PRISIONERA DE SUS BRAZOS
CAPITULO 1
—Estamos
arruinados.
La
contundente sentencia dejó lívido a su hijo.
—¿Cómo…?
¿Cómo es posible?
Malcom
Harrington se sirvió una copa de brandy con inusitada calma.
—Darrell. Los
negocios no han funcionado. Además, esta casa y las fincas producen muchos
gastos. Y no digamos tus dispendios con el juego y las mujeres.
—¿A qué
viene ese reproche? Tú tampoco te has contenido. Sobre todo con tu amante. La
mantienes como si fuera una marquesa. Además, creí que éramos inmensamente
ricos —protestó su hijo.
—Tú prima
es la rica.
—¿Y no es
lo mismo? Eres su tutor.
—Las
condiciones que dejó mi hermana me impiden utilizar parte de la fortuna. El
resto del dinero es intocable, al igual que las propiedades.
Darrell se
revolvió con los cabellos con nerviosismo. ¿Estaba insinuando su padre que la
vida que hasta ahora llevaron se terminó? No estaba dispuesto a aceptarlo.
Pertenecían a una de las familias más prestigiosas de Inglaterra, se codeaban
con la reina y gozaban de su confianza. Sería una vergüenza, una humillación
sin precedentes.
—Padre, hay
que hacer algo. Convence a esa mocosa que nos deje administrar el resto del
dinero. O al menos, que podamos vender alguno de los castillos o propiedades.
Su padre
soltó un hondo suspiro.
—Aunque
cediera, los abogados no darían por válida su medida. No es más que una
chiquilla. Deberemos esperar a que sea mayor de edad.
—¿Y qué
pretendes que hagamos? ¿Ponernos a trabajar? ¡Por el amor de Dios! Hace dos días cumplió trece años. Nos urge
otra solución.
—Ciertamente.
Y ya he pensado en ella. No es muy ética… Pero no nos queda otro remedio si
queremos evitar la vergüenza. Tenemos que deshacernos de tú prima.
Darrell lo
miró pasmado. ¿Estaba insinuando lo que imaginaba?
—Padre, no
creo que sea prudente…
Malcom
Harrington le lanzó una mirada encendida.
—Lo
insensato sería perder el estatus que mantenemos. ¿No te parece? Hijo, la vida
requiere, en circunstancias desesperadas, una solución tajante. Josephine debe
morir y a poder ser, hoy mismo.
—Pero… Es
tú sobrina y mi prima. ¡Es una monstruosidad! No… No participaré en ello —jadeó
su hijo.
—Darrell o
eso, o la calle. Decide ‑dijo tajante su padre.
El joven se
levantó y comenzó a caminar con aire desesperado. Indudablemente no quería caer
en la ruina, pero tampoco acabar con la vida de una inocente niña. Sin embargo,
al imaginar como sería su existencia si se negaba a participar, el egoísmo que
lo caracterizaba, ganó la batalla.
—¿Cómo
será? —musitó.
—No temas.
No habrá sangre. El veneno obrará el milagro.
Darrell se
llenó la copa de whisky y la apuró de un solo trago.
—Si muere
repentinamente, sospecharán y podemos acabar en la cárcel, o lo que es mucho
peor, nos cortarán la cabeza. No podría soportarlo, padre.
—Josephine
siempre ha tenido la salud delicada. Hace unas semanas sufrió enormes fiebres.
El doctor Spencer creerá que ha recaído y que no ha soportado la enfermedad. Certificará
su muerte natural y nosotros obtendremos lo que nos corresponde por derecho. Mi
hermana, después de lo que hice por ella, no debió olvidarme en su testamento.
Fue gracias a mí que se convirtió en condesa. ¿Y cómo me recompensó? ¡Con
nada! Es justo que tome lo que necesito.
¿No te parece? Darrell, es un plan perfecto. Unas gotas de ponzoña en la leche
y todo habrá terminado. Nuestras penalidades se esfumarán y viviremos como
príncipes. ¡Bien! Pongámonos a ello. Prepara un vaso de leche. Yo iré por el
veneno.
Josephine,
desde el quicio de la puerta, los miró aterrada. Siempre fue consciente que
nunca la quisieron. Sin embargo, de ningún modo hubiese imaginado que su tío
Malcom y su primo quisieran deshacerse de ella del modo más brutal: matándola.
