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Giancarlo decidió abandonar su casa para conseguir
el sueño que desde niño había albergado: Ser un gran pintor.
Por supuesto, su padre se enfureció. No entendía las
ansias de su hijo por convertirse en un artista. Estaba convencido que solo
eran sueños. Una meta que jamás alcanzaría. Y así se lo dijo. Jamás le
permitiría ir a Florencia.
Sin embargo, Giancarlo no se rendía. Aún podía
sentir la conmoción que le embargó al ver el lienzo que el padre Giordano trajo
al regresar de uno de sus viajes a Florencia. Jamás su mente infantil pudo
imaginar que alguien fuese capaz de plasmar tanta belleza, tanto sentimiento en
un cuadro. Y en ese instante, deseó ser pintor; un artista tan excepcional como
Botticelli.
El padre Giordano se entusiasmó con el fervor que el
chico mostró y comenzó a educarlo en el arte de la pintura. Durante años, el
joven aprendiz aprendió como crear los colores, como mezclarlos y a preparar el
lienzo. Y cuando supo lo básico, su maestro le permitió pincelar las imágenes
que rondaban por su cabeza.
Giancarlo se reveló como un pintor hábil, perfecto
en sus trazos. Y su maestro sentenció que había nacido con un gran don y que
tarde o temprano, terminaría por imponerse su verdadera vocación.
Y se impuso.
La oportunidad de escapar de la cárcel que le había
impuesto su padre llegó con la compañía de actores que les deleitó la velada
con una obra cómica. Giancarlo, determinado a no morir sin intentar cumplir su
sueño, desertó de su hogar y se unió a ellos emprendiendo el camino hacia su soñada
Florencia.
Mientras se acercaba a su destino, Giancarlo se
convirtió en uno más de la compañía. Pero el aprecio y respeto de sus nuevos
camaradas no se lo ganó por su buen hacer de cómico, sino por su maestría en
los fogones.
Durante el día, la caravana recorría los caminos en
busca de un nuevo lugar para la representación y al caer la tarde, al entrar en
un pueblo, se anunciaban con gran algarabía; siendo recibidos con complacencia,
pues nadie rechazaba la diversión.
Giancarlo, aunque ya llevaba varias semanas con
ellos, no podía dejar de admirar cada representación. A pesar de ser
considerado un arte menor, a él le parecía una cometido realmente difícil. Era
un acto mágico, donde la fantasía podía convertirse, a los ojos del espectador,
en algo real y palpable. Pero, a pesar
de ello, el público no era generoso. Apenas recaudaban para poder pagar la
comida del día siguiente. Sin embargo, el desaliento nunca llegó a ellos. Eran
felices viviendo, cada atardecer, la vida de otros, observando con orgullo el
rostro atento de los espectadores.
Giancarlo también se sentía radiante. Sobretodo,
cuando tras dos meses de deambular, estaban acercándose a Florencia.
La compañía, ante su incomprensión, desistió de
representar la obra en la ciudad. Por lo visto, no era una buena plaza. Los
florentinos se decantaban por funciones más selectas e intelectuales,
despreciando todo aquello que tan solo reportara diversión.
Giancarlo, apenado, decidió abandonar a sus amigos y
se encaminó hacia Florencia.
Cuando divisó su silueta, no pudo evitar que su
corazón latiese excitado. Por fin se encontraba en la mítica ciudad. Florencia
ya existía en tiempo de los romanos. Fue Julio César quién asentó un campamento
para sus soldados en la Vía Cassia en el fértil valle del Arno. Fue en el año
59 antes de Cristo. Pronto se convirtió
en una importante urbe comercial, convirtiéndola el emperador Diocleciano en
capital de la provincia de Tuscia. A comienzos del siglo cuarto Florencia se
vio envuelta en turbulentas guerras. Ya conquistada por Carlomagno en el 774,
entró a formar parte del ducado de Toscana. Siglos después, Florencia era ya
una de las ciudades más poderosas de Europa, con su propia moneda de oro, el
florín. En el siglo XIV estaba gobernada por la familia Albizzi, grandes
rivales de los Médici. Pero en 1434, Cosimo de Medici, banquero del Papa, se
alzó con el poder, iniciando así una época de gran esplendor. Ahora era Lorenzo
quién dirigía la capital y bajo su mandato, el arte en toda su pureza,
estallaba por doquier.
