sábado, 27 de noviembre de 2010

UNA ESPOSA SALVAJE



    Sebastian Collins obtuvó do Riqueza en Los Bajos Fondos de Boston. Aparentemente lo Todo Tiene. Pero nadie SABE Que oculta Pasado un. Este regresa al recibir Una carta. La sed de venganza estafa oleada Fuerza Más y párr logar do Objetivo Necesita una Esposa. Pero no CUALQUIERA Una. Tiene salvaje Ser Que he aquí TODO Más Alejado un Una dama. De Este Modo, logrará do Objetivo. Lo Que No Es SABE aviones SUS Que No saldran Como Esperó. Esa mujer PROVOCA Un Nuevo sentimiento y desconocido párrafo Sebastian. Un sentimiento Que esta dispuesto a toda costa un Corazón arrancar de su.  

CAPITULO 1


Sebastian Collins, con tan solo treinta años, había conseguido lo que muchos no lograban en toda una vida. Era dueño de un hotel, dos almacenes y regentaba la casa de juegos más famosa de la ciudad. Aunque esa fama no era precisamente por su buena reputación. La Pica de Corazones se trataba de un local donde el dinero, el alcohol y las mujeres corrían en total libertad, algo inaceptable para la buena sociedad de Boston. Pero a él no le importaba lo más mínimo. Toda su vida, desde el mismo instante que nació, caminó por el escándalo. Quisieron aplastarle, pero él se enfrento a cada uno de sus enemigos haciéndoles tragar su maldito orgullo. Y ahora, muchos de estos, eran sus mejores clientes.
Mientras sus ojos verdes barrían el local, dibujó una sonrisa de orgullo al recordar los primeros tiempos que llegó a esas tierras. Con quince años dejó Inglaterra y se enroló en un barco donde se ganó el precio del pasaje trabajando en las peores condiciones, sin apenas descanso ni alimento. A pesar de ello, la esperanza lo hizo resistir. Llegó a Boston albergando grandes sueños. Allí era un desconocido sin pasado; solamente existía el presente y el futuro. Un futuro que imaginó lleno de grandezas.
No fue así. La ciudad estaba llena de gente en sus mismas circunstancias, sin un trabajo, ni casa ni dinero, y los únicos empleos que se les ofrecía eran tan miserables como los que dejaron en Inglaterra. Y él no estaba dispuesto a volver atrás. Había recorrido miles de millas para conseguir que todo cambiara. Aunque, al principio, no tuvo más remedio que aceptar labores infrahumanas. Horas y horas descargando mercancías en el puerto que le dejaban las espalda molida y todo por un sueldo tan miserable que no le alcanzaba ni para pagar una asquerosa habitación.
Tras un año, comenzó a creer que se había equivocado, que Las Colonias eran igual que el viejo continente que había dejado. No había oportunidad para los olvidados. Aún así, su espíritu rebelde y testarudo no se amedrentó. Si ellos no estaban dispuestos a darle una salida, la encontraría a cualquier precio.
No tardó mucho en llegar. Inglaterra, ahogada monetariamente por la guerra mantenida unos años atrás contra los franceses, en 1767 aprobó tres leyes que gravaban el derecho a la importación del té, papel, vidrio, plomo y otros artículos que las colonias compraban en el continente. Los habitantes soportaron años de expoliaciones, hasta que, el dieciséis de diciembre de 1773, hartos de lo que consideraban un gran abuso, disfrazados de indios mohawk asaltaron los navíos cargados de té y lo arrojaron al mar. Ello provocó la clausura del puerto de Boston y colocaba a Massachusetts bajo la ley directa de Inglaterra. Los víveres y mercancías comenzaron a escasear. Allí fue donde Bastian entró en acción. Sin el menor escrúpulo, pues el hambre, el dormir al raso en callejones oscuros y húmedos mataba cualquier síntoma de culpabilidad, decidió sisar parte de la escasa mercancía. Eran pequeñas cantidades, pero lo suficiente para obtener algo de dinero en el mercado negro. Los ricos, a pesar de la contienda que había estallado entre las colonias e Inglaterra, no querían renunciar a los placeres que estaban acostumbrados. Pero continuó durmiendo en la calle. Las ganancias serían empleadas en el juego. Siempre fue muy hábil con las cartas y no tendría impedimento para que le dejaran entrar en los locales ávidos de clientes.