Debía escapar ahora mismo o no podría salvarse. Corrió
hacia la habitación. Abrió la ventana. La nieve caía copiosamente, pero no tenía
tiempo de entretenerse en cambiarse de ropa. Se encaramó al filo. Con
determinación se agarró a la rama del roble y comenzó a descender.
Respiró aliviada cuando estaba a varios metros del
suelo, pero el tronco empapado por la tormenta la hizo resbalar y cayó al
suelo. Ahogó un grito de dolor e ignorándolo, se alejó a toda prisa. Cruzó el
jardín y abrió la verja. Tenía que pedir ayuda, pero a las dos de la madrugada la
calle estaba desierta.
A pesar de
que el pie cada vez le dolía más y de la tormenta que caía impidiéndole ver por donde caminaba, no se dejó vencer. Continuó escapando. Tenía
que llegar a casa de Pupy. Él la ayudaría.
El sonido de
unos pasos tras ella la hizo temblar. Aceleró, como pudo, el ritmo. Sin
embargo, el dolor era ya insoportable.
Decidió
entrar en la casa que había a su derecha. Abrió la valla y jadeando se escondió
tras unos matorrales con el corazón latiéndole con fuerza, esperando a que su
acosador pasase de largo. Al comprobar
que los pasos se alejaban, se dejó caer rendida, mientras pensaba en todo lo
que había sucedido desde que sus padres murieron en ese maldito accidente
dejándola sola a cargo de su tío Malcom. Ya nadie, a excepción de Pupy, le dio
cariño. La trataban con dureza, sin consentirle un capricho. Los vestidos, los
juguetes ya no existían para ella; ni tampoco las fiestas. Nadie la acogió para
consolarla en sus brazos cuando la tristeza la invadía. El amor se había esfumado.
Comenzó a
llorar. Estaba desesperada. ¿La creería Pupy o por el contrario pensaría que
eran fantasías de chiquilla y la obligaría a regresar con ese criminal? Si lo
hacía, huiría de nuevo. Buscaría un empleo o un barco que la llevara lejos.
Cambiaría de aspecto y después, regresaría para reclamar lo que le pertenecía.
Su tío no podría apoderarse de la herencia si no se encontraba su cuerpo,
dedujo; pues no estaba muy segura de ello.
La nieve
cayó con más fuerza y ella se frotó los brazos intentando darse calor. Era
inútil. Estaba a punto de congelarse. La cabeza le estallaba y apenas podía
sentir ya las piernas. Pensó en dirigirse a la casa. Lo descartó, podía ser
peligroso. Lo más probable es que la devolvieran con su tutor y eso
significaría la muerte. Aunque, por otra parte, moriría de todos modos bajo esa
terrible tormenta. Se levanto y lanzó un
gemido al apoyar el pie. Con un esfuerzo casi sobre humano, se arrastró hasta
la puerta, pero no tuvo fuerzas para alcanzar la campanilla.
—Debo
hacerlo —jadeó.
Volvió a
intentarlo y tiró de la cuerda, al tiempo que perdía el sentido.
El mayordomo
abrió y lanzó un juramento al verla tendida. La levantó y cargó con ella hasta
el salón, tendiéndola en el sofá.
Dolly, el
ama de llaves, ajustándose la bata, miró al mayordomo.
—¿Qué
ocurre? ¿Quién viene a estas horas? —preguntó.
—Esta niña
estaba desvanecida en el jardín. ¿Estará herida? —le dijo él apartándose.
—¡Dios
Santo, Jack! ¿Qué habrá pasado? —exclamó ella al ver a la pequeña.
—No tengo la
menor idea. Debo informar al señor —dijo él.
Dolly se
sentó junto a Josephine. Tocó su rostro. Estaba helado y sucio por el barro.
Mick Slater,
visiblemente molesto por haber sido sacado de la cama donde apenas se había
introducido una hora antes, entró en el salón. Se acercó a Josephine. Al ver
que estaba casi fría como el mármol y que tenía el pie herido, ordenó que la
sumergieran en un baño caliente.
Así lo
hicieron y la pequeña comenzó a reaccionar. Dolly la lavó y como en la casa no
había ropa de niña, le puso una camisa vieja del señor, acostándola en la
habitación de invitados.
Slater la
miró estupefacto. El baño había limpiado la mugre que le cubría la cara.
