sábado, 30 de septiembre de 2017

PRISIONERA DE SUS BRAZOS

CAPITULO 1


—Estamos arruinados.
La contundente sentencia dejó lívido a su hijo. 
—¿Cómo…? ¿Cómo es posible?
Malcom Harrington se sirvió una copa de brandy con inusitada calma.
—Darrell. Los negocios no han funcionado. Además, esta casa y las fincas producen muchos gastos. Y no digamos tus dispendios con el juego y las mujeres.
—¿A qué viene ese reproche? Tú tampoco te has contenido. Sobre todo con tu amante. La mantienes como si fuera una marquesa. Además, creí que éramos inmensamente ricos —protestó su hijo.    
—Tú prima es la rica.
—¿Y no es lo mismo? Eres su tutor.
—Las condiciones que dejó mi hermana me impiden utilizar parte de la fortuna. El resto del dinero es intocable, al igual que las propiedades.  
Darrell se revolvió con los cabellos con nerviosismo. ¿Estaba insinuando su padre que la vida que hasta ahora llevaron se terminó? No estaba dispuesto a aceptarlo. Pertenecían a una de las familias más prestigiosas de Inglaterra, se codeaban con la reina y gozaban de su confianza. Sería una vergüenza, una humillación sin precedentes.
—Padre, hay que hacer algo. Convence a esa mocosa que nos deje administrar el resto del dinero. O al menos, que podamos vender alguno de los castillos o propiedades.
Su padre soltó un hondo suspiro.
—Aunque cediera, los abogados no darían por válida su medida. No es más que una chiquilla. Deberemos esperar a que sea mayor de edad.
—¿Y qué pretendes que hagamos? ¿Ponernos a trabajar? ¡Por el amor de Dios!  Hace dos días cumplió trece años. Nos urge otra solución.      
—Ciertamente. Y ya he pensado en ella. No es muy ética… Pero no nos queda otro remedio si queremos evitar la vergüenza. Tenemos que deshacernos de tú prima.
Darrell lo miró pasmado. ¿Estaba insinuando lo que imaginaba?
—Padre, no creo que sea prudente…
Malcom Harrington le lanzó una mirada encendida.
—Lo insensato sería perder el estatus que mantenemos. ¿No te parece? Hijo, la vida requiere, en circunstancias desesperadas, una solución tajante. Josephine debe morir y a poder ser, hoy mismo.
—Pero… Es tú sobrina y mi prima. ¡Es una monstruosidad! No… No participaré en ello —jadeó su hijo.
—Darrell o eso, o la calle. Decide ‑dijo tajante su padre.
El joven se levantó y comenzó a caminar con aire desesperado. Indudablemente no quería caer en la ruina, pero tampoco acabar con la vida de una inocente niña. Sin embargo, al imaginar como sería su existencia si se negaba a participar, el egoísmo que lo caracterizaba, ganó la batalla.
—¿Cómo será? —musitó.
—No temas. No habrá sangre. El veneno obrará el milagro.
Darrell se llenó la copa de whisky y la apuró de un solo trago.
—Si muere repentinamente, sospecharán y podemos acabar en la cárcel, o lo que es mucho peor, nos cortarán la cabeza. No podría soportarlo, padre.
—Josephine siempre ha tenido la salud delicada. Hace unas semanas sufrió enormes fiebres. El doctor Spencer creerá que ha recaído y que no ha soportado la enfermedad. Certificará su muerte natural y nosotros obtendremos lo que nos corresponde por derecho. Mi hermana, después de lo que hice por ella, no debió olvidarme en su testamento. Fue gracias a mí que se convirtió en condesa. ¿Y cómo me recompensó? ¡Con nada!  Es justo que tome lo que necesito. ¿No te parece? Darrell, es un plan perfecto. Unas gotas de ponzoña en la leche y todo habrá terminado. Nuestras penalidades se esfumarán y viviremos como príncipes. ¡Bien! Pongámonos a ello. Prepara un vaso de leche. Yo iré por el veneno.   


Josephine, desde el quicio de la puerta, los miró aterrada. Siempre fue consciente que nunca la quisieron. Sin embargo, de ningún modo hubiese imaginado que su tío Malcom y su primo quisieran deshacerse de ella del modo más brutal: matándola.