Inspirando con fuerza, se adentró por las primeras
calles, recreándose en lo que acontecía a su alrededor. Las damas iban
ataviadas con vestidos de seda, adornadas con joyas exquisitas y los hombres,
que caminaban presurosos enfundados en trajes elegantes, se entrecruzaban con
vagabundos y vendedores.
El corazón le estallaba de gozo. Había alcanzado el
punto de partida hacia su anhelo. Pero antes de iniciar su nueva vida, deambuló
por las calles mirando cada rincón con la curiosidad de los niños. Frente al
Duomo comprendió la grandeza que los hombres querían demostrar de Dios, con su
campanario de ochenta y un metros, y cuatrocientos catorce peldaños; y en los
palacios de la Piazza
del Cestello, el poder de los hombres.
Durante horas caminó deteniéndose ante las
innumerables iglesias y casas señoriales. Visitó el Gonfalone de San Frediano,
donde se encontraba el gremio de la lana. Se detuvo ante el portón. Sus puertas
estaban tachonadas de anillos de hierro y con el lirio, emblema de la ciudad.
Sus ojos no dejaban de conmoverse, dejándose perder
en el laberinto de callejones de Oltrarno extasiándose ante los artesanos. Se
sintió como el águila que acaba de abandonar el nido. Sus alas revestidas con
plumas de ignorancia planearon por las calles de su nuevo hogar llegando hasta
el río Arno. El puente Vecchio lo cruzaba con majestuosidad. Sus pórticos
albergaban a los curtidores y carniceros, pues el agua facilitaba el desecho de
los residuos. Después, terminó en la plaza della Signora y se detuvo mirando perplejo
el estallido de arte, del mismo modo que los ojos de piedra del ángel que
presidía una esquina. Poetas, músicos y pintores mostraban sus trabajos a los
transeúntes, frente al palacio comunal, destinado al gobierno de la ciudad
donde se albergaba la sede de los Priores de las Artes. El palacio Vecchio, en
la plaza de la Señoría, era un edificio imponente de forma paralelipeda, con
ventanas germinadas con arcos trilobulados, alamedas y caminos de ronda. Se
inició en el año 1299, incorporando la torre de Foraboschi, terminándolo quince
años después.
Al llegar a la Via di Camaldoli, el aroma de la tripa que hervía
en grandes calderos le recordó que no había probado alimento desde el amanecer.
Compró una ración y en cuanto estuvo saciado, siguió descubriendo
Florencia.
Frente a las murallas de Viale Petrarca estaban los
conductores de caballos de alquiler y se lamentó de no poder invertir unas
monedas para sus pies cansados. De todos modos, el entusiasmo le hizo continuar
hasta Via dell’Orto. Sus casas humildes albergaban a tejedores, a cardadores
del paño y los talleres de pintura.
Las puertas crujiendo bajo la tiranía de las llaves
le advirtieron que la jornada laboral había dado a su fin.
Observó a los muchachos que abandonaban las escuelas
de pintura y pensó que muy pronto formaría parte de ellos. Con esa esperanza y
realmente agotado, decidió buscar una pensión.
Indudablemente, el arte y la modernidad podían
respirarse en cada rincón de Florencia. No así en la miserable pensión cercana
a los talleres donde se acomodó. Aunque, no le importó. Había decidido tomar
las riendas de su destino y la comodidad del trayecto era lo de menos. Ya
llegaría el día en que pudiese tener su propia casa.
Pero a los pocos días, la bolsa repleta de sueños
fue vaciándose. Ninguna escuela a la que se presentó comprendió su trabajo; así
que terminó en la plaza della Signora, junto a otros soñadores aguardando el
milagro de ser descubiertos por uno de los grandes, mientras sobrevivía
haciendo retratos a los viandantes que demandaban su habilidad. Sin embargo, el
dinero obtenido no alcanzaba para pagar la pensión ni el sustento, por lo que
no tuvo más remedio que buscar un empleo.
La única destreza que poseía Giancarlo, a parte del
arte de la pintura, era la cocina. Siempre la comparó con la creación de un
cuadro. Había que combinar los sabores, buscar la estética que atrajera a la
vista y paciencia para alcanzar la perfección.
Tras ser rechazado en cinco tabernas, no se dio por
vencido. Estaba dispuesto a conseguir ese maldito trabajo. Por lo que, en
cuanto llamó a la siguiente puerta, se introdujo en el local sin dar
oportunidad al hombre de aspecto robusto y facciones atractivas, que lucía una
margarita engarzada sobre la casaca, a que lo echara.