No le fue nada mal. Pudo alquilar un piso y alimentarse como un ser humano. Los años que siguieron, las ganancias fueron aumentando y al finalizar la guerra, tenía suficiente capital para invertir en un buen negocio. Y la oportunidad llegó cuando el dueño de la casa de juegos cayó preso de una grave enfermedad. Sebastian le propuso llevar el garito y el hombre aceptó.
Lo primero que hizo fue hacer algunos cambios. En realidad, transformó todo el negocio. Quería hacer de La Pica de Corazones un lugar menos sórdido, apartar a los ladrones, asesinos y miserables. Comenzó por adecentarlo. Reparó los desperfectos, cubrió las paredes con pintura de tonos claros, quemó todos los muebles y los suplió por sillas y divanes elegantes. Los tres cuartos de arriba los transformó en habitaciones cómodas y discretas, para que las prostitutas, meticulosamente elegidas, alegraran la vida de los clientes. Y una vez satisfecho con el resultado, se sentó a pensar como demonios atraería a esa parte tan indecorosa de la ciudad a buenos clientes.
El problema, en esta ocasión, le vino solucionado a través de Kitty, una joven prostituta a la que solía frecuentar, que por un golpe de suerte abandonó el puerto para instalarse en un precioso apartamento como amante de un rico negociante, respetado y defensor de la honorabilidad de la buena sociedad de Boston. Ella se encargó de difundir las excelencias a su amante y por supuesto, a los otros que la compartían con el cornudo.
En menos de dos meses, La Pica de Corazones, era el local más afamado entre la elite masculina de la ciudad y él, el nuevo dueño al morir su socio. Nobles llegados de Inglaterra, jueces, políticos, todos ellos acudían en busca de los placeres que Sebastian les vendía, aunque sabía perfectamente que su respeto solo era motivado por la educación. En el fondo, continuaban despreciándolo. Y a pesar de que, se decía una y otra vez que ya no le importaba, no era cierto. En el fondo de su alma continuaba sintiendo esa herida que escocía su orgullo.
Como venganza adquirió el hotel más prestigioso de la ciudad. El único donde esos estirados ricachones se atrevían a pernoctar. Después, varios almacenes con productos tan exclusivos, que se veían forzados a aceptar sus servicios. Era una pequeña victoria. Algún día, esperaba conseguir el triunfo total.   
Sus ojos verdes se entrecerraron al ver al tipo que cruzaba la puerta. Era la primera vez que acudía a su local. Efectuó un leve movimiento de cabeza y Chad, su ayudante, acudió presto hacia el recién llegado desplegando la amabilidad característica que allí se ofrecía. Pero el semblante de Chad le indicaba que no se trataba de un simple parroquiano.
Sebastian lo estudió detenidamente. No tenía pinta de jugador, ni tampoco de mujeriego o borracho. Tampoco porte de noble, ni tan siquiera de burgués, su estilo era usado por abogados o funcionarios. Con los políticos de la ciudad no tenía problema alguno, la mayoría de ellos acudía frecuentemente al local. En cuanto a litigios, ninguno. Entonces. ¿A qué habría venido ese hombre? Las dudas pronto se disiparían.
-Bastian. Ese tipo ha venido de Inglaterra para hablar contigo. Es abogado. ¿Qué le digo?
-¿De Inglaterra, dices? –inquirió Sebastian mesándose la barbilla. No alcanzaba a comprender que diablos querría de él. Nada le ligaba a su vieja vida y no tenía la menor intención de perder el tiempo hablando de una tierra que deseaba olvidar. De todos modos, la curiosidad pudo más. Aplastó el cigarro en el cenicero de plata y levantándose, dijo: Llévalo a mi despacho.
