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El Ducado de Sleaford era una de las propiedades más
extensas y ricas de Inglaterra. Su linaje se remontaba a los tiempos de Eduardo
I. El primer Sleaford obtuvo el título de Barón y las tierras que éste
conllevaba gracias a la ayuda que ofreció al rey. No por actuar como un
caballero a lomos de un corcel, ni tampoco por luchar ante el enemigo; si no,
por ser el mejor forjador. Su pericia con el hierro consiguió crear unas
espadas que ayudaron al monarca a ganar la guerra contra Gales. Pero en el
instante que fue elevado a la categoría de noble, jamás volvió a empuñar un
martillo para moldear.
El premio no era gran cosa. Una casona y cien
hectáreas de campos poco fértiles, tan solo aptos para la siembra de trigo y el
pastoreo de ovejas. A pesar de ello, el pobre
herrero supo administrar, junto a su esposa que era una simple criada, a sus
vasallos, al ganado y tierras; convirtiéndose en un hacendado con grandes
ingresos. A pesar de eso, no le bastó abandonar la miseria. Ahora deseaba más. Por
supuesto, el único modo de prosperar era con buenas alianzas. Casó al hijo
mayor con la única heredera de la finca adyacente, al mediano lo introdujo en
la ejército y al pequeño en la religión. Unos años después, logró llegar aún
más alto. Ser el conde de Sleaford. Los que le siguieron heredaron sus dotes
para los negocios y generación tras generación, hicieron el condado más grande.
Cada uno de los miembros tenía una misión y la acataban sin una protesta y de
este modo expandir aún más su patrimonio.
August Sleaford, el último de los descendientes
alcanzó la categoría de duque, tras reunirse con el marqués de Saltburn, acudió
junto a su esposa que se encontraba ante el fuego. Sus ojos negros miraron su
figura esbelta y delicada, al igual que una muñeca de porcelana. Recordó el
primer día que la vio. Le pareció demasiado endeble, delgada y de tez casi
transparente. Prefería a mujeres más lozanas. No era ni mucho menos el ideal de
mujer que siempre deseó como esposa. Sin embargo, tenía algo que mitigaba todas
las pegas y era su belleza y una gran fortuna, que, por desgracia, era lo que
más necesitaba el ducado en esos días. Su padre era uno de los comerciantes más
ricos de Inglaterra de origen búlgaro y aportó una gran dote para conseguir un
título para su única hija.
Elisaveta, con el paso del tiempo, logró que
cambiase de opinión. No era en absoluto frágil. Por el contrario, poseía un
carácter férreo; aunque su aspecto no lo evidenciara. Demostró tenacidad,
inteligencia y aptitudes para manejar el vasto patrimonio de los Sleaford. A
parte de ello, su escasez de curvas no fue un impedimento para que desease
meterse en su cama cada noche y que a consecuencia de ello pariese en cuatro
ocasiones, dando al mundo unos vástagos de los que estaba muy orgulloso. Eran
fuertes, sanos y si se tenía en cuenta de que él no poseía atractivo, la mezcla
de las imperfecciones, obraron el milagro de la belleza.
—¿Has sellado el acuerdo? –le preguntó ella
clavándole sus ojos tan verdes como los prados.
—Sí.
Su esposa se levantó.
—En ese caso, te dejo para que hables con tú hijo.
Le avisaré –dijo encaminándose hacia la puerta, moviéndose con gracia felina.
En el tiempo que el Duque se servía una copa de
vino, entró Joseph, su primogénito. El muchacho poseía tez bruna y ojos de
carbón, como él. Sus facciones, sin dejar de ser masculinas, eran suaves;
herencia materna. Lo mismo que la esbeltez y elegancia.
—Padre. Madre me ha dicho que deseas comentarme
algo importante. ¿Es sobre el vizconde?
Su padre le entregó una copa de vino y le indicó
que se sentase.
—Así es. Hoy hemos concertado el matrimonio.
Joseph aseveró sin mostrar emoción. Desde bien niño
supo que estaba destinado a lograr un matrimonio provechoso para el ducado. Por
otro lado, Rachel era una joven no hermosa, pero tampoco fea. Educada en un colegio
exclusivo de señoritas, inocente y de carácter dócil. No sería dificultosa la
convivencia.
—¿Cuándo será el acontecimiento?
—En dos meses.
—Bien.
Fue su único comentario.
En cuanto a Henry, el hijo mediano, su destino no
fue otro que el ejército. Para Ahren, el varón menor, las cosas no fueron tan
fáciles. El chiquillo, acostumbrado a corretear por los campos, a cazar, a vivir
como un pequeño salvaje, llegado el momento de su destino, elevó su voz de
protesta. De nada sirvió. Así estaban marcados los planes y nada, ni nadie
podía modificarlos. Por lo que, al siguiente día de cumplir los doce años
partió hacia un convento.
La nueva vida fue impactante para el muchacho. Los
privilegios de los que hasta entonces gozó fueron erradicados de un plumazo.
Por supuesto, como hijo noble, su estatus en la orden lo eximía de las tareas
más arduas; no así de obediencia. Como los demás, debía levantarse al amanecer,
orar a las horas estipuladas e iniciarse en unos estudios que marcarían el resto
de sus días. Un plan que no estaba de acuerdo con sus aspiraciones. Era un
espíritu libre y el seminario una cárcel que lo subyugaba.
