostró indiferencia y el
comisario, el hombre que lo apresó, una sonrisa malévola.
Los tambores
retumbaron y al igual que una losa, cayó el silencio sobre el gentío. Ese
silencio que esconde miles de pensamientos que no dejan de hablar. Porque lo
cierto es que, el silencio nunca ha existido. Nadie es capaz de absorberse
tanto que las palabras, los recuerdos o los deseos no sigan expresándose. Y en
esa plaza las voces ocultas no dejaban de parlotear en secreto.
El
juez leyó la sentencia. El acusado a proclamar una vez más su inocencia.
Una verdad irrefutable, pero que no se pudo demostrar. ¿Quién podía luchar
contra la ley, contra los que estaban en una escala mucho más superior a la
suya? El único consuelo que le quedaba era que Amelia fue exculpada del crimen;
aunque no de robo.
El verdugo,
con la cara cubierta, pidió perdón al reo. Le fue concedido. Seguidamente alzó
la capucha. El que pronto iba a morir la rechazó. Quería irse de este
mundo con la imagen de su gran amor en la retina.
Y así fue.
El suelo se abrió bajo sus pies y la soga le partió la nuca.
Se escucharon
gemidos de horror junto a vítores que alabaron a la justicia que erradicaba a
los criminales. Pero el más desgarrador no fue escuchado por nadie; porque
quedó guardado en lo más hondo del alma.
Inmersa en
un dolor insoportable, Amelia caminó aturdida bajo la custodia del soldado.
Deseaba ordenar a su corazón que dejase de latir en ese instante. Pero no
podía. El egoísmo no podía vencerla. Debía seguir con vida por su hija. Y
continuó hasta llegar al refugio que encontraron tras ser echadas de su
hogar. Desde la acusación todos le
dieron la espalda. Todos menos su vecina Gertrudis que jamás creyó en los
cargos que se le imputaron a su marido y mucho menos a ella. Conocía muy bien a
Leandro. Lo vio nacer, crecer y hacerse hombre en las calles del Arenal y sabía
que era un buen hombre. Jamás habría envenenado a su señor por
ambición y por supuesto, tampoco Amelia robaría las joyas de su señora.
Por fortuna,
no siguió el destino de su marido. Le conmutaron la vida a cambio de ser
exiliada y en apenas unas horas tomaría un barco con destino al Nuevo
Mundo. A su entender, no era mejor que haber terminado en el cadalso. El
Nuevo Mundo escondía bajo su imagen paradisíaca un infierno de mosquitos,
tormentas y salvajes feroces con los conquistadores. A todo ello se
unían los criminales, filibusteros y gente de mal vivir que emigraron
en busca de riquezas a cualquier precio. Y lo sabía por los almirantes que
solían frecuentar la casa de los vizcondes.
No obstante,
aquello no era peor que la muerte para ella, pues sola tendría que vivir en un
ambiente del que siempre estuvo alejada, sin casa, sin empleo, sin nada, sin
amigos. No estaba segura de que lograra sobrevivir; más si tenía en cuenta su
delicado estado de salud. Ese fue el argumento de Gertrudis que la llevó a
rogarle que dejase a Matilde con ella. Pero Amelia se negó.
—Ya he perdido a mi marido. No quiero que me quiten
a mí hija. No les permitiré que esta injusticia gane la batalla. Lucharé y
saldré adelante y regresaré con la cabeza bien alta. Lo juro.
Como madre podía entenderlo. No hay nada más cruel
que te arranquen al ser que llevaste en las entrañas. Gertrudis pasó por esa
experiencia en dos ocasiones. La primera al fallecer su primogénito de una
extraña fiebre al año de nacer y la segunda cuando Pedro cayó de un
andamio a la edad de catorce años. Y aún quedándole cuatro hijos más, pues fue
mujer muy fértil, jamás pudo enterrarlos en su corazón. Amelia, por supuesto,
no podía separarse de su única hija; a pesar de ser consciente de que llevarla
a ese lugar era peligroso y más estando bajo la tutela de una mujer
destrozada.
