lunes, 19 de septiembre de 2022

LA PERLA DEL CARIBE


1

 

 

El reo nunca imaginó que su vida terminaría así. Siempre se consideró un buen hombre, amante de su familia, de su prójimo y de las leyes. Pero las opiniones nunca coinciden y la ley determinó que la avaricia se apoderó de él. Y ahora, a los veintiocho años iba camino al cadalso.

Mentiría si jurase que no tenía miedo. Estaba aterrorizado. Nadie está preparado para morir. Aún al saber que el ser humano nace con el conocimiento de que un día su cuerpo dejará de moverse y su corazón de latir. A pesar de ello, individualmente, llega a la conclusión de él romperá esa regla. Ahora, a punto de ser traspasado a un creciente olvido, comprendía que era un razonamiento del todo estúpido. 

Temblando, intentó con todas sus fuerzas no demostrar el pavor que sentía. No por orgullo o por desafío. No quería hacer sufrir aún más a su esposa; que con toda seguridad, estaría presente en la ejecución.

No se equivocó. Entre la multitud de rostros anónimos que llenaban la plaza de San Francisco  se encontraba ella. Su hermoso rostro estaba pálido y alrededor de esos ojos como la noche más oscura se dibujaban unas enormes ojeras a causa del sufrimiento. Sin embargo, reflejaba serenidad. Una templanza que siempre demostró en los peores momentos que vivieron juntos. Ella siempre fue el bastión, el ser más fuerte que jamás conoció; aún sin tener buena salud y apenas contar veintitrés años. Amelia era el ser que más amaba en su vida junto a Matilde, la hermosa niña con la que Dios les bendijo ocho años atrás. Nadie pudo imaginar lo dichoso que se sintió al llegar al mundo su primera hija. Ahora sabía que jamás tendría ningún descendiente más. Y el único consuelo que le quedaba en esa hora aciaga era que su familia no cayó junto a él. Amelia no se derrumbaría, a pesar de la injusticia que desmenuzó sus existencias. Ella recompondría los pedazos y saldría adelante por su pequeña.

Subió torpemente los escalones que llevaban a la tarima. Miró con firmeza a su esposa, con la seguridad de aquél que se sabe inocente; para después retar a los asistentes. Algunos, los viejos amigos que creyeron en la falacia, bajaron el rostro, otros sonrieron con burla; el resto mostró indiferencia y el comisario, el hombre que lo apresó, una sonrisa malévola.

Los tambores retumbaron y al igual que una losa, cayó el silencio sobre el gentío. Ese silencio que esconde miles de pensamientos que no dejan de hablar. Porque lo cierto es que, el silencio nunca ha existido. Nadie es capaz de absorberse tanto que las palabras, los recuerdos o los deseos no sigan expresándose. Y en esa plaza las voces ocultas no dejaban de parlotear en secreto.

El juez leyó la sentencia. El acusado a proclamar una vez más su inocencia. Una verdad irrefutable, pero que no se pudo demostrar. ¿Quién podía luchar contra la ley, contra los que estaban en una escala mucho más superior a la suya? El único consuelo que le quedaba era que Amelia fue exculpada del crimen; aunque no de robo.

El verdugo, con la cara cubierta, pidió perdón al reo. Le fue concedido. Seguidamente alzó la capucha. El que pronto iba a morir la rechazó. Quería irse de este mundo con la imagen de su gran amor en la retina. 

Y así fue. El suelo se abrió bajo sus pies y la soga le partió la nuca. 

Se escucharon gemidos de horror junto a vítores que alabaron a la justicia que erradicaba a los criminales. Pero el más desgarrador no fue escuchado por nadie; porque quedó guardado en lo más hondo del alma. 

Inmersa en un dolor insoportable, Amelia caminó aturdida bajo la custodia del soldado.  Deseaba ordenar a su corazón que dejase de latir en ese instante. Pero no podía. El egoísmo no podía vencerla. Debía seguir con vida por su hija. Y continuó hasta llegar al refugio que encontraron tras ser echadas de su hogar. Desde la acusación todos le dieron la espalda. Todos menos su vecina Gertrudis que jamás creyó en los cargos que se le imputaron a su marido y mucho menos a ella. Conocía muy bien a Leandro. Lo vio nacer, crecer y hacerse hombre en las calles del Arenal y sabía que era un buen hombre. Jamás habría envenenado a su señor por ambición y por supuesto, tampoco Amelia robaría las joyas de su señora.

