sábado, 26 de octubre de 2024

CADA VERANO TIENE SU HISTORIA


1

 

 

 

Cada verano tiene su historia. La mía transcurrió en el verano de mil novecientos setenta y ocho.

La decisión de mis padres de pasar las vacaciones en la Costa Azul, en concreto en la encantadora población de Antibes, cambió por completo el resto de mí vida.       

El lugar me dio lo mismo. En esa época no era una muchacha dada a tener grandes ilusiones y mucho menos expectativas. No esperaba nada emocionante en el futuro, a pesar de que todos opinaban que sería magnífico. Juicio creado por el gran potencial de mi cerebro. Era superdotada. Un atributo envidiable para la gran mayoría de la humanidad. Pero los de mí misma condición, considerábamos una tragedia. Un hecho que durante la época escolar una ignoraba que existía. Sin embargo, la excepcionalidad, al llegar al bachiller salía a la luz. Nos convertíamos en los raros, antipáticos, aburridos y, sobre todo, empollones; hecho que provocaba el rechazo inmediato del resto de compañeros. Y si se añadía a ello que esa cualidad se daba en un cero coma uno por ciento de la humanidad, eras la única rara avis, y siempre existía el cazador que intentaba exterminarte. Esa persecución, al siguiente curso, te obligaba a protegerte y la única manera era convertirte en una ave de lo más vulgar. Y a los quince años, por primera vez, obtuve unas notas deplorables. 

Mi supuesta falta de interés por los estudios provocó que de rara avis, pasara a ser un canario sin voz al que se le ignoraba. Fue una liberación. Para mis padres un drama. Eran incapaces de entender que le pasó a su prodigiosa hija; por lo que, a pesar de que esta decisión era un tabú social al considerarse que no era más que un loquero, acabé en el consultorio de un psicólogo. Por supuesto, bajo el consejo del director de mi escuela, la más prestigiosa de la ciudad y en la más absoluta clandestinidad.

El hombre me analizó, me hizo pruebas y puso especial empeño en que le contase mis sentimientos más profundos. Por supuesto, no lo logró. Las guardé bien adentro. No fui nunca un ser sociable y ni gozaba de la complicidad de mis padres para poder abrirme en canal, por lo que ni mucho menos abriría mis emociones a un extraño.  Aun así, el psicólogo, tras una decena de sesiones, llegó a la conclusión que no albergaba problema alguno, que mí actitud y capacidades eran las típicas de un cerebro portentoso. Di un resultado de ciento cincuenta puntos de coeficiente intelectual. Conclusión: Superdotada.

No pueden ni imaginar el subidón que sufrieron mis padres al poder decir que su hija poseía un cerebro tan portentoso igual que el de Goethe, Einstein o Marie Curie. A partir de entonces, los planes sobre mi se multiplicaron. Para comenzar, me sacaron del colegio y me inscribieron en una academia especializada en cerebritos donde nos preparaban para el ingreso en la universidad antes de lo previsto. Fue un cambio, lo reconozco. Por primera vez me encontré con gente tan peculiar al igual que yo, que lo único que pretendían en esta vida era esconderse en su mundo y sacar las mejores calificaciones. Se terminaron los acosos, las burlas y las vejaciones. Y aún así, mi ánimo continuaba sumido en las profundidades de un pozo. Tal vez, por los años de exclusión y falta de amigos. Porque, nunca los tuve. Mi carácter no era lo que se dice alegre. Era una de esas personas sombrías, calladas y solitarias. Esa posición, según el sicólogo, era consecuencia de que mi gran capacidad era incapaz de compatibilizar con las comunes. Así que, ante la perspectiva de que mi existencia no iba a cambiar, me sumergí de nuevo en los estudios. Era lo único que aportaba un rayo de luz a mi vida lóbrega. Y tras el primer curso, conseguí sacar la máxima calificación en las oposiciones.

Caterina Torrent, mi madre, no dejó de decirlo en cada una de las meriendas que organizaba para sus amigas. Porque, mamá sí las tenía. O eso pensaba. Yo nunca lo creí. En el círculo en el que se movía tan solo existían las serpientes. Mujeres y hombres de alto nivel, mejor dicho, altísimo, que lo único que ambicionaban era poder y dinero; y si por ello debían pisotear una amistad, no dudaban en aplastarla.   

En cuanto a papá, él apenas alardeó. Lo único que hizo fue hacer planes por mí. Por supuesto, ni uno encaminado hacia la fábrica que enriqueció a los Torrent. Ese derecho se destinaba al varón de la familia, mi hermano Magí. En aquellos años a las mujeres apenas nos dejaban ejercer nada importante. No obstante, los tiempos estaban cambiando con la transición. Y papá, a pesar de ser uno de esos tipos rancios anclados en el pasado, también era inteligente y no dudaba en sacar beneficio de las nuevas oportunidades. Y yo, ahora, era una de ellas. Una carrera universitaria llena de notas laureadas aportaría a los Torrent aún más prestigio. Por lo tanto, su cerebro calculador comenzó a calibrar cuál sería la idónea para su hija. Una arbitraje que, para mi desgracia, no podría rehusar. Ovidi Torrent no dudaría en echarme de su vida. Así que, estudiaría lo que él decidiera. No tenía otra que obedecer.

La verdad era que me daba lo mismo. Ya he dicho que no tenía grandes perspectivas para el futuro. Lo único que tenía claro era alimentar a mi intelecto y que, estudiara lo que estudiara, al final, con ese título en la mano, terminaría al igual que todas las chicas de mi circulo social, casada, con hijos y ejerciendo de ama de casa aburrida. Porque, a pesar de mi falta de estima y de belleza, obtendría un marido. Un hombre al que no le importaría estar junto a una mujer a la que no amaba, pero que sí le reportaría influencia y mucho dinero; y que terminaría sus días junto a un esposo que la engañaría, mientras que en las fiestas mostraría un amor hacia ella inexistente. Una realidad que, por desgracia, conocía de primera mano gracias a mis padres.

—Este año, debido al esfuerzo de Joanna por los estudios y dadas las buenas calificaciones en la selectividad, que le permitirá entrar en la universidad dos años antes de lo previsto, he decidido que pasaremos el verano en Antibes —anunció papá.  

—¿Adónde? —inquirió mi hermano con el ceño contraído.

He de decir que, a diferencia de mí, no era listo. Por el contrario, más bien muy poco capacitado para los estudios. A sus trece años era la segunda vez que repitió curso y fue incapaz de ingresar en el bachiller. Por supuesto, a papá no le molestó lo más mínimo. Decía que su destino era el negocio familiar y que ya aprendería.

—Está en Francia, en La Costa Azul. Cerca de Cannes. He alquilado una casa ante el mar. Nos relajaremos, disfrutaremos de la gastronomía francesa, de personas muy interesantes y Joanna podrá meditar con calma que carrera escoger. Aunque, espero que se decante por magisterio o literatura. Las más adecuadas para una señorita —contestó papá.

Claro está, no eran sugerencias, eran órdenes. En cuanto a mi madre, tampoco tuvo participación en escoger el lugar de veraneo. El cabeza de familia era el que elegía y ordenaba, y el resto a su cargo, obedecía. Nos deshicimos de la dictadura del gobierno. De todos modos, la mayoría de hogares continuaba bajo la paterna.   

—¿En serio? ¡Fantástico! —exclamó su esposa, con evidente alegría.