Si figura alta, a pesar de la corpulencia, se encaminó hacia el despacho con pasos elegantes, como si a pesar de la inquina que sentía hacia esos nobles le hubiera sido imposible no contagiarse. Viéndolo enfundado en ese traje de seda verde y botas impecablemente brillantes, muchos jurarían que lo único que conoció en la vida fueron los salones elegantes y las sábanas de puro lino.
Una vez dentro, se acomodó tras la mesa y aguardó al misterioso visitante, que apareció en apenas unos minutos.
-Mi nombre es Preston Alyster –dijo el letrado tendiéndole la mano. Sebastian se la estrechó. Le indicó que tomara asiento y llenó dos copas de oporto, ofreciéndole una. El tipo la rechazó. Sebastian dio un sorbo a la suya y dijo:
-Por favor, me gustaría saber el motivo de su visita. Con franqueza, me tiene usted muy intrigado.
Alyster hombre de escasa estatura, delgado como una vara y con un rostro aguileño poco acostumbrado a sonreír, carraspeó y apoyó la espalda en la silla, mientras aferraba entre las manos una cartera de piel marrón.
-Hace cinco años recibí el encargo de encontrar a un hombre. Mis investigaciones, finalmente, me han traído hasta aquí –le explicó.
-Antes de continuar, debo advertirle que jamás doy información de mis clientes. La Pica de Corazones es un lugar del todo discreto y seguro para la reputación de los caballeros.  
-Ninguno de ellos es mi objetivo; a no ser que no sea usted Sebastian Collins.
Él encaró las cejas mirándolo con interrogación.
-¿Qué quiere de mi? ¿Tal vez alguien me ha demandado? Aunque, pensándolo bien, no lo creo.  Chad me dijo que venía usted de Inglaterra y ningún lazo me une ya a la vieja tierra –dijo Sebastian encendiendo un cigarro. Ofreció la caja abierta a Alyster, pero éste volvió a rechazar sus atenciones. Collins dedujo que se consideraba tan profesional que su deber era permanecer inmune a cualquier tipo de placer que pudiese ser tomado como un soborno.
-Temo que está usted en un error, señor. Aún queda alguien en Cornualles que se ha tomado muchas molestias para que le encuentre.
El rostro de Sebastian se tornó una máscara. En ningún instante mostró el volcán que rugía amenazando un estallido de cólera. Por el contrario, con voz calmada y profunda, preguntó:
-¿El viejo James? ¿Y qué quiere de mí?
Alyster levantó los hombros, al tiempo que abría la cartera.
-Me pidió que, cuando lo encontrase, le entregara esto –dijo dándole un sobre.
Sebastian le indicó apoyando la yema del dedo sobre la mesa que lo dejara ahí.
-¿Nada más? –quiso saber.
-Eso es todo. Aunque, mi misión no ha terminado. Espera que cuando lea la carta, me de una respuesta. Aguardaré hasta la próxima salida del barco hacia Londres. Me hospedo en el hotel Greenpark –respondió el abogado. Se levantó y le tendió la mano. Bastian se la estrechó.    
-Buena elección, señor Alyster. Me ocuparé personalmente que sea atendido con trato preferente. Buenas noches.
En cuanto cruzó la puerta, los ojos verdes permanecieron clavados en el sobre. ¿Qué querría ese hijo de perra? ¿Por qué después de tantos años de ignorancia había gastado su precioso dinero en contratar a un investigador? No llegaba a vislumbrar los motivos. De todos modos, tampoco deseaba conocerlos. Cogió el sobre y tras mirarlo durante unos segundos, lo tiró sobre la mesa.
CAPITULO 2


A las dos de la madrugada ya habían hecho el balance del día. Como siempre que llegaba un barco, las ganancias fueron extraordinarias. Sebastian cerró la caja fuerte y dando un sonoro suspiro, se sirvió la última copa de la noche y se apoltronó en la silla. La música, las risas  y gritos habían cesado; solo quedaba el silencio. Era el momento que más disfrutaba.
