jueves, 12 de septiembre de 2019

MIEDO A AMAR


Cuando bajó del taxi miró la casa. Nada había cambiado. El jardín, el estanque, el viejo roble, la inmensa magnolia bordeando el pórtico. Se había detenido en el tiempo. Únicamente ella era distinta. La muchacha que partió veinte años atrás ya no era una soñadora.
—¡Ha llegado Laura! —exclamó una chica de cabellos dorados mientras bajaba la escalinata.
—¿Carlota? ¡Díos mío, como has crecido! —se asombró Laura mientras era abrazada con efusión por su sobrina.
El mayordomo se acercó a ellas y cogió el baúl.
—Bienvenida, señorita.
—Gracias, Julio.
Laura ascendió los escalones con lentitud. Su madre la aguardaba con el mismo porte recatado que siempre la caracterizó. Soledad Alqueriza jamás mostraba los sentimientos en público. De bien niña le enseñaron que era vulgar. Y ellos pertenecían a la crema de la alta sociedad.
—Mamá —musitó su hija dándole un beso.
—Supongo que el viaje te habrá cansado. Marta te ha preparado un té. Jaime, sube el equipaje de la señorita a su antigua habitación.
Entraron en casa. Allí tampoco nada había sido modificado. La tradición, las normas eran inamovibles para los Alqueriza.
—Y bien. ¿A qué se debe esta repentina visita? —le preguntó su madre alcanzándole la taza.
—Ramón tenía que asistir a un congreso durante dos semanas a San Francisco y no me apetecía ir. Pensé que sería agradable pasar unos días en compañía de la familia. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
—¡Tres años! —le recordó Carlota dejándose caer en el sofá.
—Querida, no seas tan tosca. Eres una señorita de buena familia. La espalda recta y movimientos suaves  —le recriminó Soledad.
—Sí, mucho tiempo. Te dejé siendo una cría y ya eres toda una mujer, Carlota —dijo Laura sorbiendo el té.
—Y una mujer comprometida —le informó la muchacha.
—Con un muchacho estupendo. De buena familia, responsable y futuro médico, como todos los varones de su familia desde hace doscientos años —añadió Soledad sonriendo por primera vez desde que su hija había llegado.
—Alguien adecuado, por supuesto —musitó Laura.
—Hoy lo conocerás. Le hemos invitado a la cena que se hace en tu honor, incluidos sus padres. Los conoces. Alberto es hijo de Andrés Muntaner  —dijo su sobrina.
Laura se quedó unos instantes anclada en el pasado, cuando Andrés, bajo las magnolias le pidió que se casara con él, que abandonara a Ramón porque no le convenía.
—¡Oh, no hacía ninguna falta! —dijo al fin.
—Nuestros amigos desean verte, querida. Es lógico, pues eres cara de tratar.
—Las obligaciones y la distancia dificultan muchas cosas, madre. Aunque, vosotros también podríais venir a Nueva York. ¿No te parece?
—Nosotros iremos en nuestra luna de miel. Si no te importa.
—En absoluto. Será un gran placer.
—¡Seremos la envidia de la ciudad! Todos desean estar al lado de una mujer tan importante. Tienes un marido guapo, riquísimo y que te adora; y no digamos las amistades que te rodean. ¡Hasta cenaste con el presidente! Una vida realmente envidiable.
—Laura tuvo muchos pretendientes, algunos inadecuados, sin embargo al final supo elegir al hombre correcto. Como tú has hecho —dijo Soledad.
—Alberto es el sueño de toda mujer. Cuando lo conozcas me darás la razón —dijo Carlota entornando los ojos.
—¡Aquí está mi querida hermana! Y tan guapa como siempre. Diría que más. ¿Cómo logras mantenerte tan esbelta y joven? ¿Acaso has pactado con el diablo?
Laura miró a la mujer de cabellos rojos que entraba con un chiquillo en los brazos seguida por una niña con el rostro cubierto de pecas y se levantó corriendo para abrazarla.
—¿Es éste mi nuevo sobrino? ¡Es precioso! —dijo acariciándole la mejilla —. Y está debe de ser Susana. ¿Verdad? Estás muy alta.
