EL ARTE DE LA MENTIRA
CAPÍTULO I
Apenas le quedaba
resuello. Las piernas no podían sostenerlo. Creyó que había llegado su hora
cuando el eco de los cascos de los caballos dio paso a un sonido firme,
cercano. Tenía que resistir, o su familia caería junto él. Haciendo un último
esfuerzo, ordenó a sus pies que no se detuvieran y se adentró en el pueblo.
Las calles casi
desiertas debido a la inmensa cortina de agua le permitieron continuar su
carrera sin tropiezos hasta llegar a la calleja. Sin mirar atrás y sin querer
perder tiempo en buscar la llave, abrió la puerta de una patada y entró en la
casa.
El grito de la mujer
quedó ahogado por el rugido del trueno.
—¡Recoge, nos vamos!
¡Ya están aquí! —jadeó el hombre. Mientras su mujer se afanaba en recoger lo
más imprescindible, él se acercó a la pared, arrancó un adoquín y, del hueco,
extrajo un saquito de cuero.
—Dijiste que
estábamos seguros. ¿Cómo nos han encontrado? —gimió su esposa colocándose la
capa.
—No lo sé, Celia. Lo
único que sé es que llegarán en pocos minutos, y esta vez nuestras vidas sí que
están en peligro: son miembros de la Inquisición.
—¡Dios mío! ¡El
máximo poder! ¿Adónde iremos? —gimió ella con evidente pavor.
Su marido, con la
frente empapada de sudor, cargó el baúl atolondradamente.
—Donde no puedan
darnos alcance. Lejos… muy lejos. Al otro lado del mar. Prepara la carreta y
coge al niño. ¡Date prisa, mujer!
Ella entró en el
cuarto del pequeño y sacándolo de la cama, lo cubrió con una capa.
—¿Qué pasa, madre?
—musitó el niño con ojos somnolientos.
—Debemos irnos.
Vamos. Tu padre nos aguarda.
Mientras salían de la
casa, el hombre cogió documentos y dinero; después, con el candil en la mano,
miró con tristeza a su alrededor. Nunca hubiera imaginado que llegaría a
considerar esa casa como su hogar… Pero no era momento para sentimentalismos:
tenían que salvar sus vidas. Roció de aceite el suelo, los muebles, las
cortinas, y arrojó el candil hacia ellos. El fuego se propagó al instante. Su
rostro, por un segundo, se cubrió de una pena infinita; luego la apartó y se
reunió con su esposa y su hijo en el cobertizo.
—¿Qué has hecho?
—musitó Celia observando las llamas con pavor.
—No volveremos nunca
y esto los entretendrá: no podrán pasar por la callejuela. Subid.
La mujer y el niño se
acomodaron en la parte posterior cubriéndose con una manta, mientras que el
hombre saltaba al pescante. Azuzando al caballo, partieron a toda prisa,
sumergiéndose en el torrente de agua y los relámpagos que iluminaban el camino
embarrado.
El niño, aunque
acostumbrado a huir en mitad de la noche con precipitación, intuía que en esta
ocasión era distinto, que el riesgo era más palpable, y sollozó.
—Manuel, nada debes
temer. Esto es una aventura. Nos vamos de viaje muy lejos, a un país que te
gustará mucho. Ya lo verás —dijo acercándolo a su pecho—. Y lo mejor de todo es
que nunca más tendremos que irnos de nuestra casa. Te lo prometo.
Tras
estas palabras calló: sus perseguidores acababan de entrar en el callejón.
Su marido miró hacia
atrás y lanzó un juramento: les tenían encima. Por fortuna, su plan estaba
dando resultado. La casa escupía grandes lenguas de fuego por puertas y
ventanas, y sus caballos se encabritaron, negándose a seguir.
—¿Nos dará tiempo?
—vociferó Celia para hacerse oír por encima de la tormenta.
—Si el Señor nos
ayuda y deja de llover, tendremos el suficiente para que nos pierdan la pista y
el secreto siga a buen recaudo.
Sus ruegos fueron
escuchados y la lluvia, tan repentinamente como empezó, dejó de caer.
El niño alzó la
cabeza y miró hacia atrás: las llamas se veían en la lejanía, crepitando con
furia. Y supo que, en aquella ocasión, sus vidas ya no corrían peligro.