Saboreó el coñac para su deleite privado importado desde Francia, reparando de nuevo en la carta. Debía romperla. Era el pasado y el pasado había muerto. A pesar de ello, no podía evitar la curiosidad. Y como siempre, cuando algo lo inquietaba, era incapaz de olvidar el asunto. Era un hombre práctico y perder el tiempo en especulaciones era algo inútil y además, lo sacaba de quicio. No quería ir a la cama con esa desazón. Por lo que, rasgó el precinto y comenzó a leer.
Cuando terminó, el nervio de la mejilla derecha se tensó. Sin duda, el viejo se había vuelto loco. ¿Cómo demonios pretendía que aceptara su propuesta después de lo que hizo? ¿Tan desesperado se encontraba? Era evidente o su orgullo jamás le hubiese permitido rebajarse a pedirle ayuda. Por supuesto, se dijo, no pensaba hacerlo. Y aunque tuviese la tentación, cosa del todo improbable, su propuesta era descabellada y tan perversa como fue su comportamiento en el pasado.
-¡Maldito viejo! –masculló rompiendo la carta en pedazos. Apuró la copa y salió del despacho. Chad estaba terminando de colocar todo en su sitio. Fue una suerte tomarlo bajo su protección. El muchacho, al igual que él, dejó su añorada Irlanda y llegó a Boston esperando que su deplorable vida mejorara y no fue así. Lo encontró revolviendo la basura, como a muchos otros, junto al La Pica de Corazones, pero en esta ocasión vio algo distinto en él. Tal vez fueron sus ojos grises, que a pesar de encontrarse vencido, ellos se negaban a aceptarlo. Poseía esa rabia, ese empeño que él siempre tuvo y decidió darle una oportunidad. No se equivocó. Chad resultó ser inteligente, incansable y su más fiel servidor, e incluso, podría afirmar, que a pesar de los años que los separaban, su mejor amigo. En realidad, se dijo, su único amigo, pues nunca pudo confiar en nadie más. Su estilo de vida no se lo permitía. Había demasiada gente que deseaba su caída.
-Ha sido una gran velada. Apenas cabía un alma más –le dijo el chico dedicándole una gran sonrisa.     
-Sí –se limitó a decir Sebastian.
Chad, que lo conocía muy bien, se dio cuenta que algo no andaba bien.
-¿Algún problema? ¿Es por ese tipo escuálido?
-Nada que no pueda solucionar. Recuerda que mañana debes acudir al puerto para revisar la mercancía. Cuida que esté todo.  Ramón Montesinos es un tramposo. Buenas noches.
Cruzó la puerta. Subió al carruaje que ya lo aguardaba y partió hacia el hotel, sin poder dejar de pensar en esa endemoniada carta. ¡Maldito hijo de Satanás! Los años no habían menguado el arte de sus maquinaciones y estaba convencido caería en la trampa. Razón no le faltaba. El premio por su colaboración era suculento y muy tentador. En realidad, le estaba ofreciendo todo aquello que siempre ambicionó; todo aquello que alimentó sus sueños de venganza. Ahora podría resarcirse y gozar como un niño ante las caras estupefactas de todos aquellos que siempre lo despreciaron. Pero el precio a pagar era muy alto y no estaba dispuesto a perder la libertad de la que ahora gozaba, por mucho que viera cumplida su revancha.         
Sumido en este conflicto, apenas se percató al entrar en el hotel de que los empleados lo saludaban. Subió la gran escalinata de mármol hasta llegar al último piso donde se encontraba su apartamento. Era un lugar inmenso, decorado con un gusto exquisito. Sebastian siempre sintió predilección por las cosas elegantes y sobretodo caras. Tal vez a causa de las carencias a las que se vio obligado a causa de ese mal nacido.