-¿Qué deseas? -peguntó éste con voz melodiosa
escrutándolo.
-Soy cocinero. Me han dicho que este es el mejor
local de la ciudad y quiero trabajar aquí -dijo Giancarlo mostrando una
seguridad muy lejos de poseer.
El hombre sonrió ampliamente. El chico era
precisamente lo que andaban buscando desde hacía días. Sus ruegos habían sido
escuchados y ahora la calma retornaría al restaurante. Siempre y cuando, el
joven bien parecido supiese cocinar.
-Ve a la cocina. Cruza el comedor y la encontrarás.
Allí te atenderá el maestro -le indicó con la mano.
Giancarlo miró el local. Su aspecto era lamentable.
Las mesas estaban ennegrecidas y las paredes gritaban que se las reparara con
una buena mano de pintura. Por un instante dudó. Era imposible que alguien
entrara ni tan siquiera para tomar un vaso de vino. Necesitaba un trabajo más
estable. Sin embargo, en aquellos momentos se sentía desesperado. Entró en la
cocina. La actividad era frenética. El chef, un hombre de considerable altura y
rostro adusto, visiblemente trastornado, lanzó un juramento cuando un extraño
artilugio se encasquilló; al mismo tiempo que con el puño golpeaba la mesa al
comprobar como el cocinero destrozaba el corazón de la alcachofa.
-¡Inepto! Pietro. ¿Cuántas veces he de explicar que
debes tratar el género con delicadeza?
¡Salvatore, ven aquí! -bramó.
Un muchacho de cabellos rojos como el fuego de
rostro pecoso y atractivo, que fácilmente podía confundirse con una chica, se
acercó a él con una gran sonrisa, mirando de reojo al cocinero con gesto
despectivo.
-Por favor, talla las zanahorias y muestra a este
patán como se hace. ¡Rápido! -le pidió el chef secándose el sudor que caía por
su amplia frente, mientras se apartaba el mechón que se bamboleaba hacia sus
ojos azules.
Salvatore aferró con la mano derecha el cuchillo y
con la otra el tubérculo estudiándolo con sus ojos verdes durante unos
segundos. Una vez decidido el diseño, comenzó a esculpir la zanahoria. Cortó
trozos, pulió, hasta que la forma de una columna dórica se mostró ante él.
-¿Lo ves, Pietro? No es tan difícil -rió henchido de
orgullo.
-¡Perfecto, muchacho! Junto a esto también queda muy
estético -exclamó el chef enroscando una anchoa alrededor de un brote de col.
Pietro dio un giro brusco y su cuerpo grasiento le
dio la espalda. Aferró una pequeña hacha y cortó el cuello del pollo, lanzando una
mirada de odio hacia Salvatore. No soportaba a ese pedante. Era el tipo más
arrogante y vil que había conocido. Jamás aceptaba un consejo, ni mucho menos
apreciar el trabajo de otro.
-¡Más cuidado, bruto! Esta ave está destinada a los
paladares exigentes. A ver si aprendes de Salvatore. Míralo. ¿Has visto alguna
vez a alguien tratar con tanto mimo a las viandas? Seguro que no. Es un
cocinero excelente -le espetó su jefe.
-¿Cocinero? Lo único que sabe hacer es moldear, pero
aún no lo he visto ante el fuego, mezclando sabores, especias. No tiene la
menor idea de cómo se hace un buen guiso -refunfuñó Pietro.
-Soy un artista. Mis manos no han sido creadas para
que se estropeen con la grasa del cerdo ni con el carbón. Y aquí pensamos
servir exquisiteces. No comida vulgar y corriente -protestó Salvatore con
petulancia.
Pietro, lazando la piel de una naranja a la caja de
los desperdicios, carcajeó estrepitosamente.
-El único arte lo tienes en el culo. Si no fuera
porque...
-¡Basta! No quiero discusiones en mí cocina.
¿Comprendido? Ahora, a trabajar. ¡Ya! -explotó el cocinero jefe metiendo la
masa de pasta en el raro artilugio. Hizo girar una manivela y ante los ojos
asombrados de Giancarlo, la masa apareció cortada en tiraras perfectas.
Pietro, en un arranque de enfado, se sacó el mandil
y lo tiró al suelo.
