1
Viviane no dejaba de mirar el reloj. Apenas
quedaba media hora para que Elian llegase y la cena aún no estaba a punto. No
es que fuese demasiado complicada. Lo cierto era que no tenía mano para la
cocina. El mercado tampoco influía mucho. Habían pasado ya dos años desde el
fin de la guerra y muchos alimentos continuaban siendo escasos. Era difícil
practicar recetas sofisticadas. Y eso era precisamente lo que estaba haciendo
esa noche. Un plato especial. Tan especial como el aniversario de su boda.
Aún le parecía mentira que estuviese casada
con un hombre tan magnífico. Elian era médico. Aunque, por el momento, no
ejercía. Cosas de la maldita guerra.
El reloj marcó las siete.
Corrió hacia el horno. La tarta estaba
perfecta. Al menos en apariencia. La puso sobre la encimera y levantó la tapa
de la cacerola con cierto temor. Suspiró aliviada al ver que no se había
pegado. Habría sido una catástrofe. La ternera y las setas le habían costado
una pequeña fortuna. Apagó el fuego y preparó la ensalada.
Cinco minutos antes de que las campanas del
reloj diesen las siete y media, la mesa estaba a punto. Encendió las velas y
fue a la habitación para ponerse el vestido rojo que tanto le gustaba a su
marido. Se retocó el cabello y se aplicó carmín en los labios.
Su imagen reflejada le gustó. No como antes,
que jamás vio nada hermoso. Fue Elian quien la obligó a reconocer que poseía
belleza.
—No es espectacular, pero clásica. Ese tipo
de hermosura que trasciende a las modas. Y para mí, siempre serás la mujer más
maravillosa de la tierra.
Sonrió al recordar sus palabras, lo bien que
la hicieron sentir. En realidad, desde que se conocieron nunca más volvió a
deprimirse. Él conseguía levantarle el ánimo cuando los recuerdos la
atormentaban o por ese hijo que se empeñaba en no acudir a ese hogar lleno de
amor.
Sacudió la cabeza. No era momento de divagar.
En un minuto sonaría el timbre y ella iría a abrir. Él llegaría con un ramo de
flores y le daría un beso. Ella le mostraría el gran trabajo que hizo en la
cocina. Él alabaría su destreza, abriría la botella de Chardoné, que compró en
el mercado negro y brindarían por los dos años de amor.
Cuando pasaron quince minutos sin que el
timbre sonase, comenzó a ponerse nerviosa. No era habitual que se retrasase
tanto. Y si lo hacía, siempre llamaba por teléfono. Tal vez no funcionase, se
dijo. Se acercó al aparato y levantó el auricular. Funcionaba. Volvió a
sentarse ante la mesa y miró de nuevo el reloj. Las ocho.
Los nervios producidos por la excitación
comenzaron a transformarse en inquietud. Fue hacia la ventana. Miró
ansiosa la calle. Sólo había el hombre con el abrigo negro cuyo rostro se
ocultaba bajo el sombrero. Desde hacia varias semanas era habitual
su presencia. Pero no le provocaba temor. Simplemente se trataba de un
enamorado que acudía, puntual, a la cita con una joven que trabajaba en la droguería. Ella
salió. Se colgó de su brazo y se alejaron en la oscuridad.
El vacío le llenó el estómago de malos augurios. Imaginó
el cuerpo de su amado bajo las ruedas de un coche o tendido en una acera
víctima de un ataque de corazón. Esa vitalidad, esa fuerza, arrebatadas por la
muerte.
Apoyó la frente en el cristal
intentando contener las lágrimas. Se estaba comportando como una
estúpida. Existían cientos de motivos para el retraso de Elian. Una
urgencia hospitalaria complicada que le impedía llamar, el metro estropeado. Lo
cuál solía ocurrir debido a los constantes cortes de luz. Sí. Cientos de causas. Seguro
que cuando llegase la explicación sería del todo lógica.