Debía escapar ahora mismo o no podría salvarse. Corrió hacia la habitación. Abrió la ventana. La nieve caía copiosamente, pero no tenía tiempo de entretenerse en cambiarse de ropa. Se encaramó al filo. Con determinación se agarró a la rama del roble y comenzó a descender.
Respiró aliviada cuando estaba a varios metros del suelo, pero el tronco empapado por la tormenta la hizo resbalar y cayó al suelo. Ahogó un grito de dolor e ignorándolo, se alejó a toda prisa. Cruzó el jardín y abrió la verja. Tenía que pedir ayuda, pero a las dos de la madrugada la calle estaba desierta.
A pesar de que el pie cada vez le dolía más y de la tormenta que caía  impidiéndole ver por donde caminaba,  no se dejó vencer. Continuó escapando. Tenía que llegar a casa de Pupy. Él la ayudaría.
El sonido de unos pasos tras ella la hizo temblar. Aceleró, como pudo, el ritmo. Sin embargo, el dolor era ya insoportable.
Decidió entrar en la casa que había a su derecha. Abrió la valla y jadeando se escondió tras unos matorrales con el corazón latiéndole con fuerza, esperando a que su acosador pasase de largo.  Al comprobar que los pasos se alejaban, se dejó caer rendida, mientras pensaba en todo lo que había sucedido desde que sus padres murieron en ese maldito accidente dejándola sola a cargo de su tío Malcom. Ya nadie, a excepción de Pupy, le dio cariño. La trataban con dureza, sin consentirle un capricho. Los vestidos, los juguetes ya no existían para ella; ni tampoco las fiestas. Nadie la acogió para consolarla en sus brazos cuando la tristeza la invadía. El amor se había esfumado.
Comenzó a llorar. Estaba desesperada. ¿La creería Pupy o por el contrario pensaría que eran fantasías de chiquilla y la obligaría a regresar con ese criminal? Si lo hacía, huiría de nuevo. Buscaría un empleo o un barco que la llevara lejos. Cambiaría de aspecto y después, regresaría para reclamar lo que le pertenecía. Su tío no podría apoderarse de la herencia si no se encontraba su cuerpo, dedujo; pues no estaba muy segura de ello. 
La nieve cayó con más fuerza y ella se frotó los brazos intentando darse calor. Era inútil. Estaba a punto de congelarse. La cabeza le estallaba y apenas podía sentir ya las piernas. Pensó en dirigirse a la casa. Lo descartó, podía ser peligroso. Lo más probable es que la devolvieran con su tutor y eso significaría la muerte. Aunque, por otra parte, moriría de todos modos bajo esa terrible tormenta.  Se levanto y lanzó un gemido al apoyar el pie. Con un esfuerzo casi sobre humano, se arrastró hasta la puerta, pero no tuvo fuerzas para alcanzar la campanilla.
—Debo hacerlo —jadeó.
Volvió a intentarlo y tiró de la cuerda, al tiempo que perdía el sentido.
El mayordomo abrió y lanzó un juramento al verla tendida. La levantó y cargó con ella hasta el salón, tendiéndola en el sofá.
Dolly, el ama de llaves, ajustándose la bata, miró al mayordomo.
—¿Qué ocurre? ¿Quién viene a estas horas? —preguntó.
—Esta niña estaba desvanecida en el jardín. ¿Estará herida? —le dijo él apartándose.
—¡Dios Santo, Jack! ¿Qué habrá pasado? —exclamó ella al ver a la pequeña.
—No tengo la menor idea. Debo informar al señor —dijo él.
Dolly se sentó junto a Josephine. Tocó su rostro. Estaba helado y sucio por el barro.
Mick Slater, visiblemente molesto por haber sido sacado de la cama donde apenas se había introducido una hora antes, entró en el salón. Se acercó a Josephine. Al ver que estaba casi fría como el mármol y que tenía el pie herido, ordenó que la sumergieran en un baño caliente.
Así lo hicieron y la pequeña comenzó a reaccionar. Dolly la lavó y como en la casa no había ropa de niña, le puso una camisa vieja del señor, acostándola en la habitación de invitados.