CAPÍTULO II
Jaco saludó al
guarda-coimas y cruzó la puerta de la Mancebía. Las calles estrechas y
malolientes estaban muy concurridas a pesar de la temprana hora, puesto que
había feria y muchos forasteros habían acudido a la ciudad. Caminó a paso
ligero desoyendo la llamada de varias meretrices, asomadas a los balcones. No
había acudido al barrido de El Compás en busca de desahogo. La suciedad cubría
las calles. Saltó sobre el pellejo ensangrentado de un cabrito y sorteó el charco
nauseabundo, al tiempo que esquivaba el cubo de orines arrojado desde la
ventana, hasta llegar a la casa que andaba buscando, debidamente clasificada
por el ramo que colgaba de la puerta. Entró, y con la familiaridad del que
conoce el lugar, saludó al padre, el encargado de que las normas y la paz
imperasen en los burdeles.
—¿Dónde está
acomodado mi señor?
—Puerta tres. Espero
que no traigas vino ni nada de viandas. Bastante hago ya saltándome la ley
admitiendo a tu señor siendo casado, jugándome el trabajo —le advirtió el
hombre.
Jaco sacudió la mano
con desinterés y cruzó la mísera estancia. Al llegar al final de corredor,
golpeó la puerta con suavidad, sin poder evitar una sonrisa al escuchar los
jadeos de su señor. Carraspeó sonoramente y dijo:
—¿Amo? Tenéis que ir
con urgencia a la Casa de Contratación.
Los jadeos cesaron de
golpe, dando paso a sonidos apresurados.
Santiago Béjar de
Villahermosa salió del cuartucho con el rostro enrojecido y la frente perlada
de sudor, embutiéndose la camisa en los calzones con gesto adusto.
—¿Tan necesaria es mi
presencia? Ahora que mi ánimo estaba encontrando consuelo… ¡Malditos
incompetentes! —se quejó mesándose los ralos cabellos.
—Está arribando a
puerto el Perla de los Mares.
Pensé que no deberían encontraros ausente y se empeñaran en buscaros. Ya sabéis
cómo son los rumores: de un pez menudo, hacen una ballena —se justificó Jaco.
Santiago
asintió con aire satisfecho. Tiempo atrás, cuando fue a las gradas de la
catedral en busca de un esclavo, creyó que el precio de ochenta ducados que
pagó por aquel mocoso de diez años había sido una estafa pero, sin duda, se
equivocó. Jaco resultó ser el criado perfecto: listo, prudente y, sobre todo,
fiel.
—Bien pensado. Vamos.
Abandonaron la
mancebía sin detenerse por nada hasta alcanzar la Puerta del Carbón. Tras ella,
el trajín era constante: marinos, viajeros llegados de tierras lejanas,
carretas cargadas de oro, plata y sedas…
El Perla de los Mares
ya estaba amarrando en el muelle.
—Anda, ve —le ordenó
su amo.
Jaco se unió a los
hombres que ayudaban con las cajas, baúles y fardos. Aquello no entraba dentro
de sus obligaciones como esclavo, pero ese trabajo le proporcionaba el dinero
necesario para, algún día, poder comprar su libertad.
Terminada la
descarga, Santiago Béjar, tesorero real, anotó cada uno de los productos: cinco
arrobas de esmeraldas, diez fardos de tela, cincuenta libras de tabaco, plata
por valor de ochenta y cinco mil maravedíes, y ciento veinte mil por el oro.
Después, calculó el
valor del diezmo que Elías Arce, capitán del Perla de los Mares, tenía que
abonar a la Corona.
—¿Tanto? —inquirió
este con tono recriminatorio.
—Es lo que marca la
ley. Claro que… siempre podemos arreglarlo si ponéis voluntad por vuestra parte
—sugirió Béjar bajando la voz.
Elías asintió al
comprender. España era un país de mantequilla: todo se solucionaba untando.
Extrajo de una bolsa unas perlas y con discreción se las entregó al tesorero.
—Digamos… ¿cinco?
—Seis y una esmeralda
me parecería más justo; por las anotaciones que voy a hacer —dijo Béjar
modificando el número de fardos de tela.
—Os lleváis un buen
pellizco —comentó Elías, aceptando.
El tesorero tomó el
soborno con presteza y lo guardó en su bolsa.
—Y vos una tasa muy
rebajada. Espero no meterme en problemas por prestaros esta ayuda.