Sin embargo, cuando sonaron las nueve
campanadas, el presentimiento más negro comenzó a tomar forma. No tuvo la menor
duda de que a Elian le había ocurrido algo horrible. Pero, ¿cómo saberlo? No
podía llamar a la policía. La tacharían de loca. Incluso se burlarían al
imaginar que ese retraso se debía a que sencillamente estaba divirtiéndose con
los amigos en el bar o con otra mujer. Pero ellos no sabían que Elian no era de
esos, que la amaba por encima de todas las cosas y que nunca pondría los
ojos en una mujer que no fuese ella. Se lo demostró día a día y su confianza
era inquebrantable.
Desesperada, salió de casa. Se
plantó ante el apartamento de al lado y aporreó la puerta. Una mujer de cabellos
rojos como el fuego abrió.
—Viviane. ¿Qué te ocurre? —preguntó al ver
los ojos llorosos de su vecina.
—Elian no ha llegado. Estoy muy
preocupada.
—Pasa.
—No, Chantal. No puedo. ¿Y si llaman?
—¿Quién va a llamar? Cielo, estás muy
alterada. Anda. Vamos a tú casa.
Al entrar, Chantal vio la mesa preparada e
imaginó el motivo. Y también entendió el nerviosismo de Viviane. Elian se
caracterizaba por su increíble puntualidad. Ser alemán comportaba eso. Nunca,
desde que vino a vivir al edificio, quebrantó esa norma. Algo imprevisto o
grave lo había retenido. Se abstuvo de dar su opinión. Entró en la cocina
para preparar café y dijo:
—Ya sabes como es trabajar en un
hospital. Los horarios no existen cuando hay algo excepcional. Puede que un
accidente masivo, un incendio… Mil cosas. No tendrá tiempo para darte aviso.
Deja de preocuparte.
—Imposible. Me corroe un mal presagio —jadeó
su amiga.
Chantal le entregó la taza de té. Viviane la
mantuvo entre sus manos mirando hacia el infinito. En sus ojos podía percibirse
el tormento que estaba pasando. No quería ni pensar en cómo reaccionaría
si sus temores se hiciesen realidad. Nunca conoció a una pareja tan unida, tan
enamorada. La falta de uno de ellos sería una catástrofe. Viviane jamás
podría superarlo. Ya no tenía el apoyo de sus padres. La maldita guerra, mejor
dicho, los nazis, se encargaron de eliminarlos. Por suerte, su amiga no se
encontraba en casa cuando fueron arrestados. Estaba muy lejos, en la frontera
junto a Alemania, en Strassburg. Se había alistado voluntaria de la cruz roja,
hecho que enfureció a los Aumont. Sin embargo, cuando fueron introducidos
en ese camión, dieron gracias a Dios por ello. Al menos su hija estaba a salvo.
Aunque, no pudieron salvaguardarla del dolor cuando descubrió que fueron unos
de tantos miles que terminaron en una cámara de gas. Por suerte, apareció Elian
y la rescató de la tristeza retornándola a la vida.
—Tómate el té. Te sentará bien.
Viviane, con brusquedad, dejó la taza sobre
la mesa.
—¡No quiero té! ¡Quiero que venga
Elian!
—Gritar no es la solución, querida.
—¿Y qué solución hay? ¿Dime?
—Esperar. Aún es pronto para iniciar la
búsqueda. Además, no hay que perder la esperanza. Como he sugerido, mil cosas
pueden haberlo retenido. ¿De acuerdo?
Viviane miró de nuevo por la ventana.
—Nadie. Y está comenzando a nevar. A Elian le
encanta la nieve. Dice que es como si lloviesen pedacitos de bolas de azúcar de
algodón. La comida dulce le encanta. Por eso he hecho la tarta. De frambuesa.
Su preferida —susurró.
—Y seguro que la saboreará –dijo Chantal.