Con gesto rabioso se quitó la chaqueta y la tiró sobre el diván sin miramiento alguno. Terminó de desnudarse y fue al baño. La bañera, como siempre, estaba a punto. Se sumergió en el agua y cerró los ojos intentando apartar de la mente ese maldito problema. Fue imposible. No dejaba de decirse que el pasado había quedado olvidado. Pero era evidente que aún le revolvía las tripas.  Y era a causa de no haber podido llevar a cabo su represalia. Porque, conseguir todo lo que ahora poseía, nunca lo resarció. ¿De qué servía ser rico y ver como los que le repudiaron acudían a sus negocios? Esos prohombres de Boston ignoraban como fue su vida hasta que llegó. La verdadera venganza debía realizarse en Inglaterra. Pero la proposición dejaba de lado al hombre que más odiaba. Si incluyera su humillación no dudaría ni un instante en someterse a ella. Pero no. Él continuaría ganando y jamás le daría esa satisfacción. ¡Jamás!
Con esa determinación se acostó.
Al amanecer se despertó y fue incapaz de volver a conciliar el sueño. Abandonó la cama y fue hacia la ventana. Las calles estaban silenciosas, apenas unos cuantos obreros o sirvientes transitaban por ellas. Y pensó que había sido muy afortunado o ahora él estaría caminando hacia un trabajo que se asemejaba a la esclavitud.
De nuevo el recuerdo de la carta regresó. Si pudiera encontrar un modo de hacerle el mismo daño que de él recibió haría lo imposible por encontrar cuanto antes los requisitos que exigía. Pero no se le ocurría nada. Y en el caso que encontrase la solución, ¿de dónde demonios iba a sacar una mujer con un hijo? Un sombrero, un buen traje se podía encargar, pero una familia no se encontraba en los almacenes y menos, la adecuada que se exigía entre la buena sociedad inglesa. En Boston había algunas viudas carentes de dinero que no dudarían en aceptar una proposición semejante, pero su respetabilidad las obligaría a rechazarlo. Aunque, siempre quedaba la opción de buscar en otra parte. Al fin y al cabo, bien podría imaginar que un hombre como él no se habría casado con una aristócrata o rica burguesa. Pero por lo visto ese detalle era para él lo de menos. Conociéndolo, podría asegurar que no daría a conocer su decisión hasta que los descarriados estuvieran previamente educados y totalmente preparados para enfrentarse al duro examen de la alta sociedad. Claro que, él también pondría sus condiciones. Y cedería si no quería que sus planes, al parecer desesperados, no se esfumaran.     
Esbozó una sonrisa triunfal al imaginar la impresión que causarían en los salones elegantes, donde los modales y la hipocresía eran las máximas virtudes. Aunque, no hasta el extremo de aceptar como a los suyos a unos salvajes que se habían enfrentado al gran Imperio Británico y que encima, les venció. Ninguno de los que consideraba sus amigos volverían a invitarlo ni a tener trato alguno. Lo que con tanta frialdad planeó para obtener su propio beneficio se volvería en su contra. ¡OH! ¡Que gran venganza! 
Pero… ¿Qué estaba diciendo? ¿Acaso se había vuelto loco? Ya no era un niño. Era un hombre adulto, sensato, frío y calculador. Y lo más razonable era olvidar todo ese endemoniado asunto.
Tras afeitarse y vestirse impecablemente, como siempre, llamó a la doncella para que sirviera el desayuno.
La criada, una mujer espigada con una panza demasiado prominente, de unos cincuenta años, de rostro anguloso y expresión rígida, le dedicó una amplia sonrisa, que suavizó sus rasgos.
-Buenos días, señor.
-Buenos días, Doris.
-¿Ha descansado bien? Hoy le he preparado huevos revueltos, bacón, unos riñones, jamón, mermelada de arándanos y pan tostado. Ya sé que es mucho, pero uno nunca sabe cuando volverá a pasar hambre. Incluso los ricos tuvieron carencias durante la terrible guerra. Claro que, el pueblo llano pasó una gran hambruna. Aún recuerdo cuando Aiyana llegó ante mí pidiendo trabajo. ¡Pobrecilla! Viuda a los veinte años y con un crío de un mes. Los dos presentaban un aspecto lamentable. Apenas podían sostenerse a causa de la delgadez. Pero ahora, están como una rosa gracias a su generosidad.