—Vuestra merced no
los tendrá, puesto que yo mismo me perjudicaría si me fuera de la lengua.
¿Cuándo podré llevarme mi parte?
—Calculo, como
siempre, en el plazo de cuatro meses.
—Mucho tiempo se toma
la Corona —masculló el capitán.
—No os quejéis.
Sobreviviréis con lo que os queda en los bolsillos —replicó el tesorero.
—Habéis sido muy
amable. Tened un buen día —dijo el capitán inclinando la cabeza, tras lo cual
dio media vuelta y se marchó visiblemente satisfecho.
Béjar, a pesar de
haber sido importunado en su momento de esparcimiento, también sentía regocijo.
No siempre podía llevarse tantas ganancias en un solo control. Lo único que
lamentaba era que, por el momento, no podía disfrutar de sus trapicheos, puesto
que la ostentación de un incremento repentino de su capital le traería muchas
complicaciones.
Soltó un suspiro. El
sol ya estaba cayendo. Con decepción por no poder regresar a la mancebía, pues
pronto debería volver a casa, llamó a su esclavo.
—Ha sido una jornada
muy agitada. Necesito que mi gaznate se alivie. Vamos a la posada de El
Molinillo.
El mesón estaba de
bote en bote. Navegantes venidos de todas partes del mundo, banqueros, hombres
de finanzas lusitanos, indianos y peruleros, acompañados de mujeres de vida
alegre, degustaban la exquisita receta de papas y caldos del Aljarafe o de
Jerez.
Jaco y su señor
pidieron vino y escucharon con atención la fabulosa historia que contaba un
grumete sobre la maravillosa Lima y la ciudad de Potosí, donde la montaña que
protegía a la incipiente ciudad estaba preñada de millones de libras de plata.
—¡De aquí a Lima!
—gritó el grumete alzando el vaso.
Béjar apuró su bebida
y levantándose dijo a Jaco:
—No creas ni la
mitad, muchacho. Si tantas riquezas hay en esas tierras, muchos no regresarían
tan pobres como se marcharon. ¿Has terminado? Es tarde y tu ama se va a gibar
si no llegamos a tiempo para la cena.
Abandonaron el mesón
y emprendieron el camino hacia el barrio de San Vicente, donde estaba ubicada
la casa de su señor. Al llegar ante ella, Jaco, inspiró con un gesto de
orgullo. Era un edificio de piedra, con balcones de madera bien tallada y
ventanas enrejadas por donde se asomaban rosas y jazmines que llenaban con su
aroma el aire sevillano. En fin, una casa imponente y regia. Sus amos nada tenían
que envidiar a los duques de Medina Sidonia. Su casa era.
Cruzaron el patio
rodeado de naranjos y Jaco entró en la cocina, mientras su amo se encaminaba a
la sala principal.
—¿Qué hay de cena?
Traigo mucha hambre —dijo echando un vistazo dentro del puchero.
Herminia, la
cocinera, mujer de carnes generosas y rostro parecido al de un gorrino, le
atizó suavemente con el cucharón en los dedos, que ya iban directos al guiso
para catarlo.
—¡A saber qué habrás
estado haciendo, tunante! —gruñó con cariño.
—Pues descargar un
barco —contestó él dejándose caer en la silla más cercana. Troceó un poco de
pan y se lo llevó a la boca—. Ya sabes que deseo mi libertad.
Herminia sirvió dos
platos y se sentó frente a él observándolo con simpatía. Jaco era un pícaro
desvergonzado, pero en el fondo era buen muchacho, no como otros esclavos que,
a la menor oportunidad, procuraban sisar o engañar a sus amos. Jaco estaba
ahorrando para conseguir su libertad con honradez. Tal vez, pensó, se debía a
que era hijo de un antiguo rey guanche. Eso, al menos, era lo que muchos
creían, incluida ella, aunque nunca le preguntó si era cierto. Juzgó que lo
mejor para el chiquillo era que olvidara su pasado, para que se acostumbrara
cuanto antes a su nueva condición, algo que no fue nada fácil al principio,
lógicamente. Le apartaron de sus padres, de su tierra, de su gente. Durante
semanas lo escuchó llorar en la soledad de su cama, hasta que un día, dejó de
hacerlo: Jaco apartó al niño para convertirse en un muchacho decidido a no
dejarse vencer. Y lo logró. Ahora, diez años después, Jaco era un joven
perspicaz y valiente, con la experiencia necesaria para sobrevivir en cualquier
circunstancia; y también —pensó al ver entrar en la cocina a Victoria—, con el
suficiente atractivo para conquistar a la mujer que se le viniera en gana.
