jueves, 21 de noviembre de 2019

SIERVA DE SU AMOR



1

La niña de ojos
esmeraldas miraba con temor como su padre discutía con el recaudador de
impuestos intentando evitar que los despojara de sus pertenencias; las cuáles
distaban de ser muy numerosas. En realidad, apenas lo básico.
—¡No podéis hacernos esto, Martín! Como sabéis
la cosecha ha sido escasa a causa de la sequía. ¡El conde debería comprender! —
le gritó Gordon.
—A mí no me cuentes tus problemas, viejo.
¿Tienes o no el dinero? ¿No? En ese caso, no te lamentes y deja que  trabaje —repuso el recaudador.
—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo es
arrebatarle objetos miserables a un pobre?
—Asquerosas o no, pertenecen al amo si no
pagas. ¡Seguid! —ordenó con indiferencia Martín.
La multitud se agolpó alrededor. Los muebles,
los enseres de cocina y las ropas fueron sacados de la choza siendo esparcidas
por el suelo.
—¡Sois unos desalmados! —gritó un anciano
blandiendo el bastón.
—¡Unos tiranos! —coreó la gente.
El jinete miró la escena desde la colina y
dirigió al caballo hacia el poblado.
—¿Qué ocurre? ¿Qué es este escándalo? —preguntó
con voz acerada.
Todos los aldeanos callaron ante la imagen del
hombre y se inclinaron en señal de sumisión.
La pequeña de ojos verdes miró al caballero.
Nunca había visto tan cerca a Liam Evans y le pareció un gigante subido en el
corcel negro como el carbón. Sus ojos del mismo color mostraban frialdad y su
rostro desagradable, crueldad.
El recaudador carraspeó nervioso.
—Los Smith no pueden pagar y confiscamos sus
cosas, señor. Como ordena la ley.
—¿Y por qué razón permites este alboroto?
Sabéis que no me gustan los altercados —dijo con enojo.
—Por lo visto vuestros vasallos no os
consideran justo.
El conde paseó su mirada gélida por los
presentes. 
—Estáis al corriente de que hay que cancelar
las deudas. Necesitamos dinero para defendernos de nuestros enemigos. Es lo
justo por estar bajo mi protección.
Gordon se inclinó ante su señor.
—Conde, dadme unos días más. 
—Te has atrasado un año. Considero que he
esperado un tiempo más que prudencial. No puedo prolongarlo —respondió su señor
con insensibilidad.
—¿Y qué podéis sacar de estas miserias?
—Absolutamente nada. Pero debo dar ejemplo.
—Siempre he respetado la ley, señor. Incluso
os serví en la batalla quedando lisiado de la pierna. Mi honor me impide
engañaros. Sin embargo, en esta ocasión las tierras que os cuido no me han
ofrecido gran cosa. No tengo dinero. Comprended —insistió Gordon.
—Entiendo, Smith. De todos modos, no puedo
perdonar el impuesto.
—¿Vais a permitir que esta niña muera de
hambre? Tened compasión. Castigadme a mí, pero no a la pequeña. Tomadla a
vuestro servicio. ¡Os lo suplico! —suplicó el campesino.
El conde miró a la niña. Su aspecto era
realmente penoso. Su cuerpo era delgado como un junco y el vestido ajado no
contribuía a mejorarla. Únicamente sus ojos verdes ofrecían un poco de belleza
a aquel desastre.
—¿Y qué pretendes que haga con ella? — repuso
