1
Advirtió al patrón y no fue escuchado. Y esa era
la consecuencia. Una terrible consecuencia. Por las imágenes era imposible que
hubiese sobrevivido alguien.
—Se lo dijiste —dijo Giulia.
—Sí. Y no los convencí y me siento culpable.
Ella miró a su marido con aire de reproche.
—¿Por qué siempre te menosprecias y bajas la
cabeza ante los patrones? Alonzo. Tú viste el error que no apreciaron esos
ingenieros tan arrogantes. Ahora tendrán que asumir que no son tan inteligentes
y pagar por lo que han hecho.
—Esa gente siempre se libra. El dinero es muy
poderoso, Giulia. Tengo un mal pálpito.
No se equivocó. Liparese no pensaba cargar con
la culpa.
—Esto no nos va a salpicar. Lucrezia, haremos lo
necesario —aseguró.
Su esposa sacudió la cabeza con evidente enojo.
—Por supuesto que no. Usted es el culpable de este
desastre, señor Vanetto. ¿Se da cuenta de en que lugar nos ha puesto? ¡Podemos
perderlo todo e incluso ir a la cárcel! Pero como ha dicho mi esposo, no lo
permitiremos.
—Estas cosas suceden, señora —se defendió el
diseñador.
—Si esa es su justificación, vaya haciéndose a
la idea de que pasará años en la cárcel. Nosotros lo empujaremos a ello —lo
amenazó Lucrezia.
—No podemos permitir que ocurra ese escándalo.
En este momento, no —dijo Liparese.
—¿Qué quieres decir? —inquirió su esposa.
—Que hemos invertido mucho en ese avión para que
nuestro prestigio aún sea más grande. ¡Y no quiero que Terzo Montanare nos gane
la batalla! ¡Quiero ser siempre el número uno! —explotó César.
—Entonces, tienes que encontrar una solución. No
estoy dispuesta a que ese suceso nos arruine. Te aporté el dinero necesario
para crear la compañía, ahora la salvarás. ¡Hazlo! —dijo su esposa, iracunda.
—Si digo que lo haré, lo haré —replicó su
marido.
Ella abrió la puerta y lo dejó a solas con el
diseñador.
—¿Tiene idea de cómo podemos salir de esta, Vanetto?
—dijo su jefe mesándose el cabello con nerviosismo.
—Lo único que se me ocurre es que podemos
disfrazar los hechos.
—Es arriesgado. Investigarán a fondo debido a
las muertes. Traerán técnicos especializados en accidentes y si descubren lo
que encubrimos, las consecuencias serán mucho peores —dudó Liparese.
—Conozco a esos peritos y no dudarán en
ayudarnos. Me deben grandes favores. Pueden echar la culpa a un error del
piloto. Muerto no podrá contradecirlos.
Su patrón cruzó las manos tras la espalda y
caminó pensativo.
—Sería la solución. Por desgracia, no es viable.
El mecánico encontró el fallo y me lo comunicó. Si habla, nada podrá salvarnos.
Y lo digo, porque usted fue el que lo cometió.
Vanetto parpadeó incrédulo.
—¿Usted estaba al corriente? ¡Joder! ¿Por qué
permitió el vuelo? ¿Por qué se arriesgó?
—Confío en que esto no salga de aquí. La empresa
no pasa por su mejor momento. A decir verdad, nos acercamos a los números
rojos. Ese avión privado era mí salvación. Además, se hicieron tres vuelos de
comprobación y no hubo problemas. Por ello lo alquilé. Debía anticiparme a
Aeronaves Sky. No podía permitir que nos ganasen la batalla. ¿Entiende ahora
por qué estoy tan preocupado? Esto es nuestra ruina. A no ser que Conte se
calle.
—¿Le ha ofrecido el dinero suficiente para que
no nos delate?
—No. Conte es un hombre íntegro. No mentirá y
mucho menos si tenemos en cuenta que hay víctimas. El soborno es inútil.
El ingeniero, inquieto, se mordió el labio
superior. No podía ir a la cárcel. No duraría ni dos días rodeado de
delincuentes que se cebarían con él.