No me extrañó que en esa ocasión estuviese de acuerdo. El lugar no podía ser más fabuloso y por supuesto, carísimo; lo cual no era una traba para la familia Torrent. Podíamos pagarnos lo que nos viniese en gana. Ya les he dicho o lo he insinuado, de que éramos acomodados. No pueden llegar a imaginar cuánto. Pero lo que entusiasmó a Caterina Torrent no fue otra cosa que poder pavonearse ante sus amigas, porque ninguna de ellas tendría, ese verano, unas vacaciones tan glamurosas. Y así se lo demostraría en esas meriendas al mostrar las fotografías de la residencia, del yate, de las playas y en especial, de las amistades famosas con las que se codearía. Porque, mamá sí tenía ilusiones. Banales, pero a diferencia de mí, proyectos, al fin y al cabo.

Así que, el día uno de junio, para demostrar nuestro poderío, estrenamos el último modelo de Mercedes y nos pusimos rumbo a Antibes.  

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2

El recorrido en el nuevo coche he de confesar que fue cómodo. No así el repertorio musical con el que mi padre intentó amenizarnos. Canciones rancias, pasadas de moda y carentes de alegría.

Papá, por favor. Pon la radio le pidió Magí.

En esa ocasión, le agradecí el ruego. Y más cuándo sonó la primera canción, que no fue otra que el gran éxito veraniego de Formula V, Vacaciones de verano. No era precisamente una maravilla, ni tampoco me identificaba al decir aquello de que hoy mi vida comienza. La mía, en la playa, en el campo o en la ciudad, seguiría igual de monótona y sombría.

En algo me equivoqué. Al cruzar la frontera, la verdadera modernidad musical se expandió al ritmo discotequero de I’m your Boogie Man. Aunque, una vez más, la letra no coincidía conmigo. Nunca sería el amor ni la pasión de nadie, y mucho menos, ningún hombre estaría dispuesto a cometer una locura por mí.

Al atardecer llegamos a Antibes. La población francesa resultó ser encantadora. Carecía de la agitación de Cannes. El lugar ideal para descansar si a uno le apetecía y al mismo tiempo, cerca de todos los lugares de moda donde uno podía disfrutar del glamur que mamá deseaba.

Por el contrario, el edificio, a pesar de encontrarse frente al mar, no le pareció nada adecuado para la familia Torrent. Era antigua, más bien deteriorada.

—¿En serio, Ovidi? ¿Esto es lo mejor que has encontrado? —se quejó.

—Nunca juzgues por la fachada. El interior es lo que cuenta —replicó él con una de sus contundentes sentencias.

Y no le faltaba razón. Sobre todo, si se la aplicaba a él. Su fachada ocultaba una personalidad que creó cara a los espectadores. Y he de reconocer que era buen actor. Ovidi Torrent tenía fama de ser honrado, piadoso y amante de la familia. Cualidades imprescindibles durante los cuarenta años de represión y que casi nadie acataba; en especial la gente de nuestro círculo privilegiado. Su poder les concedía la gula de saltárselas; por supuesto, en la intimidad.

Mamá, cómo siempre, no expuso una queja más y cruzó la puerta de la casa en la que pasaríamos el verano. En esa ocasión, tuvo que admitir que su esposo dijo la verdad. Era una vivienda preciosa. Decorada con exquisitez. Cada objeto tenía un valor incalculable. Por supuesto, no lo admitió en voz alta. No quería darle ese gusto a su marido; tampoco reconocer que su elección de Babette y Fabrice, los empleados, fue acertadísima. En el mismo instante que pusimos el pie en la casa demostraron su profesionalidad. Y nada era más cómodo para ella que no tener que lidiar con criados torpes o malcarados. A mamá le gustaba la vida fácil. No estaba acostumbrada a enfrentarse a las dificultades. Siempre siguió los dictados de sus profesoras, después las de sus padres y al final, las de su marido.

Tras acomodarnos y reposar del largo viaje, salimos a cenar.

En las callejuelas más antiguas se hallaban comercios dedicados a las antigüedades, galerías de arte, souvenirs y restaurantes con encanto.

Papá se decidió por uno de especialidades provenzales. Y por supuesto, de lo que todos teníamos que comer. Paté de aceitunas, ensalada nizarda, crema de bacalao con patatas y aceitunas, y de postre pastel glaseado de cítricos.

He de decir que, a pesar de la voluntad de perder peso, fui incapaz de resistirme a tanta delicia y dejé los platos tan limpios que nadie diría que contuvieron comida. Me gustaba comer y me sigue gustando, y a pesar de ello no me he convertido en una vaca. Sin embargo, en aquellos días, la última moda era estar tan lisa lo mismo que una tabla y mi cuerpo poseía curvas un tanto pronunciadas; lo cual incrementaba mi falta de seguridad y al mismo tiempo, mi desidia por no esforzarme. Pensaba que, de todos modos, hiciese lo que hiciese, nunca sería atractiva; por lo que, me negaba a abandonar uno de mis pocos placeres.

Otro de mis grandes goces es disfrutar del agua. En todos sus aspectos. En la ducha, en la bañera, en un río o bajo la lluvia, en especial en el mar. Y el mar que se ofreció ante mí me pareció mágico. El agua me atrajo al igual que un imán, pues poseía el mismo azul que los ojos de Javier, el hijo del mejor amigo de mi padre y el único amor de mi vida. Un amor, por supuesto, irrealizable por el hecho de que él jamás me miró ni llegaría a hacerlo por una chica de mi condición.

—¡Que silencio! Da gusto poder leer sin ser molestados por esas radios estridentes —dijo mamá.

—¿Es qué no te has fijado? Hay carteles que prohíben animales, comer y transistores. He de reconocer que estos franceses, en algunas cosas, son eficaces —le aclaró papá.

—No en todo. ¿Has visto eso? Seguro que es de unos hippies sucios y molestos. Es inaudito que lo permitan. Este es un lugar familiar y exclusivo; sobre todo distinguido, para gente como nosotros —le indicó mamá y se sentó en la tumbona.

Volvimos la mirada hacia el mismo lugar que ella. Al parecer se refería a una caravana asentada bajo unos árboles al final del arco que formaba la arena.

—Esto en España no pasaría. Una buena multa y directos a la cárcel. No traen más que problemas con esas ideas revolucionarias del amor libre, drogas y música estridente. No son más que gentuza sin moral —rezongó papá, con ese tono que expresaba la rabia que sentía por todo aquello que deseaba cambiar su modo de vivir.  

—Estamos en Francia, papá. Aquí todo es distinto. Además, dudo que sean hippies. El movimiento terminó a principios de esta década —opiné. 

—Da igual. Por el aspecto del vehículo, estos serán unos nostálgicos y siguen con esa vida llena de excesos y de delincuencia. Este no es lugar para un hatajo de apestosos. Es un lugar con clase.

—Todos tenemos alguna nostalgia escondida en el corazón —suspiré.

—Ahí has dado en el clavo. España también se está convirtiendo en un lugar anárquico. ¡Mira que legalizar al partido comunista! Esos desarrapados nos lo van a quitar todo. Ya no impera el orden. Y echo de menos a ese gobierno que nos conducía por el buen camino. Si no hay mano dura, nace el caos —refunfuñó papá.     

—No todo era perfecto, querido. La mujer, por suerte, ya puede votar —intervino mamá.

—Y no me opongo a ello, puesto que una buena esposa decidirá lo mismo que su marido —apuntilló papá. 