Las primeras semanas se hundió en la tristeza y era
incapaz de dejar de llorar. Los sacerdotes no intentaron consolarlo. Estaban
acostumbrados a esos chiquillos que les eran entregados sin que mostrasen la
menor vocación; pues eran conscientes de que el tiempo terminaba por derrotar
cualquier sueño anterior. Todos, sin excepción, acababan resignándose a su
destino y acostumbrándose a la vida de un convento.
Ahren no fue distinto a ellos. A los tres meses, su
espíritu rebelde cedió al darse cuenta de que era un esfuerzo baldío. Jamás
podría salir de esa jaula y como siempre fue práctico optó por conseguir al
menos, una ocupación que mitigase la pena. Y lo logró gracias a su habilidad en
el dibujo y fue destinado a la biblioteca.
El padre Mortimer recibió a ese muchacho con
reticencia. Era rebelde y nervioso. Lo menos indicado para una labor que
precisaba paciencia y finura. Sin embargo, el voto de obediencia lo instó a
complacer a su superior, si no quería recibir los duros castigos que se
aplicaban a los novicios y sacerdotes insurrectos.
En cambio, Mortimer, cuando examinó las aptitudes
de su alumno, sus dudas dejaron de existir. El chico era hábil con los pinceles
y el interés que mostró por aprender logró que se convirtiesen en buenos
compañeros.
La enseñanza por parte de su mentor ocupaba gran
parte de las horas del novicio, pero no le importaba. Descubrió un mundo fascinante
en la creación de libros y su maestro, a un alumno excelente.
Ahren perdía la noción del tiempo, en especial,
cuando se enfrascaba en dibujar las miniaturas. La elección de los colores las
hacía únicas y con el paso de los años se manifestó como un artista excepcional.
Los libros de oraciones, de tratados de grandes maestros de la filosofía o de
la religión, aportaron grandes ingresos a causa de su venta a los acaudalados;
tanto que su fama se extendió por las otras abadías y monasterios. Incluso el obispo
de Lincoln requirió sus servicios.
Tras cinco años viviendo entre cuatro paredes la
puerta se abrió para lanzarlo de nuevo al mundo. Sus ojos esmeraldas brillaron
de nuevo emocionados mientras recorrían el camino que lo llevaba hacia tan
magnífica ciudad. Su maestro no estaba tan alegre. Cuarenta años de exilio del
mundo era mucho tiempo y se sentía trastornado. En especial si cruzaban una
población con mercado. El gentío, las voces, el tránsito caótico, le embotaban
la cabeza. Sin embargo, nada fue comparable a la gran ciudad. Allí todo era más
exagerado y novedoso.
El edificio donde vivía el obispo también lo era.
No existía ni una mota de humildad. La vivienda estaba decorada con exquisitez
y comodidades. Era evidente que el obispo Francis Ryde no guardaba ningún voto
de pobreza. Por el contrario. Era amante del lujo y por supuesto, no escatimaba
esa preferencia hacia sus invitados. Sus aposentos eran dignos de un rey.
Esa ostentación desató los gruñidos del maestro del
joven artista; incapaz de comprender que un hombre de Dios viviese como un
potentado y disfrutase de los placeres de una gran ciudad. A pesar de eso, a Ahren
le entusiasmó su nueva situación. Le recordaba a la libertad de su niñez y ese
recuerdo comenzó a carcomer su conformidad. Sobre todo, al recorrer las calles
de la ciudad y ver a los estudiantes, mozos o hijos de nobles regocijarse con
total libertad.
Fue en esa época cuando conoció como era el mundo
de verdad; pues de chiquillo nunca abandonó las tierras del condado, a no ser
para ir al diminuto pueblo cercano. Ahora podía disfrutar de los mercados, de
los artistas de teatro, de las tabernas e incluso, de la visión de hermosas
mujeres. Unas mujeres que le cuestionaron el voto que estaba a punto de
realizar. ¿De verdad deseaba pasar el resto de su vida encerrado y renunciar a
todo eso? Lo cierto era que, se había acostumbrado a su vida en el seminario y,
por otro lado, era el único medio que le quedaba para sobrevivir. Si renunciaba
a lo que le estaba destinado no recibiría ninguna ayuda, sería repudiado por la
familia y debería vagar como un pedigüeño a la espera de que un alma caritativa
le diese unas monedas o trabajar duro para recibir un salario que apenas le
permitiría subsistir. Por lo que se dijo que no merecía la pena. Lo que debía
hacer era complacer al obispo y lograr que éste lo apadrinase para conseguir
una situación más ventajosa que vivir en la vieja abadía. Se concentró en la labor
de crearle el mejor libro de oraciones, en entregarle una obra maestra y
también de disfrutar de las ventajas que ofrecía Lincoln.
En una de sus salidas el demonio lo llevó por unas
calles donde la ciudad permanecía en las sombras y sus habitantes se movían por
el filo del infierno. Solo el hábito lo liberó de caer en las garras de los
bribones, cortabolsas o asesinos. No así de esas mujeres que se ofrecían con
descaro, sin importarles su condición de religioso.