—Seguiremos el mismo plan. Y en lugar de culpar
al piloto lo culparemos a él.
—Es un intento débil. Lo primero que dirán los fiscales,
al ver el plano, es que el defecto estaba en el diseño —opinó Liparese.
—Lo dirán. Sí. No obstante, si el mecánico no
hizo bien su trabajo al comprobar su estado óptimo para el vuelo, las culpas
recaerán sobre él. Y por mucho que diga que le advirtió, usted lo niega. Puede
alegar que Conte ya no era tan eficiente debido a… No se… ¿A la bebida?
—Y eso irá en mi contra. Me echarán en cara que
confié en un borracho. No, Vanetto —refutó Liparese.
—Puede conseguir testimonios que lo hacía a
escondidas y que usted lo ignoraba. Un buen incentivo y la amenaza del despido
aceptarán sin dudar —sugirió el ingeniero.
—No es mala idea —musitó su jefe.
—Es la mejor solución. No se preocupe. Hoy mismo
me pondré en contacto con los peritos adecuados. Saldremos de esta situación.
—De esta sí. En cambio, no estoy tan seguro de
que nuestro prestigio se recupere —masculló Liparese.
—En cuanto se modifique el error, en secreto, lo
probaremos. Y ya seguros, convocaremos a la prensa y los Liparese al completo
se alzarán en el aire para demostrar que el avión es seguro y el más lujoso del
mercado. Aeronaves Sky no podrá competir. Los más pudientes desearán el
nuestro.
—No perdamos tiempo. Tenemos que zanjar este
problema cuánto antes. Vaya a contactar con los peritos y tráigame a dos
empleados.
Ante la intimidación, los dos hombres, a pesar
de ser conscientes de que hundirían a su compañero, aceptaron. No podían
permitirse perder el empleo. Hipoteca, colegios o llenar la mesa, eran metas
que en los últimos tiempos se hacía más y más difícil de costear.
De igual modo, los técnicos, no dudaron en
falsificar los resultados. Dinero y ocultación de secretos que podían
destruirlos, obraron el milagro.
—Rezo para que esto salga bien —dijo Lucrezia.
César se quitó el batín y se acostó junto a su
esposa.
—Sabes que siempre caigo de pie.
—Un día u otro, la suerte se aleja —comentó ella,
preocupada.
—Nosotros nunca nos caeremos. Tu marido es un
hombre ambicioso e indestructible. Por eso te casaste conmigo —aseguró él.
2
Tras numerosas investigaciones,
se llegó a la conclusión que en la nueva avioneta no existía error en su
diseño, que el accidente fue producido por el desliz del mecánico; por lo que, por
el momento, debido a las tres muertes de los ocupantes, fue encarcelado.
—¡Qué?! ¡No es verdad! Mi marido es inocente —clamó
Giulia.
De nada le sirvió protestar y culpar a Liparese.
Aunque, no perdió la esperanza al poder recurrir la sentencia.
El abogado arqueó las cejas, miró los documentos
y dijo:
—Señora Conte. Varios peritos independientes la
han revisado y es la realidad. Su esposo cometió el error de no ver que una de
las juntas del motor era defectuosa.
—Señor Sandro. Mi marido es un hombre de gran
prestigio dentro de su profesión. Por ello fue contratado por la compañía LL.
Es un mecánico excepcional. Jamás. ¿Me oye bien? Jamás ha dejado volar a un
avión si no está en condiciones. Y como dijimos, él advirtió a los ingenieros
que existía un problema en el diseño. Y no fue escuchado.
—Es verdad.
Sandro y Giulia miraron a la chiquilla que entró
en el salón.
—María. ¿Por qué no me haces caso? Te dije que
aguardaras en la habitación. ¡Uf! No hay manera de que te comportes como debes —la
amonestó su madre.
La niña ignoró su reprimenda y dijo:
—Señor abogado. Mamá dice la verdad. Yo estuve
presente cuando papá se lo dijo a don Liparese. Esa avioneta no debió
volar. Y quiero ir al nuevo juicio y
decirlo.