-¿Mi generosidad? No conozco a ninguna Aiyana –dijo Sebastian aplastando la yema del huevo.
-Bueno, en realidad no. Pero le hablé de ella. ¿No lo recuerda? Le dije que como era medio india nadie la empleaba y usted me autorizó para aceptarla. Trabaja en la lavandería y por cierto, con ahínco. No he conocido a una joven tan laboriosa y responsable. Fue un gesto muy caritativo por su parte; como siempre señor. Por lo menos, ahora, puede alimentar a su pequeño.
-No todos tienen la misma opinión, Doris. Más bien me consideran un delincuente. ¡Un peligro para la buena sociedad! –dijo él en tono de chanza.
-¡Que más quisieran esos estirados tener a alguien como usted en sus salones! No he visto gente más sosa y antipática. Usted les alegraría la vida. ¡Sí señor!   
Alegrársela puede que no, pero convulsionar sus anodinas existencias, lo más probable, pensó Sebastian. Y, ¿por qué no? Podía aceptar, presentarse ante ellos con una esposa que avergonzara a ese desaprensivo y después, conseguidos sus fines, le daría una buena suma a su esposa tras el divorcio y regresaría a Boston.
Sí. Era una idea sublime. Solamente debería aguantar una temporada y la venganza estaría cumplida. ¿Qué más podía desear?
Con ánimo renovado, decidió ponerse de inmediato a buscar a una viuda o a una madre soltera. El estado le era indiferente. Aunque, eso le llevaría tiempo y el próximo barco que partía hacia Inglaterra lo haría en cinco días. No podría escoger demasiado. De todos modos, como fuera ella no era importante. No tenía la menor intención de consumar dicho matrimonio. Esa mujer sería un mero instrumento.   
-¿Algo más, patrón? –dijo Doris.
Él, taciturno, no respondió. La doncella comenzó a encaminarse hacia la salida, cuando de repente, la voz potente de Sebastian la detuvo.
-¡Espera!
-¿Señor?
-Imagino que esa Aiyana no nadará en la abundancia. Supongo que no le vendría mal un dinero extra.
El rostro de la mujer se tensó. Sus ojos castaños le lanzaron una mirada de reprobación.
-Aunque pobre y mestiza, le aseguro que es una muchacha muy decente. Jamás accedió a… ya me entiende. Por ello acabó en la miseria. Y eso que con su belleza hubiera sacado mucho partido. No, señor. No le interesará.
Sebastian dibujó una sonrisa conciliadora. Un gesto que siempre le surgía efecto en circunstancias donde la duda se instalaba.
-No tengo la menor intención de pervertirla, mujer. Se trata de un negocio… No me mires así. Es un trabajo que ella puede ejecutar a la perfección y te aseguro que nada amoral, y que puede reportarle una cantidad sustanciosa. ¿Acaso no confías en mí?
Durante todos estos años que llevaba a su servicio le había demostrado que, a pesar de su arrogancia y frialdad, Collins era el hombre más íntegro que conocía. Nunca incumplió su palabra, ni menospreció a ninguno de sus empleados. Por el contrario. El salario que recibían era el doble que en cualquier lugar y si alguien le exponía un problema, procuraba ayudarlo. Sí. Bastian Collins era el mejor amo que una podía tener y sus empleados lo sabían, por ello el eran fieles hasta la muerte.
-Del todo, patrón –dijo con firmeza.    
-Entonces, dile que suba. Es por su bien.
Doris bajó al sótano preguntándose que podría querer el amo de una muchacha como Aiyana. Llevarla a su cama había quedado claro que no era el motivo. Además, sería del todo ilógico, pues admitió no recordarla. Por supuesto, se abstendría de preguntar. Ella era una mujer discreta. Aunque, su curiosidad femenina se dijo que intentaría averiguarlo.