Aquella chiquilla era preciosa. Su cabello ondulado tenía el mismo color que las
castañas y su piel sonrosada, con alguna
peca estratégicamente colocada en sus mejillas, le daba el aspecto de una
muñeca de porcelana. Y se preguntó porqué esa niña estaba deambulando a esas
horas por ciudad.
—¿La
conocéis? —preguntó a los dos sirvientes.
Los criados
negaron con la cabeza.
Josephine
abrió los ojos. Asustada miró a su alrededor y vio a tres desconocidos que la
miraban con curiosidad. Intentó levantarse, pero gimió al sentir el dolor en el
pie.
—Quieta. No
puedes levantarte —le pidió Dolly.
—¿Dónde
estoy? ¿Qué ha pasado? —preguntó sin apenas voz, contemplando al hombre de
cabellos ondulados y negros como el azabache, que se ajustaba el cinturón del
batín. Era muy alto y su rostro aguileño denotaba contrariedad. Una expresión
que la puso en alerta. No sería fácil de convencerlo que debía ayudarla.
—En mí casa.
Soy Mick Slater. ¿Qué te ha ocurrido? —dijo él mirándola con sus ojos oscuros.
Ella no
respondió. No podía contarles a unos desconocidos los planes malvados de su
tío. Debía buscar una explicación que fuera creíble y que evitara su tragedia.
—¿Cómo te
llamas? —quiso saber él.
—Josephine…
Smith —dijo ocultando su verdadero apellido.
—Bien,
señorita Smith. ¿No quieres explicarme qué ha pasado? No es corriente que una
niña tan pequeña deambule a estas horas por la calle. ¿Verdad?
—Me perdí.
Slater alzó
una ceja.
—¿De veras? ¿Y
adónde ibas en camisón? ¿Acaso eres sonámbula?
—Yo...
—Vamos,
niña. No me gusta que alguien me mienta y más si le he salvado la vida. Dime la
verdad —le exigió él borrando la sonrisa del rostro.
Ella tragó
saliva. Ese hombre parecía todo un caballero. No obstante, su expresión dura y
ojos gélidos le confirmaron sus sospechas, que no sería fácil de engañar. Así
que, optó por contar parte de la verdad, con la confianza que su insensibilidad
se derritiera.
—Querían
matarme —musitó con un estremecimiento.
—¿Matarte?
¿Quién? —inquirió Dolly incapaz de
imaginar a alguien queriendo deshacerse de una muñequita como ella. Llenó una
taza de leche y se la ofreció.
—No sé —repuso
Josephine arropando la taza con las manos para sentir su calor.
—¿Qué no
sabes? ¡No digas sandeces! Estás engañándonos —dijo Slater con mirada hosca.
—¡Es verdad,
señor! —exclamó ella al borde del llanto.
—¿Por qué
razón? Los ladrones saben que los chiquillos no poseen dinero y dudo que un
loco la tomara precisamente contigo. No me vengas con cuentos, niña.
Josephine
volvió a quedar en silencio.
Slater
inhaló con fuerza. Sus ojos azabaches se clavaron en los suyos con un brillo de
impaciencia.
—Quiero la
verdad. Ahora mismo.
Ella tembló.
Slater, que le había parecido amable, se manifestaba ahora ante ella como un
hombre duro e intransigente dispuesto a descubrir lo ocurrido. Estaba segura
que no cesaría hasta conseguirlo. Por lo que, decidió hablar, pero inventando
una historia razonable.
—Me he
fugado del orfanato. Mis padres murieron hace un año y quedé sin familiares.
¡Ese lugar era horrible! ¡Nos trataban como a animales! ¡Moriré si me hacéis
regresar! —dijo comenzando a llorar.
—¡Pobrecita!
—se apiadó Dolly.
Slater
asintió con seriedad. Sabía como eran esos hospicios. Un verdadero infierno
como Josephine había dicho. No era extraño que decidiera largarse.
—Comprendo.
De todos modos, aquí no puedes quedarte —sentenció.
—Señor,
podríamos ayudarla. ‑sugirió la doncella.
—¡Ni lo sueñes!
No es de nuestra incumbencia. Tiene que irse —dijo su amo. Seguidamente se
levantó y con parsimonia se sirvió una copa de brandy.
—Pasará un calvario
en ese sitio. Hasta los dieciséis años tendrá que permanecer allí y no tiene
más de diez. ¿Verdad?
No lo era. Josephine
acababa de cumplir trece años. Pero, por supuesto, no desmintió la suposición
del ama de llaves. Cuando más niña, más pena, pensó. Terminó la leche y le
entregó la taza a Dolly dedicándole una sonrisa dulce.