Le recordé que en unos meses se realizaría un referéndum en España para aprobar la nueva constitución donde las mujeres conseguirían la independencia de los hombres y que podría ser que saliese adelante. A lo cual me respondió que nunca sucedería algo así, que la gran mayoría de los españoles éramos gente civilizada y con una gran moral.

Por supuesto, pensé que tan oprimidos y miedosos al igual que el resto de su familia; al igual que la gran población del país. Esas nuevas ideas para cambiar a España no progresarían. La represión y terror empequeñecen los ideales. No obstante, ya había voces que exigían el regreso de la democracia y libertades. De todos modos, esos hechos no me causaban preocupación ni tampoco esperanza, pues nunca dejaría de estar bajo el ala opresora de papá. Eso, ningún referéndum ni un acto de mi valentía lograría cambiarlo.    

Ovidi Torrent, sin apartar la mirada de esa Volkswagen, encendió un cigarrillo y tras dar una larga calada y soltar el humo dijo:

—Niños. Os prohíbo ni tan siquiera acercaros a esa caravana. ¿Entendido? Y Joanna, mientras haces la digestión, métete bajo el parasol y ponte protector. No queremos que tu piel se oscurezca al igual que a una vulgar campesina y que tus pecas aumenten. Eres una señorita de buena familia.

Obedecí sin dejar de mirar hacia esa furgoneta de color azul decorada con pinturas de flores coloridas. La imagen me sacudía de la misma manera que el día que me planté ante El mar tormentoso de Gustave Courbet. Esa barca sin poder echarse a ese mar embravecido. Y esa barca era yo. Alguien que debía permanecer en el yugo de la tierra y a la que le era imposible escapar o esa libertad lo devoraría. Y esa caravana me pareció que contenía esa liberación que todos anhelábamos. Hombres y mujeres que se negaban a seguir las reglas y que vivían a su antojo, sin miedos, sin albergar culpa.

Abrumada por esos pensamientos lóbregos tan poco habituales en mí, me levanté y desobedecí la orden y corrí hacia el agua, y me lancé con la esperanza de ser lavados.      

 

 

 

 



viernes, 5 de julio de 2024

SOY TU INFIERNO



SOY TÚ INFIERNO

1

 

 

El Ducado de Sleaford era una de las propiedades más extensas y ricas de Inglaterra. Su linaje se remontaba a los tiempos de Eduardo I. El primer Sleaford obtuvo el título de Barón y las tierras que éste conllevaba gracias a la ayuda que ofreció al rey. No por actuar como un caballero a lomos de un corcel, ni tampoco por luchar ante el enemigo; si no, por ser el mejor forjador. Su pericia con el hierro consiguió crear unas espadas que ayudaron al monarca a ganar la guerra contra Gales. Pero en el instante que fue elevado a la categoría de noble, jamás volvió a empuñar un martillo para moldear.

El premio no era gran cosa. Una casona y cien hectáreas de campos poco fértiles, tan solo aptos para la siembra de trigo y el pastoreo de ovejas.  A pesar de ello, el pobre herrero supo administrar, junto a su esposa que era una simple criada, a sus vasallos, al ganado y tierras; convirtiéndose en un hacendado con grandes ingresos. A pesar de eso, no le bastó abandonar la miseria. Ahora deseaba más. Por supuesto, el único modo de prosperar era con buenas alianzas. Casó al hijo mayor con la única heredera de la finca adyacente, al mediano lo introdujo en la ejército y al pequeño en la religión. Unos años después, logró llegar aún más alto. Ser el conde de Sleaford. Los que le siguieron heredaron sus dotes para los negocios y generación tras generación, hicieron el condado más grande. Cada uno de los miembros tenía una misión y la acataban sin una protesta y de este modo expandir aún más su patrimonio.

August Sleaford, el último de los descendientes alcanzó la categoría de duque, tras reunirse con el marqués de Saltburn, acudió junto a su esposa que se encontraba ante el fuego. Sus ojos negros miraron su figura esbelta y delicada, al igual que una muñeca de porcelana. Recordó el primer día que la vio. Le pareció demasiado endeble, delgada y de tez casi transparente. Prefería a mujeres más lozanas. No era ni mucho menos el ideal de mujer que siempre deseó como esposa. Sin embargo, tenía algo que mitigaba todas las pegas y era su belleza y una gran fortuna, que, por desgracia, era lo que más necesitaba el ducado en esos días. Su padre era uno de los comerciantes más ricos de Inglaterra de origen búlgaro y aportó una gran dote para conseguir un título para su única hija.

Elisaveta, con el paso del tiempo, logró que cambiase de opinión. No era en absoluto frágil. Por el contrario, poseía un carácter férreo; aunque su aspecto no lo evidenciara. Demostró tenacidad, inteligencia y aptitudes para manejar el vasto patrimonio de los Sleaford. A parte de ello, su escasez de curvas no fue un impedimento para que desease meterse en su cama cada noche y que a consecuencia de ello pariese en cuatro ocasiones, dando al mundo unos vástagos de los que estaba muy orgulloso. Eran fuertes, sanos y si se tenía en cuenta de que él no poseía atractivo, la mezcla de las imperfecciones, obraron el milagro de la belleza.

—¿Has sellado el acuerdo? –le preguntó ella clavándole sus ojos tan verdes como los prados.

—Sí.

Su esposa se levantó.

—En ese caso, te dejo para que hables con tú hijo. Le avisaré –dijo encaminándose hacia la puerta, moviéndose con gracia felina.

En el tiempo que el Duque se servía una copa de vino, entró Joseph, su primogénito. El muchacho poseía tez bruna y ojos de carbón, como él. Sus facciones, sin dejar de ser masculinas, eran suaves; herencia materna. Lo mismo que la esbeltez y elegancia.              

—Padre. Madre me ha dicho que deseas comentarme algo importante. ¿Es sobre el vizconde?

Su padre le entregó una copa de vino y le indicó que se sentase.

—Así es. Hoy hemos concertado el matrimonio.

Joseph aseveró sin mostrar emoción. Desde bien niño supo que estaba destinado a lograr un matrimonio provechoso para el ducado. Por otro lado, Rachel era una joven no hermosa, pero tampoco fea. Educada en un colegio exclusivo de señoritas, inocente y de carácter dócil. No sería dificultosa la convivencia.

—¿Cuándo será el acontecimiento?

—En dos meses.

—Bien.

Fue su único comentario.

En cuanto a Henry, el hijo mediano, su destino no fue otro que el ejército. Para Ahren, el varón menor, las cosas no fueron tan fáciles. El chiquillo, acostumbrado a corretear por los campos, a cazar, a vivir como un pequeño salvaje, llegado el momento de su destino, elevó su voz de protesta. De nada sirvió. Así estaban marcados los planes y nada, ni nadie podía modificarlos. Por lo que, al siguiente día de cumplir los doce años partió hacia un convento.

La nueva vida fue impactante para el muchacho. Los privilegios de los que hasta entonces gozó fueron erradicados de un plumazo. Por supuesto, como hijo noble, su estatus en la orden lo eximía de las tareas más arduas; no así de obediencia. Como los demás, debía levantarse al amanecer, orar a las horas estipuladas e iniciarse en unos estudios que marcarían el resto de sus días. Un plan que no estaba de acuerdo con sus aspiraciones. Era un espíritu libre y el seminario una cárcel que lo subyugaba.