-Soy el cocinero más prestigioso de la ciudad y no
consentiré que se me insulte. ¡He cocinado para Lorenzo Medici! ¡Esto es un
ultraje! ¡No estaré ni un minuto más en esta cocina! ¡Me voy!
-No puedes. Es imposible que encuentre un sustituto
en tan pocas horas. ¡Abrimos dentro de tres semanas! Hicimos un trato. ¿Qué hay
de tú honor?
-¡Qué cinismo! Estoy harto de las vejaciones a las que estoy
sometido. No permitiré que un mísero muchachuelo se mofe de mi profesionalidad.
-En esta cocina no mereces otro trato. Aquí se crean
exquisiteces y no vulgaridades de las que tú sueles hacer –replicó Salvatore
mostrándole de nuevo su zanahoria.
-Algún día, alguien se hartará de tu arrogancia
–siseó Pierto con ojos encendidos.
-¿Tal vez tú? ¿Qué harás, matarme?
-Lo haría gustoso. Sí. Pero no merece la pena que me
cuelguen por ello.
-Vamos. No te pongas así. Cuando hay tensión, todos
decimos cosas que no deseamos. Si estás conmigo, es por tu buen hacer. Eres uno
de los más destacados que trajinan entre los fogones. Quédate -le dijo su jefe.
-En efecto. Tengo una reputación que mantener. Y no
quiero estar presente cuando el desastre estalle.
-¿Qué dices? Será todo un éxito y tú prestigio en la
taberna se incrementará.
-Leonardo, no comprendéis que vuestros esfuerzos son
inútiles. Este local será un ruina. Lo que la gente quiere encontrar en una
cantina es comida hasta hartarse y no una exposición de arte. ¿O no lo
comprobasteis tiempo atrás, cuando quemaron la otra taberna? Preveo el mismo
resultado.
Leonardo hizo un gesto de menosprecio con la mano.
Retiró la olla del fuego y probando el contenido, aseveró satisfecho.
-Un patán como tú no puede comprender. Estamos
inventando una nueva cocina. Arte para el estómago y el sentido de la vista.
-Lo que entiendo es que aquí sobro. ¡Que os den!
-respondió Pietro. Apartó a Giancarlo, que asistía perplejo a la acalorada
discusión y cruzando el comedor con el
rostro contraído por la indignación, abandonó la posada.
-Di algo, Sandro -le pidió el chef al hombre que
había abierto la puerta a Giancarlo.
Éste sacudió la cabeza con gesto de desaprobación,
mientras otro hombre que estaba desplegando un tapiz sonrió divertido.
-¿De nuevo hay que buscar a otro cocinero? Leonardo,
te dije que debías ser paciente. No todos comprenden tus ideas. ¿Qué haremos
ahora? Te advierto que no estoy dispuesto a recorrer la ciudad buscando un
sustituto. Tengo cosas más importantes que hacer. Por suerte, la fortuna nos ha
traído a este chico. Aquí tienes al suplente -dijo Sandro señalando a
Giancarlo.
El chef lo miró de arriba hacia abajo. Sus ojillos
almendrados y azules mostraron inseguridad. El chaval era demasiado joven.
Dudaba que alcanzara el nivel que exigía en su cocina. Además, su porte
denotaba poca iniciativa y escasez de elegancia.
-No se... Es casi un niño. ¿Crees que comprenderá lo
que quiero?
-Yo sí entiendo sus ideas, Sandro -dijo Salvatore
mostrándole a éste la patata que esculpió -. ¿Qué te parece? ¿No es genial?
-Tú si que lo eres. Un genio aún por descubrir.
Afortunadamente, yo ya lo he hecho -asintió Sandro mirándolo con admiración.
Nunca había tenido un aprendiz tan interesante. Salvatore no era precisamente
un genio. A pesar de ello, no era mal pintor. Si se aplicase más, podría vivir
perfectamente de su arte. Sin embargo, era de espíritu inquieto y solía
aburrirse con facilidad; por lo que esperaba que el interés que mantenían
juntos no terminara en mucho tiempo; pues sentía un gran afecto por él.
-Basta de elogios. Tenemos que experimentar el menú.
Aún falta por determinar como quedará la rebanada de nabo en forma de rana. Y
tú, Lorenzo, termina de una vez de tapar esa mancha con el lienzo. Esto ha de
quedar impecable -dijo Leonardo.
-¿Es necesario? Temo que los comensales no
apreciarán tanto esfuerzo. Su visión es distinta a la nuestra, a la de unos
artistas tan innovadores y porque no decirlo, tan geniales como nosotros -dijo
éste.