Así estaba Amelia al entrar en casa, tras dejar
atrás al soldado que le asignaron para impedir que escapase. A Gertrudis no le
hizo falta preguntar. Su rostro reflejaba todo el horror sufrido. La abrazó con
fuerza y en ese momento la fortaleza de la viuda se derrumbó. Estalló en un
llanto desgarrado.
—Eso es, llora. Llora muchacha. Las lágrimas sirven
para lavar los lamparones que dejan las penas. Y deberás hacerlo muy a menudo
para que no dejen huella.
Amelia permaneció arropada por la única amiga que le
quedaba y que tal vez ese consuelo sería el único que recibiría en mucho
tiempo; y se dijo que uno hacia muchos planes, pero la vida era en ocasiones un
río caudaloso que llenaba de riquezas a sus moradores y otras veces la sequía
que repartía pobreza.
Pero los bracitos de su niña rodeándola la
obligaban a resistir. Y de nuevo la tenacidad que siempre mostró
salió a la luz. Habían matado parte de ella. Aún así, jamás consentiría
que anularan a Matilde. Juntas marcharían a ese mundo desconocido y juntas
vencerían a la injusticia.
—Te echaré de menos —se lamentó Gertrudis.
—La ausencia termina por pulverizar el pasado —dijo Amelia.
—Solamente aquello que no ha dejado huella —negó,
con rotundidad, la anciana.
Amelia esbozo una sonrisa cargada de tristeza.
—Cuando alguien muere en su lecho se pierde en el
olvido.
Gertrudis, para consolarla, dijo:
—En un segundo todo puede cambiar. Es una ley de la
vida. Pero se sabrá la verdad. No lo dudes. Esta infamia será lavada.
—Hay verdades que son sepultadas tan hondo
que siempre respiran aire viciado y acaban por morir —refutó Amelia,
embutiendo la ropa en el saco.
—Hay que creer en la Justicia Divina —le pidió su
amiga.
Amelia le lanzó una mirada furibunda.
—No mentes a Dios. Él nos abandonó. No dejó que la realidad
saliese a la luz. Y a nosotras nos envían al infierno. Así que, no me
hables de justicia. No la hay y nunca la habrá para estas dos
infelices.
Gertrudis no replicó. No existía razonamiento alguno
para ello. Tomó unas mantas y las metió en la bolsa.
—Necesitaréis esto. Me han dicho que… ¡Ay Señor! Ha
llegado el momento.
Amelia cogió el hatillo con apenas posesiones. Miró
a su alrededor y contuvo el llanto.
—Siempre recordaré este lugar y a la mujer que me
entregó su más fiel amistad. Eternamente te llevaré en el corazón.
Su amiga la abrazó con fuerza.
—Tú tampoco quedarás en mí olvido. Y por favor,
hazme saber que estáis bien.
—Te escribiré.
—Amelia. Recuerda que eres fuerte y que nadie
logrará derrumbarte. ¿De acuerdo? Cuida de Matilde.
Amelia inspiró con fuerza. Se abrazó con fuerza a su
querida amiga.
—Id con Dios –se despidió Gertrudis.
Amelia tomó la mano de su hija y abrió la puerta.
—¿Lo llevas todo? Recuerda que no vas a volver —le
dijo uno de los soldados.
Ella no respondió. No le importaba dejar atrás su
hogar. Uno de los seres que más amaba ya no existía. Pero el hombre se equivocaba. Regresaría y
aquellos que destrozaron su vida pagarían por ello.
