EL
PASAPORTE
Levantó la
persiana. El día había amanecido gris. Alzó los ojos y miró los nubarrones que
surcaban el cielo empujado por el aire, mientras las hojas enrojecidas por el
orín caían con cadencia, como si aún no se hubiesen desperezado del sueño
estival.
La meteorología,
siempre inconstante, decidió aquella tarde aparecer con el mismo ropaje
llevándole el recuerdo que con tanto empeño deseaba borrar de su mente.
Cuando las
primeras gotas se deslizaron por el cristal, supuso que eran las lágrimas que
derramaba el verano por abandonar su reinado y el primer trueno, el grito de
protesta.
No protestó ni
lloró ese, ya lejano atardecer, cuando la mujer envuelta en un abrigo gris
conjuntada con la climatología llamó al timbre.
Nunca había
hablado con ella. Sin embargo, tenía una opinión preconcebida, que no era
precisamente agradable.
En esos días la
consideró una zorra. Una maldita puta cuyas artes no podían engañarla del mismo
modo que lo había hecho con el imbécil de su marido. ¡El muy cabrón! Como todos
los hombres tenían el cerebro entre las piernas. ¡Ni tan siquiera se había dado
cuenta que su próximo abandono significaba su liberación!
En Julián ya no
quedaba nada de ese muchacho del que se había enamorado. El frío invierno había
cubierto los senderos soñados bajo un glaciar que ni siquiera el sol más
tórrido lograba fundir.
El guión de su
matrimonio, concebido por el mejor de los dramaturgos, quedó destrozado por
culpa de los actores, y el telón estaba a punto de caer, y nadie aplaudiría. Se
quedaría sola ante el anfiteatro que se reiría de su actuación. Sería una
actriz sin papel, sin director.
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