Las primeras semanas se hundió en la tristeza y era incapaz de dejar de llorar. Los sacerdotes no intentaron consolarlo. Estaban acostumbrados a esos chiquillos que les eran entregados sin que mostrasen la menor vocación; pues eran conscientes de que el tiempo terminaba por derrotar cualquier sueño anterior. Todos, sin excepción, acababan resignándose a su destino y acostumbrándose a la vida de un convento.

Ahren no fue distinto a ellos. A los tres meses, su espíritu rebelde cedió al darse cuenta de que era un esfuerzo baldío. Jamás podría salir de esa jaula y como siempre fue práctico optó por conseguir al menos, una ocupación que mitigase la pena. Y lo logró gracias a su habilidad en el dibujo y fue destinado a la biblioteca.

El padre Mortimer recibió a ese muchacho con reticencia. Era rebelde y nervioso. Lo menos indicado para una labor que precisaba paciencia y finura. Sin embargo, el voto de obediencia lo instó a complacer a su superior, si no quería recibir los duros castigos que se aplicaban a los novicios y sacerdotes insurrectos.

En cambio, Mortimer, cuando examinó las aptitudes de su alumno, sus dudas dejaron de existir. El chico era hábil con los pinceles y el interés que mostró por aprender logró que se convirtiesen en buenos compañeros.

La enseñanza por parte de su mentor ocupaba gran parte de las horas del novicio, pero no le importaba. Descubrió un mundo fascinante en la creación de libros y su maestro, a un alumno excelente.

Ahren perdía la noción del tiempo, en especial, cuando se enfrascaba en dibujar las miniaturas. La elección de los colores las hacía únicas y con el paso de los años se manifestó como un artista excepcional. Los libros de oraciones, de tratados de grandes maestros de la filosofía o de la religión, aportaron grandes ingresos a causa de su venta a los acaudalados; tanto que su fama se extendió por las otras abadías y monasterios. Incluso el obispo de Lincoln requirió sus servicios.

Tras cinco años viviendo entre cuatro paredes la puerta se abrió para lanzarlo de nuevo al mundo. Sus ojos esmeraldas brillaron de nuevo emocionados mientras recorrían el camino que lo llevaba hacia tan magnífica ciudad. Su maestro no estaba tan alegre. Cuarenta años de exilio del mundo era mucho tiempo y se sentía trastornado. En especial si cruzaban una población con mercado. El gentío, las voces, el tránsito caótico, le embotaban la cabeza. Sin embargo, nada fue comparable a la gran ciudad. Allí todo era más exagerado y novedoso.

El edificio donde vivía el obispo también lo era. No existía ni una mota de humildad. La vivienda estaba decorada con exquisitez y comodidades. Era evidente que el obispo Francis Ryde no guardaba ningún voto de pobreza. Por el contrario. Era amante del lujo y por supuesto, no escatimaba esa preferencia hacia sus invitados. Sus aposentos eran dignos de un rey.

Esa ostentación desató los gruñidos del maestro del joven artista; incapaz de comprender que un hombre de Dios viviese como un potentado y disfrutase de los placeres de una gran ciudad. A pesar de eso, a Ahren le entusiasmó su nueva situación. Le recordaba a la libertad de su niñez y ese recuerdo comenzó a carcomer su conformidad. Sobre todo, al recorrer las calles de la ciudad y ver a los estudiantes, mozos o hijos de nobles regocijarse con total libertad.

Fue en esa época cuando conoció como era el mundo de verdad; pues de chiquillo nunca abandonó las tierras del condado, a no ser para ir al diminuto pueblo cercano. Ahora podía disfrutar de los mercados, de los artistas de teatro, de las tabernas e incluso, de la visión de hermosas mujeres. Unas mujeres que le cuestionaron el voto que estaba a punto de realizar. ¿De verdad deseaba pasar el resto de su vida encerrado y renunciar a todo eso? Lo cierto era que, se había acostumbrado a su vida en el seminario y, por otro lado, era el único medio que le quedaba para sobrevivir. Si renunciaba a lo que le estaba destinado no recibiría ninguna ayuda, sería repudiado por la familia y debería vagar como un pedigüeño a la espera de que un alma caritativa le diese unas monedas o trabajar duro para recibir un salario que apenas le permitiría subsistir. Por lo que se dijo que no merecía la pena. Lo que debía hacer era complacer al obispo y lograr que éste lo apadrinase para conseguir una situación más ventajosa que vivir en la vieja abadía. Se concentró en la labor de crearle el mejor libro de oraciones, en entregarle una obra maestra y también de disfrutar de las ventajas que ofrecía Lincoln.

En una de sus salidas el demonio lo llevó por unas calles donde la ciudad permanecía en las sombras y sus habitantes se movían por el filo del infierno. Solo el hábito lo liberó de caer en las garras de los bribones, cortabolsas o asesinos. No así de esas mujeres que se ofrecían con descaro, sin importarles su condición de religioso.

Ahren intentó pasar lo más rápido por esas arenas movedizas que intentaban succionarlo. No pudo. La muchacha de cabellos negros como el azabache y ojos grises de gato, al igual que el más tentador de los demonios lo arrastró a sus barros profundos mostrándole que el mundo podía ofrecerle algo maravilloso.

Embutidos en la sombras de un diminuto callejón, la prostituta le levantó el hábito y le bajó los calzones.

Ahren atemorizado por el terrible pecado que estaba a punto de cometer intentó huir. Fue incapaz. Deseaba experimentar por sí mismo aquello que tantas veces presenció entre los sirvientes y descubrir si era tan gozoso cómo manifestaron.

Cuando la boca de la mujer le absorbió el miembro, el miedo se esfumó para transportarlo hacia una sensación tan gustosa que, gimió cómo un animal y en apenas unos segundos, alcanzó un goce que jamás pensó se podía sentir. 

El descubrimiento del placer de la carne arraigó en ese adolescente con una fuerza imposible de contener. Tanta que, el dinero que debía emplear para las pinturas terminaba en ese callejón donde la muchacha de ojos felinos lo conducía por las vías que descendían hasta el averno; mostrándole nuevas formas de gozar. Ese infierno era para él el mismísimo paraíso. No podía concebir ninguna delicia más gozosa, ni mayor libertad para un ser humano. Ningún otro, ni tan siquiera Dios, tenían la potestad de hacerle alcanzar la gloria que uno mismo se proporcionaba entre los muslos de esa hembra ardiente.    

Ahren se sumió en un tormento difícil de superar. Por un lado, el deber lo instaba a que la cordura retornarse y por otro, la tentación le decía que debía escoger su propio camino. Y al final, Satanás ganó la batalla. Dejó la vida que su familia escogió para iniciar la de su elección.

Sin mirar atrás, en el momento que el sol aún estaba iniciando su ascenso, abandonó la casa del obispo con el temor de aquél que ignora como subsistirá y, con la valentía del que deja la cárcel que lo ha estado apartando del mundo. Pero nunca se amedrentó ante las adversidades e inició el viaje hacia Manchester, una de las ciudades con más futuro debido a su industria. La ventaja que le confería el hábito le proporcionó comida y albergue gratuitos; y también dinero al argumentar que recaudaba para los más necesitados. Por supuesto, era consciente de que su alma ya no tendría perdón. A pesar de ello, intentaba excusarse en que se vió forzado a mentir, pecar y robar a causa de la incomprensión de sus padres al destinarlo a una vida que nunca deseó. Una vida que lo habría enterrado para el resto del mundo y a renunciar al cariño que uno obtenía en su hogar. Y él deseaba vivir como los demás, y lo lograría.