2
El avituallamiento de un barco requería una gran
precisión. Armamento, enseres, comida,
almacenamiento y transporte. Esto último era del todo complejo. Se
necesitaban infinidad de carretas y animales de carga que procedían de todos
los rincones. Unos llegaban a tiempo y otros, debido a los accidentes o
inclemencias meteorológicas, se quedaban en el camino. Con respecto a la
comida, con la salazón o legumbres no había el menor problema. Otro tanto
ocurría con la comida fresca. El encargado debía actuar con tiento y sagacidad,
pues los mercaderes incrementaban el precio debido a la urgencia de la demanda.
Solo en trigo se necesitaban al año cuatro mil fanegas. Y ahí radicaba el
siguiente conflicto. Eran necesarios cientos de toneles. Para fabricar los
barriles se precisaban de miles de duelas, de aros de hierro y toneleros que
pudieran fabricarlos. A todo ello, el especialista debía proveer a la nave de
gallinas, patos, cerdos e incluso corderos. También todo tipo de frutos secos,
verduras, cajas repletas de herramientas para labranza, telas, cuchillería,
vidrio, libros, aceite, vinagre o semillas, junto a cepas para plantarlas allen
de los mares. La puesta en marcha de una nave costaba al estado miles de
maravedíes.
Por otro lado, el condestable tenía la obligación de
cargar la suficiente munición y avíos para los cañones; así como colocar las
armas. Tras ello, distribuía los turnos de guardia y su cañón correspondiente.
Junto a la abultada carga, una docena de pasajeros
aguardaban nerviosos. Dejaron todo para emprender una nueva existencia, que
suponían mucho mejor, con su oficio tan necesario en los inicios de crear
nuevas tierras para el imperio. Sin embargo, el destino era impredecible y más
de uno se preguntaba si hacían lo correcto o sería mejor permanecer en tierra.
Al fin y al cabo, era mejor vivir pobre que tal vez, buscarse la muerte en una
tierra desconocida y salvaje. A pesar de ello ninguno dio un paso atrás.
Amelia, por el contrario, sujetando con fuerza la
mano de su hija caminaba custodiada por dos soldados para asegurarse que
la mujer tomaba ese barco.
Ella ahora conocía muy bien la razón de tanto
empeño. Querían cerciorarse de que la fechoría de su señora quedara sepultada
para siempre por la distancia. Por el momento, ganaba la batalla. No obstante,
se juró que no la guerra. Tarde o temprano conseguiría que esos canallas
pagasen por haberle destrozado la vida.
Con la barbilla alzada miró el navío. Era
impresionante. Un galeón de gran calado, unas cien toneladas. Tres palos, doce
cañones a la vista e imaginó que otros cinco en la parte de atrás. Por los
comentarios que escuchó en infinidad de veces en las tabernas la tripulación
estaría compuesta por el capitán, un contramaestre, alguacil de agua, unos
catorce marineros, ocho grumetes, unos tres pajes, despenseros y un artillero;
a parte de otros especialistas del todo necesarios, como herreros, carpinteros
y un galeno.
Sí era un gran barco. Un medio de transporte de los
más seguros.
Aún así, Amelia no podía apartar el miedo del
cuerpo. Todo lo contrario le ocurría a su hija. Matilde, con la inocencia de
los ocho años, se tomaba aquella situación con una aventura. Se preocupó de que
fuese así y de que no echara de menos a su padre, al cuál siempre adoró. Y al
preguntarle porqué él no iba con ellas le explicó que Dios se lo llevó al cielo
y que desde allí se ocuparía de que nunca les pasase nada malo. Pero el futuro
para Amelia era un camino lleno de malos augurios. Se sintió como un conejo al atravesar
un bosque lleno de trampas. No obstante, al entregar los papeles al capitán lo
miró con desafío. Un acto del todo
infructuoso. A pesar de apreciar la belleza de la mujer, los gestos suaves y la
pulcritud con la que vestía, no se dejó engañar. Había visto a jóvenes que
parecían ángeles con corazón emponzoñado por el mal. Para él no era más que una
condenada y como tal la envió junto a un grupo de convictos. Tres hombres y dos
mujeres.