Cuando llegó a la lavandería, los vapores y el calor eran casi insoportables. Pero Aiyana aporreaba con empeño la sábana.
Aiyana sabía que no estaba muy sucia. Los clientes del hotel eran refinados y cuidadosos, no como la gente que vivía en su barrio. Allí la limpieza no existía. Calles embarradas, basura en cualquier rincón, orines lanzados desde las ventanas. Nadie podía imaginar cuanto añoraba los bosques, aquella cabaña donde creció libre y feliz. Pero eso pertenecía al pasado y jamás podría recuperarlo. Ahora debía conformarse con esa miserable habitación. Sin embargo, no perdía la esperanza de que algún día la situación mejorara.
-Aiyana. El amo quiere verte.
Ella ladeó el rostro y miró a Doris con semblante atemorizado.
-¿Acaso no hago bien el trabajo? Dile que… que mejoraré. Por favor, dile que… no me despida –gimió.
Doris le tomó el mentón y sonrió.
-No pequeña. Nadie quiere despedirte. El patrón desea que lo ayudes en un negocio. Nada indecente, lo ha dejado claro.  Y cuando él lo dice, así es. Anda. Deja de temblar, criatura. Lávate un poco y te llevaré ante él.
Aiyana, temblando como una hoja, intento recomponer su aspecto lo mejor que pudo y una vez lista, subieron al último piso.
Cuando la puerta se abrió, Aiyana se encontró ante Sebastian. A pesar de llevar meses trabajando en su hotel apenas lo había visto y siempre en la distancia. Ahora le parecía un gigante. Su rostro de facciones delicadas apenas indicaba la edad que tenía. Solamente esos ojos verdes tan fríos como los lagos de las montañas eran testigos de que la inocencia había quedado atrás.
Sebastian también la estudió. Estaba ante una muchacha de aspecto frágil. Menuda y sin apenas formas. Su rostro podría decirse que era agradable. No así sus ojos que eran, sencillamente sublimes. Su color azul nítido resaltaba de un modo espectacular en su rostro bronceado. Aún así, no era el tipo de mujer que le gustaba. Él las prefería de formas redondeadas y turgentes, de piel sonrosada y cabellos de oro. A pesar de ello, era la mujer perfecta para sus fines. Tímida, apocada y simple.             
-Doris, aguarda afuera. Por favor, muchacha, ven –dijo indicándole a Aiyana que entrara en el despacho.
Ella miró la estancia. Jamás había visto nada parecido. Era inmensa. Los muebles y adornos eran exquisitos. Pero no fue lo que más la impactó. Fueron los ventanales que dejaban entrar los rayos de sol irradiando una claridad aumentada por las paredes pintadas con tonos pasteles y sobre todo, la limpieza. ¡Era tan distinto a su cuartucho! Estaba situado en un callejón húmedo y estrecho donde el aire era irrespirable. Allí todo era oscuro y sucio, y los mejores compañeros las ratas o cucarachas.      
Sebastian se aclaró la garganta para sacarla del ensimismamiento. Se sentó tras la mesa y la invitó a sentarse enfrente.
-Bien. Imagino que Doris ya te habrá dicho que quiero que me ayudes en un asunto. Te aseguro que no se trata de nada ilegal ni vejatorio para ti. Todo lo contrario. Si llegamos a un acuerdo, tú futuro estará garantizado. Podrás vivir sin pasar penalidades junto a tu hijo el resto de tus días. ¿Qué dices?
Ella pensó que era una proposición muy tentadora. No por ella, si no por su hijo. Nadie podía imaginar lo que sufría por su pequeño. El invierno pasado fue realmente duro. La humedad y alimentación precaria lo hicieron caer enfermo y estuvo a punto de morir. ¿Por qué dudaba entonces? ¿Acaso no merecía la pena hacer lo que fuera necesario para conseguir que su hijo tuviese una vida mejor? El amo le aseguró que era un negocio limpio y a pesar de no conocerlo, siempre escuchó que Bastian Collins era un hombre de palabra. Sin embargo, dijo:
-¿Qué debería hacer?