—Exacto —dijo
al fin.
—Olvídalo, Dolly.
En esta casa no hay lugar para niños. No los soporto. A parte de que, no
estamos obligados, ni tenemos tiempo para ejercer de hermanitas de la caridad.
Soy un hombre muy ocupado ‑insistió Slater.,
—Señor, no
tendríais que atenderla. Podría quedarse a vuestro servicio —propuso el ama de
llaves.
—¿Haciendo
qué? —inquirió él mirando a la niña. Se había fijado en sus manos. Tersas y sin
una callosidad. Algo extraño si tenía en cuenta que era una huérfana sometida a
la explotación.
—Ayudándome,
señor. Ya me hago vieja y mis huesos crujen. Necesito a alguien. La casa es
grande y…
—No.
—Por favor —le
suplicó Josephine clavándole sus ojos verdes.
La verdad
era que no le gustaba tener que devolver a esa criatura a un lugar tan sórdido,
pero no tenía otra opción. En su vida no había cabida para niños ni para nadie.
—Os juro que
trabajé con ahínco, señor. Haré lo que sea con tal de no volver a ese lugar. Os
lo suplico, no me enviéis a una muerte segura —dijo la chiquilla con énfasis.
—¿Y si te
buscan? No quiero problemas —dudó él.
—¿Buscarme?
¿Para qué? Solo soy un estorbo y una boca menos que alimentar.
—El estado
es duro con los fugitivos. Deben dar ejemplo, niña. No dudes que lo harán. Y no
quiero ser partícipe de una fechoría. Además, tengo un prestigio que no pienso
perder. No puedes quedarte. No se hable más —dijo él sin la menor sensibilidad.
—¡No podéis
hacer esto! —explotó ella golpeando la cama con los puños.
—Puedo y lo
haré. Mañana mismo la sacáis de aquí. ¿Comprendido? —decidió Slater mirando a
la ama de llaves con gesto que no admitía más discusiones.
—Sí, señor —dijo
Dolly visiblemente afligida.
Slater apuró
la copa. Dio media vuelta y salió de la habitación. Había zanjado el asunto
como correspondía.
—Me matarán —musitó
Josephine.
Dolly le
acarició el cabello con ternura. Era una pena que tuviera que irse a ese lugar
horrendo, donde los niños eran tratados como meros animales, sin importar los
sentimientos que poseían. Pero ella no era dueña de la casa y debía acatar las
órdenes de su amo.
—No seas tan
dramática, preciosa.
Josephine no
podía permitir que la echasen. Y Dolly, al igual que otras doncellas en el
pasado, no sería inmune a sus encantos. Por lo que, decidió jugárselo todo a
una sola carta y relatarle su tormento, haciéndole ver que su inestimable ayuda
serviría para salvaguardar a toda una dama.
—Vos parecéis
una buena mujer y presiento que puedo confiaros mi secreto. Sé que si os cuento
la verdad, me ayudareis, pues, es evidente que poséis un corazón muy grande —le susurró mirándola
con afección, dibujando una media sonrisa.
Dolly,
intrigada, se sentó junto a ella.
—Claro que
puedes confiar, cielo. Nunca te lastimaría —dijo el ama de llaves tomándole las
manos.
—Mi apellido
no es Smith, es Harrington...
—¿Harrington?
¿Eres familia de los condes? —la interrumpió Dolly parpadeando perpleja.
—Soy su hija.
Mí tío Malcom se hizo cargo de mí cuando mis padres murieron en ese terrible
accidente. Ahora está arruinado y esta noche, escuché que tenían intención de
envenenarme para quedarse con la herencia. Y decidí escapar. Como veis, no tuve
ni tiempo para vestirme. Me lastimé el pie en la huida y no pude llegar a casa
del Coronel Parker. ¿Comprendéis porqué no puedo salir de aquí? Si regreso, mañana no amaneceré viva…
Dolly permaneció
durante unos segundos callada. Le parecía inverosímil la historia, pero también
la del orfanato. Josephine no parecía una niña pobre y su porte, sus gestos, su
vocabulario excelente, denotaban una buena educación. Claro que, también podía
haber aprendido modales sirviendo en una casa aristocrática, como ella había
hecho. ¿Y si era una ladronzuela y por eso huía?