El recibimiento fue humillante.
—Nunca vi una rabiza tan finolis. Aquí se te irán
tos los humos, preciosa. Esta te lo hará entender –le dijo el tipo de boca
desdentada, que debía rondar la cincuentena, agarrándose la entrepierna.
El de cabello negro como el azabache y ojos de
demonio, de aspecto extraño, pues era joven, pero ajado como un anciano, lo
emuló y soltó una carcajada:
—¿Solamente la tuya? Ésta también tiene madera de
maestro.
Una de las mujeres que ya abandonó la lozanía,
exclamó:
—¡Si apenas tiene carnes! Yo sí se como contentar a
un buen ciporro. Lo he hecho desde los doce y bien contentos quedaron todos.
Más, no tiene pinta de buscona. ¿Qué has hecho guapa? ¿Mangar lo ajeno?
Un joven que no debía superar los veinte años, bien
agraciado y fuerte como un toro, dijo:
—¿Y qué más da lo que hiciera? Ahora todos vamos en
el mismo barco, nunca mejor dicho. Somos escoria y como a tales nos tratarán.
Así que, procuremos sacar la mejor tajada de esta situación. La travesía será
muy larga y dura. No nos vendrá mal divertirnos de vez en cuando. Y tú, guapa,
tendrás que ir acostumbrándote a tu nueva vida. ¿O acaso crees que te vas de
rositas? Allí no te quedará más remedio que abrirte de piernas si no quieres
morirte de hambre. Nosotros te enseñaremos el oficio. ¿Verdad, compadres?
El resto de acompañantes, ante el pavor que se
dibujó en el delicado rostro de Amelia, rompieron a reír con estrépito y Matilde
a llorar; situación que atrajo la atención del capitán. Con gesto hosco ordenó
a un oficial que pusiese orden. Éste, con cara de pocos amigos, se acercó.
—Ya tendremos bastantes problemas durante la
travesía. No quiero añadir ni uno más. Al primero que arme jaleo lo cuelgo del
palo mayor. Para mí no sois más que bazofia y no tendré el menor cargo de
conciencia. Espero una travesía sin incidentes. Es delito jurar, blasfemar,
jugar a las cartas o amancebarse. ¿Queda claro?
Nadie abrió la boca. La primera ley era no replicar
a la autoridad. La obediencia a sus órdenes era harina de otro costal. Y más en
un lugar como aquel. Un barco era una isla, pero la bodega era como si fuese
otro mundo, muy lejano y al que nadie quería viajar. Ese sería su hogar durante
casi tres meses y en él solamente mandarían ellos.
—Así me gusta. Con esa actitud todos viajaremos más
relajados. Id abajo. Hay que recibir a los viajeros decentes. No tienen porque
ver a la escoria. ¡Vamos! —ordenó.
Como falsos corderos caminaron. Amelia permaneció
petrificada.
—¿No me has oído? –la instó el oficial.
Ella, lívida, aseveró. Se inclinó para tratar de
calmar a Matilde.
—No pasa nada, cielo. Todo irá bien. Verás lo
amables que son con nosotras. Ya has oído al oficial. Será un viaje tranquilo y
nos divertiremos mucho.
—Mamá. Tengo miedo… Eso hombres me dan… mucho miedo.
¿Por qué no ha venido padre? –hipó la
chiquilla.
Amelia se puso de cuclillas, tomó el mentón de la
pequeña y musitó:
—Ya te lo expliqué, mi vida. Padre ha ido al cielo.
Ahora está con los ángeles y Dios. Nos cuidará desde allí.