Slater la miró estupefacto. El baño había limpiado la mugre que le cubría la cara. Aquella chiquilla era preciosa. Su cabello ondulado tenía el mismo color que las castañas  y su piel sonrosada, con alguna peca estratégicamente colocada en sus mejillas, le daba el aspecto de una muñeca de porcelana. Y se preguntó porqué esa niña estaba deambulando a esas horas por ciudad.
—¿La conocéis? —preguntó  a los dos sirvientes.
Los criados negaron con la cabeza.
Josephine abrió los ojos. Asustada miró a su alrededor y vio a tres desconocidos que la miraban con curiosidad. Intentó levantarse, pero gimió al sentir el dolor en el pie.
—Quieta. No puedes levantarte —le pidió Dolly.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? —preguntó sin apenas voz, contemplando al hombre de cabellos ondulados y negros como el azabache, que se ajustaba el cinturón del batín. Era muy alto y su rostro aguileño denotaba contrariedad. Una expresión que la puso en alerta. No sería fácil de convencerlo que debía ayudarla.  
—En mí casa. Soy Mick Slater. ¿Qué te ha ocurrido? —dijo él mirándola con sus ojos oscuros.
Ella no respondió. No podía contarles a unos desconocidos los planes malvados de su tío. Debía buscar una explicación que fuera creíble y que evitara su tragedia.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber él.
—Josephine… Smith —dijo ocultando su verdadero apellido.
—Bien, señorita Smith. ¿No quieres explicarme qué ha pasado? No es corriente que una niña tan pequeña deambule a estas horas por la calle. ¿Verdad?
—Me perdí.
Slater alzó una ceja.
—¿De veras? ¿Y adónde ibas en camisón? ¿Acaso eres sonámbula?
—Yo...
—Vamos, niña. No me gusta que alguien me mienta y más si le he salvado la vida. Dime la verdad —le exigió él borrando la sonrisa del rostro.
Ella tragó saliva. Ese hombre parecía todo un caballero. No obstante, su expresión dura y ojos gélidos le confirmaron sus sospechas, que no sería fácil de engañar. Así que, optó por contar parte de la verdad, con la confianza que su insensibilidad se derritiera. 
—Querían matarme —musitó con un estremecimiento.
—¿Matarte? ¿Quién? —inquirió Dolly  incapaz de imaginar a alguien queriendo deshacerse de una muñequita como ella. Llenó una taza de leche y se la ofreció.
—No sé —repuso Josephine arropando la taza con las manos para sentir su calor.
—¿Qué no sabes? ¡No digas sandeces! Estás engañándonos —dijo Slater con mirada hosca.
—¡Es verdad, señor! —exclamó ella al borde del llanto.
—¿Por qué razón? Los ladrones saben que los chiquillos no poseen dinero y dudo que un loco la tomara precisamente contigo. No me vengas con cuentos, niña.
Josephine volvió a quedar en silencio.
Slater inhaló con fuerza. Sus ojos azabaches se clavaron en los suyos con un brillo de impaciencia.
—Quiero la verdad. Ahora mismo.
Ella tembló. Slater, que le había parecido amable, se manifestaba ahora ante ella como un hombre duro e intransigente dispuesto a descubrir lo ocurrido. Estaba segura que no cesaría hasta conseguirlo. Por lo que, decidió hablar, pero inventando una historia razonable.
—Me he fugado del orfanato. Mis padres murieron hace un año y quedé sin familiares. ¡Ese lugar era horrible! ¡Nos trataban como a animales! ¡Moriré si me hacéis regresar! —dijo comenzando a llorar.
—¡Pobrecita! —se apiadó Dolly.
Slater asintió con seriedad. Sabía como eran esos hospicios. Un verdadero infierno como Josephine había dicho. No era extraño que decidiera largarse.
—Comprendo. De todos modos, aquí no puedes quedarte —sentenció.
—Señor, podríamos ayudarla. ‑sugirió la doncella.
—¡Ni lo sueñes! No es de nuestra incumbencia. Tiene que irse —dijo su amo. Seguidamente se levantó y con parsimonia se sirvió una copa de brandy.
—Pasará un calvario en ese sitio. Hasta los dieciséis años tendrá que permanecer allí y no tiene más de diez. ¿Verdad?
No lo era. Josephine acababa de cumplir trece años. Pero, por supuesto, no desmintió la suposición del ama de llaves. Cuando más niña, más pena, pensó. Terminó la leche y le entregó la taza a Dolly dedicándole una sonrisa dulce. 