Por fortuna, no siguió el destino de su marido. Le conmutaron la vida a cambio de ser exiliada y en apenas unas horas tomaría un barco con destino al Nuevo Mundo. A su entender, no era mejor que haber terminado en el cadalso. El Nuevo Mundo escondía bajo su imagen paradisíaca un infierno de mosquitos, tormentas y salvajes feroces con los conquistadores. A todo ello se unían los criminales, filibusteros y gente de mal vivir que emigraron en busca de riquezas a cualquier precio. Y lo sabía por los almirantes que solían frecuentar la casa de los vizcondes.

No obstante, aquello no era peor que la muerte para ella, pues sola tendría que vivir en un ambiente del que siempre estuvo alejada, sin casa, sin empleo, sin nada, sin amigos. No estaba segura de que lograra sobrevivir; más si tenía en cuenta su delicado estado de salud. Ese fue el argumento de Gertrudis que la llevó a rogarle que dejase a Matilde con ella. Pero Amelia se negó. 

—Ya he perdido a mi marido. No quiero que me quiten a mí hija. No les permitiré que esta injusticia gane la batalla. Lucharé y saldré adelante y regresaré con la cabeza bien alta. Lo juro.

Como madre podía entenderlo. No hay nada más cruel que te arranquen al ser que llevaste en las entrañas. Gertrudis pasó por esa experiencia en dos ocasiones. La primera al fallecer su primogénito de una extraña fiebre al año de nacer y la segunda cuando Pedro cayó de un andamio a la edad de catorce años. Y aún quedándole cuatro hijos más, pues fue mujer muy fértil, jamás pudo enterrarlos en su corazón. Amelia, por supuesto, no podía separarse de su única hija; a pesar de ser consciente de que llevarla a ese lugar era peligroso y más estando bajo la tutela de una mujer destrozada.

Así estaba Amelia al entrar en casa, tras dejar atrás al soldado que le asignaron para impedir que escapase. A Gertrudis no le hizo falta preguntar. Su rostro reflejaba todo el horror sufrido. La abrazó con fuerza y en ese momento la fortaleza de la viuda se derrumbó. Estalló en un llanto desgarrado.

—Eso es, llora. Llora muchacha. Las lágrimas sirven para lavar los lamparones que dejan las penas. Y deberás hacerlo muy a menudo para que no dejen huella.

Amelia permaneció arropada por la única amiga que le quedaba y que tal vez ese consuelo sería el único que recibiría en mucho tiempo; y se dijo que uno hacia muchos planes, pero la vida era en ocasiones un río caudaloso que llenaba de riquezas a sus moradores y otras veces la sequía que repartía pobreza.     

Pero los bracitos de su niña rodeándola la obligaban a resistir. Y de nuevo la tenacidad que siempre mostró salió  a la luz. Habían matado parte de ella. Aún así, jamás consentiría que anularan a Matilde. Juntas marcharían a ese mundo desconocido y juntas vencerían a la injusticia. 

—Te echaré de menos —se lamentó Gertrudis.

—La ausencia termina por pulverizar el pasado —dijo Amelia.

—Solamente aquello que no ha dejado huella —negó, con rotundidad, la anciana.

Amelia esbozo una sonrisa cargada de tristeza.

—Cuando alguien muere en su lecho se pierde en el olvido.

Gertrudis, para consolarla, dijo:

—En un segundo todo puede cambiar. Es una ley de la vida. Pero se sabrá la verdad. No lo dudes. Esta infamia será lavada. 

—Hay verdades que son sepultadas tan hondo que siempre respiran aire viciado y acaban por morir —refutó Amelia, embutiendo la ropa en el saco.

—Hay que creer en la Justicia Divina —le pidió su amiga.

Amelia le lanzó una mirada furibunda.

—No mentes a Dios. Él nos abandonó. No dejó que la realidad saliese a la luz. Y a nosotras nos envían al infierno. Así que, no me hables de justicia. No la hay y nunca la habrá para estas dos infelices.  

Gertrudis no replicó. No existía razonamiento alguno para ello. Tomó unas mantas y las metió en la bolsa.