-Lorenzo, acabarán por adorar mi comida. Del mismo
modo que, lo han hecho con nuestro arte -aseguró Leonardo adentrándose de nuevo
en la cocina.
-Lo dudo. De todos modos, no vamos a quitarle la
diversión -dijo Sandro subiéndose a la
silla para colocar el lienzo en la pared.
-Yo sí que me divertiré mañana, cuando los clientes
lo maldigan por la escasez en los platos. Puede que vuelvan a prender la mecha
-rió Salvatore.
Sandro le lanzó una mirada de reprobación. A veces,
su sarcasmo, rebasaba el buen gusto, y ésta era una de esas ocasiones.
-Deberías guardar más respeto. Leonardo ha confiado
en ti para esta nueva etapa de su vida. Es un gran honor. ¿No te parece?
-Sabes que esto me importa bien poco. Si estoy aquí
es únicamente por ti. Y por gozar del favor de ese loco. Los fogones me la
traen floja, ya lo sabes. Mi prioridad es la pintura -contestó Salvatore con
tono desdeñoso.
-Y por supuesto, haces lo que sea por conseguir
fama. ¿Es por eso por lo que estás conmigo? Ten cuidado o perderás mi influencia -dijo Sandro en tono glacial.
El chico sonrió con autosuficiencia.
-¿Crees que me importa? Puedo encontrar a otro en
cuanto me lo proponga. No eres el único que desea mis favores. Muchos estarán
encantados de ser mi mentor.
El rostro de Sandro se encendió. No por la amenaza.
Su indignación no era otra cosa que orgullo herido. No soportaba que nadie lo
humillara en público.
-Si haces algo parecido, te hundo. No olvides que
gozo de la protección de los Medici. Una palabra mía y te destruyo.
¿Comprendido?
-Por favor, no discutáis -les pidió Lorenzo.
-¿Acaso he de soportar su amenaza, después de lo que
he hecho por él? ¡Es un desagradecido! -dijo Sandro respirando agitado.
Salvatore se acercó a él y apoyó la mano en su
hombro. Su rostro casi afeminado se tornó dulce.
-Todos estamos nerviosos por la inauguración y
decimos estupideces. Anda, cálmate.
Sandro se dejó caer en una silla.
-Supongo que tienes razón. Olvidémoslo.
-¡Eso! Ahora, pongámonos a trabajar. Puede que
Leonardo, en esta ocasión, que ya es toda una celebridad, tenga éxito con La Enseña de las Tres Ranas
-dijo Lorenzo.
-¿De veras lo creéis, maestro Credi? -dudó
Salvatore.
Credi ató con una cinta sus cabellos castaños y alzó
los hombros. Bajó de la silla y mirando como la pintura cubría perfectamente la
mancha, dijo:
-¿Por qué no? Los gustos cambian con el tiempo. Lo
que antes era digno de ser admirado, ahora se ha convertido en una vulgaridad,
y viceversa. El ser humano es tan impredecible como la dirección del viento.
-Los estómagos crujen siempre con el hambre y
Leonardo no los aplacará con esos platos extravagantes. La novedad no gustará.
Y veremos que dicen los clientes cuando vean el menú. ¡Señor! Solo a un loco se
le ocurre ofrecer dos mitades de pepinillo sobre una hoja de lechuga -dijo
Sandro levantándose.
-Entonces. ¿Por qué te has asociado con él? -le
preguntó Salvatore mordisqueando el dosel esculpido de la zanahoria.
-Por amistad. Claro que, eso es algo que tú no
puedes comprender. Has dejado bien claro que solo buscas mis favores -dijo
Sandro con tono lastimero.
-Por favor, no empecemos. ¿Me perdonas? -dijo
Salvatore acariciándole la mejilla con ternura.
Sandro se la apartó con brusquedad. Si pensaba que
con esa lisonjería olvidaría sus palabras hirientes, estaba muy equivocado. Le
haría pagar su afrenta con creces, haciéndole entender que no admitiría nunca
más que lo vejara en público.
-Vamos, Lorenzo. Mira como queda el lienzo. ¿Está
torcido? -dijo dándole la espalda a su protegido.