Ahren intentó pasar lo más rápido por esas arenas
movedizas que intentaban succionarlo. No pudo. La muchacha de cabellos negros
como el azabache y ojos grises de gato, al igual que el más tentador de los
demonios lo arrastró a sus barros profundos mostrándole que el mundo podía
ofrecerle algo maravilloso.
Embutidos en la sombras de un diminuto callejón, la
prostituta le levantó el hábito y le bajó los calzones.
Ahren atemorizado por el terrible pecado que estaba
a punto de cometer intentó huir. Fue incapaz. Deseaba experimentar por sí mismo
aquello que tantas veces presenció entre los sirvientes y descubrir si era tan
gozoso cómo manifestaron.
Cuando la boca de la mujer le absorbió el miembro,
el miedo se esfumó para transportarlo hacia una sensación tan gustosa que, gimió
cómo un animal y en apenas unos segundos, alcanzó un goce que jamás pensó se
podía sentir.
El descubrimiento del placer de la carne arraigó en
ese adolescente con una fuerza imposible de contener. Tanta que, el dinero que
debía emplear para las pinturas terminaba en ese callejón donde la muchacha de
ojos felinos lo conducía por las vías que descendían hasta el averno;
mostrándole nuevas formas de gozar. Ese infierno era para él el mismísimo
paraíso. No podía concebir ninguna delicia más gozosa, ni mayor libertad para
un ser humano. Ningún otro, ni tan siquiera Dios, tenían la potestad de hacerle
alcanzar la gloria que uno mismo se proporcionaba entre los muslos de esa
hembra ardiente.
Ahren se sumió en un tormento difícil de superar.
Por un lado, el deber lo instaba a que la cordura retornarse y por otro, la
tentación le decía que debía escoger su propio camino. Y al final, Satanás ganó
la batalla. Dejó la vida que su familia escogió para iniciar la de su elección.
Sin mirar atrás, en el momento que el sol aún
estaba iniciando su ascenso, abandonó la casa del obispo con el temor de aquél
que ignora como subsistirá y, con la valentía del que deja la cárcel que lo ha
estado apartando del mundo. Pero nunca se amedrentó ante las adversidades e
inició el viaje hacia Manchester, una de las ciudades con más futuro debido a
su industria. La ventaja que le confería el hábito le proporcionó comida y
albergue gratuitos; y también dinero al argumentar que recaudaba para los más
necesitados. Por supuesto, era consciente de que su alma ya no tendría perdón.
A pesar de ello, intentaba excusarse en que se vió forzado a mentir, pecar y
robar a causa de la incomprensión de sus padres al destinarlo a una vida que
nunca deseó. Una vida que lo habría enterrado para el resto del mundo y a
renunciar al cariño que uno obtenía en su hogar. Y él deseaba vivir como los
demás, y lo lograría.
Al adentrarse en las calles su corazón comenzó a
latir con fuerza. Allí estaba, ante una de las ciudades más importantes. Ahora
tenía la bolsa repleta y la posibilidad de ejercitar su arte, y fuera de los
muros de una abadía y con la libertad de pintar algo más que motivos
religiosos. Y cuanto hubiese ganado suficiente, partiría hacia Londres.
Con este propósito, lo primero que hizo fue comprar
ropa para quitarse el hábito y buscar un trabajo como pintor donde ofrecer sus
servicios.
No fue fácil. Tras una semana ninguno de los
maestros pintores se interesó por su arte. Por lo que, se vio de nuevo abocado
a enfundarse el vestido de novicio y recurrir al engaño. No obstante, se negó a
desistir y por suerte, un pintor mediocre, pero con clientela fija, lo aceptó.
Los dos urdieron un plan para que sus trabajos
fuesen, a pesar de que Ahren gozaba de una hermosura apabullante, aceptados; en
especial los nobles ricos, a los que decían que el dinero del cuadro, realizado
por el joven novicio, estaba destinado al convento para auxiliar a los
necesitados.
Vestido de nuevo con el hábito y demostrando sus
conocimientos eclesiásticos, su rostro atractivo se tornó en algo angelical,
confiriendo así confianza a los clientes que no dudaban; sobre todo a los
esposos que deseaban un retrato de su mujer en confiarlas a un futuro sacerdote.
De este modo Ahren obtuvo lo que tanto anheló. El
tiempo entre muros quedó atrás e inició una nueva vida. Una existencia muy
distinta a lo que la familia creyó.
¡Y cuán horrorizados estarían si descubriesen lo
que prefirió! Cada una de sus clientas, tras permanecer quietas ante sus
pinceles, después recobraban el movimiento entre sus muslos y cada una de ellas
le llenó los bolsillos, y de nuevas experiencias carnales.
En menos de un año, el antiguo novicio ya poseía un
buen capital que se incrementaba día a día jugando a las cartas, a los dados o a
las apuestas. Y dos años después, con el prestigio ganado, se independizó. Sin
embargo, el desenfreno se hizo público y ningún caballero decente requirió los
servicios de aquel al que ahora llamaban el Ángel Caído; por el contrario,
decenas de cornudos buscaban su muerte.