Al adentrarse en las calles su corazón comenzó a latir con fuerza. Allí estaba, ante una de las ciudades más importantes. Ahora tenía la bolsa repleta y la posibilidad de ejercitar su arte, y fuera de los muros de una abadía y con la libertad de pintar algo más que motivos religiosos. Y cuanto hubiese ganado suficiente, partiría hacia Londres.

Con este propósito, lo primero que hizo fue comprar ropa para quitarse el hábito y buscar un trabajo como pintor donde ofrecer sus servicios.

No fue fácil. Tras una semana ninguno de los maestros pintores se interesó por su arte. Por lo que, se vio de nuevo abocado a enfundarse el vestido de novicio y recurrir al engaño. No obstante, se negó a desistir y por suerte, un pintor mediocre, pero con clientela fija, lo aceptó.

Los dos urdieron un plan para que sus trabajos fuesen, a pesar de que Ahren gozaba de una hermosura apabullante, aceptados; en especial los nobles ricos, a los que decían que el dinero del cuadro, realizado por el joven novicio, estaba destinado al convento para auxiliar a los necesitados.

Vestido de nuevo con el hábito y demostrando sus conocimientos eclesiásticos, su rostro atractivo se tornó en algo angelical, confiriendo así confianza a los clientes que no dudaban; sobre todo a los esposos que deseaban un retrato de su mujer en confiarlas a un futuro sacerdote.

De este modo Ahren obtuvo lo que tanto anheló. El tiempo entre muros quedó atrás e inició una nueva vida. Una existencia muy distinta a lo que la familia creyó.

¡Y cuán horrorizados estarían si descubriesen lo que prefirió! Cada una de sus clientas, tras permanecer quietas ante sus pinceles, después recobraban el movimiento entre sus muslos y cada una de ellas le llenó los bolsillos, y de nuevas experiencias carnales.

En menos de un año, el antiguo novicio ya poseía un buen capital que se incrementaba día a día jugando a las cartas, a los dados o a las apuestas. Y dos años después, con el prestigio ganado, se independizó. Sin embargo, el desenfreno se hizo público y ningún caballero decente requirió los servicios de aquel al que ahora llamaban el Ángel Caído; por el contrario, decenas de cornudos buscaban su muerte.

De nuevo, la adversidad no fue un contratiempo. Con el caudal ganado escapó iniciando el camino hacia Londres, recaudando más dinero durante el camino con el engaño de la caridad. Un ardid que se aposentó en la conciencia para recordarle su maldad y harto del inquilino molesto, lo desahució para acomodar a la falta de escrúpulos. Una actitud provocada por la insensibilidad de sus padres por encerrarlo a una condena eterna. Era su excusa para no sentirse un miserable.

La capital le sorprendió. Era un hervidero de gentes de toda ralea. Nobles, vasallos, ladrones, prostitutas, gente de color, de Oriente, extranjeros llegados de todas las partes en busca de una oportunidad. Él también la buscaba. Pero abrirse camino con su habilidad sería una ardua tarea. No tenía protector al que acudir ni la fama suficiente para vivir de la pintura. Aun así, no se achantó. Buscó una pensión económica y se estableció.

Durante semanas recorrió los talleres y escuelas de arte. En ninguna de ellas tuvo suerte.

—¿Quieres que te lleve al cielo, cariño?

Ahren miró a la mujer. Desde que partió de Manchester no cataó hembra y la invitación le pareció muy sugerente, a pesar de que la mujer no era una belleza, condición que siempre requería en sus amantes. Sin embargo, el deseo contenido ganó.  Se dejó tomar de la mano. La prostituta lo llevó hasta a una calleja. Apoyó la espalda en la húmeda pared y se levantó la falda.   

—¿Qué haces? –refunfuñó él, mirando a su alrededor. A diferencia de Manchester, cerca de ellos había otras parejas que fornicaban sin importarles quienes los observasen. A Ahren si le importaba. Necesitaba intimidad.

—Mi trabajo, cielo. Venga, date prisa. No puedo perder tiempo –respondió ella desabrochándole los calzones.

Ahren se apartó.

—¿No hay otro callejón que podamos estar a solas?

La mujer estalló en una brusca carcajada.

—Esto es lo que hay, chico. Si quieres intimidad, te has equivocado de lugar, guapo. Si quieres joder en una cama, ve a un refinado burdel o me llevas a tu casa. Las zorras de esta zona fornicamos en la calle.    

Ahren abonó el importe por las molestias y regresó a la pensión.

El incidente le llevó a concebir una idea que podía significar su ruina o el inicio de una gran fortuna. Animado por la expectativa visitó un lupanar elegante. Tomó nota de su funcionamiento, de las mujeres que se ofertaban, de sus habilidades en la cama, de los clientes y del pago por los servicios. Llegó a la conclusión que era un negocio muy rentable; tanto que, si se mejoraba uno podía llegar a hacerse rico.

 No se lo pensó. Con los ahorros ganados gracias a sus amantes satisfechas, alquiló una casa de dos pisos para abrir su propio burdel en el lugar donde menos podían imaginar los ricachones, junto al puerto. Al principio podía parecer un error. No lo era. Los caballeros y nobles necesitaban, en esas cuestiones, una gran discreción que en los lupanares cercanos a sus residencias podía infringirse. Él les ofrecería la misma, o mejor calidad, en una zona donde jamás sus enemigos o esposas pudieran descubrir sus vicios.

Compró varios catres y contactó con varias prostitutas y les propuso convencer a los clientes de llevarlos al prostíbulo. 

Al principio la idea no caló entre los hombres acostumbrados a desfogarse de una manera rápida y económica. Pero en cuanto cataron la comodidad de fornicar en una cama y por un módico incremento en la tarifa, los callejones de alrededor del lupanar fueron vaciándose de amantes clandestinos.

La fama del negocio se propagó por los bajos fondos provocando que prosperase día a día. Y de nuevo, implantó la base fundamental de un burdel. Las mujeres que aceptaron su propuesta para trabajar en el edificio adoraban a Ahren. Gracias a él los peligros, abusos e incluso muertes, ya no existían para ellas; además, recibían un pago justo por sus servicios.

Poco a poco, fue ganando más y más dinero. Y llegó el momento de conseguir que los hombres de la alta sociedad acudiesen a su local. Lo acondicionó al gusto de esos futuros clientes. En las paredes plasmó su arte. En lugar de vírgenes, pintó prostitutas en actitudes obscenas y figuras clásicas fornicando de distintas formas, que inducían a los clientes a soñar con lo que sus esposas no podían ofrecerles. La planta baja la acondicionó con unos divanes. Allí podrían escoger la mujer que más le agradase mientras saboreaban ron o vino, amenizados con una pianista.

No obstante, esa renovación no lo conseguiría. Tenía que ofrecer mujeres muy distintas a las de ahora. A pesar de ello, Ahren no quiso dejar en la estacada a ninguna de ellas; por lo que, acudió al burdel más afamado de la ciudad y ofreció una cantidad escandalosa a la mejor ramera para que aleccionase a sus chicas en el arte de la seducción más refinada y a la vez salvaje que los hombres poderosos buscaban.   

Ella, ante la gran oferta, no lo dudó, y mostró a sus nuevas compañeras su sabiduría en el arte del erotismo y en el del trato con tan distinguidos clientes.

Apenas unos meses después, El Ángel Caído, abría sus puertas a la crema de la sociedad londinense. 