Cogió la taza y masculló: Se ha enfriado. Pondré té calentito. Comienza a hacer
frío.
Regresó a la cocina, tiró el contenido y
buscó en los armarios. Dio con el frasco de tranquilizantes. Echó en la
taza un comprimido y la llenó de nuevo.
—¿De verdad crees que no ha pasado nada?
–preguntó Viviane.
—Por supuesto. *Abair bùrach! Tengo la planta
de los pies deshecha. Hoy no he parado en la zapatería. Y lo peor de todo, que
la mayoría de clientas eran de las insoportables. Que si la hebilla es
demasiado grande, que el lazo no me gusta, que si el tacón
es desproporcionado. ¡Menudas exigencias! Parece mentira que no recuerden
que hace bien poco apenas podíamos calzarnos. Necesito descansar. Ven al
sofá.
Se acomodaron. En silencio, tomaron el té,
sin dejar de mirar alternativamente al reloj y al teléfono.
—Tengo miedo —musitó Viviane.
—Durante la guerra vimos muchos horrores,
nuestras vidas estuvieron en peligro y sobrevivimos a todo ello. Esos nazis
hijos de puta no nos doblegaron. No es momento de derrumbarse. No sin antes
saber que está pasando. ¿De acuerdo?
Viviane dejó caer la cabeza en el respaldo.
—Me siento muy cansada.
—Cierra los ojos, cariño.
—No puedo. He… de esperar a… Elian.
—Estoy aquí, tranquila. Duerme.
*¡Que desastre! (Gaélico—Escocés)
2
Despertó sobresaltada. Había tenido una
pesadilla espantosa. Soñó que esperaba a Elian para celebrar su aniversario de
boda y su marido no acudía a casa. Apartó la manta y se frotó los ojos. Miró
hacia el lado de la cama donde dormía Elian. Pero no estaba. Ella tampoco. Estaba
en el sofá. Y la mesa permanecía adornada para la celebración. No había soñado.
La pesadilla era bien real.
—¡Elian! –gritó.
No obtuvo respuesta. Su marido continuaba sin
aparecer. La luz del día ya estaba penetrando. ¿Cómo era posible que hubiese
podido dormir toda la noche en la situación que se encontraba?
—He preparado el desayuno.
Viviane miró pasmada a su amiga.
—¿Cómo puedes pensar en qué puedo comer?
Chantal dejó la bandeja sobre la mesita y se
sentó junto a ella.
—Te espera un día muy ajetreado. No puedes ir
de un lugar a otro buscando a Elian sin comer. Necesitas tener fuerza y el
estómago vacío no ayudará. ¿De acuerdo?
—¡Oh, Dios! ¿Así qué piensas que le ha
ocurrido algo terrible?
—Terrible no se. Puede que solo esté enfermo
y por alguna razón no ha podido darte aviso. Lo primero que debes hacer es ir
al hospital donde trabaja y preguntar.
—Si estuviese allí ya tendría noticias. ¿No te
parece? Lo mismo que si estuviese accidentado. Siempre lleva la documentación
encima –refutó Viviane.
—¿Y si ha sufrido un robo? Puede que lo
golpeasen y se llevaran los papeles junto al dinero. Si no está consciente, no
habrá podido identificarse.
Viviane aseveró. Con gesto determinado se
levantó.
—Puede ser, sí. Es lo más probable. Tengo que
averiguarlo ahora mismo. Vamos.
Chantal carraspeó.
—Lo siento. No puedo acompañarte. El trabajo…
Lo siento de veras. Pero mi jefe me la tiene jurada. Está esperando que dé un
traspié y si no aparezco, a la mierda el empleo. No puedo permitírmelo. ¿Lo
comprendes, verdad?
Lo entendía, pero sentía pavor a enfrentarse
a algo tan duro sola. Pero no tenía más remedio. Tenía que encontrar a Elian.
Vivo o muerto. Ese pensamiento la heló.