—Julia, a diferencia de otras, tiene una gran familia. No comprendo porque no habéis tenido hijos —dijo Soledad.
Laura dejó de sonreír.
—Mamá, por favor, no empieces —le recriminó Julia dejando al pequeño sentado sobre la alfombra.
—Tía Laura ha estado muy ocupada atendiendo a su marido. Supongo que pronto se decidirán a darte nietos. Aún son jóvenes. ¿No es así? —dijo Carlota revolviendo el cabello ensortijado de su hermano. 
—Sí —susurró ella.
—¿Y por qué no has ido a Tokio? ¡Yo no lo hubiese dudado! Adoro viajar, aunque no he podido hacerlo a menudo. Por los niños, por supuesto —suspiró Julia.
—Yo también tardaré en tener hijos. Primero quiero disfrutar de mi marido y de la vida, como lo ha hecho tía Laura — dijo su hija.
—La vida no puede planearse, Carlota. Es impredecible y a veces cruel —le recordó Laura.
—¿Y ha ido solo? —quiso saber su hermana.
—Supongo que lo acompaña su secretaria.
—¡Uy! Eso es peligroso, querida.
—Por favor, Julia. Ramón es un hombre responsable y jamás engañaría a Laura. Es todo un señor —se escandalizó Soledad.
—Que se codea con lo mejorcito del mundo —apuntilló su nieta lanzando un sonoro suspiro.
—¿Es cierto que cenaste con la reina de Inglaterra? —se interesó Julia.
—Simplemente compartimos un saludo y la mesa junto a otros ochenta invitados.
—¡Simplemente, dice! —exclamó Carlota.
—Si me disculpáis, me retiro. Estoy realmente cansada — dijo Laura, levantándose.
—La cena será a las nueve en punto—le informó su madre.
Laura abandonó el salón y entró en su antiguo cuarto.
Como el resto del entorno la habitación estaba como el día que dejó la casa para convertirse en la señora Aguiló, digna de una adolescente. Colcha rosada a juego con las cortinas. En el tocador seguían expuestos los frascos de perfume y algunas cintas para el cabello. Nada de cosméticos para embellecer el rostro. Su madre jamás permitió que los utilizase hasta que cumpliese la mayoría de edad. Las señoritas educadas y decentes no se comportaban como una desvergonzada, ni andaba con muchachos más allá del anochecer.    
Aún podía recordar lo emocionada que se sintió cuando Ramón se fijo en ella, en una chiquilla recién salida del instituto, inexperta en el amor y en la vida. Pero él se encargó de enseñarle todos sus secretos, por supuesto tras la boda. Jamás habría osado entregarse antes. La educación recibida así se lo inculcó. Una formación estricta que a pesar de los años transcurridos todavía lograba reprimir muchos de sus deseos.
La diferencia de edad, Ramón le llevaba quince años, no escandalizó lo más mínimo a Soledad Alqueriza. En realidad, fue ella quién los presentó. Había llegado a la ciudad para concertar un negocio con su marido. Como mujer inteligente y astuta, vio en los ojos de Ramón el deseo por esa chiquilla a punto de convertirse en una joven hermosa. A partir de ese momento, sus estrictas normas quedaron borradas de un plumazo. Permitió que Ramón la invitase a cenar, a acompañarlo a fiestas en su honor e incluso que la besase en el porche. Por supuesto, indicándole que jamás cediese a algo mucho más comprometedor. Decía que los hombres se desencantaban en cuanto conseguían lo que anhelaban. Nada de sexo ni caricias osadas hasta la boda.
En aquellos días, para una adolescente, convertirse en la mujer de un hombre tan poderoso y atractivo, era un imposible y creyó morir de placer cuando él le pidió la mano.  
 Pero la que estaba más encantada con la idea de que la mayor de sus hijas se casara con el mejor partido inimaginable era su madre. No se opuso a que contrajeran matrimonio cuando ella cumplió dieciocho años y  organizó una boda espectacular. Ramón era tan inmensamente rico que no escatimaron en lujos y excentricidades. Quinientos invitados y muchos llegados de todos los rincones del mundo. Tenía un marido guapo, inteligente y sumamente atento que la adoraba. Y ella se sintió la mujer más dichosa de la tierra.