Una vez más, el destino que escogió Ahren le fue propicio. Y a los veintitrés años ya era un hombre libre y muy acaudalado.

 

2

 

 

Cristyn bajó del carruaje con semblante circunspecto. No era para menos. La noticia de la muerte de su tío la pilló por sorpresa, pues Eduard Aldridge gozaba de buena salud y tan sólo cuarenta años.

Heather Heys prima del finado, enfundada en estricto luto, recibió a la joven con lágrimas. Aún así, sus ojos pardos escrutaron a la muchacha y destellaron con sorpresa al no verla enfundada con el hábito.   

—Querida, es triste volver a encontrarnos en estas circunstancias. ¡Ha sido tan repentino! El médico aún no entiende que al ser tan joven le fallara el corazón. ¡Ay, Señor! Una tragedia.

Cristyn aseveró y entró en la casa donde pasó toda la niñez. Su tío, al morir sus padres la acogió como a una hija. La educó con cariño y después, la envió con las monjas para que la convirtiesen en toda una dama.

Sus ojos ámbar miraron a su alrededor. Durante los cuatro años de ausencia nada había cambiado. Su tío era un hombre muy conservador y sentimental.

—Como ves, no hubo fuerza humana que le hiciese renovar el mobiliario —comentó Heather.

—Cada verano le insinué que la casa debía modernizarse. No hubo manera —suspiró Cristyn.

—Como lo decoró su difunta esposa… ¡En fin! Eso ahora no importa. Lo esencial es concentrarnos en el funeral. Por supuesto, ante tu ausencia, lo he preparado con minuciosidad. Será digno de tan noble caballero.

—No esperaba menos de ti, prima. Siempre has cuidado de nosotros con esmero –dijo Cristyn quitándose la capa.

El cuello de la mujer se estiró con un toque de orgullo.

—Por supuesto. La familia lo es todo. Por ello le he dedicado mí vida, olvidándome de mis prioridades. No eres consciente, por vivir en el convento, de que he perdido oportunidades de matrimonio. Y muy ventajosas.

Cristyn no lo dudaba. Su prima, sin ser hermosa, era atractiva y con la suficiente inteligencia para saber llevar a un hombre. Algún viudo rico no tardaría en pedir su mano.   

—Ahora quedas eximida de ello. Aún eres joven y puedes aspirar a un esposo e imagino que mi tío te habrá dejado un buen capital.

Eso esperaba Heather. Dedicó su juventud a ello y debía ser recompensada.

—El viaje desde el convento es largo e imagino que estarás cansada. Deberías reposar.

—Antes deseo ver a mí tío.

—Por supuesto.

Cristyn pasó al salón dónde estaba el féretro. Varias mujeres sollozaban a su alrededor. Sus ojos se elevaron hacia la muchacha escrutándola con curiosidad. Ya no era esa niña que partió al convento. Ahora era una joven y muy hermosa. Era una pena que tuviese que encerrarse entre los muros.

Cristyn inclinó la cabeza y presentó sus respetos al hombre que la cuidó como un padre. Al verlo, no pudo reprimir el llanto. Su lozanía ya no existía y su rostro mostraba un color verduzco. Afectada, se sonó la nariz y salió para ir a su habitación. Con la ayuda de la doncella se desvistió e intentó dormir. No pudo. Estaba demasiado triste y preocupada por su futuro. Ya no le quedaba ningún familiar, pues Heather, a pesar de que siempre la consideró su prima, en realidad pertenecía a la parte familiar de la mujer de su difunto tío.

Una hora antes de cenar se levantó. Después de comer ligero, se unió a los demás para velar al difunto.

Ojerosa y enfundada en negro, al día siguiente acudió al funeral. Heather, como aseguró, lo organizó a la perfección. Una cohorte de plañideras tras la carroza tirada por corceles azabaches y varios sacerdotes, signo de la riqueza del finado.

Una vez concluido, un vacío enorme se aposentó en el corazón de Cristyn. Lo único que deseaba era dormir durante horas. Pero sus deseos debieron aguardar, pues el notario acudió para leerles las últimas voluntades del finado.

En la biblioteca se reunió con Heather y con los criados para conocer su destino.

 

“En plenas facultades mentales y sin ser coaccionado, yo, Eduard Aldridge, dispongo que se entreguen quinientas libras a cada uno de mis sirvientes por su fidelidad; así como mil para el párroco y otras tantas al convento donde ha estudiado mi sobrina Cristyn. A mi sobrina Heather le cedo la finca de Aslenfall, situada en las Tierras Altas de Escocia y dos mil libras. El resto de mi patrimonio y dinero, que asciende a cien mil libras, a mi sobrina Cristyn. Aunque, al ser menor de edad, no podrá tomar posesión de la herencia; únicamente en cuanto se case. Sin embargo, se le anticipará tres mil libras hasta el día de su boda, que deberá suceder en el plazo de un año. En caso de permanecer soltera, su legado pasará a la Santa Iglesia. En cuanto a mi sobrina Heather, deberá abandonar esta casa en el plazo de una semana para administrar la mansión de Escocia. Estas son mis voluntades y espero sean cumplidas; al igual pido que mis seres queridos recen por mi alma, para que pueda, el día del juicio final reunirme con nuestro Señor.

Lincoln, 8 de Abril del año del Señor 1909”

 

El rostro de los criados mostraba perplejidad, al mismo tiempo que alegría. Por el contrario, Heather estaba lívida. Alzó la mano y los sirvientes se fueron.

—¿Seguro que éste es su último testamento? –preguntó sin apenas voz, retorciéndose las manos.

—Así es, señora. No hay otro.

El notario les entregó el testamento.

—Bien, señor Carrier. Le agradecemos su inestimable labor –dijo Heather.

El funcionario se levantó y se marchó.

—Pero… ¿Cómo puede ser? He cuidado de él durante años y todos saben que tomarás los hábitos —musitó Heather, aún perpleja por la situación.

—¿De dónde has sacado tal conclusión? –la interrumpió su prima.

—Pues, de tío Eduard. Siempre dijo que deseaba que te educaras en la religión.  

—Tú misma lo has dicho. Me ingresó para ello, no para ser monja. Y por supuesto, en ningún momento se me ha pasado por la cabeza abandonar este mundo banal para pasarme el resto de la vida orando. Tengo intención, si Dios lo dispone así, de crear una familia. Y como has comprobado, mí tío así lo deseaba —le aclaró Cristyn.

Heather carraspeó inquieta ante el tono seco de la joven. No debía enemistarse con ella. Su futuro, a pesar de haber recibido la finca, no era halagüeño. Siempre creyó que Cristyn terminaría en el claustro y ella con la totalidad de la fortuna de su tío. Y ahora no poseía ni una milésima parte del pastel. Necesitaba mucho más para vivir cómo soñó.

—Por supuesto, querida. Fue una leve confusión. Claro que, la condición que te ha puesto… Prácticamente te obliga a convivir con un hombre que apenas conozcas. Eso si lo encuentras a tiempo. Es una cláusula extraña. Es como si, a pesar de las apariencias, no quiera dejarte nada. ¿A qué crees que se debe?

Cristyn frunció el cejo.

—Con franqueza, no logro entender la razón. Al igual que lo tuyo. Si lo has cuidado tan bien este tiempo, poco te ha recompensado. Raro también, ¿no?

Heather, molesta, la miró con los ojos entrecerrados.