con sarcasmo.
—Puede serviros. A pesar de su escasa edad es
buena cocinera y muy esforzada. No pediremos dinero, señor. Ella cancelará la
deuda con su trabajo.
El conde meditó durante unos segundos. No la
necesitaba. El castillo estaba bien provisto de personal. Sin embargo, a pesar
de su aparente crueldad, no sentía ningún placer en desalojar a esa gente de su
casa. Como bien dijo, fue valiente en la guerra. Pero como debía dar ejemplo,
decidió aceptar.
—Necesitamos un ayudante en la cocina —dijo
lanzando un suspiro.
—¡No os arrepentiréis señor! —exclamó Gordon
aliviado.
La niña miró al conde con temor. No quería ir
al castillo. Sabía lo despiadado que era con todos sus moradores. Y comenzó a
llorar.
—¿Qué pasa ahora, niña? ¿Acaso no te parece
justo el trato? Si no dejas de gimotear desistiré y ordenaré que continúen con
el desalojo. ¡Os quedaréis sin nada! —dijo su amo con irritación.
Gordon abrazó a su hija con ternura.
—Eleonor, cariño. Cálmate. El señor ha sido
muy generoso. En el castillo estarás bien.  
—No quiero apartarme de ti, padre —dijo ella
enjuagándose las lágrimas con la manga.
—No estaremos separados. Nos veremos a menudo.
Hija, tampoco deseo vivir solo. Sin embargo, no puedo alimentarte ni cuidarte
como mereces. Además, es un honor vivir con el señor conde.
—Está bien. Pero lo hago obligada  —dijo ella mirando con ojos rabiosos al hombre
que la tomaba como esclava.
—Niña, te aconsejo que a partir de ahora
cumplas todas mis órdenes. Nunca deben discutirse.  ¿Comprendido? —dijo él con dureza. Jamás nadie
se había atrevido a mirarlo de un modo tan osado —. Bien. Volved a colocar las
cosas en la casa. Esta tarde que me envíen a la pequeña.
—Si, señor. Gracias —dijo Gordon haciéndole
una reverencia.
El conde espoleó al caballo con cuidado y se
alejó de la aldea con majestuosidad. Era el amo de todos y todo. Había actuado
con rectitud y generosidad. Smith podía estar agradecido por permitir que
continuase en la choza.
Al llegar la tarde, Gordon tomó a su hija de
la mano y se encaminaron hacia el castillo.
—Padre. ¿Por qué no nos marchamos lejos de
este lugar miserable? En la ciudad podríamos prosperar. Seríamos libres —dijo
Eleonor.
—Hija, no tenemos ni un chelín. Además, todo
el país está sufriendo la sequía y las epidemias asolan la ciudad.  Tenemos que permanecer aquí. Vamos, no
comiences a llorar. Eres afortunada. Muchos darían un brazo por estar en tu
situación. Los que están al servicio del amo, por lo menos, comen a diario.
—Seré una presa —musitó ella.
Gordon se detuvo y la miró con seriedad.
—¿Y ahora que eres? Una niña sin dinero, sin
nada que llevarse a la boca y si no hubiese sido por la generosidad del conde,
sin un techo donde cobijarse. No te quejes y da gracias al Señor.     
—¿Qué harás tu? —le preguntó Eleonor.
—¡Oh, no debes preocuparte! Sobreviviré —respondió
él con gesto que denotaba despreocupación, a pesar del dolor que le roía las
entrañas por esta separación.