De nuevo, la adversidad no fue un contratiempo. Con
el caudal ganado escapó iniciando el camino hacia Londres, recaudando más
dinero durante el camino con el engaño de la caridad. Un ardid que se aposentó
en la conciencia para recordarle su maldad y harto del inquilino molesto, lo
desahució para acomodar a la falta de escrúpulos. Una actitud provocada por la
insensibilidad de sus padres por encerrarlo a una condena eterna. Era su excusa
para no sentirse un miserable.
La capital le sorprendió. Era un hervidero de
gentes de toda ralea. Nobles, vasallos, ladrones, prostitutas, gente de color,
de Oriente, extranjeros llegados de todas las partes en busca de una
oportunidad. Él también la buscaba. Pero abrirse camino con su habilidad sería
una ardua tarea. No tenía protector al que acudir ni la fama suficiente para
vivir de la pintura. Aun así, no se achantó. Buscó una pensión económica y se
estableció.
Durante semanas recorrió los talleres y escuelas de
arte. En ninguna de ellas tuvo suerte.
—¿Quieres que te lleve al cielo, cariño?
Ahren miró a la mujer. Desde que partió de
Manchester no cataó hembra y la invitación le pareció muy sugerente, a pesar de
que la mujer no era una belleza, condición que siempre requería en sus amantes.
Sin embargo, el deseo contenido ganó. Se
dejó tomar de la mano. La prostituta lo llevó hasta a una calleja. Apoyó la
espalda en la húmeda pared y se levantó la falda.
—¿Qué haces? –refunfuñó él, mirando a su alrededor.
A diferencia de Manchester, cerca de ellos había otras parejas que fornicaban
sin importarles quienes los observasen. A Ahren si le importaba. Necesitaba
intimidad.
—Mi trabajo, cielo. Venga, date prisa. No puedo
perder tiempo –respondió ella desabrochándole los calzones.
Ahren se apartó.
—¿No hay otro callejón que podamos estar a solas?
La mujer estalló en una brusca carcajada.
—Esto es lo que hay, chico. Si quieres intimidad, te
has equivocado de lugar, guapo. Si quieres joder en una cama, ve a un refinado
burdel o me llevas a tu casa. Las zorras de esta zona fornicamos en la
calle.
Ahren abonó el importe por las molestias y regresó
a la pensión.
El incidente le llevó a concebir una idea que podía
significar su ruina o el inicio de una gran fortuna. Animado por la expectativa
visitó un lupanar elegante. Tomó nota de su funcionamiento, de las mujeres que
se ofertaban, de sus habilidades en la cama, de los clientes y del pago por los
servicios. Llegó a la conclusión que era un negocio muy rentable; tanto que, si
se mejoraba uno podía llegar a hacerse rico.
No se lo
pensó. Con los ahorros ganados gracias a sus amantes satisfechas, alquiló una
casa de dos pisos para abrir su propio burdel en el lugar donde menos podían
imaginar los ricachones, junto al puerto. Al principio podía parecer un error.
No lo era. Los caballeros y nobles necesitaban, en esas cuestiones, una gran
discreción que en los lupanares cercanos a sus residencias podía infringirse.
Él les ofrecería la misma, o mejor calidad, en una zona donde jamás sus
enemigos o esposas pudieran descubrir sus vicios.
Compró varios catres y contactó con varias
prostitutas y les propuso convencer a los clientes de llevarlos al prostíbulo.
Al principio la idea no caló entre los hombres
acostumbrados a desfogarse de una manera rápida y económica. Pero en cuanto
cataron la comodidad de fornicar en una cama y por un módico incremento en la
tarifa, los callejones de alrededor del lupanar fueron vaciándose de amantes
clandestinos.
La fama del negocio se propagó por los bajos fondos
provocando que prosperase día a día. Y de nuevo, implantó la base fundamental
de un burdel. Las mujeres que aceptaron su propuesta para trabajar en el edificio
adoraban a Ahren. Gracias a él los peligros, abusos e incluso muertes, ya no
existían para ellas; además, recibían un pago justo por sus servicios.
Poco a poco, fue ganando más y más dinero. Y llegó
el momento de conseguir que los hombres de la alta sociedad acudiesen a su
local. Lo acondicionó al gusto de esos futuros clientes. En las paredes plasmó
su arte. En lugar de vírgenes, pintó prostitutas en actitudes obscenas y figuras
clásicas fornicando de distintas formas, que inducían a los clientes a soñar con
lo que sus esposas no podían ofrecerles. La planta baja la acondicionó con unos
divanes. Allí podrían escoger la mujer que más le agradase mientras saboreaban
ron o vino, amenizados con una pianista.
No obstante, esa renovación no lo conseguiría.
Tenía que ofrecer mujeres muy distintas a las de ahora. A pesar de ello, Ahren
no quiso dejar en la estacada a ninguna de ellas; por lo que, acudió al burdel
más afamado de la ciudad y ofreció una cantidad escandalosa a la mejor ramera
para que aleccionase a sus chicas en el arte de la seducción más refinada y a
la vez salvaje que los hombres poderosos buscaban.
Ella, ante la gran oferta, no lo dudó, y mostró a
sus nuevas compañeras su sabiduría en el arte del erotismo y en el del trato
con tan distinguidos clientes.
Apenas unos meses después, El Ángel Caído, abría
sus puertas a la crema de la sociedad londinense.
Una vez más, el destino que escogió Ahren le fue
propicio. Y a los veintitrés años ya era un hombre libre y muy acaudalado.