—Soy sobrina por parte de su difunta esposa. No me une a él consanguinidad. Lo que significa que no soy familia. Comprendo su decisión. Y no puedo quejarme. Me ha dejado una gran finca y dinero suficiente para cubrir mis necesidades gran parte de mí vida. Pero, prima, tú no te preocupes. No quedarás en la miseria. En cuanto se corra la voz de que eres una heredera riquísima, te saldrán los pretendientes como hongos.  

Cristyn se levantó.

—Iré a costarme. Estoy rendida.     

Heather suspiró.   

—Yo también. Han sido unas jornadas agotadoras. Que descanses.

Pero Heather no abandonó la biblioteca. Tomó papel y pluma, y tras terminar ordenó al lacayo que fuese a entregarla.

—Esto no terminará así —masculló.

Unas horas después, la casa quedó en silencio y recibió la visita de un hombre.

—¿Qué ha ocurrido? –dijo éste.

—Mi primo ha trastocado nuestros planes. Se lo ha dejado todo a esa idiota.  

—¿Todo? –gimió él.

—A excepción de una finca que apenas produce, la fortuna será suya, siempre y cuando se case en un año –se lamentó la mujer.

—¡Maldita sea!

—Louis, baja el tono de voz. Nadie debe saber que has estado aquí.

—¿Pretendes que esté calmado? Nos ha costado mucho esfuerzo llegar hasta este punto para que esa mocosa te arrebate lo que por justicia te pertenece.

Ella le acarició el hombro con gesto cariñoso. 

—No todo está perdido. Dudo que conociéndola contraiga matrimonio en tan poco plazo de tiempo. Aún así, no podemos confiar. El dinero es demasiado tentador. Y ella, tenemos que reconocer que, sin el hábito, muestra toda su belleza; que no es poca. Deberíamos tomar cartas en el asunto. Si enfermara de repente…

—¿Qué? Es demasiado arriesgado –se negó Louis.

—No lo es, querido. ¿Acaso alguien ha sospechado lo qué hemos hecho?

—Cierto es que Eduard no era muy viejo para que el corazón le fallase. Sin embargo, sería extraño en una joven de diecisiete años. Deseo ser rico, más no ir a prisión o balancearme en la horca. No.

Heather soltó un resoplido.

—Pensé que eras valiente. Lo mejor que puedo hacer es buscar otro que tenga más agallas.

—Lo que no soy es estúpido. El médico no tuvo motivos para investigar. La punzada en el corazón no dejó marca visible al estar oculta en el pelo del pecho. Con Cristyn no podría ocultarse. ¿No lo entiendes?

—¡Mierda, Louis! No tenemos que utilizar el mismo método. En esta ocasión seremos más sutiles. Escucha. Posees el título de barón. Eres joven y apuesto. No sería extraño que Cristyn cayese rendida a tus encantos y a que seas noble. Lo que debes hacer es cortejarla y pedir su mano. Y en cuanto enviudes, tú podrás recuperar la fortuna familiar perdida y yo seré rica.

Él, pensativo, se mordió el labio inferior.

—No se… Dudo que, por mucho que lo intente, cambie el amor que siente hacia Dios por un simple mortal.  

—Me ha asegurado que nunca tuvo intención de ser monja. Pretende formar una familia. ¿Y quién mejor que tú para complacerla?

Louis dibujó una sonrisa malévola. Heather tenía razón. Nunca le costó seducir a una mujer y esa mojigata sería una presa fácil.

—En ese caso, creo que es un buen plan.

—Ya sabes que soy lista y que no me detengo ante nada para conseguir lo que deseo. Lo hice contigo y lo haré ahora con la fortuna que me pertenece. Nos merecemos ser acaudalados.   

—¿Y cómo has pensado matarla?

—Un poco de veneno diario y todos pensarán que la pobre está enfermando. Cuando muera, creerán que es debido a su debilidad.

Él sacudió la cabeza.

—No se… No la considero una candidata a caer en mi hechizo.  

—Si no estás conmigo, será mejor que te vayas para siempre. Ten en cuenta que no necesito tu aportación. Como única pariente heredaré si ella muere. Puedo hacerlo sola –lo amenazó Heather mirándolo con hosquedad.        

—¿Irme? Sabes que te amo.      

—Pues, demuéstralo.

Luís la tumbó en la cama, la agarró de la nuca y la besó con ardor.

—Por ti, bajaría al mismo infierno.

—No hará falta. Lo único que debes hacer es conquistar a Cristyn.

—¿Y si no me acepta? Puede descubrir que estoy arruinado.

—Esa muchacha ha permanecido fuera del mundo. No tiene idea de nada. Sedúcela y si no cede, comprométela a la fuerza, en algún lugar donde puedan veros. El escándalo y la perdida de la virtud, la obligarán a contraer matrimonio.  

—¿No estarás celosa? La he visto en el funeral y se ha convertido en una joven muy hermosa. Puede que termine subyugado a sus encantos o ella en los míos.  No tendría necesidad de matarla para poseer esa fortuna. ¿Seguro que quieres arriesgarte?  

Ella sonrió con maldad.

—Jamás me dejarás. Esa mosquita muerta, por muy bella que sea, ninguna vez podrá complacerte como yo –aseguró arrastrándose sobre el cuerpo de su amante y le desabrochó los pantalones.

Louis contuvo el aliento.

—Cristyn jamás hará esto —susurró Heather, inclinando la cabeza.

Él, al sentir como lo devoraba, reaccionó al instante. Henchido, la volteó, le alzó el camisón y la penetró con dureza.  

Cristyn, escondida tras la puerta, permaneció paralizada por el pavor, incapaz de reaccionar. En tan solo dos días su mundo se derrumbó. Ya no tenía protección y sobre su cabeza pendía la amenaza de violación o la muerte. Debía irse cuanto antes. Pero ¿adónde? El único lugar donde podía estar segura era el convento. Sin embargo, no podía permanecer siempre allí. Debería ocultarse hasta que encontrase una solución.

—Cálmate, Cristyn. Tienes que pensar y con rapidez –musitó. Inspiró hondo y ya más serena, se alejó procurando no hacer ruido. Regresó a la habitación. Hizo el equipaje, se vistió y después aguardó a que amaneciese. Ordenó al lacayo que preparasen el coche y se largó a toda prisa.

Al cruzar la puerta del convento se sintió segura.

—¿Qué sucede? ¿Por qué has regresado? –le preguntó la abadesa.

Cristyn se excusó con una leve mentira.

—Yo… Necesito descansar y poner mi alma en paz. La muerte de mí estimado tío me ha entristecido más de lo esperado.

—Lógico. Era tú único pariente. Por cierto, –dijo la abadesa abriendo el cajón —al poco de irte llegó esta carta para ti.  

Cristyn la tomó con dedos temblorosos, pues reconoció la letra de su tío.

—Gracias.

—Tú celda sigue libre. Puedes ir a descansar. Y quédate el tiempo que consideres oportuno. Pediré que te calienten un poco de caldo. Ya hemos entrado en primavera, pero las noches aún son frescas.

Cristyn, en cuanto cerró la puerta, rasgó el sobre.

 

Estimada sobrina:

Te envío esta misiva para advertirte de que corremos un gran peligro. Sé que Heather ambiciona mis posesiones y dinero, y que está dispuesta a todo por conseguirlo. Por el momento evitaré un posible atentado hacia mí vida y mañana partiré hacia la finca de Colchester. Aún así, te aconsejo que tengas mucho cuidado. Sé que en el convento estás a salvo, pero cuando alguien está dispuesto a lo que sea para lograr sus fines, es capaz de penetrar en la fortaleza más inexpugnable.