-Algo muy sencillo: casarte conmigo.
Ella sacudió la cabeza creyendo que no había escuchado bien. Sin duda, las dos últimas noches en las que apenas pegó ojo a causa de su pequeño la tenían atontada.
-Has escuchado bien. Sí. Ya sé que así, de sopetón, pedirle a una mujer que se case con uno es inusual. Sobre todo si se lo propone a una desconocida. Pero te necesito para mis planes. ¿Te interesa? –respondió Sebastian llenándose una copa de güisqui. Al ver que ella parpadeó perpleja, le preguntó: ¿Entiendes lo que digo, muchacha?
-Comprendo. Mi madre era inglesa. Pero…
-Si tú duda es la que imagino, te comunico que no tengo la menor intención de consumar el matrimonio y en cuanto consiga mi meta, te concederé el divorcio y podrás vivir como una reina. ¿Acaso no te parece un trato del todo justo? Vamos, muchacha, soy un hombre muy ocupado y no puedo perder tiempo. Necesito saber inmediatamente si te interesa o me busco a otra –le dijo él empleando un tono seco.
Aiyana se frotó las manos pensando con celeridad. ¿Qué podía perder con casarse con el patrón? ¿Una vida miserable? ¿Un cuartucho inmundo? ¿Deslomarse lavando decenas y decenas de sábanas por un sueldo que apenas le alcanzaba para llegar al final de la semana? No había nada que pensar. Nada.
-Acepto –dijo. Después dio un largo suspiro y dejó que su cuerpo se relajara.
-¡Estupendo! –exclamó Sebastian muy satisfecho. La primera fase estaba en marcha. Terminó la copa y alzándose, gritó: ¡Doris!
La doncella acudió rauda.
-Quiero que seas testigo de este acuerdo –dijo extrayendo unos documentos. Tomó una pluma y comenzó a escribir, siendo observado con gran curiosidad por las mujeres. Cuando dio por terminado el contrato, dijo: Aiyana. Lee y si estás de acuerdo, firmas.
-No se leer, patrón –dijo ella avergonzada.
Sebastian sonrió. Un detalle más a favor de la muchacha.
-No tiene importancia. Doris, hazlo tú, por favor –le pidió dándole los papeles.
Ella leyó en voz alta. El contrato era simple. Los dos acordaban casarse meramente por un asunto comercial, sin relación alguna en el sentido íntimo y mantener el matrimonio hasta que el negocio quedara zanjado. Tras ello, pedirían el divorcio y ella se llevaría la no despreciable cantidad de veinticinco mil coronas.
Al término de la lectura, Doris miró a su amo pasmada. Pero se abstuvo de hacer cualquier comentario. Si decidía casarse con esa infeliz, tendría motivos poderosos. Bastian Collins nunca hacía nada al azar. Todos sus movimientos eran calculados para obtener un gran beneficio. 
-¿Te parece bien? –preguntó Sebastian apoyando los codos sobre la mesa. Cruzó las manos bajo la barbilla y aguardó intentando que no notara su ansiedad. Era vital que aceptara. No encontraría a nadie mejor para llevar a cabo su venganza.   
Aiyana aseveró. ¿Quién no estaría conforme? La cantidad por tan fácil trabajo era desorbitada. Así que, puso una cruz en señal de conformidad.     
-¡Magnífico! Doris. Chad y tú acompañad a la señora…
-Peters –musitó Aiyana.
-A la señora Peters a su casa. Recoged al niño y absteneros de lo demás. Me encargaré personalmente de todo lo necesario. Después, los acomodáis en la habitación de invitados. Y sin perder un minuto. El tiempo apremia. ¡Vamos!  –dijo sintiéndose realmente exultante.






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