Sandro le dedicó una media sonrisa.
—Te lo agradezco. Por desgracia, las niñas no
pueden ser testigos en estos casos. No tienen la capacidad de discernir el
hecho al desconocer el tema que se trata.
—Ella puede probar que Alonzo sí avisó al señor Liparese.
Eso nada tiene que ver con la mecánica, por lo tanto, puede testificar —protestó
Giulia.
—Señora Conte. La niña es parte interesada y
debido a su edad siempre quedaría la duda de que escuchó bien o que miente para
salvar a su padre. Además, ya le he mostrado los informes de los técnicos. No
hay duda posible. Intentaré que la condena sea la menor posible. Es lo único
que puedo hacer por él.
La penitencia final fue de quince años. Cinco
por cada uno de los fallecidos.
—¡No es justo! ¡Papá es inocente! ¡Yo pude
demostrarlo! ¡Pero no me dejaron! —gritó María, al comunicarle su madre la
sentencia definitiva.
—Cariño. Lo sé. No has podido por ser una
chiquilla.
—María. Hemos apelado y ya no hay nada más que
podamos hacer. Tienes que aceptarlo —intentó calmarla el abogado.
—¡No puedo! ¡Han hecho una injusticia! Tiene que
insistir en su inocencia. Por favor. Papá no puede ir a la cárcel —le pidió la
chiquilla.
—Lo lamento. Y diré que para mí descargo, le
juro, señora Conte, que he hecho todo lo posible para probar la inocencia de su
marido —aseguró el señor Sandro.
—Lo sé. Gracias por su trabajo.
María, sumida en un llanto desgarrador salió,
obvió el torrente de agua que caía y se encaminó hacia la casa principal.
Golpeó con rabia el picaporte. Al abrir el mayordomo lo apartó y a la carrera
se encaminó hacia el comedor.
Los Liparese que disfrutaban de la comida
familiar, miraron a la chiquilla empapada. El cabello se le había pegado
alrededor de las mejillas y apenas podía apreciarse su rostro.
—¡Son ustedes unos malvados! ¡Mi papá es
inocente! ¡Y por su culpa está en la cárcel! —bramó.
El cabeza de familia dejó la servilleta sobre la
mesa y se levantó.
—María. Entiendo tú dolor. No obstante, tienes
que aceptar que tú papá cometió un gran error y debe pagar por él. Murieron
personas. No puede quedar impune.
Ella le lanzó una mirada cargada de odio.
—No hizo nada malo. Es el mejor mecánico del
mundo. Si esa avioneta cayó fue porque era defectuosa.
—Niña. La ley ha dictado sentencia. Y la ley es
justicia. Métetelo en la cabeza. Tú padre mató a tres personas. Esa es la única
verdad. Se merece la cárcel. Ahora lárgate y deja que sigamos comiendo en paz —le
espetó Lucrezia Liparese sin mostrar la menor piedad.
—Mi padre es inocente. Yo estuve delante del
señor cuando papá le advirtió que el proyecto de la avioneta no era correcto. Y
que debía cambiarse. Y no le hizo caso. Su marido es el culpable —siseó María.
Aldo, el hijo mayor, miró a su padre.
—¿Lo sabías? —inquirió.
—Alonzo no estaba en su mejor momento.
Últimamente bebía más de la cuenta. Su frustración por no poder terminar los
estudios para ser ingeniero y conformarse por ser un simple mecánico le pasaba
factura. Tomé sus palabras por una especie de desquite.
—¡Mi padre no bebe! Nunca toma alcohol. Solo
toma agua —protestó María.
—César. Y si sabías eso, ¿puedes decir la razón
por la que no lo despediste de inmediato? —intervino Lucrezia.
—Alonzo llevaba muchos años con nosotros. Su
trabajo siempre fue óptimo y jamás se me pasó por la cabeza que fuese un beodo.
Se me informó al querer boicotear el nuevo avión. Por lo que, no le tomé en
cuenta. Eso sí. Tomé de inmediato la decisión de echarlo. Con el accidente no
llegué a tiempo de informarle.