—¿Deseáis algo,
pequeña ama? —dijo la cocinera frunciendo la frente.
Hacía tiempo que su
olfato de vieja alcahueta le decía que entre esos dos había algo más que
aprecio. Y si el amo se enteraba, Jaco ya podía irse despidiendo de su
libertad. Lo vendería a otro amo que, con toda probabilidad, no lo trataría con
tanta deferencia como lo hacían en esa casa.
—Padre dice que
puedes servir la cena —respondió la muchacha observando de reojo a Jaco, sin
poder evitar que un leve suspiro escapara de su pecho.
El esclavo era el
muchacho más atractivo que jamás hubiera conocido. Alto y musculoso, con un
rostro aguileño de facciones suaves culminadas por labios carnosos, y unos ojos
negros penetrantes y descarados.
—Ahora mismo —dijo
Herminia alzándose al instante.
—¿Has visto muchos
barcos hoy, Jaco?
El muchacho miró a
Victoria y ahogó un lamento.
—Sí. Y un galeón
procedente del Nuevo Mundo. ¡Era magnífico! Algún día viajaré en uno de esos
veleros —respondió esbozando una amplia sonrisa.
Herminia asió a su
joven ama del brazo.
—Por supuesto.
Victoria, al comedor. Y tú —ordenó con tono autoritario a Jaco—, si has
terminado, ve a regar el jardín.
Jaco se levantó con
desgana, maldiciendo su mala suerte. Salió al patio y se detuvo ante la ventana
que daba al comedor. Observó a sus señores mientras cenaban vestidos con sus
mejores galas, charlando y mostrando una sonrisa cargada de satisfacción. Sin
embargo, a Victoria, la noticia que acababan de comunicarle no debió parecerle
tan fantástica, porque se levantó airada y, rompiendo a llorar sin consuelo.
—Ya se lo han dicho.
Imaginé que reaccionaría así.
Jaco se giró y miró a
Ernestina, la aya de Victoria.
—¿Qué ocurre?
La mujer soltó un
sonoro suspiro cargado de pena. Entregaban a su niña a un hombre que podría ser
su abuelo, pero la vida era así de cruel: muy pocos eran los afortunados que
podían elegir su destino.
—Han concertado su
matrimonio.
El semblante de Jaco
se demudó.
—No puede casarse. Me
ama a mí.
La aya sacudió la
cabeza con aire abatido.
—El dardo el amor
suele desviarse hacia donde no debe, y en este caso, ha errado del todo. Jamás
podréis cortejaros. Victoria está destinada a un hombre importante: Rodrigo
Zabala Hernández, marqués de Aguasfrías. Un caballero rico y respetable. No es
tan gallardo como tú. A decir verdad, es un adefesio, viejo y encorvado, aunque
es el adecuado para la posición social de mi niña. —Ernestina posó su mano en
su hombro—. Vamos. No debes entristecerte. El agua y el aceite nunca se
mezclan. Sabías que lo vuestro era un imposible.
Jaco volvió a mirar a
su amada a través de la ventana. Era un ángel. Una muñeca de cabellos dorados y
ojos como las esmeraldas. Esa candidez no podía ser entregada a un hombre sin
escrúpulos, a alguien que no sabría apreciar la delicadeza que le estaban
regalando.
—Victoria no querrá
casarse con un hombre así.
—Una hija debe
cumplir el mandato de su padre. No le queda más remedio. Si no, la meterán a un
convento, y esa jovencita está criada entre algodones, no consentirá que la encierren.
Obedecerá.
—¿Y si me embarco
hacia el Nuevo Mundo y vuelvo rico? —sugirió Jaco con ansia. Y mirando a la
mujer, añadió—: Si ella me espera, es posible que los amos dejen que nos
casemos.
Ernestina le revolvió
el cabello con cariño.
—Por mucho que lo
intente, una gallina jamás volará como el águila. Aunque regresaras con una
fortuna, para ellos siempre serías un esclavo. Olvídala.
Él se dejó caer en el
suelo. Apoyó la espalda en la pared y se tapó la cara con las manos.