2
Cristyn bajó del carruaje con semblante
circunspecto. No era para menos. La noticia de la muerte de su tío la pilló por
sorpresa, pues Eduard Aldridge gozaba de buena salud y tan sólo cuarenta años.
Heather Heys prima del finado, enfundada en
estricto luto, recibió a la joven con lágrimas. Aún así, sus ojos pardos
escrutaron a la muchacha y destellaron con sorpresa al no verla enfundada con
el hábito.
—Querida, es triste volver a encontrarnos en estas
circunstancias. ¡Ha sido tan repentino! El médico aún no entiende que al ser
tan joven le fallara el corazón. ¡Ay, Señor! Una tragedia.
Cristyn aseveró y entró en la casa donde pasó toda la
niñez. Su tío, al morir sus padres la acogió como a una hija. La educó con
cariño y después, la envió con las monjas para que la convirtiesen en toda una
dama.
Sus ojos ámbar miraron a su alrededor. Durante los cuatro
años de ausencia nada había cambiado. Su tío era un hombre muy conservador y
sentimental.
—Como ves, no hubo fuerza humana que le hiciese
renovar el mobiliario —comentó Heather.
—Cada verano le insinué que la casa debía
modernizarse. No hubo manera —suspiró Cristyn.
—Como lo decoró su difunta esposa… ¡En fin! Eso
ahora no importa. Lo esencial es concentrarnos en el funeral. Por supuesto, ante
tu ausencia, lo he preparado con minuciosidad. Será digno de tan noble
caballero.
—No esperaba menos de ti, prima. Siempre has
cuidado de nosotros con esmero –dijo Cristyn quitándose la capa.
El cuello de la mujer se estiró con un toque de
orgullo.
—Por supuesto. La familia lo es todo. Por ello le
he dedicado mí vida, olvidándome de mis prioridades. No eres consciente, por
vivir en el convento, de que he perdido oportunidades de matrimonio. Y muy
ventajosas.
Cristyn no lo dudaba. Su prima, sin ser hermosa,
era atractiva y con la suficiente inteligencia para saber llevar a un hombre. Algún
viudo rico no tardaría en pedir su mano.
—Ahora quedas eximida de ello. Aún eres joven y
puedes aspirar a un esposo e imagino que mi tío te habrá dejado un buen
capital.
Eso esperaba Heather. Dedicó su juventud a ello y
debía ser recompensada.
—El viaje desde el convento es largo e imagino que
estarás cansada. Deberías reposar.
—Antes deseo ver a mí tío.
—Por supuesto.
Cristyn pasó al salón dónde estaba el féretro.
Varias mujeres sollozaban a su alrededor. Sus ojos se elevaron hacia la
muchacha escrutándola con curiosidad. Ya no era esa niña que partió al
convento. Ahora era una joven y muy hermosa. Era una pena que tuviese que
encerrarse entre los muros.
Cristyn inclinó la cabeza y presentó sus respetos
al hombre que la cuidó como un padre. Al verlo, no pudo reprimir el llanto. Su
lozanía ya no existía y su rostro mostraba un color verduzco. Afectada, se sonó
la nariz y salió para ir a su habitación. Con la ayuda de la doncella se
desvistió e intentó dormir. No pudo. Estaba demasiado triste y preocupada por
su futuro. Ya no le quedaba ningún familiar, pues Heather, a pesar de que
siempre la consideró su prima, en realidad pertenecía a la parte familiar de la
mujer de su difunto tío.
Una hora antes de cenar se levantó. Después de
comer ligero, se unió a los demás para velar al difunto.
Ojerosa y enfundada en negro, al día siguiente
acudió al funeral. Heather, como aseguró, lo organizó a la perfección. Una
cohorte de plañideras tras la carroza tirada por corceles azabaches y varios
sacerdotes, signo de la riqueza del finado.
Una vez concluido, un vacío enorme se aposentó en
el corazón de Cristyn. Lo único que deseaba era dormir durante horas. Pero sus
deseos debieron aguardar, pues el notario acudió para leerles las últimas
voluntades del finado.
En la biblioteca se reunió con Heather y con los criados
para conocer su destino.
“En plenas facultades mentales y sin ser
coaccionado, yo, Eduard Aldridge, dispongo que se entreguen quinientas libras a
cada uno de mis sirvientes por su fidelidad; así como mil para el párroco y
otras tantas al convento donde ha estudiado mi sobrina Cristyn. A mi sobrina Heather
le cedo la finca de Aslenfall, situada en las Tierras Altas de Escocia y dos
mil libras. El resto de mi patrimonio y dinero, que asciende a cien mil libras,
a mi sobrina Cristyn. Aunque, al ser menor de edad, no podrá tomar posesión de
la herencia; únicamente en cuanto se case. Sin embargo, se le anticipará tres
mil libras hasta el día de su boda, que deberá suceder en el plazo de un año. En
caso de permanecer soltera, su legado pasará a la Santa Iglesia. En cuanto a mi
sobrina Heather, deberá abandonar esta casa en el plazo de una semana para
administrar la mansión de Escocia. Estas son mis voluntades y espero sean
cumplidas; al igual pido que mis seres queridos recen por mi alma, para que
pueda, el día del juicio final reunirme con nuestro Señor.