Sandro y Lorenzo se enfrascaron en la decoración y
Salvatore regresó a los fogones, mientras Giancarlo, estupefacto y con el
corazón latiéndole con fuerza, permaneció quieto. No podía ser cierto lo que
estaba sucediendo. ¡Se encontraba rodeado por los mejores artistas de
Florencia! Da Vinci, Lorenzo Credi, y su admirado Botticelli. Sin duda estaba
soñando y pronto despertaría.
De repente, Sandro recordó al joven que aguardaba.
-Chico. ¿Qué haces ahí parado? ¿No has venido a
trabajar? Pues, ve a la cocina -dijo Botticelli.
Giancarlo asintió aún con la respiración agitada.
Sintiendo como le temblaba todo el cuerpo, se acercó a los fogones.
Leonardo estaba observando como su ayudante
manipulaba la comida. Su mirada sagaz no perdía detalle.
-¡Estupendo! Salvatore, talla el nabo. Yo deshuesaré
la pezuña de esta oveja -dijo sonriendo ampliamente.
-Yo... ¿Qué hago? -musitó Giancarlo con voz
temblorosa.
Leonardo lo miró con aire interrogante.
-¿Y tú quién eres?
-El aspirante a cocinero.
-¡Ah, sí! ¿No eres muy joven? Da igual –decidió
alzando los hombros con desidia. Le señaló unas lechugas y dijo: Prepara una
ensalada. Pero nada vulgar. Quiero arte. ¿Entiendes? No. Temo que no. Hablo de arte. De una ensalada que asombre al
sentido de la vista. ¿Sabrás hacerlo? Supongo que no. ¡En fin! Inténtalo al
menos. Las cosas ya no pueden empeorar más.
Durante unos largos segundos, el muchacho miró la hortaliza. Pensó que, si
quería entrar en el selecto club de los más grandes debería mostrar un trabajo
original, digno de un artista. Imaginó en su mente el bosquejo, las formas y
colores. Cortó con precisión, dando estructura a la simple lechuga
convirtiéndola en un ramo floral, rematado con cerezas simulando los capullos
de rosa.
Leonardo clavó sus ojos inquisitivos en el plato.
Entrecerró los ojos y alzó el rostro para mirar al chico fijamente. El destino había sido generoso.
-¡Sencillamente genial, muchacho! Quedas contratado.
¡Eres un verdadero artista! -gritó dándole unas palmadas en la espalda.
Salvatore miró de soslayo al recién llegado. No se
alegraba en absoluto. Hasta ahora había sido el preferido del maestro y la
competencia no le placía. Pero, ya no importaba, pensó. Tenía otros planes más
elevados que dejarse la piel en una miserable cocina.
-No está mal. Debo irme -musitó quitándose el
mandil.
-Aún queda mucho por hacer -se quejó Leonardo.
Salvatore le lanzó una mirada helada.
-No trabajo para vos. Estoy ofreciendo ayuda a vuestro descabellado negocio porque
me lo ha pedido Sandro.
Giancarlo miró a Leonardo que respingó. Su rostro se
contrajo en un rictus de ira.
-¿Descabellado? ¡Mentecato! ¿Quién eres tú para
opinar de un genio como yo? No eres más que un muchacho con pequeñas aptitudes
que jamás llegará a nada. ¿Qué te has creído? ¿Qué Sandro te protege por tu
arte? ¡Ah! Todos sabemos el motivo. Y en cuanto se canse de tus favores, te
echará como a un perro. ¿Y que harás entonces? ¡Restregarte en el fango, que es
donde te encontró! -rugió lanzando la cuchara de palo contra la pared.
Salvatore no se alteró. Dobló con cuidado el
delantal y lo dejó sobre la mesa.
-Ya no os necesito. A ninguno de los dos -respondió
con gesto altivo.
Sandro, que al oír los gritos entró en la cocina, lo
escrutó con ojos desorbitados.
-¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco? ¡Sin mí
protección no serás nada! -clamó.
El chaval sonrió enigmáticamente.
-No os preocupéis. Tengo el futuro resuelto.
-¿Te has vendido a otro? -jadeó Botticelli.
Salvatore levantó los hombros con desidia. Dio media
vuelta y marchó de la cocina. No volvería jamás. Su proyecto lo convertiría en
un hombre nuevo y libre para hacer lo que le placiera.
Sandro miró estupefacto como cruzaba la puerta y
salía a la calle. No podía creer lo que estaba sucediendo. Su bello pupilo lo
había abandonado y sin previo aviso. No estaba preparado para asumir tamaño
drama.
-¿Me deja? -gimió.