Sí. Lo había sido hasta que dos días atrás cuando lo vio en el parking del hotel Ritz en compañía de su secretaria. Y no precisamente por asuntos laborales. La actitud cariñosa no daba lugar a dudas.
Hacía tiempo que la pasión entre ellos había decrecido. Circunstancia que encontraba lógica entre las parejas que llevaban varios años juntas, pero nunca pensó que se debiera a que él la engañara con otra o probablemente con muchas más. Ramón era atractivo y deseado por mujeres infinitamente más jóvenes y hermosas que ella, que podían ofrecerle lo que una esposa jamás practicaba con su marido cuando hacía el amor. 
Lo más sorprendente fue descubrir que ver a Ramón besar a Luisa con ansia no le produjo el dolor esperado. Lo único que sintió fue miedo. La perfección de su vida se estaba tambaleando. ¿Qué se suponía que debería hacer ahora? ¿Dejarlo? ¿Hacer ver que no sabía nada? Durante veinte años estuvo pendiente de él, protegida por el hombre que ahora la traicionaba. La vida había transcurrido a su alrededor olvidándose de la suya propia. No sabría caminar sola.
La fotografía de su boda estaba sobre la mesilla. Laura la tomó entre las manos. Su sonrisa no evidenciaba los nervios y miedo que pasó por no estar segura de como comportarse. Nadie pudo imaginar que la novia fue la única que no disfrutó ni un instante. Tuvo miedo de no estar a la altura que exigía ser la esposa de un hombre tan importante y poderoso. Pero ahora comprendía que fue por otro motivo muy distinto.
Rompió a llorar. 
El adulterio le había abierto los ojos. No amaba a su marido. En realidad nunca lo quiso. Ramón fue el sueño de una adolescente que cayó rendida ante la brillantez del hombre experto y deseado por medio mundo. Durante su matrimonio vivió inmersa en una mentira y lo peor de todo era que, continuaría viviéndola. No se sentía capaz de dejar a Ramón, de organizar un gran escándalo. La maldita educación que su madre le inculcó pesaba como una losa y que tal vez fue el motivo de su fracaso matrimonial.
















2


La cena resultó ser más agradable de lo imaginado gracias al prometido de Carlota. Alberto era un muchacho encantador, divertido y tan guapo como le había descrito su sobrina. Alto y atlético, con unos inmensos ojos azules y deseó que Carlota no acabara decepcionada con el transcurrir de los años como ella.
—Por fin he conocido a la famosa Laura Aguiló. He oído hablar mucho de usted y he de decir que gana mucho en persona. Las fotografías de las revistas no le hacen justicia —le dijo Alberto sentándose junto a ella en el porche.
—¿Tan vieja me ves? Por favor, tutéame —le pidió Laura sonriendo.
Alberto la estudió detenidamente. Laura era una mujer realmente atractiva, con unos ojos verdes enmarcados por cabellos rojos como el fuego y un cuerpo perfecto a pesar de acercarse a la cuarentena. Una mujer espectacular. Elegante e inteligente.
—¿Vieja? ¡No, por favor! Eres una mujer muy hermosa, tal como me comentaron, y joven.
—Comparada con un muchacho de veintiséis años me siento una anciana. Me han dicho que has hecho medicina. ¿Qué especialidad?
—Ginecología.
—Nosotros preferíamos algo más… Digamos prestigioso —opinó su padre.
—Considero que cuidar de la salud de las mujeres es un trabajo encomiable.
—Y de los niños que vienen al mundo también —apuntilló Julia.  
—¿Te queda mucho para terminar el Mir?
El rostro de Alberto se tornó serio.
—Dos años.
—Lo dices como si fuese una condena —rió Laura. 
—Muchas veces lo es.
Laura miró hacia el cielo estrellado y su rostro dibujó una sonrisa nostálgica.