María lanzó chispas por sus inmensos ojos
verdes.
—Todo esto es mentira. Usted no escuchó a papá.
Usted es el asesino.
Lucrezia golpeó la mesa con el puño y las copas
tintinearon.
—¡Basta, mocosa! Pietro. Coge a esta niña y
sácala de esta casa. Y que sea la última vez, sí no quieres ser despedido de
inmediato, que permites que entre alguien sin anunciarlo. ¡Ah! Y niña, dile a
tu madre que empaque. Está despedida. No queremos a la familia de un criminal
en esta empresa. ¡Largo!
—Ellas nada tienen que ver con lo que ha hecho
Alonzo. No es justo —impugnó Aldo.
—Tú madre tiene razón. Nuestros clientes no
entenderán que seguimos empleando a la esposa de alguien que cometió tan grave
hecho. Lo mejor es que se marchen. María. Dile a Giulia que el administrador le
dará la liquidación.
—¿Qué liquidación? Han puesto a esta compañía en
la picota. Lo que deberían hacer es pagar las indemnizaciones a las víctimas,
no recompensarlas nosotros —se opuso Lucrezia.
—Madre. No puedes quitarles lo que han ganado
con su trabajo honrado —le recordó su hijo.
—¿Honrado? Esta niña ha acusado a tu padre de
ser el verdadero culpable. ¿Quieres que propague esa mentira a nuestros
clientes? No, Aldo. No. Tienen que largarse. Y espero que lo hagan antes de que
caiga la noche. ¿Has escuchado bien, niña? No quiero que esta noche estéis
aquí. ¡Fuera!
El mayordomo la agarró del brazo y la arrastró.
—¡Suéltame! —exclamó María.
Él continuó llevándola hacia la puerta.
—Espera, Pietro.
Maria miró a Aldo.
—He dicho la verdad y algún día lo demostraré.
Llegará un día que todos ustedes pagarán por destruirnos —siseó.
—Percibo tu dolor y que estás siendo sometida a
una injusticia. Tú y tu madre no habéis hecho nada. No os merecéis esto. Mira.
Ahora no puedo ayudaros, pero lo intentaré. ¿De acuerdo? —dijo Aldo. Se metió
la mano en el bolsillo y extrajo un fajo de billetes.
—No quiero tú caridad. Quiero justicia —lo
rechazó María.
Él la ignoró. Tomo su mano y puso el dinero en la
palma.
—No es caridad. Es el pago por vuestros
servicios. No seas tan orgullosa, niña. Tu madre lo necesitará hasta que
encuentre otro trabajo que, sin referencias, le será difícil.
Ella aseveró al comprender que tenía razón.
—Supongo que no se las darán —musitó.
—No.
—Ya. Gracias por tu amabilidad. Aunque, quiero
que sepas que esto no me hará olvidar que se ha cometido una injusticia con mi
padre. Yo estuve presente cuando le advirtió al señor Liparese que el diseño no
era correcto. Y juro que no miento. Y han preferido culpar a alguien ajeno a la
empresa para evitar un mayor escándalo. Papá es un chivo expiatorio.
Aldo levantó las cejas.
—Tu léxico y comprensión son extraordinarios en
alguien de tu edad. ¿Cuántos años tienes? ¿Nueve, diez?
—En el colegio dicen que soy muy inteligente. Y
juro que utilizaré esa virtud para vengar este desagravio. Aunque pasen muchos
años, lo haré —masculló María. Dio media vuelta y se marchó.
Giulia, al escuchar a su hija, se desmoronó.
—¿Adónde iremos? ¿Dónde encontraremos trabajo?
Me han expuesto en todos los medios de comunicación. Nadie contratará a la
mujer de un presidiario y menos sin recomendación. ¡Dios mío!
—Cálmate, mamá. Saldremos adelante. Mira. Aldo
me ha dado dinero y bastante. Podremos hospedarnos en una pensión. No llores,
por favor. Hoy no podemos solucionar nada, pero como decía Scarlett O’Hara,
mañana será otro día.
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