Lincoln, 8 de Abril del año del Señor 1909”
El rostro de los criados mostraba perplejidad, al
mismo tiempo que alegría. Por el contrario, Heather estaba lívida. Alzó la mano
y los sirvientes se fueron.
—¿Seguro que éste es su último testamento?
–preguntó sin apenas voz, retorciéndose las manos.
—Así es, señora. No hay otro.
El notario les entregó el testamento.
—Bien, señor Carrier. Le agradecemos su inestimable
labor –dijo Heather.
El funcionario se levantó y se marchó.
—Pero… ¿Cómo puede ser? He cuidado de él durante
años y todos saben que tomarás los hábitos —musitó Heather, aún perpleja por la
situación.
—¿De dónde has sacado tal conclusión? –la
interrumpió su prima.
—Pues, de tío Eduard. Siempre dijo que deseaba que
te educaras en la religión.
—Tú misma lo has dicho. Me ingresó para ello, no
para ser monja. Y por supuesto, en ningún momento se me ha pasado por la cabeza
abandonar este mundo banal para pasarme el resto de la vida orando. Tengo
intención, si Dios lo dispone así, de crear una familia. Y como has comprobado,
mí tío así lo deseaba —le aclaró Cristyn.
Heather carraspeó inquieta ante el tono seco de la
joven. No debía enemistarse con ella. Su futuro, a pesar de haber recibido la
finca, no era halagüeño. Siempre creyó que Cristyn terminaría en el claustro y
ella con la totalidad de la fortuna de su tío. Y ahora no poseía ni una
milésima parte del pastel. Necesitaba mucho más para vivir cómo soñó.
—Por supuesto, querida. Fue una leve confusión. Claro
que, la condición que te ha puesto… Prácticamente te obliga a convivir con un
hombre que apenas conozcas. Eso si lo encuentras a tiempo. Es una cláusula
extraña. Es como si, a pesar de las apariencias, no quiera dejarte nada. ¿A qué
crees que se debe?
Cristyn frunció el cejo.
—Con franqueza, no logro entender la razón. Al
igual que lo tuyo. Si lo has cuidado tan bien este tiempo, poco te ha
recompensado. Raro también, ¿no?
Heather, molesta, la miró con los ojos
entrecerrados.
—Soy sobrina por parte de su difunta esposa. No me
une a él consanguinidad. Lo que significa que no soy familia. Comprendo su
decisión. Y no puedo quejarme. Me ha dejado una gran finca y dinero suficiente
para cubrir mis necesidades gran parte de mí vida. Pero, prima, tú no te
preocupes. No quedarás en la miseria. En cuanto se corra la voz de que eres una
heredera riquísima, te saldrán los pretendientes como hongos.
Cristyn se levantó.
—Iré a costarme. Estoy rendida.
Heather suspiró.
—Yo también. Han sido unas jornadas agotadoras. Que
descanses.
Pero Heather no abandonó la biblioteca. Tomó papel
y pluma, y tras terminar ordenó al lacayo que fuese a entregarla.
—Esto no terminará así —masculló.
Unas horas después, la casa quedó en silencio y
recibió la visita de un hombre.
—¿Qué ha ocurrido? –dijo éste.
—Mi primo ha trastocado nuestros planes. Se lo ha
dejado todo a esa idiota.
—¿Todo? –gimió él.
—A excepción de una finca que apenas produce, la
fortuna será suya, siempre y cuando se case en un año –se lamentó la mujer.
—¡Maldita sea!
—Louis, baja el tono de voz. Nadie debe saber que
has estado aquí.
—¿Pretendes que esté calmado? Nos ha costado mucho
esfuerzo llegar hasta este punto para que esa mocosa te arrebate lo que por
justicia te pertenece.
Ella le acarició el hombro con gesto cariñoso.
—No todo está perdido. Dudo que conociéndola
contraiga matrimonio en tan poco plazo de tiempo. Aún así, no podemos confiar. El
dinero es demasiado tentador. Y ella, tenemos que reconocer que, sin el hábito,
muestra toda su belleza; que no es poca. Deberíamos tomar cartas en el asunto.
Si enfermara de repente…
—¿Qué? Es demasiado arriesgado –se negó Louis.
—No lo es, querido. ¿Acaso alguien ha sospechado lo
qué hemos hecho?
—Cierto es que Eduard no era muy viejo para que el
corazón le fallase. Sin embargo, sería extraño en una joven de diecisiete años.
Deseo ser rico, más no ir a prisión o balancearme en la horca. No.
Heather soltó un resoplido.
—Pensé que eras valiente. Lo mejor que puedo hacer
es buscar otro que tenga más agallas.
—Lo que no soy es estúpido. El médico no tuvo
motivos para investigar. La punzada en el corazón no dejó marca visible al
estar oculta en el pelo del pecho. Con Cristyn no podría ocultarse. ¿No lo
entiendes?
—¡Mierda, Louis! No tenemos que utilizar el mismo
método. En esta ocasión seremos más sutiles. Escucha. Posees el título de barón.
Eres joven y apuesto. No sería extraño que Cristyn cayese rendida a tus
encantos y a que seas noble. Lo que debes hacer es cortejarla y pedir su mano.