—Conozco a
muchas doncellas que adquieren modos de gran dama.
—Estoy
contando la verdad, señora. Podéis ver mis iniciales en el camisón. ¡Oh! ¡Tenéis
que ayudarme! Llevadme mañana a casa del coronel. Él me conoce —le suplicó Josephine.
—Debería
contarle esto al señor —dijo Dolly, removiéndose inquieta. Una cosa era
arriesgarse a auxiliar a una jovencita sin pasado y otra muy distinta esconder
a toda una duquesa. Podían acusarla de obstaculizar la ley y terminar en la
cárcel.
—¡No! Si lo explicáis,
él tendrá que devolverme a mí tío y acabaré muerta —jadeó Josephine.
Dolly sonrió
infundiéndole confianza.
—Ahora las
cosas son distintas, pequeña. El señor te ayudará. No permitirá que ese
desgraciado te ponga un dedo encima.
—Es mí tutor
legal y nadie me creerá —dijo Josephine volviendo a llorar.
Dolly la
estudió detenidamente. Sus gestos, su porte, el modo de hablar, no
correspondían a una niña tan pequeña.
—¿Cuántos
años tienes en realidad?
—Trece. Lo
que ocurre es que siempre he estado delicada de salud y aparento menos edad.
Aún así, soy demasiado joven para morir. ¿No os parece? Os suplico que me
amparéis.
—¡Por Dios!
Deja de pensar en eso. Haremos una cosa. Te esconderé hasta que el pie cure un
poco y después te llevaré casa de ese
coronel. Pero el señor no debe enterarse. Permanecerás escondida en mí
habitación y sin hacer el menor ruido. ¿De acuerdo? —decidió Dolly convencida
de que la pequeña había dicho la verdad.
—¡Gracias! Os
aseguro que estaré callada como una tumba. Nadie se dará cuenta de que estoy en
la casa —exclamó Josephine abrazándola con efusión.
—Eso espero
o el señor se enfurecerá.
—Supongo. No
me ha parecido un hombre nada amable ni caritativo. Es como si careciera de
corazón —dijo Josephine haciendo un mohín de repulsión.
—Es
estricto, pero correcto y amable. Siempre y cuando no se le contradiga. Así,
que recuerda que jamás debe enterarse que te he protegido o conseguirás que los
años que he pasado en esta casa no sirvan de nada y me echará como a un perro,
y a ti te devolverá con tu tío.
—Juro que no
haré nada que os perjudique, Dolly —aseguró Josephine.
CAPITULO 2
Josephine
llevaba escondida tres días y ya estaba harta de permanecer en la habitación;
así que, con la ausencia de Dolly y del dueño de la casa, que había partido de
viaje, decidió ir a la biblioteca y escoger un libro.
Aún sabiendo
que no había peligro, bajó con precaución la escalinata. Pero al llegar al piso
de abajo comprobó que no estaba sola. En lugar de volver a esconderse, la
curiosidad la venció y se acercó al salón. Miró por la puerta entreabierta.
Slater había regresado repentinamente y estaba hablando con otro hombre. Los
dos parecían nerviosos.
Slater
golpeó la mesa con el puño.
—¿Cómo
pueden pensar algo tan indigno? ¡Por Cristo! —bramó con el rostro contraído por
la ira.
—Pues lo
creen, Mick. Ese hijo de perra actuó mientras estabas navegando. Y el capitán
Walpole es un testigo muy fiable. Si él afirma que el corsario que destruyó su
barco eras tú, no existe la menor duda.
—¿Cómo
demonios puede afirmar algo tan tajante si no me conoce?
—Por eso
mismo tampoco puede negarlo. La única verdad es que están dispuestos a
detenerte. Los informadores han dicho que el puerto está vigilado por si
intentas huir. Imagino que dentro de nada vendrán a esta casa. Tenemos suerte
de que te han visto partir esta mañana y creen que no has regresado.
—¡Maldita
sea, Sam! ¿Y quién es ese cabrón que suplanta mí identidad? ¿Y por qué razón?
—Nadie lo
sabe.
—Pues
deberemos encontrarlo. No estoy dispuesto a que todos estos años al servicio
del país acaben con deshonor. ¡No consentiré que nadie suplante al Corsario
Slater! —exclamó cerrando el cajón de un manotazo.
—¿Y cómo?
Slater
sacudió la cabeza con impotencia.
—No lo sé.