—Te necesito a mi lado. Pero no puedo pedirte
ese sacrificio. Las cosas no están como para ir perdiendo el trabajo.
—En cuanto llegue la hora de salir, me llamas
y me dices dónde estás. Me reuniré contigo de inmediato. Pero no será
necesario. Estoy segura de que ya habrás dado con él.
—Vivo o muerto –murmuró Viviane.
Su vecina se estremeció.
—Ni se te ocurra pensar tamaña monstruosidad.
Estará bien. Ahora, por favor, come algo.
Viviane se negó. Entró en la habitación para
cambiarse de ropa. Abrió el armario. Hundió el rostro en una de las camisas de
su marido y aspiró el perfume del jabón de hierbas, su aroma. Rompió a llorar.
La sola idea de perderlo le laceraba el alma. Pero como decía Chantal, no había
que esperar que el jarro estuviese roto antes de verlo. Tomó aire. Decidida,
cogió un suéter y unos pantalones de lana. Se desnudo y se vistió a toda prisa.
—Ten fe –le pidió su amiga.
Se despidieron abrazándose con fuerza.
Viviane se arrebujó en el abrigo y cruzó el
portal. La mañana era desapacible. Pero ella no sentía nada que no fuese su
angustia. Con paso ligero, ignorando que un tropiezo podía hacerla resbalar por
las capas de hielo que se habían formado, se encaminó hacia el hospital de
Notre—Dame. Cuando llegó ante sus puertas se detuvo. Sintió como el corazón le
latía estrepitosamente y como todo su cuerpo recibía una descarga eléctrica.
Temblando, entró.
La actividad no era frenética, pero si
intensa. Varias roturas de piernas, quemaduras y enfermos sudorosos. Se
encaminó hacia el mostrador rezando para que Elian estuviese allí.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Soy la esposa de Elian Weber. Quisiera hablar
con él. Es urgente.
La enfermera, que por su aspecto no
evidenciaba que precisamente pasara hambre; como tampoco que albergarse el
menor síntoma de simpatía, consultó una hoja de papel y seguidamente llamó por
teléfono.
Viviane contuvo la respiración
aguardando su respuesta cuando colgó el auricular.
—Aún no se ha reincorporado a su puesto.
—Eso no puede ser —musitó Viviane.
—¿Acaso duda de la palabra de su supervisor? —replicó
la mujer con tono agrio.
—No… Por supuesto que no. Quisiera hablar con
él, por favor.
—Está muy ocupado, señora.
Viviane no pensaba irse de allí sin saber que
podía haber pasado. Y esa mujer no sería ningún obstáculo.
—Pues, he de hablar con él. Así que, llámele.
—Señora…
—Le hablaré claro. Mi marido ha desaparecido.
¿Comprende la situación? Así que, o llama a ese supervisor o juro que seré yo
quien llame a la policía. ¿No querrá ser la responsable de tamaño escándalo,
verdad? Imagino que no les gustaría a sus superiores que registrasen el
hospital hasta el último rincón —siseó Viviane.
La actitud arrogante de la recepcionista se
derrumbó. Cogió de nuevo el auricular e hizo la llamada.
Cinco minutos más tarde llegó el jefe de
Elian. Se trataba de un hombre de unos sesenta años de aspecto afable.
—Señora Weber. Soy Marcel Maron. ¿En qué
puedo ayudarla?
—Se trata de mí marido. No he vuelto a verlo
desde ayer cuando salió para venir al hospital. Y él nunca hace algo así. Temo
que le haya ocurrido alguna desgracia.
—Ayer vino a trabajar y a su hora se fue.
No puedo decirle más. Y en el caso de
que hubiese sido hospitalizado, por supuesto, la habríamos llamado de
inmediato. Lamento no poder ser de mucha ayuda, señora Weber.
Viviane se frotó las manos con nerviosismo.
—Ya. Pero… Me preguntaba si no notaron algo
extraño en su comportamiento.