Leonardo le rodeó el hombro con el brazo. Ladeó la
cabeza y dijo:
-No era tan especial, Sandro. Ni buen pintor. Es
mejor así. Solamente te traía quebraderos de cabeza y lo que es peor, te
distraía de tus quehaceres más importantes.
-El otro día lo vi con un hombre de aspecto regio.
Parecían charlar animadamente –replicó su amigo entrecerrando los ojos.
-Amigo, olvida a Salvatore. Ese chico no te
conviene. Es demasiado arrogante e insensible. Te ha demostrado que solo le
guiaba el interés. A partir de ahora podrás dedicar el tiempo a alguien con más
talento -dijo Leonardo quitando importancia a lo ocurrido. Después miro a
Giancarlo y dijo: Chico, el trabajo espera. Por supuesto, si deseas aceptarlo.
-Claro que sí. Necesito dinero. Pintar en la Plaza della Signora no me da
para nada -contestó Giancarlo.
Sandro lo escrutó con sus ojos negros.
-¿Eres pintor?
-Sí. Claro que, no sé si bueno -musitó Giancarlo
removiéndose inquieto.
-Por lo que he visto en la cocina, imagino que no
serás malo. ¿Lo ves, amigo? La vida es estupenda. Aquí tienes a tu nuevo
aprendiz -rió Leonardo dándole unas palmadas en la espalda a Sandro.
-Ya veremos. Primero he de ver lo que hace -gruñó
Sandro no muy convencido. Ahora lo único que le preocupaba era la marcha de su
aprendiz favorito. Debía pensar el modo de que regresara.
-Puedes hacerlo en cuanto terminemos aquí. ¡Vamos!
No debemos perder más tiempo. Todos a la cocina -ordenó Leonardo.
Concluido la labor, Sandro decidió acompañar a
Giancarlo a la pensión para ver sus trabajos. Necesitaba apartar, aunque fuera
por un rato, los pensamientos funestos que su joven pupilo le estaba causando.
La patrona, una mujer de carnes generosas y rostro
ajado, miró sorprendida a Botticelli.
-Es un honor para esta humilde casa recibirlo -dijo
efectuando unas exageradas reverencias.
Sandro hizo revolotear la mano con desinterés y
siguió a Giancarlo hasta la habitación, tapándose la nariz ante el espantoso
olor que surgía de todos los rincones de la miserable posada. No comprendía
como alguien podía hospedarse en tan infame lugar.
Nervioso, Giancarlo le enseñó sus creaciones. Tres
cuadros. Dos de tema religioso y un retrato, el de su madre.
Sandro los estudió largo
rato; mientras el aspirante a pintor, impaciente, se mordía las uñas Estaba
convencido que se burlaría. En este momento, ante esos ojos inquisitivos, su
obra le parecía una porquería.
-No está mal -dijo al fin
mostrando una sonrisa.
-¿De veras? –jadeó
Giancarlo, sorprendido por la aprobación del maestro.
-Falta perfección en los
colores, en detalles. Pero indudablemente, tienes estilo y personal. No haces
meras copias. Eso es interesante. ¿Quién te enseñó?
-Marco Giordano, el
sacerdote de mí pueblo.
-Ha sido un buen maestro.
Será un placer ser tu mentor -le comunicó.
-¡Oh, gracias! ¡No sabéis
cuán dichoso me hacéis! Sois muy amable, señor -exclamó Giancarlo reprimiendo
las ganas de abrazarlo.
-No lo soy. Si te acepto,
es porque creo que tienes posibilidades. Aunque, en este lugar pueden
volatilizarse. Ninguna alma sensible podría inspiraste en una pocilga. ¿Cómo
logras resistirlo? -dijo Botticelli tapando sus fosas nasales con el pañuelo.
-No puedo pagar nada más
decente, señor. Incluso, si no hubiese encontrado trabajo, en dos días estaría
durmiendo en la calle.
Botticelli sonrió
ampliamente.
-Deja de preocuparte.
Ahora estás bajo mi amparo. Recoge tus cosas. Tengo un cuarto en el taller
donde puedes hospedarte. Si no te importa compartirlo con Leonardo. ¿Te parece
buena solución? Lo lamento, pero no
tengo otra.
-Será un honor, señor
-contestó Giancarlo llenando la bolsa con sus escasas pertenencias. Recogió los
lienzos y caminó tras su mentor dispuesto a demostrar que sus sueños no eran
quimeras.
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