—Necesitaréis esto. Me han dicho que… ¡Ay Señor! Ha llegado el momento.

Amelia cogió el hatillo con apenas posesiones. Miró a su alrededor y contuvo el llanto.

—Siempre recordaré este lugar y a la mujer que me entregó su más fiel amistad. Eternamente te llevaré en el corazón.

Su amiga la abrazó con fuerza.

—Tú tampoco quedarás en mí olvido. Y por favor, hazme saber que estáis bien.

—Te escribiré.

—Amelia. Recuerda que eres fuerte y que nadie logrará derrumbarte. ¿De acuerdo? Cuida de Matilde.

Amelia inspiró con fuerza. Se abrazó con fuerza a su querida amiga.

—Id con Dios –se despidió Gertrudis.

Amelia tomó la mano de su hija y abrió la puerta.

—¿Lo llevas todo? Recuerda que no vas a volver —le dijo uno de los soldados.

Ella no respondió. No le importaba dejar atrás su hogar. Uno de los seres que más amaba ya no existía.  Pero el hombre se equivocaba. Regresaría y aquellos que destrozaron su vida pagarían por ello.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El avituallamiento de un barco requería una gran precisión. Armamento, enseres, comida,  almacenamiento y transporte. Esto último era del todo complejo. Se necesitaban infinidad de carretas y animales de carga que procedían de todos los rincones. Unos llegaban a tiempo y otros, debido a los accidentes o inclemencias meteorológicas, se quedaban en el camino. Con respecto a la comida, con la salazón o legumbres no había el menor problema. Otro tanto ocurría con la comida fresca. El encargado debía actuar con tiento y sagacidad, pues los mercaderes incrementaban el precio debido a la urgencia de la demanda. Solo en trigo se necesitaban al año cuatro mil fanegas. Y ahí radicaba el siguiente conflicto. Eran necesarios cientos de toneles. Para fabricar los barriles se precisaban de miles de duelas, de aros de hierro y toneleros que pudieran fabricarlos. A todo ello, el especialista debía proveer a la nave de gallinas, patos, cerdos e incluso corderos. También todo tipo de frutos secos, verduras, cajas repletas de herramientas para labranza, telas, cuchillería, vidrio, libros, aceite, vinagre o semillas, junto a cepas para plantarlas allen de los mares. La puesta en marcha de una nave costaba al estado miles de maravedíes.

Por otro lado, el condestable tenía la obligación de cargar la suficiente munición y avíos para los cañones; así como colocar las armas. Tras ello, distribuía los turnos de guardia y su cañón correspondiente.

Junto a la abultada carga, una docena de pasajeros aguardaban nerviosos. Dejaron todo para emprender una nueva existencia, que suponían mucho mejor, con su oficio tan necesario en los inicios de crear nuevas tierras para el imperio. Sin embargo, el destino era impredecible y más de uno se preguntaba si hacían lo correcto o sería mejor permanecer en tierra. Al fin y al cabo, era mejor vivir pobre que tal vez, buscarse la muerte en una tierra desconocida y salvaje. A pesar de ello ninguno dio un paso atrás.    

Amelia, por el contrario, sujetando con fuerza la mano de su hija caminaba custodiada por dos soldados para asegurarse que la mujer tomaba ese barco.

Ella ahora conocía muy bien la razón de tanto empeño. Querían cerciorarse de que la fechoría de su señora quedara sepultada para siempre por la distancia. Por el momento, ganaba la batalla. No obstante, se juró que no la guerra. Tarde o temprano conseguiría que esos canallas pagasen por haberle destrozado la vida.

Con la barbilla alzada miró el navío. Era impresionante. Un galeón de gran calado, unas cien toneladas. Tres palos, doce cañones a la vista e imaginó que otros cinco en la parte de atrás. Por los comentarios que escuchó en infinidad de veces en las tabernas la tripulación estaría compuesta por el capitán, un contramaestre, alguacil de agua, unos catorce marineros, ocho grumetes, unos tres pajes, despenseros y un artillero; a parte de otros especialistas del todo necesarios, como herreros, carpinteros y un galeno.

Sí era un gran barco. Un medio de transporte de los más seguros. 