Pero juro que nadie hará creer a la reina Isabel que Slater ataca a barcos de
su propia nación. ¡Es demencial! ¿Cómo pueden imaginar tamaño desatino?
¡Siempre he sido leal! Hablaré con la reina. Ella tiene total confianza en mí.
—Por el
momento, deberás olvidar eso. La han convencido que has cometido traición para
tu propio beneficio.
—¿Para mi
beneficio? ¡Por Satanás! ¡Ya soy inmensamente rico! ‑bramó Slater.
—La ambición
no tiene medida, ya lo sabes.
-Iré a ver a
Isabel ahora mismo ‑decidió Slater.
-Está lejos
de Londres. Y la orden ya ha sido dada.
El corsario
dio una patada a la mesa.
-¡Esto es de
locos! ¡No me iré sin demostrarle mi inocencia! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Nadie
arrastrará mi nombre por el fango!
-Por el amor
de Dios, serénate. Gritando no solucionarás el problema. Ya tengo preparada la
huida. Tenemos documentos falsos. Serás Grant. Saldrás de Londres acompañado
con tu hijo...
—¿Un hijo?
¡Os habéis vuelto locos! —rechazó el corsario haciendo revolotear la mano.
—Tenemos que
parecer distintos. Hombres normales. Nos ayudará el pequeño de Homs. Yo iré
como marino del barco. Por supuesto, no el tuyo. Está requisado. He comprado
pasajes en un bergantín de mercancías que admiten pasajeros.
Slater lanzó
un resoplido. Su amigo tenía razón. Si no salvaba el pellejo, no podría
demostrar jamás que era un servidor leal a su majestad la reina.
—Está bien.
—Cogeremos
la nave que sale dentro de una hora hacia Marruecos. Lo lamento, pero es lo
único que encontré. Tenemos que irnos ya.
—De acuerdo.
Salgamos —decidió Slater.
—No podemos.
El niño aún no ha llegado.
—Nos iremos
sin él.
—Es
imprescindible. Figura en la documentación y ya debería estar aquí. ¡Sapos
apestosos! Homs nunca aprenderá a ser responsable —se quejó Sam.
—¡Maldición!
¡Mataré a ese bastardo si por su culpa me atrapan! —siseó Slater mirando el
reloj de arena.
Josephine
estaba pasmada con el descubrimiento de que el estricto Slater era el famoso
corsario del que tanto había oído hablar. ¡Jesús! Con razón le pareció un
hombre insensible, se dijo sin poder apartar la mirada de su figura alta,
imaginándoselo en cubierta blandiendo la espada, apresando a piratas españoles
y robándoles sus riquezas.
—Iré a mirar
abajo —decidió Sam.
Josephine
intentó esconderse. No tuvo tiempo. El marino la empujó dentro de la sala y
exclamó:
—¡Demonios!
¿Quién eres tú?
Slater miró a Josephine. Su rostro adquirió un rictus de crispación.
—¿Por qué
sigues aquí? Te ordené que te largaras. ¡Dolly, baja ahora mismo! —bramó
avanzando hacia ella. La tomó del brazo y la zarandeó.
—No... Está,
señor —farfullo Josephine.
—Mick. Estaba
escuchando. Lo dirá todo. ¿Qué hacemos con ella? —dijo Sam mirándola con
fiereza.
—No diré
nada. ¡De verdad! ¡Lo prometo! —jadeó la niña.
—¿Y por qué
he de confiar en una mentirosa? — inquirió Slater sin soltarla.
Sam sacudió
la cabeza con inquietud. Con pasos apresurados se encaminó hacia la ventana y
apartó la cortina atisbando con nerviosismo.
—Esto se
está complicando demasiado. Tenemos a una espía y el niño que no llega. Y es
vital para el plan. No podemos irnos sin él.
El rostro de
Slater se iluminó con una sonrisa maléfica al concebir una gran idea. ¿Por qué
no? Era una solución. Soltó a Josephine y acercándose al escritorio sacó unas
tijeras.
—Ella nos
servirá —dijo avanzando de nuevo hacia la pequeña.
Los ojos de Josephine
se abrieron como platos al entender que iban a asesinarla a sangre fría.
—¿Qué haréis?
No, por favor. No me matéis. No os delataré. Lo juro, ¡Dejadme vivir! —gimoteó temblando como una hoja.
—Tranquila,
preciosa. Soy un temible corsario, pero no un asesino; aunque cortaré tu lindo
cabello. Tráela, Sam.