—No. Elian siempre ha mostrado rectitud
y carácter afable —contestó Maron.
—Me refiero a su salud. Puede que se
encontrara mal y sufriese un ataque al regresar a casa —insinuó ella mostrando
angustia.
Maron sintió pena por esa mujer de aspecto
frágil. Elian ofrecía una imagen seria y responsable. Sin embargo, conoció a
hombres intachables, con mujeres tan hermosas como ella que perdieron la
cabeza por unas faldas. Lo dejaron todo por una pasión demoledora. Ese
podía ser el caso. Por supuesto, se abstuvo de expresarlo en voz alta. La
mujer ya estaba bastante alterada. No quería que montase un escándalo en medio
del pasillo y menos en un día como ese. La nieve comenzaba a hacer estragos. No
paraban de llegar huesos quebrados.
—Lo siento, pero no vi nada fuera de lo
normal. Aunque, cabe esa posibilidad. No quiero alarmarla, pero hay
enfermedades que se presentan sin avisar. El corazón, la cabeza o un accidente.
El rostro de Viviane empalideció.
—Pero… Vivimos cerca. Como usted mismo ha
dicho lo habrían traído aquí, ¿no?
—Puede que estuviese en otra zona.
—Nunca se demoraba al salir de trabajar.
Venía directo a casa. Y ayer tenía más motivos que nunca, pues era nuestro
aniversario de boda.
—Puede que se desplazara para comprarle un
regalo.
Viviane aseveró suavemente. Esa podía ser la
explicación lógica de su ausencia. Sí. En realidad, lo era. Recordó que hace
tiempo pasaron por delante de una tienda de sombreros y quedó prendada de uno
de color marfil con plumas diminutas de bellos colores. Pero no pudieron
comprarlo. Las finanzas no andaban bien en los últimos tiempos. Parte del
sueldo de Elian iba para costear sus estudios para revalidar el título de
médico extraviado durante la guerra y la librería no daba muchos dividendos.
—Puede que sepa la ruta que realizó —musitó.
El enfermero, intuyendo lo que ella pensaba,
dijo:
—Señora. No puede ir de hospital en hospital
buscando a su esposo. Lo más fácil para usted será que ponga una denuncia en
comisaría. Ellos se encargarán de dar con él. Viviane aseveró con ojos acuosos.
—Tenga fe, señora Weber.
¿Fe? Tiempo atrás tuvo mucha y acabó
defraudada.
—Gracias, señor Maron. Gracias por su ayuda –dijo
en apenas un susurro.
Lentamente, ignorando lo que ocurría a
su alrededor, caminó hacia la salida. El enfermero sacudió la cabeza.
—Pobre mujer. Llorando por un marido que, con
toda seguridad, estará retozando con otra —comentó la recepcionista.
Maron permaneció callado, mientras
observaba fijamente a Viviane como abandonaba el recinto.
Ella decidió ir primero al hospital de la
Carité, donde Elian estudiaba, obteniendo el mismo resultado. Así que, se
encaminó hacia el puente, hacia esa pequeña tienda donde días atrás se
detuvieron sin imaginar que la vida les deparaba una desagradable
sorpresa.
El sombrero continuaba en el escaparate.
Sintió una punzada de decepción, que arrancó inmediatamente. ¿Qué importaba el
sombrero? Lo más acuciante era encontrar a Elian.
Tiró del picaporte y la campanilla anunció su
presencia. Un anciano que apenas podía sostenerse en pie se quitó las gafas y
le dedicó una sonrisa.
—Mi nombre es Alain. ¿En qué puede ayudarla, madame?
¿Tal vez mostrándole unos hermosos tocados?
—Me encantaría. Pero vengo para otro tipo de
ayuda. Quisiera saber si vino ayer un caballero a comprar un sombrero sin
ningún tipo de compañía.