El oficial, aunque sintió piedad, no podía
permitírsela. Las reglas eran las reglas y nadie podía saltárselas. Sin
embargo, era la primera vez que debía obligar a una cría, que eran tan hermosa
como un querubín, a mandarla a los infiernos. Porque eso era la bodega. Un
lugar apestoso, lleno de ratas, humedad y aire irrespirable. Y a eso tenían que
añadir la mala alimentación, que por regla general, provocaba que los
desgraciados enfermaran. Unos morían sin poder superar el mal y algún que otro
asesinado por sus propios compañeros. No quería ni pensar que podía ocurrirle a
esa mujer tan hermosa junto al grupo de desalmados que llevaban en esta
ocasión. Conocía la causa por la que fue desterrada. Robo. El destino más
lógico era la cárcel. La sentencia de enviarla al Nuevo Mundo no era razonable.
No se enviaba al otro extremo del mundo a alguien por una fusilería. Algo no
cuadraba. A pesar de sentir curiosidad era un asunto que no le concernía. Sería
estúpido inmiscuirse en los tejemanejes de la ley y sobre todo con el
comisario. No obstante, no podría dormir tranquilo abandonando a esas dos
infelices. Tendría que echar mano de su vieja amistad con el capitán para
interceder por ellas.
—Podéis quedaros un rato más. A la niña le gustará
ver como nos alejamos de Sevilla.
—Sois muy amable, señor.
—Contramaestre Buitrago –dijo él. Dio media vuelta y
fue a recibir a los pasajeros que dejaban el país para hacer fortuna en el
Nuevo Mundo. Iban cargados con diversos enseres. Ropa, utensilios de cocina,
jaulas con gallinas, bolsas con salazones, queso y pan; e incluso uno de ellos
portaba una butaca.
Amelia apenas llevaba nada. Como convicta no tenía
los mismos privilegios. Un poco de comida que duraría apenas dos semanas,
mantas y dos mudas. Cuando las provisiones terminasen debería conformarse con
el rancho que les otorgaba el estado.
Tomó a Matilde en brazos y miraron el puerto. Un
halo de tristeza se aposentó en sus ojos nítidos al recordar su vida en la
ciudad. En el Arenal creció correteando por sus callejuelas. El barrio era su
mundo. Un lugar donde la vida nunca descansaba. Marinos, taberneros, negociantes,
mendigos o delincuentes, recorrían sus calles tanto de día como de noche. Pero
lo que más alimentaba a sus habitantes era el puerto. La visión de los navíos,
de los viajeros llegados de extrañas tierras que contaban sus aventuras frente
a un buen vaso de vino, llenó sus retinas haciéndola soñar con viajes llenos de
emoción. Y ahora, paradójicamente, se enfrentaba a uno de ellos. Pero la
emoción no existía; tan solo el miedo a tener que enfrentarse a un futuro
desconocido, y sin la ayuda de nadie. Siempre se consideró fuerte. Sin embargo,
esta situación inesperada y tan dolorosa llevó a su determinación a una fase
aletargada y no sabía cuando terminaría el crudo invierno.
—¡Ya nos vamos! –gritó Matilde.
Sí. Las velas ya habían sido desplegadas y el ancla
alzada. Un ligero vaivén anunció que ya no podían dar vuelta atrás. El cinco de
enero del año mil quinientos diez sería el señalado como la última vez que sus
ojos mirarían a Sevilla. Los cerró e imploró clemencia al Señor. No por ella.
Tras el trágico fin de su esposo negó a Dios. Rezaba por su pequeña Matilde.
Era un ser inocente y merecía una vida digna. Y si Él no se la concedía, ella
procuraría hacer lo necesario para no verla sufrir.
—¡Mamá! Sevilla encoge –se asombró la niña.
—Eso es para que pueda cabernos su imagen en la
cabeza y podamos recordarla siempre –musitó su madre; sin poder evitar que los veintitrés
años vividos pasaran en apenas unos segundos, del mismo modo que solían contar
los que estuvieron al borde de la muerte.
Y así se sentía. Muerta en vida. Con el corazón
destrozado y sin el menor apetito por vivir. Solamente Matilde era el acicate
que la impulsaba a seguir hacia adelante; aunque ese destino fuese
terrible.
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