2

Eleonor no podía dejar de llorar.
—Cariño. Asume que es lo mejor.
—Padre. Aún estamos a tiempo de irnos.
—No podemos huir. Pertenecemos al conde y si
lo hacemos, nos perseguirían. Lo único que conseguiremos es recibir cien
latigazos. ¿Quieres eso?   
—Tengo miedo. Dicen que el conde es
despiadado.
—Solamente con aquellos que no cumplen con su
obligación. Y tú lo harás. ¿Verdad?
Ella aseveró.
—Allí estarás más protegida. Y comerás lo que
se te antoje. Incluso carne. ¡Trabajarás en las cocinas! Deja de gimotear. Has
tenido mucha suerte, cariño. Ya lo verás. Anda. Vamos. No hagamos esperar al
amo.
Abandonaron la mísera choza y caminaron hacia
lo alto de la colina, desde donde la fortaleza se asomaba con
majestuosidad.      
Las murallas del castillo aparecieron ante
ellos. Eran imponentes. La puerta estaba protegida por un foso lleno de agua.
El puente era levadizo.  
El vigía, al verlos, ordenó que elevaran la
pasarela. Gordon y su hija entraron en la fortaleza.
Eleonor observó las cuatro torres que se
elevaban al cielo.
—Imponentes, ¿eh? Esa de la derecha es la
torre del homenaje, donde vive el conde y sus parientes.
Los soldados se ejercitaban en el patio
interior. El ruido de las espadas al entrechocar hizo que Eleonor se tapara los
oídos. También lo hizo al pasar ante el herrero. En cambio, le parecieron
graciosos los corderos recién nacidos en el corral.
—Todo un mundo, ¿eh? –dijo su padre.
Lo era. El patio estaba rodeado de
dependencias. La despensa, la capilla, viviendas para trabajadores y otras que
permanecían cerradas, y no pudo identificar.   
—Seguidme —les ordenó un hombre.
Lo acompañaron hacia la torre principal. Bajo
ella se hallaba la cocina.  
Una mujer de carnes entradas los recibió en el
umbral.
—¿Es esta la niña? Pensé que era mayor.
¿Cuántos años tiene? ¿Ocho?
—Diez, señora –respondió Gordon.
—Por lo esmirriada parece menor –dijo la
cocinera mirándola con aprensión. Nunca había visto tanta delgadez ni ojeras.
—Eso no debe preocuparos. Es muy trabajadora y
no da problemas —dijo Gordon.
—Así lo espero. Al señor Conde no le agradan
los patanes. Y por su bien, espero que me obedezca en todo. Debe adaptarse a
los gustos del amo. Yo soy Helen, la cocinera y él, personalmente, me ha dado
el mando en la cocina —dijo con arrogancia.
—Eleonor cumplirá con su deber. ¿Cierto,
cariño?
Ella asintió. Estaba aterrorizada. Por primera
vez en su vida estaría lejos de casa y con extraños, que seguramente no la
querrían.
—No pongas esa cara, mocosa. Se te tratará con
justicia —dijo la cocinera —. Vamos. Tú, debes irte. He de ponerla al corriente
y no queremos moscones que no importunen. El amo está esperando el almuerzo.
Despídete.
Gordon abrazó a su hija.
—Recuerda. Se obediente y todo irá bien. Nos
veremos pronto.
Con el corazón encogido, dejó a su hija en
manos de aquella mujer tan desagradable.
 Eleonor
miró expectante a la cocinera.
—Entremos. Como he dicho, mi nombre en Helen.
Señora Helen, para ti. Te encargarás de limpiar los cacharros y fregar el
suelo. En una palabra, deberás mantener la cocina limpia.
—Pensé que... que cocinaría —dijo Eleonor a
media voz.
—¿Cocinar? ¡Ja! ¿La habéis oído? ¡Ilusa! Aquí
se necesita tiempo para alcanzar mi categoría, mocosa –se burló la mujer.
Eleonor miró a su alrededor. La cocina era gigantesca.
Las estanterías estaban repletas cazos, ollas y bandejas. En la chimenea se
estaba guisando con  tres ollas a la vez.
Ocho  mujeres  se encargaban de las tareas. Unas troceaban
el venado, otras limpiaban las verduras y las restantes amasaban la harina para
hacer pan. La única que no se encargaba de los alimentos era una niña algo
mayor que ella.
—Una cocina espléndida. ¿No te parece? ¡Bien!
Como he dicho, eres la fregona. Anda, coge ese cubo y llénalo de agua del pozo.
Después, friega el suelo —se burló Helen.
Eleonor cumplió el mandato temerosa. Aquella
mujer era despiadada.
—Si quieres vivir tranquila, será mejor que
sigas sus instrucciones sin rechistar. Se enoja si alguien la contradice. Y sus
castigos no son nada agradables.
Los ojos de Eleonor mostraron terror.
—¡Oh! Siento haberte asustado. La verdad es
que apenas lo aplica. Por cierto. Me llamo Pamela. 
—Eleonor –musitó la recién llegada.
Pamela bajó la voz.
—Tú friega a fondo y no abras la boca. La
discreción es la mejor estrategia. ¿De acuerdo? 
Eleonor pensó que no le sería nada fácil su
vida a partir de ahora.
Y no lo fue. Durante largos años limpió el
suelo y las cacerolas horas y horas, hasta el agotamiento; teniendo que dormir
en un miserable catre en los sótanos húmedos y fríos.
Las esperanzas de mejorar se esfumaron al
comprender que Helen no la dejaría. Esa vieja bruja parecía odiarla.
Así era. Helen no podía soportar a esa
muchacha que, a pesar de las vejaciones, no logró doblegar su carácter dulce que
había conseguido que sus compañeros la apreciaran; mientras que a ella la
aborrecían.
 Y se
juró que algún día se doblegaría ante ella.














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