—Dios no es justo.
Solo complace a los poderosos. ¡Lo maldigo!
—¡No seas mastuerzo!
¿Acaso quieres que te acusen de herejía, eh? ¡Chitón! —le reprendió Ernestina
mirando a su alrededor con aprensión.
—Es la verdad —siseó
Jaco con ojos encendidos.
—Puede que sí, pero
no vuelvas a decirlo en público o arderás en la hoguera. Jaco, es inútil que te
tortures. El destino de Victoria está sellado. Venga. Será mejor que te marches
y no hagas ninguna tontería. —Y dicho esto, entró en casa, corrió hacia su
querida niña y se la llevó del comedor hacia sus aposentos.
—No llores, preciosa.
Tranquila. Todo saldrá bien —trató de consolarla, cerrando la puerta del
dormitorio.
—¡No quiero casarme
con ese hombre! ¡Moriré de dolor! —exclamó Victoria echándose boca abajo en la
cama, hecha un mar de lágrimas.
Ernestina le acarició
el cabello con ternura. Adoraba a Victoria. Ella la había cuidado más que su
madre y sentía su dolor como propio. Por eso se encargaría de que, al menos por
una vez, alcanzara la dicha.
—Lo sé, mi niña: amas
a otro. Sin embargo, no puedes pertenecerle. Aunque… sí hasta tu boda.
Victoria alzó el
rostro, mirándola confusa.
—¿Insinúas que pierda
el honor que le debo a mi futuro esposo?
Ernestina chasqueó la
lengua.
—¡Honor! ¡Honor!
¿Acaso crees que esas grandes damas no han saciado sus deseos antes de
entregarse a un marido no amado? Mi niña, no seas inocente. Ninguna mujer
pierde la oportunidad de dejarse mecer por la pasión del amor, de sentir sobre
su piel desnuda las caricias, de gozar con el deleite de tener a un hombre
entre las piernas. De llenar el cuerpo de placer exquisito cuando todo estalla
y perder el juicio. Y te aseguro que con tu esposo no obtendrás nada de eso.
Esta noche puedes mitigar tu pena y guardar en el recuerdo la voluptuosidad de
tu amante. ¿De verdad quieres privarte de descubrir ese placer enloquecedor?
Victoria la miró
indecisa. Amaba a Jaco y deseaba como nada poder disfrutar de su amor; sin
embargo, la propuesta de su aya la turbaba.
—¡Oh, ama! Mi corazón
está partido en mil pedazos y temo que voy a morir. ¡Qué cruel es la vida! ¡Qué
doloroso el amor! ¡Deseo tanto a Jaco…! Pero si me entrego a él, mi marido
descubrirá que no llego pura al altar —exclamó sollozando sin consuelo.
Ernestina sonrió con
autosuficiencia.
—Los hombres son
mentecatos y se les puede engatusar con facilidad. Ya te enseñaré cómo. Nada
debes temer. Ahora, dime si deseas yacer con Jaco y obtener la mayor dicha que
jamás hayas conocido.
—Quiero, aya. Pero
¿qué ocurrirá después cuando lo pierda?
—El amor más dulce es
aquel que se conserva en el recuerdo. Pero, mi niña, no lo perderás. Podréis
veros siempre en esta casa. Así pues, si decides catar las mieles del amor,
acude esta noche, cuando todos duerman, a la alacena. Le daré aviso.
Victoria así lo hizo.
Amparada en la seguridad de la noche y en el sueño en el que estaba sumida la
casa, se reunió con Jaco con la intención de consumar su amor…
… Sin saber cuán
equivocada estaba.
***
Rosario, a pesar de
considerarse una mujer satisfecha, estaba intranquila aquella noche. Tenía un
marido influyente, fortuna para vivir con comodidad y amistades que se codeaban
con la realeza. Victoria era una hija ejemplar, aunque de carácter testarrón, y
no estaba segura de que acatara con docilidad la decisión de su padre, lo cual
podría perjudicarla. Santiago era un progenitor cariñoso pero estricto, y si
Victoria se negaba a casarse, sería capaz de confinarla en un convento. Tendría
que convencerla de que, a pesar de que su esposo fuera un espantajo, la
decisión que habían tomado era la mejor para su futuro, y sabía cómo hacerlo:
del mismo modo que sus padres lo hicieron con ella.