Su amigo la
agarró por la cintura y cargó con ella. Josephine se revolvió. Fue inútil.
Slater acercó una silla e indicó a Sam que la sentara.
—¿Qué
piensas hacer? —preguntó Sam, sin comprender sus intenciones.
—En
situaciones límites, hay que ser ingeniosos. Si Joel no viene, ella pasará por
un chico. ¿No te parece un plan genial?
Sam soltó
una risotada. Slater era un tipo rápido en tomar decisiones, por ello era el
mejor corsario de la reina Isabel. Un héroe nacional.
—Buena idea,
muchacho ‑dijo sujetando a Josephine.
El corsario
acercó las tijeras al los rizos castaños de la chiquilla. Por un instante pensó
que era un crimen romper esa belleza; sin embargo, apartó la duda y cortó con
determinación.
—¡No! —gritó
Josephine al sentir el primer tijeretazo.
Slater no
tuvo piedad y cuando hubo terminado, el precioso cabello había menguado hasta
poco más arriba de los hombros.
—No llores,
mocosa. Esto es mejor que entregarte a las autoridades. ¿No crees? Querías
huir, pues lo harás. Y bien lejos. Además, esto tiene remedio. En unos meses
volverá a ser precioso.
—¡Os odio! —gritó
ella mirándolo con rencor.
—Me importa
un rábano, niña. Trae un traje.
Sam abrió la
maleta.
—Eso no —jadeó
ella.
Slater, una
vez más, no la escuchó y sin miramiento le quitó la camisa y la vistió él mismo
con las ropas de chico.
—¡Perfecto!
Un niño un poco enfermizo, por ello nadie se dará cuenta que es una cría.
Podemos irnos —dijo mirándola satisfecho.
—¡No iré a
ninguna parte con vos! —se negó ella en un gesto inconsciente de valentía.
Slater la
fulminó con la mirada.
—Harás lo
que yo diga a partir de ahora y como se te ocurra abrir la boca un solo
instante para delatarnos, te juro que te mato sin contemplaciones. Y no es una
simple amenaza. Es tú vida o la mía. Y es comprensible que la mía tiene mucho
más valor. ¿Comprendes, preciosa?
Ella asintió
sobrecogida. Le creía muy capaz. Ese hombre no tenía sentimientos ni piedad
hacia nadie. Sus ataques a barcos enemigos se contaban por cientos y muy pocos
los supervivientes. Por eso era el corsario más famoso de la nación y también
uno de los hombres más deseados; incluso, se contaba que, la reina gustaba
mucho de su compañía. Y no lo entendía. Era desagradable y poseía un corazón de
hielo. Estaba convencida que jamás albergó ningún sentimiento de amor hacia
nadie, ni hacia su familia. Y ni tan
siquiera era atractivo.
—Deja de
mirarme, niña y ponte el abrigo. Veamos si has aprendido la lección. ¿Cómo te
llamas hijo? —dijo Slater con ironía.
—Josephine.
Así me llamo y así continuaré ‑gruñó ella mostrando altivez.
Slater la
asió del brazo y apretó con fuerza.
—¿Cómo te
llamas?
—Joel Grant —musitó
ella ahogando un gemido.
—Bien, Joel.
Ven con papá —rió Slater.
Salieron. Un
carruaje los estaba aguardado. Subieron y los caballos se pusieron en marcha al
instante. Josephine lo contempló con ojos encendidos.
—Deja de
mirar, niña.
—Lo siento.
No puedo recrearme en el paisaje, puesto que viajo forzada —dijo ella.
—No me
provoques —siseó él.
—Sigue su
consejo, pequeña. Slater es comprensivo, pero hasta cierto punto. Será mejor
que sigas cada una de sus indicaciones. ¿De acuerdo? ‑le dijo Sam con tono
conciliador.
—No podéis
matarme. Os soy necesaria —replicó Josephine esbozando una sonrisa triunfal.
Slater la
miró sorprendido. Aquella chiquilla era valiente, pero insensata.
—Solo hasta
que lleguemos a Marruecos. No lo olvides —dijo él. Y al igual que la
secuestrada, sonrió con perversidad.
Ella
empalideció al comprender el significado.
—¿Qué haréis
conmigo? ¿Me abandonaréis en África? —farfulló.