Aún así, Amelia no podía apartar el miedo del cuerpo. Todo lo contrario le ocurría a su hija. Matilde, con la inocencia de los ocho años, se tomaba aquella situación con una aventura. Se preocupó de que fuese así y de que no echara de menos a su padre, al cuál siempre adoró. Y al preguntarle porqué él no iba con ellas le explicó que Dios se lo llevó al cielo y que desde allí se ocuparía de que nunca les pasase nada malo. Pero el futuro para Amelia era un camino lleno de malos augurios. Se sintió como un conejo al atravesar un bosque lleno de trampas. No obstante, al entregar los papeles al capitán lo miró con  desafío. Un acto del todo infructuoso. A pesar de apreciar la belleza de la mujer, los gestos suaves y la pulcritud con la que vestía, no se dejó engañar. Había visto a jóvenes que parecían ángeles con corazón emponzoñado por el mal. Para él no era más que una condenada y como tal la envió junto a un grupo de convictos. Tres hombres y dos mujeres.  

El recibimiento fue humillante.

—Nunca vi una rabiza tan finolis. Aquí se te irán tos los humos, preciosa. Esta te lo hará entender –le dijo el tipo de boca desdentada, que debía rondar la cincuentena, agarrándose la entrepierna.

El de cabello negro como el azabache y ojos de demonio, de aspecto extraño, pues era joven, pero ajado como un anciano, lo emuló y soltó una carcajada:

—¿Solamente la tuya? Ésta también tiene madera de maestro.

Una de las mujeres que ya abandonó la lozanía, exclamó:

—¡Si apenas tiene carnes! Yo sí se como contentar a un buen ciporro. Lo he hecho desde los doce y bien contentos quedaron todos. Más, no tiene pinta de buscona. ¿Qué has hecho guapa? ¿Mangar lo ajeno?

Un joven que no debía superar los veinte años, bien agraciado y fuerte como un toro, dijo:

—¿Y qué más da lo que hiciera? Ahora todos vamos en el mismo barco, nunca mejor dicho. Somos escoria y como a tales nos tratarán. Así que, procuremos sacar la mejor tajada de esta situación. La travesía será muy larga y dura. No nos vendrá mal divertirnos de vez en cuando. Y tú, guapa, tendrás que ir acostumbrándote a tu nueva vida. ¿O acaso crees que te vas de rositas? Allí no te quedará más remedio que abrirte de piernas si no quieres morirte de hambre. Nosotros te enseñaremos el oficio. ¿Verdad, compadres?        

El resto de acompañantes, ante el pavor que se dibujó en el delicado rostro de Amelia, rompieron a reír con estrépito y Matilde a llorar; situación que atrajo la atención del capitán. Con gesto hosco ordenó a un oficial que pusiese orden. Éste, con cara de pocos amigos, se acercó.

—Ya tendremos bastantes problemas durante la travesía. No quiero añadir ni uno más. Al primero que arme jaleo lo cuelgo del palo mayor. Para mí no sois más que bazofia y no tendré el menor cargo de conciencia. Espero una travesía sin incidentes. Es delito jurar, blasfemar, jugar a las cartas o amancebarse. ¿Queda claro?

Nadie abrió la boca. La primera ley era no replicar a la autoridad. La obediencia a sus órdenes era harina de otro costal. Y más en un lugar como aquel. Un barco era una isla, pero la bodega era como si fuese otro mundo, muy lejano y al que nadie quería viajar. Ese sería su hogar durante casi tres meses y en él solamente mandarían ellos.

—Así me gusta. Con esa actitud todos viajaremos más relajados. Id abajo. Hay que recibir a los viajeros decentes. No tienen porque ver a la escoria. ¡Vamos! —ordenó.

Como falsos corderos caminaron. Amelia permaneció petrificada.

—¿No me has oído? –la instó el oficial.

Ella, lívida, aseveró. Se inclinó para tratar de calmar a Matilde.

—No pasa nada, cielo. Todo irá bien. Verás lo amables que son con nosotras. Ya has oído al oficial. Será un viaje tranquilo y nos divertiremos mucho.

—Mamá. Tengo miedo… Eso hombres me dan… mucho miedo. ¿Por qué no ha venido padre?  –hipó la chiquilla.

Amelia se puso de cuclillas, tomó el mentón de la pequeña y musitó:

—Ya te lo expliqué, mi vida. Padre ha ido al cielo. Ahora está con los ángeles y Dios. Nos cuidará desde allí.