—A mí me hubiese gustado estudiar, pero me casé joven. Demasiado.
—De lo cuál no debes estar arrepentida. Te has convertido en una esposa digna de un hombre notorio. Tu vida es envidiable —opinó su madre.
—Espero poder proporcionarle a Carlota tanta felicidad — dijo Alberto.
La muchacha tomó su mano y sonrió ampliamente.
—Ya me la estás dando.
Laura estudió al joven. Era el típico muchacho de buena familia, educado, con un porvenir envidiable y  una prometida encantadora como Carlota; sin embargo sus ojos azules no brillaban. Una neblina los empañaba y se preguntó el motivo de su insatisfacción.
—La velada está siendo de lo más agradable. Pero es más de media noche. Hora de que Cenicienta se retire —dijo Soledad.
Sus invitados, a excepción de Alberto, también se marcharon.
Carlota lo miró con adoración.
—Dime, tía. ¿Qué opinas de mi prometido?
Ella soltó una risa cristalina.
—Como comprenderás, ante su presencia, mi boca está sellada.
Su sobrina se levantó.
—Vuelvo enseguida.
Alberto se sirvió un poco de oporto.
—¿Te apetece?
Ella aceptó. 
—¿De verdad deseas ser médico? — le preguntó.
—¡Naturalmente! —dijo él con exagerado énfasis.
—Te he preguntado lo que tú quieres. No es lo mismo, ¿sabes?
—Y he respondido. Mi mayor meta es terminar la carrera, crear una familia junto a mi novia y ser feliz el resto de mis días. Nada espectacular, como puedes ver.
—Me alegro que tengas las ideas claras. No todo el mundo tiene tanta seguridad sobre su futuro. Mí sobrina es una chica afortunada.
—¿Así que la gran Laura me da su aprobación?
—Solamente mi sobrina tiene el derecho a elegir. Pero te diré que, conociéndola, sé que ha encontrado al mejor hombre para ella.  
Carlota regresó y al oírla besó la mejilla de Alberto.
—¡Es cierto! ¿No te parece un encanto, tía? Voy a casarme con el chico más guapo de la ciudad.
—No exageres —musitó él enrojeciendo.
—Únicamente digo la verdad y en dos años será el mejor médico. ¿No es así?
Alberto asintió y el abatimiento que ya mostró unos minutos antes volvió a apoderarse de su rostro.
—Hace una noche preciosa. Iremos a dar un paseo por el jardín. ¡Vamos! —dijo Carlota tomando la mano de su prometido.
Laura los vio alejarse con preocupación. El chico era perfecto, sin embargo no le gustó esa falta de entusiasmo que se desataba cada vez que alguien le recordaba los estudios. Tal vez una carrera elegida por tradición que no deseaba. Y eso, no era nada bueno. No para que un matrimonio fuese dichoso.
Suspiró hondamente y entró en casa. Subió a la planta de arriba. La puerta del cuarto de su madre estaba abierta. Soledad estaba leyendo. Al escuchar a su hija alzó la mirada.
—Laura.
Su hija entró.
—¿Qué te ha parecido Alberto? Hacen buena pareja, ¿verdad? —dijo Soledad.
—Sí.
—Mi nieta será muy feliz, como tú lo eres. Aunque espero que me dé bisnietos.
—Mamá, por favor. Deja el tema —le pidió Laura.
—¿Por qué? Es lógico que un matrimonio tenga hijos. ¿Acaso no puedes tenerlos?
—Estoy sana, mamá. ¿Crees realmente que Alberto quiere ser médico?
Soledad la miró estupefacta.
—¡Por supuesto! Ningún Muntaner ha sido otra cosa. Lo llevan en los genes.   
—Alguna vez alguien debe de romper la tradición.
—Los de nuestra clase jamás o llegaríamos a convertirnos en plebe.
Laura sacudió la cabeza con incredulidad.
—Mamá, los tiempos han cambiado. Ya nada es como antes.