—Exacto —dijo al fin.
—Olvídalo, Dolly. En esta casa no hay lugar para niños. No los soporto. A parte de que, no estamos obligados, ni tenemos tiempo para ejercer de hermanitas de la caridad. Soy un hombre muy ocupado ‑insistió Slater., 
—Señor, no tendríais que atenderla. Podría quedarse a vuestro servicio —propuso el ama de llaves.
—¿Haciendo qué? —inquirió él mirando a la niña. Se había fijado en sus manos. Tersas y sin una callosidad. Algo extraño si tenía en cuenta que era una huérfana sometida a la explotación.
—Ayudándome, señor. Ya me hago vieja y mis huesos crujen. Necesito a alguien. La casa es grande y…
—No.
—Por favor —le suplicó Josephine clavándole sus ojos verdes.
La verdad era que no le gustaba tener que devolver a esa criatura a un lugar tan sórdido, pero no tenía otra opción. En su vida no había cabida para niños ni para nadie.
—Os juro que trabajé con ahínco, señor. Haré lo que sea con tal de no volver a ese lugar. Os lo suplico, no me enviéis a una muerte segura  —dijo la chiquilla con énfasis.
—¿Y si te buscan? No quiero problemas —dudó él.
—¿Buscarme? ¿Para qué? Solo soy un estorbo y una boca menos que alimentar.
—El estado es duro con los fugitivos. Deben dar ejemplo, niña. No dudes que lo harán. Y no quiero ser partícipe de una fechoría. Además, tengo un prestigio que no pienso perder. No puedes quedarte. No se hable más  —dijo él sin la menor sensibilidad.
—¡No podéis hacer esto! —explotó ella golpeando la cama con los puños.
—Puedo y lo haré. Mañana mismo la sacáis de aquí. ¿Comprendido? —decidió Slater mirando a la ama de llaves con gesto que no admitía más discusiones.
—Sí, señor —dijo Dolly visiblemente afligida.
Slater apuró la copa. Dio media vuelta y salió de la habitación. Había zanjado el asunto como correspondía.
—Me matarán —musitó Josephine.
Dolly le acarició el cabello con ternura. Era una pena que tuviera que irse a ese lugar horrendo, donde los niños eran tratados como meros animales, sin importar los sentimientos que poseían. Pero ella no era dueña de la casa y debía acatar las órdenes de su amo.
—No seas tan dramática, preciosa.
Josephine no podía permitir que la echasen. Y Dolly, al igual que otras doncellas en el pasado, no sería inmune a sus encantos. Por lo que, decidió jugárselo todo a una sola carta y relatarle su tormento, haciéndole ver que su inestimable ayuda serviría para salvaguardar a toda una dama. 
—Vos parecéis una buena mujer y presiento que puedo confiaros mi secreto. Sé que si os cuento la verdad, me ayudareis, pues, es evidente que  poséis un corazón muy grande —le susurró mirándola con afección, dibujando una media sonrisa.
Dolly, intrigada, se sentó junto a ella.
—Claro que puedes confiar, cielo. Nunca te lastimaría —dijo el ama de llaves tomándole las manos. 
—Mi apellido no es Smith, es Harrington...
—¿Harrington? ¿Eres familia de los condes? —la interrumpió Dolly parpadeando perpleja.
—Soy su hija. Mí tío Malcom se hizo cargo de mí cuando mis padres murieron en ese terrible accidente. Ahora está arruinado y esta noche, escuché que tenían intención de envenenarme para quedarse con la herencia. Y decidí escapar. Como veis, no tuve ni tiempo para vestirme. Me lastimé el pie en la huida y no pude llegar a casa del Coronel Parker. ¿Comprendéis porqué no puedo salir de aquí?  Si regreso, mañana no amaneceré viva…
Dolly permaneció durante unos segundos callada. Le parecía inverosímil la historia, pero también la del orfanato. Josephine no parecía una niña pobre y su porte, sus gestos, su vocabulario excelente, denotaban una buena educación. Claro que, también podía haber aprendido modales sirviendo en una casa aristocrática, como ella había hecho. ¿Y si era una ladronzuela y por eso huía?
—Conozco a muchas doncellas que adquieren modos de gran dama.