Pero por mucha
confianza que tuviera, era incapaz de conciliar el sueño. Se levantó y salió al
jardín. Era una noche oscura, sin luna, por lo que la luz que salía de la
despensa llamó su atención.
Con aire enojado se
encaminó hacia allí dispuesta a sorprender al desagradecido que le robaba
comida. ¿Acaso no era más que generosa con el alimento que proporcionaba al
servicio? Les daba más de lo prudente, ¡incluso carne y dulces!, se dijo
rabiosa.
Abrió la puerta con
ímpetu. Sus ojos castaños contemplaron incrédulos el cuerpo desnudo de Victoria
retozando como una vulgar ramera entre las piernas de Jaco.
—¡Dios santo! ¿Pero
es que te has vuelto loca? —gritó sofocada.
Los dos amantes, descubiertos,
se cubrieron con espanto.
—Madre, yo…
—¡Calla, insensata!
¿Y tú? ¿Cómo has podido traicionar nuestra confianza? ¡Debería matarte ahora
mismo! ¡Pero le daré ese placer a tu amo! ¡Maldito esclavo!
Jaco la miró
horrorizado. Había sentenciado su vida.
Ernestina, alertada
por los gritos e imaginando lo que sucedía, entró en la despensa.
—Señora, calmaos, por
favor. Despertaréis a todos —le pidió angustiada.
Rosario le lanzó una
mirada encendida.
—¿Y tú crees que debo
callar ante tamaña afrenta?
—Por supuesto que sí.
No querréis que toda Sevilla hable de esto, ¿verdad? El compromiso de la niña
sería anulado y el honor de la familia mancillado. —La aya se frotaba las manos
con evidente nerviosismo, mientras echaba una mirada de advertencia a su pupila
para que callara sobre lo que acordaron—. Nadie os abriría las puertas de su
casa, seríais rechazados como si llevarais la peste. Lo mejor es tomar una
resolución con presteza, sin que nadie se entere.
—¿Pretendes que deje
impune a este indeseable? ¡Merece la muerte! —se escandalizó su señora dándose
aire con la mano.
—Madre, lo amo. Por
favor, no me obliguéis a casarme con ese hombre —le rogó Victoria.
Rosario la abofeteó
con saña.
—¡¿Le amas?!
¡Estúpida! Has puesto en peligro tu matrimonio. ¡Virgen santísima! Te hemos
educado en la más estricta fe en Cristo y ¿qué haces tú? Entregar tu doncellez
a un siervo, regodeándote como una puta. ¡Ay, Señor! ¡Quiero morir! ¡Esto es
nuestra ruina! ¡Con lo que ha trabajado mi esposo por esta unión…!
—Madre, comprended…
—¿Comprender qué?
¿Que no querías, pero has cedido a la tentación?
—Podemos tener
voluntad para hacer cualquier cosa, cualquiera, menos doblegar a un corazón a
que no ame —dijo Victoria.
—Sin duda este
miserable te ha embrujado. ¡Sí, eso es! Ha utilizado sus artimañas del demonio
aprendidas entre salvajes. ¡Llamaré a la Inquisición! Ellos se encargarán de
darle su merecido, ¡que no es otro que la hoguera!
Jaco empalideció y
Victoria se arrodilló ante su madre sollozando con desespero.
—No lo hagáis,
señora. Haré lo que me pidáis, lo juro. No lo condenéis. Si lo acusáis, me
mataré, aunque antes le contaré todo a mi futuro esposo y la ciudad sabrá lo
sucedido. ¡Lo haré, madre! ¡Os lo juro!
Su madre la miró
asqueada.
—¿Traicionarías a tu
familia? ¡Sí, claro, por supuesto! Lo que he visto es la peor de las felonías.
Pero no consentiré ni una más. Te encerraré en un convento, te apartaré del
mundo y sus tentaciones. ¡El tiempo de regodeo ha terminado para ti, mala hija!
¡Monja serás! ¡Y de clausura!
—Recapacitad, señora
—intervino Ernestina. Rodrigo Zabala es un hombre muy rico e influyente en la
corte. Es el mejor partido para Victoria, no debe perderlo por esta causa.
También es de justicia que Jaco sea castigado; aunque, dadas las
circunstancias, lo mejor sería alejarlo y evitar que hable, ¿no os parece?