Te informo de que hoy he hecho un nuevo testamento. Sé que tu vocación no es la de ser religiosa y que quieres formar una familia. Por ello, en él hallarás una cláusula que te sorprenderá, pero lo hago para que el patrimonio que tanto costó conseguir no se pierda. Si contraes matrimonio obtendrás lo que deseas; al mismo tiempo de que estarás protegida por tu esposo. Si no lo haces, es probable que Heather logre deshacerse de ti, a pesar de que nada recibiría a tú muerte; pero sé lo vengativa y perversa que es. Te hará culpable de perder la fortuna que esperaba y puede desear matarte.

Lamento estas condiciones, pero creo que hago lo mejor para los dos. Mi querida niña, Compréndeme. Te obligo a buscar un hombre que, tal vez, no ames. Aun así, prefiero eso a condenarte a una muerte temprana y que no hayas podido disfrutar de esta vida maravillosa que yo dejaré cuándo te lean mí testamento. Jamás podría descansar en paz.

Cristyn, por último, te pido que creas en estas palabras y es que estoy convencido de que el hombre que elijas será bondadoso y te tratará con el respeto que mereces, y también sé que no podrá evitar enamorarse de una muchacha tan hermosa y con tan buen corazón cómo tú; al igual que tú de él por su devoción por ti y trato gentil. Sé que serás una esposa feliz.        

Cristyn, mi querida sobrina, cuídate.

Te quiere tu tío Eduard.

Lincoln, 1 de Abril del año del Señor de 1909.

 

Ahora entendía la razón de esa exigencia. Sin embargo, no podía casarse por ese motivo. Ella deseaba un marido que la amara y no por el dinero. Por otro lado, tampoco quería que el patrimonio pasase a otras manos que no fuese a las de la familia.

—¿Y si enseño esta carta a las autoridades? No, Cristyn. No es una prueba contundente. Podrían decir que son delirios de un enfermo. ¡Virgen Santa! ¿Qué voy a hacer?

Tras dos semanas llegó a la conclusión de que debía enfrentarse a los problemas. Denunciar a su prima era imposible, ya que carecía de pruebas sólidas. Tampoco podía volver a casa, ni quedarse en la abadía si no tenía intención de procesar. Y en cuanto a lo del matrimonio, era la vía más segura. Una vez casada podría alejar la amenaza de Heather y de este modo evitar que la asesinara, en esta ocasión por venganza. Pero ¿cómo lo haría? No conocía a ningún hombre adecuado. En realidad, a ninguno que pudiese ser un candidato a marido y tampoco estaba dispuesta, a pesar del peligro que corría, a casarse con el primero que se lo propusiese. El matrimonio era algo sagrado, para toda la vida.

Rachel, la novicia que compartía todos sus secretos, la tomó de las manos y dijo:

—Todo se solucionará. Ten fe en Dios.

—¿Él me enviará un esposo en menos de un año, decente y que me ame? –respondió Cristyn con amargura.

—Por supuesto. Aunque, dudo mucho que te lo traiga aquí. Deberás poner algo de tú parte. ¿No te parece?

—¿Y qué hago?

—Marcharte.

—No puedo volver a casa. Ni tampoco quedarme aquí. Presiento que vendrán a buscarme con alguna excusa que no podré rechazar.

—¿Qué tal Londres? Allí vive mi tía. Es viuda y estará encantada de tener compañía. Es una mujer muy popular. Se relaciona con infinidad de gente, sobre todo con nobles. Casi a diario asiste a cenas. Puede que tu futuro marido esté en una de ellas. No tendrá ningún reparo en hospedarte si se lo pido. Diremos que estás muy afligida por la muerte de tu tío y que tus estudios en el convento han finalizado y por ello necesitas cambiar de ambiente.  ¿Qué te parece?

Cristyn se frotó la barbilla. No tenía otra opción y puede que, en la capital encontrase al marido que tanto necesitaba.

—¿Por qué dudas? Heather nunca descubrirá donde te hospedas en Londres.

—Las cosas no son tan fáciles. Y mucho menos encontrar un hombre tan pronto. ¿Y si no estoy destinada al matrimonio?

Rachel mostró estupefacción.

—¿Bromeas? Eres una joven hermosísima. Cualquier hombre caerá rendido a tus pies, y si a ello añadimos que serás una mujer muy rica…

—Ahí está el problema. Quiero que me desee por mi misma.

—¡Ay, querida! Eres una soñadora. Pocos matrimonios se realizan por amor. Y si deseas lo contrario, en ese caso, la cosa se pone difícil. Aunque lo que sí está claro es que no puedes esconderte el resto de tus días y renunciar a la herencia que tu querido tío deseó para ti. Tienes derecho a ser su dueña.

—¿Y qué hago entonces? ¡Oh, Señor! –gimió Cristyn al borde del llanto.

Su compañera arrugó la frente.

—Pues, casarte. Aunque, de manera provisional.

—Eso es una idiotez. ¿Cómo diablos puede casarse alguien por solo una temporada?  

—No es ninguna tontería. Busca a un hombre que esté desesperado. Le ofreces una buena recompensa y después anulas el matrimonio. Si no ha sido consumado, es fácil. Te verás libre del peligro y dueña de tu destino. Más tarde puedes encontrar el amor que buscas.

Cristyn parpadeó en un intento de dar sentido a sus palabras. Y al entender, aceptó que no era tan mala idea.

—Escribe esa nota a tu tía. Marcho a Londres.

                       

 

 

 

 

 

 

 


martes, 19 de diciembre de 2023

PASIÓN LATINA

PASIÓN LATINA

EL PASAPORTE 

 

 

Levantó la persiana. El día había amanecido gris. Alzó los ojos y miró los nubarrones que surcaban el cielo empujado por el aire, mientras las hojas enrojecidas por el orín caían con cadencia, como si aún no se hubiesen desperezado del sueño estival.

La meteorología, siempre inconstante, decidió aquella tarde aparecer con el mismo ropaje llevándole el recuerdo que con tanto empeño deseaba borrar de su mente.

Cuando las primeras gotas se deslizaron por el cristal, supuso que eran las lágrimas que derramaba el verano por abandonar su reinado y el primer trueno, el grito de protesta.

No protestó ni lloró ese, ya lejano atardecer, cuando la mujer envuelta en un abrigo gris conjuntada con la climatología llamó al timbre.  

Nunca había hablado con ella. Sin embargo, tenía una opinión preconcebida, que no era precisamente agradable.

En esos días la consideró una zorra. Una maldita puta cuyas artes no podían engañarla del mismo modo que lo había hecho con el imbécil de su marido. ¡El muy cabrón! Como todos los hombres tenían el cerebro entre las piernas. ¡Ni tan siquiera se había dado cuenta que su próximo abandono significaba su liberación!

En Julián ya no quedaba nada de ese muchacho del que se había enamorado. El frío invierno había cubierto los senderos soñados bajo un glaciar que ni siquiera el sol más tórrido lograba fundir.

El guión de su matrimonio, concebido por el mejor de los dramaturgos, quedó destrozado por culpa de los actores, y el telón estaba a punto de caer, y nadie aplaudiría. Se quedaría sola ante el anfiteatro que se reiría de su actuación. Sería una actriz sin papel, sin director.