—Estoy contando la verdad, señora. Podéis ver mis iniciales en el camisón.  ¡Oh!  ¡Tenéis que ayudarme! Llevadme mañana a casa del coronel. Él me conoce —le suplicó Josephine.
—Debería contarle esto al señor —dijo Dolly, removiéndose inquieta. Una cosa era arriesgarse a auxiliar a una jovencita sin pasado y otra muy distinta esconder a toda una duquesa. Podían acusarla de obstaculizar la ley y terminar en la cárcel.
—¡No! Si lo explicáis, él tendrá que devolverme a mí tío y acabaré muerta —jadeó Josephine.
Dolly sonrió infundiéndole confianza.
—Ahora las cosas son distintas, pequeña. El señor te ayudará. No permitirá que ese desgraciado te ponga un dedo encima. 
—Es mí tutor legal y nadie me creerá —dijo Josephine volviendo a llorar.
Dolly la estudió detenidamente. Sus gestos, su porte, el modo de hablar, no correspondían a una niña tan pequeña.
—¿Cuántos años tienes en realidad?
—Trece. Lo que ocurre es que siempre he estado delicada de salud y aparento menos edad. Aún así, soy demasiado joven para morir. ¿No os parece? Os suplico que me amparéis.
—¡Por Dios! Deja de pensar en eso. Haremos una cosa. Te esconderé hasta que el pie cure un poco y después te llevaré  casa de ese coronel. Pero el señor no debe enterarse. Permanecerás escondida en mí habitación y sin hacer el menor ruido. ¿De acuerdo? —decidió Dolly convencida de que la pequeña había dicho la verdad.
—¡Gracias! Os aseguro que estaré callada como una tumba. Nadie se dará cuenta de que estoy en la casa —exclamó Josephine abrazándola con efusión.
—Eso espero o el señor se enfurecerá.
—Supongo. No me ha parecido un hombre nada amable ni caritativo. Es como si careciera de corazón —dijo Josephine haciendo un mohín de repulsión.  
—Es estricto, pero correcto y amable. Siempre y cuando no se le contradiga. Así, que recuerda que jamás debe enterarse que te he protegido o conseguirás que los años que he pasado en esta casa no sirvan de nada y me echará como a un perro, y a ti te devolverá con tu tío.
—Juro que no haré nada que os perjudique, Dolly —aseguró Josephine.  











CAPITULO 2


Josephine llevaba escondida tres días y ya estaba harta de permanecer en la habitación; así que, con la ausencia de Dolly y del dueño de la casa, que había partido de viaje, decidió ir a la biblioteca y escoger un libro.  
Aún sabiendo que no había peligro, bajó con precaución la escalinata. Pero al llegar al piso de abajo comprobó que no estaba sola. En lugar de volver a esconderse, la curiosidad la venció y se acercó al salón. Miró por la puerta entreabierta. Slater había regresado repentinamente y estaba hablando con otro hombre. Los dos parecían nerviosos. 
Slater golpeó la mesa con el puño.
—¿Cómo pueden pensar algo tan indigno? ¡Por Cristo! —bramó con el rostro contraído por la ira.
—Pues lo creen, Mick. Ese hijo de perra actuó mientras estabas navegando. Y el capitán Walpole es un testigo muy fiable. Si él afirma que el corsario que destruyó su barco eras tú, no existe la menor duda.
—¿Cómo demonios puede afirmar algo tan tajante si no me conoce?
—Por eso mismo tampoco puede negarlo. La única verdad es que están dispuestos a detenerte. Los informadores han dicho que el puerto está vigilado por si intentas huir. Imagino que dentro de nada vendrán a esta casa. Tenemos suerte de que te han visto partir esta mañana y creen que no has regresado. 
—¡Maldita sea, Sam! ¿Y quién es ese cabrón que suplanta mí identidad? ¿Y por qué razón?
—Nadie lo sabe.
—Pues deberemos encontrarlo. No estoy dispuesto a que todos estos años al servicio del país acaben con deshonor. ¡No consentiré que nadie suplante al Corsario Slater! —exclamó cerrando el cajón de un manotazo.
—¿Y cómo?
Slater sacudió la cabeza con impotencia.