Y en cuanto enviudes, tú podrás recuperar la fortuna familiar perdida y yo seré
rica.
Él, pensativo, se mordió el labio inferior.
—No se… Dudo que, por mucho que lo intente, cambie
el amor que siente hacia Dios por un simple mortal.
—Me ha asegurado que nunca tuvo intención de ser
monja. Pretende formar una familia. ¿Y quién mejor que tú para complacerla?
Louis dibujó una sonrisa malévola. Heather tenía
razón. Nunca le costó seducir a una mujer y esa mojigata sería una presa fácil.
—En ese caso, creo que es un buen plan.
—Ya sabes que soy lista y que no me detengo ante
nada para conseguir lo que deseo. Lo hice contigo y lo haré ahora con la
fortuna que me pertenece. Nos merecemos ser acaudalados.
—¿Y cómo has pensado matarla?
—Un poco de veneno diario y todos pensarán que la
pobre está enfermando. Cuando muera, creerán que es debido a su debilidad.
Él sacudió la cabeza.
—No se… No la considero una candidata a caer en mi
hechizo.
—Si no estás conmigo, será mejor que te vayas para
siempre. Ten en cuenta que no necesito tu aportación. Como única pariente
heredaré si ella muere. Puedo hacerlo sola –lo amenazó Heather mirándolo con
hosquedad.
—¿Irme? Sabes que te amo.
—Pues, demuéstralo.
Luís la tumbó en la cama, la agarró de la nuca y la
besó con ardor.
—Por ti, bajaría al mismo infierno.
—No hará falta. Lo único que debes hacer es
conquistar a Cristyn.
—¿Y si no me acepta? Puede descubrir que estoy
arruinado.
—Esa muchacha ha permanecido fuera del mundo. No
tiene idea de nada. Sedúcela y si no cede, comprométela a la fuerza, en algún
lugar donde puedan veros. El escándalo y la perdida de la virtud, la obligarán
a contraer matrimonio.
—¿No estarás celosa? La he visto en el funeral y se
ha convertido en una joven muy hermosa. Puede que termine subyugado a sus
encantos o ella en los míos. No tendría
necesidad de matarla para poseer esa fortuna. ¿Seguro que quieres arriesgarte?
Ella sonrió con maldad.
—Jamás me dejarás. Esa mosquita muerta, por muy
bella que sea, ninguna vez podrá complacerte como yo –aseguró arrastrándose
sobre el cuerpo de su amante y le desabrochó los pantalones.
Louis contuvo el aliento.
—Cristyn jamás hará esto —susurró Heather, inclinando
la cabeza.
Él, al sentir como lo devoraba, reaccionó al
instante. Henchido, la volteó, le alzó el camisón y la penetró con dureza.
Cristyn, escondida tras la puerta, permaneció paralizada
por el pavor, incapaz de reaccionar. En tan solo dos días su mundo se derrumbó.
Ya no tenía protección y sobre su cabeza pendía la amenaza de violación o la muerte.
Debía irse cuanto antes. Pero ¿adónde? El único lugar donde podía estar segura
era el convento. Sin embargo, no podía permanecer siempre allí. Debería
ocultarse hasta que encontrase una solución.
—Cálmate, Cristyn. Tienes que pensar y con rapidez
–musitó. Inspiró hondo y ya más serena, se alejó procurando no hacer ruido. Regresó
a la habitación. Hizo el equipaje, se vistió y después aguardó a que amaneciese.
Ordenó al lacayo que preparasen el coche y se largó a toda prisa.
Al cruzar la puerta del convento se sintió segura.
—¿Qué sucede? ¿Por qué has regresado? –le preguntó
la abadesa.
Cristyn se excusó con una leve mentira.
—Yo… Necesito descansar y poner mi alma en paz. La
muerte de mí estimado tío me ha entristecido más de lo esperado.
—Lógico. Era tú único pariente. Por cierto, –dijo
la abadesa abriendo el cajón —al poco de irte llegó esta carta para ti.
Cristyn la tomó con dedos temblorosos, pues
reconoció la letra de su tío.
—Gracias.
—Tú celda sigue libre. Puedes ir a descansar. Y
quédate el tiempo que consideres oportuno. Pediré que te calienten un poco de
caldo. Ya hemos entrado en primavera, pero las noches aún son frescas.
Cristyn, en cuanto cerró la puerta, rasgó el sobre.
Estimada
sobrina:
Te envío
esta misiva para advertirte de que corremos un gran peligro. Sé que Heather
ambiciona mis posesiones y dinero, y que está dispuesta a todo por conseguirlo.
Por el momento evitaré un posible atentado hacia mí vida y mañana partiré hacia
la finca de Colchester. Aún así, te aconsejo que tengas mucho cuidado. Sé que
en el convento estás a salvo, pero cuando alguien está dispuesto a lo que sea
para lograr sus fines, es capaz de penetrar en la fortaleza más inexpugnable.
Te informo
de que hoy he hecho un nuevo testamento. Sé que tu vocación no es la de ser
religiosa y que quieres formar una familia. Por ello, en él hallarás una
cláusula que te sorprenderá, pero lo hago para que el patrimonio que tanto
costó conseguir no se pierda. Si contraes matrimonio obtendrás lo que deseas;
al mismo tiempo de que estarás protegida por tu esposo. Si no lo haces, es
probable que Heather logre deshacerse de ti, a pesar de que nada recibiría a tú
muerte; pero sé lo vengativa y perversa que es. Te hará culpable de perder la
fortuna que esperaba y puede desear matarte.