El oficial, aunque sintió piedad, no podía permitírsela. Las reglas eran las reglas y nadie podía saltárselas. Sin embargo, era la primera vez que debía obligar a una cría, que eran tan hermosa como un querubín, a mandarla a los infiernos. Porque eso era la bodega. Un lugar apestoso, lleno de ratas, humedad y aire irrespirable. Y a eso tenían que añadir la mala alimentación, que por regla general, provocaba que los desgraciados enfermaran. Unos morían sin poder superar el mal y algún que otro asesinado por sus propios compañeros. No quería ni pensar que podía ocurrirle a esa mujer tan hermosa junto al grupo de desalmados que llevaban en esta ocasión. Conocía la causa por la que fue desterrada. Robo. El destino más lógico era la cárcel. La sentencia de enviarla al Nuevo Mundo no era razonable. No se enviaba al otro extremo del mundo a alguien por una fusilería. Algo no cuadraba. A pesar de sentir curiosidad era un asunto que no le concernía. Sería estúpido inmiscuirse en los tejemanejes de la ley y sobre todo con el comisario. No obstante, no podría dormir tranquilo abandonando a esas dos infelices. Tendría que echar mano de su vieja amistad con el capitán para interceder por ellas.

—Podéis quedaros un rato más. A la niña le gustará ver como nos alejamos de Sevilla.

—Sois muy amable, señor.

—Contramaestre Buitrago –dijo él. Dio media vuelta y fue a recibir a los pasajeros que dejaban el país para hacer fortuna en el Nuevo Mundo. Iban cargados con diversos enseres. Ropa, utensilios de cocina, jaulas con gallinas, bolsas con salazones, queso y pan; e incluso uno de ellos portaba una butaca.        

Amelia apenas llevaba nada. Como convicta no tenía los mismos privilegios. Un poco de comida que duraría apenas dos semanas, mantas y dos mudas. Cuando las provisiones terminasen debería conformarse con el rancho que les otorgaba el estado.

Tomó a Matilde en brazos y miraron el puerto. Un halo de tristeza se aposentó en sus ojos nítidos al recordar su vida en la ciudad. En el Arenal creció correteando por sus callejuelas. El barrio era su mundo. Un lugar donde la vida nunca descansaba. Marinos, taberneros, negociantes, mendigos o delincuentes, recorrían sus calles tanto de día como de noche. Pero lo que más alimentaba a sus habitantes era el puerto. La visión de los navíos, de los viajeros llegados de extrañas tierras que contaban sus aventuras frente a un buen vaso de vino, llenó sus retinas haciéndola soñar con viajes llenos de emoción. Y ahora, paradójicamente, se enfrentaba a uno de ellos. Pero la emoción no existía; tan solo el miedo a tener que enfrentarse a un futuro desconocido, y sin la ayuda de nadie. Siempre se consideró fuerte. Sin embargo, esta situación inesperada y tan dolorosa llevó a su determinación a una fase aletargada y no sabía cuando terminaría el crudo invierno.

—¡Ya nos vamos! –gritó Matilde.

Sí. Las velas ya habían sido desplegadas y el ancla alzada. Un ligero vaivén anunció que ya no podían dar vuelta atrás. El cinco de enero del año mil quinientos diez sería el señalado como la última vez que sus ojos mirarían a Sevilla. Los cerró e imploró clemencia al Señor. No por ella. Tras el trágico fin de su esposo negó a Dios. Rezaba por su pequeña Matilde. Era un ser inocente y merecía una vida digna. Y si Él no se la concedía, ella procuraría hacer lo necesario para no verla sufrir.

—¡Mamá! Sevilla encoge –se asombró la niña.

—Eso es para que pueda cabernos su imagen en la cabeza y podamos recordarla siempre –musitó su madre; sin poder evitar que los veintitrés años vividos pasaran en apenas unos segundos, del mismo modo que solían contar los que estuvieron al borde de la muerte.

Y así se sentía. Muerta en vida. Con el corazón destrozado y sin el menor apetito por vivir. Solamente Matilde era el acicate que la impulsaba a seguir hacia adelante; aunque ese destino fuese terrible. 

 

 

 

 

 


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