—No lo sé. Pero juro que nadie hará creer a la reina Isabel que Slater ataca a barcos de su propia nación. ¡Es demencial! ¿Cómo pueden imaginar tamaño desatino? ¡Siempre he sido leal! Hablaré con la reina. Ella tiene total confianza en mí.
—Por el momento, deberás olvidar eso. La han convencido que has cometido traición para tu propio beneficio.
—¿Para mi beneficio? ¡Por Satanás! ¡Ya soy inmensamente rico! ‑bramó Slater.
—La ambición no tiene medida, ya lo sabes.
-Iré a ver a Isabel ahora mismo ‑decidió Slater.
-Está lejos de Londres. Y la orden ya ha sido dada.
El corsario dio una patada a la mesa.
-¡Esto es de locos! ¡No me iré sin demostrarle mi inocencia! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Nadie arrastrará mi nombre por el fango! 
-Por el amor de Dios, serénate. Gritando no solucionarás el problema. Ya tengo preparada la huida. Tenemos documentos falsos. Serás Grant. Saldrás de Londres acompañado con tu hijo...
—¿Un hijo? ¡Os habéis vuelto locos! —rechazó el corsario haciendo revolotear la mano.
—Tenemos que parecer distintos. Hombres normales. Nos ayudará el pequeño de Homs. Yo iré como marino del barco. Por supuesto, no el tuyo. Está requisado. He comprado pasajes en un bergantín de mercancías que admiten pasajeros. 
Slater lanzó un resoplido. Su amigo tenía razón. Si no salvaba el pellejo, no podría demostrar jamás que era un servidor leal a su majestad la reina.
—Está bien.
—Cogeremos la nave que sale dentro de una hora hacia Marruecos. Lo lamento, pero es lo único que encontré. Tenemos que irnos ya.
—De acuerdo. Salgamos —decidió Slater.
—No podemos. El niño aún no ha llegado.
—Nos iremos sin él.
—Es imprescindible. Figura en la documentación y ya debería estar aquí. ¡Sapos apestosos! Homs nunca aprenderá a ser responsable —se quejó Sam.
—¡Maldición! ¡Mataré a ese bastardo si por su culpa me atrapan! —siseó Slater mirando el reloj de arena.
Josephine estaba pasmada con el descubrimiento de que el estricto Slater era el famoso corsario del que tanto había oído hablar. ¡Jesús! Con razón le pareció un hombre insensible, se dijo sin poder apartar la mirada de su figura alta, imaginándoselo en cubierta blandiendo la espada, apresando a piratas españoles y robándoles sus riquezas.
—Iré a mirar abajo —decidió Sam.
Josephine intentó esconderse. No tuvo tiempo. El marino la empujó dentro de la sala y exclamó:
—¡Demonios! ¿Quién eres tú?
Slater miró a Josephine. Su rostro adquirió un rictus de crispación.
—¿Por qué sigues aquí? Te ordené que te largaras. ¡Dolly, baja ahora mismo! —bramó avanzando hacia ella. La tomó del brazo y la zarandeó.
—No... Está, señor —farfullo Josephine.
—Mick. Estaba escuchando. Lo dirá todo. ¿Qué hacemos con ella? —dijo Sam mirándola con fiereza.
—No diré nada. ¡De verdad! ¡Lo prometo! —jadeó la niña.
—¿Y por qué he de confiar en una mentirosa? — inquirió Slater sin soltarla.
Sam sacudió la cabeza con inquietud. Con pasos apresurados se encaminó hacia la ventana y apartó la cortina atisbando con nerviosismo.
—Esto se está complicando demasiado. Tenemos a una espía y el niño que no llega. Y es vital para el plan. No podemos irnos sin él.
El rostro de Slater se iluminó con una sonrisa maléfica al concebir una gran idea. ¿Por qué no? Era una solución. Soltó a Josephine y acercándose al escritorio sacó unas tijeras.
—Ella nos servirá —dijo avanzando de nuevo hacia la pequeña.
Los ojos de Josephine se abrieron como platos al entender que iban a asesinarla a sangre fría.
—¿Qué haréis? No, por favor. No me matéis. No os delataré. Lo juro, ¡Dejadme vivir!  —gimoteó temblando como una hoja.
—Tranquila, preciosa. Soy un temible corsario, pero no un asesino; aunque cortaré tu lindo cabello. Tráela, Sam.