Lamento
estas condiciones, pero creo que hago lo mejor para los dos. Mi querida niña,
Compréndeme. Te obligo a buscar un hombre que, tal vez, no ames. Aun así,
prefiero eso a condenarte a una muerte temprana y que no hayas podido disfrutar
de esta vida maravillosa que yo dejaré cuándo te lean mí testamento. Jamás
podría descansar en paz.
Cristyn,
por último, te pido que creas en estas palabras y es que estoy convencido de
que el hombre que elijas será bondadoso y te tratará con el respeto que mereces,
y también sé que no podrá evitar enamorarse de una muchacha tan hermosa y con
tan buen corazón cómo tú; al igual que tú de él por su devoción por ti y trato gentil.
Sé que serás una esposa feliz.
Cristyn, mi
querida sobrina, cuídate.
Te quiere tu
tío Eduard.
Lincoln, 1
de Abril del año del Señor de 1909.
Ahora entendía la razón de esa exigencia. Sin embargo,
no podía casarse por ese motivo. Ella deseaba un marido que la amara y no por
el dinero. Por otro lado, tampoco quería que el patrimonio pasase a otras manos
que no fuese a las de la familia.
—¿Y si enseño esta carta a las autoridades? No, Cristyn.
No es una prueba contundente. Podrían decir que son delirios de un enfermo.
¡Virgen Santa! ¿Qué voy a hacer?
Tras dos semanas llegó a la conclusión de que debía
enfrentarse a los problemas. Denunciar a su prima era imposible, ya que carecía
de pruebas sólidas. Tampoco podía volver a casa, ni quedarse en la abadía si no
tenía intención de procesar. Y en cuanto a lo del matrimonio, era la vía más
segura. Una vez casada podría alejar la amenaza de Heather y de este modo
evitar que la asesinara, en esta ocasión por venganza. Pero ¿cómo lo haría? No
conocía a ningún hombre adecuado. En realidad, a ninguno que pudiese ser un
candidato a marido y tampoco estaba dispuesta, a pesar del peligro que corría,
a casarse con el primero que se lo propusiese. El matrimonio era algo sagrado,
para toda la vida.
Rachel, la novicia que compartía todos sus
secretos, la tomó de las manos y dijo:
—Todo se solucionará. Ten fe en Dios.
—¿Él me enviará un esposo en menos de un año,
decente y que me ame? –respondió Cristyn con amargura.
—Por supuesto. Aunque, dudo mucho que te lo traiga
aquí. Deberás poner algo de tú parte. ¿No te parece?
—¿Y qué hago?
—Marcharte.
—No puedo volver a casa. Ni tampoco quedarme aquí.
Presiento que vendrán a buscarme con alguna excusa que no podré rechazar.
—¿Qué tal Londres? Allí vive mi tía. Es viuda y estará
encantada de tener compañía. Es una mujer muy popular. Se relaciona con
infinidad de gente, sobre todo con nobles. Casi a diario asiste a cenas. Puede
que tu futuro marido esté en una de ellas. No tendrá ningún reparo en
hospedarte si se lo pido. Diremos que estás muy afligida por la muerte de tu
tío y que tus estudios en el convento han finalizado y por ello necesitas
cambiar de ambiente. ¿Qué te parece?
Cristyn se frotó la barbilla. No tenía otra opción
y puede que, en la capital encontrase al marido que tanto necesitaba.
—¿Por qué dudas? Heather nunca descubrirá donde te
hospedas en Londres.
—Las cosas no son tan fáciles. Y mucho menos
encontrar un hombre tan pronto. ¿Y si no estoy destinada al matrimonio?
Rachel mostró estupefacción.
—¿Bromeas? Eres una joven hermosísima. Cualquier
hombre caerá rendido a tus pies, y si a ello añadimos que serás una mujer muy
rica…
—Ahí está el problema. Quiero que me desee por mi
misma.
—¡Ay, querida! Eres una soñadora. Pocos matrimonios
se realizan por amor. Y si deseas lo contrario, en ese caso, la cosa se pone
difícil. Aunque lo que sí está claro es que no puedes esconderte el resto de
tus días y renunciar a la herencia que tu querido tío deseó para ti. Tienes
derecho a ser su dueña.
—¿Y qué hago entonces? ¡Oh, Señor! –gimió Cristyn
al borde del llanto.
Su compañera arrugó la frente.
—Pues, casarte. Aunque, de manera provisional.
—Eso es una idiotez. ¿Cómo diablos puede casarse
alguien por solo una temporada?
—No es ninguna tontería. Busca a un hombre que esté
desesperado. Le ofreces una buena recompensa y después anulas el matrimonio. Si
no ha sido consumado, es fácil. Te verás libre del peligro y dueña de tu
destino. Más tarde puedes encontrar el amor que buscas.
Cristyn parpadeó en un intento de dar sentido a sus
palabras. Y al entender, aceptó que no era tan mala idea.
—Escribe esa nota a tu tía. Marcho a Londres.