—Por lo general, son mujeres quien entran en
mi humilde tienda. A veces, las acompañan sus parejas y muy pocas hombres
solos. No suelen entender de estas cosas. Pero aquí está Alain para
asesorarles. Y ayer por la tarde, efectivamente, entró un caballero elegante y
bien parecido. Se llevó un sombrero de color violeta con encaje. Una
preciosidad. ¿Acaso no le gustó? Pues, sepa que hace furor entre la alta
sociedad. Y el caballero tuvo que pagarlo bien caro, pues había otro cliente
que también pensaba comprarlo.
El corazón de Viviane se detuvo por un
instante. Elian no pudo comprarlo. Ni por color, ni por su coste. Aún así, no
se derrumbó.
—¿El señor tenía unos treinta y cinco años,
alto, rubio y con ojos verdes?
—Pues, no. Bajo, de unos cincuenta y ojos
negros como el hollín.
Viviane, con el rostro lívido, se apoyó en el
mostrador. El anciano avanzo hacia ella y la agarró del brazo.
—Estoy… bien… Estoy bien.
—No, madame. No lo está. Nunca había visto
una cara tan blanquecina y mire que estos ojos cansados han presenciado de
todo. Por favor, siéntese –dijo. La llevó hasta una silla. Entró en la
trastienda y volvió a salir llevando un vaso de agua. Ella lo apuró de un solo
golpe.
—Gracias.
—Perdone que le diga esto pero, creo que no
se alimenta lo suficiente. Está muy delgada. ¿Ha desayunado?
Ella negó con la cabeza.
—Eso no puede ser. Le prepararé un café y pan
con mantequilla.
—No se moleste. Tengo que irme.
—Está nevando con fuerza. Sería una locura y
más sin paraguas. Podía coger un molesto resfriado.
—Voy abrigada.
—Hay hielo en las calles. No puedo permitir
que tenga un accidente. Esas bonitas piernas deben mantenerse enteras. ¿No le
parece?
Al escuchar la palabra accidente, Viviane
rompió a llorar. Cada vez estaba más convencida de que su marido le había
ocurrido algo terrible.
El anciano se sentó junto a ella.
—Pero… ¿Qué le ocurre? ¿Qué le ha pasado? ¿Es
por culpa de ese hombre que anda buscando?
—Es… mi esposo.
Alain inspiró. Otro caso de mujer engañada.
Seguramente había acudido a la tienda para saber de las correrías de su marido,
de los regalos que le hacía a su amante. Nunca había entendido esa actitud. El
sería incapaz de traicionar la promesa que le hizo a su mujer ante el altar. Y
no solamente por tratarse de un juramento. Le había entregado su corazón y tiró
la llave. Esa muchacha, con toda probabilidad, había hecho lo mismo y ahora
estaba sufriendo lo inimaginable.
—Cálmese, madame.
Viviane hizo todo lo contrario y lloró con
desgarro.
—No puedo. Elian puede estar herido o…
muerto. He de seguir buscado.
El hombre le entregó un pañuelo.
—¿Por qué no me cuenta?
Ella le relató el infierno que estaba
pasando. El la escuchó con interés, efectuando de vez en cuando un gesto de
pesadumbre. Por lo que decía, el tal Elian no parecía un insensato; todo lo
contrario. Sus detalles, todos sus actos, demostraban que amaba a su esposa. A
no ser, que fuese un consumado actor. Pero eso era harto difícil de mantener
durante tantos años. No le cabía la menor duda de que ese hombre se encontraba
en apuros o muerto.
—Usted no puede encontrarlo sola. Vaya a
comisaría y después a casa. Puede que la llame o que ya lo haya hecho. Y no
llore por favor. En estos momentos la cabeza debe tener prioridad al corazón.
Hágame caso, madame. Ponga en manos de la ley la desaparición de su esposo.
Ellos sabrán como actuar y lo más importante, con rapidez. Y ahora, se tomará
ese café y un buen desayuno. ¿De acuerdo?
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