Su amigo la agarró por la cintura y cargó con ella. Josephine se revolvió. Fue inútil. Slater acercó una silla e indicó a Sam que la sentara.  
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Sam, sin comprender sus intenciones.
—En situaciones límites, hay que ser ingeniosos. Si Joel no viene, ella pasará por un chico. ¿No te parece un plan genial?
Sam soltó una risotada. Slater era un tipo rápido en tomar decisiones, por ello era el mejor corsario de la reina Isabel. Un héroe nacional.
—Buena idea, muchacho ‑dijo sujetando a Josephine.
El corsario acercó las tijeras al los rizos castaños de la chiquilla. Por un instante pensó que era un crimen romper esa belleza; sin embargo, apartó la duda y cortó con determinación.
—¡No! —gritó Josephine al sentir el primer tijeretazo.
Slater no tuvo piedad y cuando hubo terminado, el precioso cabello había menguado hasta poco más arriba de los hombros.
—No llores, mocosa. Esto es mejor que entregarte a las autoridades. ¿No crees? Querías huir, pues lo harás. Y bien lejos.  Además, esto tiene remedio. En unos meses volverá a ser precioso.
—¡Os odio! —gritó ella mirándolo con rencor.
—Me importa un rábano, niña. Trae un traje.
Sam abrió la maleta.
—Eso no —jadeó ella.
Slater, una vez más, no la escuchó y sin miramiento le quitó la camisa y la vistió él mismo con las ropas de chico. 
—¡Perfecto! Un niño un poco enfermizo, por ello nadie se dará cuenta que es una cría. Podemos irnos —dijo mirándola satisfecho.
—¡No iré a ninguna parte con vos! —se negó ella en un gesto inconsciente de valentía.
Slater la fulminó con la mirada.
—Harás lo que yo diga a partir de ahora y como se te ocurra abrir la boca un solo instante para delatarnos, te juro que te mato sin contemplaciones. Y no es una simple amenaza. Es tú vida o la mía. Y es comprensible que la mía tiene mucho más valor.  ¿Comprendes, preciosa?
Ella asintió sobrecogida. Le creía muy capaz. Ese hombre no tenía sentimientos ni piedad hacia nadie. Sus ataques a barcos enemigos se contaban por cientos y muy pocos los supervivientes. Por eso era el corsario más famoso de la nación y también uno de los hombres más deseados; incluso, se contaba que, la reina gustaba mucho de su compañía. Y no lo entendía. Era desagradable y poseía un corazón de hielo. Estaba convencida que jamás albergó ningún sentimiento de amor hacia nadie, ni hacia su familia.  Y ni tan siquiera era atractivo.
—Deja de mirarme, niña y ponte el abrigo. Veamos si has aprendido la lección. ¿Cómo te llamas hijo? —dijo Slater con ironía.
—Josephine. Así me llamo y así continuaré ‑gruñó ella mostrando altivez.
Slater la asió del brazo y apretó con fuerza.
—¿Cómo te llamas?
—Joel Grant —musitó ella ahogando un gemido.
—Bien, Joel. Ven con papá —rió Slater.
Salieron. Un carruaje los estaba aguardado. Subieron y los caballos se pusieron en marcha al instante. Josephine lo contempló con ojos encendidos.
—Deja de mirar, niña.
—Lo siento. No puedo recrearme en el paisaje, puesto que viajo forzada —dijo ella.
—No me provoques —siseó él.
—Sigue su consejo, pequeña. Slater es comprensivo, pero hasta cierto punto. Será mejor que sigas cada una de sus indicaciones. ¿De acuerdo? ‑le dijo Sam con tono conciliador.
—No podéis matarme. Os soy necesaria —replicó Josephine esbozando una sonrisa triunfal.
Slater la miró sorprendido. Aquella chiquilla era valiente, pero insensata.
—Solo hasta que lleguemos a Marruecos. No lo olvides —dijo él. Y al igual que la secuestrada, sonrió con perversidad.
Ella empalideció al comprender el significado.  
—¿Qué haréis conmigo? ¿Me abandonaréis en África? —farfulló.
—Aún no lo he decidido. Tengo otras cosas más importantes que meditar. No tengo porque preocuparme de tú destino. No eres de mí incumbencia, mocosa. Además, mí vida es prioritaria. Los demás me son indiferentes.