—Aún no lo
he decidido. Tengo otras cosas más importantes que meditar. No tengo porque
preocuparme de tú destino. No eres de mí incumbencia, mocosa. Además, mí vida
es prioritaria. Los demás me son indiferentes.
El corazón
de Josephine se encogió. Por extraño que pareciese, prefería continuar con ese
desalmado a tener que quedarse sola en un país lleno de criminales y hombres
que secuestraban a niñas y mujeres para encerrarlas en un harén.
—Os prometo
que no molestaré —aseguró ella.
—Ya lo has
hecho. Ahora cierra el pico —dijo él con hastío.
Josephine
dejó de hablar. No quería irritarlo aún más. Más adelante lo intentaría de
nuevo. Slater era un hombre cruel, pero caería rendido a sus encantos, como
todos los que la habían rodeado.
—¿Por qué
sonríes, muchacha? ¿Eres boba? ¡Jesús! Nunca di con nadie tan mentecato —inquirió
él, desconcertado.
—¡Oh! ¡Por
nada, señor!
—Si estás
maquinando algo, olvídalo. No te saldrá bien.
Su sonrisa
se borró al instante. Estaba claro que él era distinto. En realidad nunca había
conocido a nadie tan calculador y despiadado, a excepción de su tío Malcom, claro.
Recordó la
última fiesta que hicieron sus padres. Todo el mundo lo consideraba un héroe.
Él solo había derrotado a más de cincuenta navíos enemigos. Las damas
suspiraban por conocerlo. Decían que era apuesto, elegante y muy apasionado.
Ahora ella lo había conocido y lo consideraba un bruto, sin el menor sentido
del honor y para nada atractivo. Era viejo, al menos para ella lo era un hombre
de veintitantos y distaba mucho de esa delicadeza que los caballeros nobles
poseían. Su piel estaba bronceada por el sol y los ojos profundamente negros
endurecían su rostro aguileño.
—Ya hemos
llegado —anunció Sam.
Slater
presionó con la mano el brazo de Josephine.
—Ahora,
calladita. Si preguntan, habla con monosílabos. ¿Comprendido?
Ella asintió
acobardada. Estaba a punto de abandonar Inglaterra, su hogar. Sin poderlo
evitarlo, se echó a llorar.
—¿Qué pasa
ahora? Deja de gimotear —se exasperó Slater.
Ella no
pudo.
—¡Maldita
sea! —exclamó él. Y exasperado, la abofeteó.
Josephine
reaccionó al instante y se frotó la mejilla.
—Mucho
mejor. Espero que no vuelva a ocurrir. No me gusta pegar a los niños —dijo él
abriendo la puerta. La tomó de la cintura y la obligó a bajar.
—Nos veremos
en el barco —dijo Sam saliendo por el otro lado.
Slater no
pudo evitar que su corazón saltara al ver su barco custodiado por decenas de
soldados. Y se juró que algún día lo recuperaría, al igual que su honor
mancillado por las mentiras. Con un hondo suspiro, comenzó a caminar hacia el galeón
que los llevaría lejos de Inglaterra. Los soldados les pidieron que se
acercaran. Por suerte, aquella noche reinaba una niebla espesa en el río y era
dificultoso precisar con exactitud las facciones.
Josephine no
pudo evitar admirar el barco. Era enorme, con tres velas extendidas. Decenas de
marineros iban de un extremo a otro con celeridad preparando la partida.
—Soy David
Grant y este es mí hijo Joel —dijo Slater entregando los documentos sonriendo
con despreocupación.
El soldado
les miró atención. Parecían legales. Después estudió sus rostros.
—No se os
parece —dijo el soldado mirando a Josephine.
—Salió a su
madre. Una gran belleza. Murió hace tres meses —repuso Slater adquiriendo un
gesto de aflicción.
—Lo lamento,
señor Grant —dijo el soldado devolviéndole los documentos.
—¿Qué
ocurre? Veo que hay movimiento. ¿Contrabandistas?
—Buscamos a
un asesino.
-Más bien un
traidor ‑siseó el otro soldado.
—Mal asunto.
En ese caso, no os distraigo más. Seguid y dad con él. Los ciudadanos decentes
necesitamos que el orden y la ley nos amparen.
—Buen viaje,
señor —se despidió el soldado.
Las
esperanzas de que el soldado reconociese a Slater se esfumaron y con el
estómago encogido, Josephine, comenzó a subir la pasarela, mirando hacia atrás.
Hacia una tierra que tal vez nunca volvería a ver.
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