—Aquí sí. Y no seremos los Alqueriza quienes rompan las normas, como lo ha hecho la loca de Beatriz. ¿Ya te has enterado que se fugó con el jardinero? Dejó a Borja dos días antes de la boda. Sus padres hace casi dos meses que no salen de casa. No han querido ni asistir a la cena. ¡Están destrozados! Pero esa loca regresará. Está acostumbrada al lujo y ese desgraciado no podrá hacerla feliz.
—El dinero no lo es todo.
Soledad sacudió la cabeza con condescendencia.
 -Hija, es fundamental. Ninguna pareja sobrevive a las penalidades.
—Y tampoco sin amor.
—El amor es dañino. Cuando éste termina se desmorona todo. En cambio, si una pareja se une por afinidades, proyectos futuros mutuos, perdura.
Laura la miró incrédula.
—¿Me estabas diciendo que te casaste con papá sin estar enamorada?
—Tu padre y yo teníamos gustos similares, las mismas aspiraciones. Eso nos bastó y con el tiempo aprendimos a querernos. Lo mismo que tú, hija.
—No, mamá. Yo quería a Ramón con toda mi alma — puntualizó Laura.
—Una excepción.
—¡No puedo creer lo que estoy escuchando! ¿Qué me dices de Julia? Ama a Roberto.
—Se casó con él porque era el mejor candidato. Acertó. Ya ves que forman una pareja estable. Sus hijos viven en un hogar sereno, sin altibajos. Además, ella nunca se tomó la vida con tanta pasión como tú.
—¿Papá te engañó alguna vez?
Soledad sonrió divertida.
—¿Tú padre? ¿Alguien de tan firmes convicciones morales? ¡Imposible!
—¿Y si lo hubiese hecho? ¿Le habrías perdonado?
Soledad lanzó un suspiro.
—Los hombres son distintos a nosotras. Tienen necesidades y deben desahogarse. El sexo no es un motivo  importante para que destruya una relación. ¿Si tu cuñado tuviese un tropezón piensas que sería aconsejable que Julia rompiera su matrimonio, su familia? No, Laura. Los hijos son muy importantes. Claro que, tú eso no puedes comprenderlo.
Laura pensó que su madre estaba equivocada. Ella nunca fue apasionada. Siempre actuó con calma, sopesando cada acción antes de realizarla. Del mismo modo frío decidió que su esposo tenía razón al aconsejarla que no debiera tener hijos hasta que el ritmo frenético de sus vidas se calmara.
Ahora ya no los tendría. No por la edad. A los treinta y ocho años podía ser madre perfectamente. No le apetecía tener un hijo con el hombre que la había decepcionado.
No aparentaba los años que ya tenía. Su rostro continuaba sin una arruga y el cuerpo tan estilizado como cuando era una adolescente. Únicamente sus ojos ya no eran los mismos. Habían perdido la ilusión, ese entusiasmo que vio reflejado en la mirada de la secretaria de su marido.
Ese ingrato no merecía su sufrimiento. Incluso pensó en la venganza, en dañarlo como él lo había hecho. Podría buscarse un amante, así el respetable señor Aguiló sentiría en su propia carne la humillación del engaño. ¿Qué diría entonces? Sobre todo si la alta sociedad se enterara, como seguramente ya lo estaba de su relación con esa zorra de Luisa.
Imaginó las burlas de todas esas grandes damas que la envidiaban. ¿Cómo había podido hacerle eso Ramón? Siempre confió en él y ahora se sentía incapaz de regresar a su antiguo modo de vida. No soportaría los cuchicheos y mofas. Ella tenía dignidad. Lo abandonaría. Pediría el divorcio.
Y después, ¿qué?, pensó. ¿Volver a comenzar? ¿Buscar un amor real? A sus años eso era una quimera. Los hombres que le correspondían solían enamorarse de jovencitas, no de mujeres que estaban a punto de alcanzar la cuarentena. Tal vez su madre tenía razón. Si la aventura de Ramón, era eso, una simple aventura, no debía precipitarse. Tenía dos semanas para recapacitar, para decidir lo que más le convenía.
—Es tarde, mamá. Buenas noches.
—Que descanses, hija.










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