El corazón de Josephine se encogió. Por extraño que pareciese, prefería continuar con ese desalmado a tener que quedarse sola en un país lleno de criminales y hombres que secuestraban a niñas y mujeres para encerrarlas en un harén.
—Os prometo que no molestaré —aseguró ella.
—Ya lo has hecho. Ahora cierra el pico —dijo él con hastío.
Josephine dejó de hablar. No quería irritarlo aún más. Más adelante lo intentaría de nuevo. Slater era un hombre cruel, pero caería rendido a sus encantos, como todos los que la habían rodeado.
—¿Por qué sonríes, muchacha? ¿Eres boba? ¡Jesús! Nunca di con nadie tan mentecato —inquirió él, desconcertado.
—¡Oh! ¡Por nada, señor!
—Si estás maquinando algo, olvídalo. No te saldrá bien.
Su sonrisa se borró al instante. Estaba claro que él era distinto. En realidad nunca había conocido a nadie tan calculador y despiadado, a excepción de su tío Malcom, claro.
Recordó la última fiesta que hicieron sus padres. Todo el mundo lo consideraba un héroe. Él solo había derrotado a más de cincuenta navíos enemigos. Las damas suspiraban por conocerlo. Decían que era apuesto, elegante y muy apasionado. Ahora ella lo había conocido y lo consideraba un bruto, sin el menor sentido del honor y para nada atractivo. Era viejo, al menos para ella lo era un hombre de veintitantos y distaba mucho de esa delicadeza que los caballeros nobles poseían. Su piel estaba bronceada por el sol y los ojos profundamente negros endurecían su rostro aguileño.
—Ya hemos llegado —anunció Sam.
Slater presionó con la mano el brazo de Josephine.
—Ahora, calladita. Si preguntan, habla con monosílabos. ¿Comprendido?
Ella asintió acobardada. Estaba a punto de abandonar Inglaterra, su hogar. Sin poderlo evitarlo, se echó a llorar.
—¿Qué pasa ahora? Deja de gimotear —se exasperó Slater.
Ella no pudo.
—¡Maldita sea! —exclamó él. Y exasperado, la abofeteó.
Josephine reaccionó al instante y se frotó la mejilla.
—Mucho mejor. Espero que no vuelva a ocurrir. No me gusta pegar a los niños —dijo él abriendo la puerta. La tomó de la cintura y la obligó a bajar.
—Nos veremos en el barco —dijo Sam saliendo por el otro lado.
Slater no pudo evitar que su corazón saltara al ver su barco custodiado por decenas de soldados. Y se juró que algún día lo recuperaría, al igual que su honor mancillado por las mentiras. Con un hondo suspiro, comenzó a caminar hacia el galeón que los llevaría lejos de Inglaterra. Los soldados les pidieron que se acercaran. Por suerte, aquella noche reinaba una niebla espesa en el río y era dificultoso precisar con exactitud las facciones.
Josephine no pudo evitar admirar el barco. Era enorme, con tres velas extendidas. Decenas de marineros iban de un extremo a otro con celeridad preparando la partida.
—Soy David Grant y este es mí hijo Joel —dijo Slater entregando los documentos sonriendo con despreocupación.
El soldado les miró atención. Parecían legales. Después estudió sus rostros.
—No se os parece —dijo el soldado mirando a Josephine.
—Salió a su madre. Una gran belleza. Murió hace tres meses —repuso Slater adquiriendo un gesto de aflicción.
—Lo lamento, señor Grant —dijo el soldado devolviéndole los documentos.
—¿Qué ocurre? Veo que hay movimiento. ¿Contrabandistas?
—Buscamos a un asesino.
-Más bien un traidor ‑siseó el otro soldado.  
—Mal asunto. En ese caso, no os distraigo más. Seguid y dad con él. Los ciudadanos decentes necesitamos que el orden y la ley nos amparen.
—Buen viaje, señor —se despidió el soldado.
Las esperanzas de que el soldado reconociese a Slater se esfumaron y con el estómago encogido, Josephine, comenzó a subir la pasarela, mirando hacia atrás. Hacia una tierra que tal vez nunca volvería a ver.










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