Después de una pausa
larga, Rosario masculló:
—Razonas con
sensatez. Lo venderé a un amo que lo trate como a un animal.
—No consentiré que lo
vendáis, madre —protestó Victoria.
Rosario la agarró por
el brazo y la obligó a levantarse.
—Tú no tienes poder
de decisión. Se irá o tendrá una muerte espantosa. Piensa qué prefieres. Ahora,
cubre esta desnudez impúdica y ofensiva y sube a tu cuarto. ¡Y reza para que tu
padre no se entere de esto! Mañana, a primera hora, irás a misa y confesarás el
pecado mortal que has cometido. Debes limpiar tu alma corrupta o arderás en el
infierno. Y a partir de ahora, harás lo que se te diga o a la primera protesta,
mi castigo será implacable.
Victoria obedeció
temblando y echó a correr.
Ernestina miró a Jaco
infundándole confianza.
—¿Por qué no lo
enviáis al Nuevo Mundo? —sugirió a su señora.
—Las concesiones son
muy estrictas: ni conversos, ni familiares de convictos, y mucho menos un
esclavo. No tiene posibilidad. Además, en lugar de un castigo, eso sería una
recompensa —rechazó Rosario.
—Si lo liberáis,
puede irse.
Su ama soltó una
risotada nerviosa.
—¿Deshonra a mi hija
y me pides que lo premie con la libertad? ¡Nunca escuché tamaño desatino!
—Lo queréis bien
lejos, ¿no? He criado a vuestra hija, y a pesar de la docilidad que ha mostrado
ahora, sé que es capaz de cometer una locura. Vos habéis sido testigo. El amor
es muy poderoso, señora, no os arriesguéis. Obrad con cautela. A miles de
millas no supondrá ningún peligro, pero si le condenáis a muerte, vuestra hija
cometerá una locura. Pensadlo bien antes de perder una gran oportunidad.
Rosario se paseó con
inquietud mordiéndose el labio inferior.
—¿Y cómo se lo
planteo a Santiago? Tiene un gran aprecio por este esclavo. ¡Pobre imbécil! —masculló
mirando a Jaco con desprecio.
Este, ante la
oportunidad que se le presentaba de poder hacer lo que siempre deseó, osó
hablar.
—Decid que he
escapado. Los papeles legales los puede hacer José Esparza. Vuestro esposo, en
ocasiones, ha sacado del país a varios necesitados con su ayuda. Esparza no
dudará en auxiliaros sin necesidad de soborno si le hacéis saber que conocéis
sus trapicheos.
—¿Lo veis? ¡Todo
resuelto! —exclamó Ernestina con complacencia.
Su señora, frotándose
las manos con nerviosismo, meditó unos segundos.
—Eso espero. Y tú, si
vuelvo a verte con mi hija o descubro que hablas con ella del acuerdo al que
hemos llegado, no dudaré en matarte, y me da igual lo que eso pueda suponer
para Victoria después. ¿Comprendido? Largo de aquí —lo amenazó Rosario.
—Sí, ama —musitó Jaco
antes de salir a toda prisa de la despensa.
—Ernestina, a partir
de hoy, mi hija permanecerá en casa recluida en su habitación, hasta que este
bastardo se largue. Te hago responsable de que no vuelvan a tener contacto. Mañana,
a primera hora, ve a buscar a ese hombre y dile que lo aguardo en la catedral.
Mientras Victoria se confiesa, le expondré la situación. Espero que nos ayude
—dijo Rosario con un profundo suspiro.
***
José Esparza no dudó
en socorrer a la mujer ante la amenaza de esta de denunciarlo, y arregló los
papeles para que Jaco pudiese abandonar la ciudad. Rosario, muy a su pesar, le
procuró al muchacho víveres suficientes para que pudiese subsistir en el barco
y algún dinero. Y una semana después, Jaco se dispuso a partir.
En el puerto se
encontraban cuatro carracas y dos fragatas, cada una de ellas provistas de
entre treinta y cinco y cuarenta cañones, para proteger las mercancías que eran
llevadas al Nuevo Mundo. La carraca de Jaco era la de mayores dimensiones de
todas, lo cual atemperó su ánimo.
Tras pagar el ducado
y medio de plata por el impuesto de avería, sorteó la maraña de hombres y carga
y se dispuso a embarcar.
Conocedor del mundo
naviero por el trato mantenido con los marineros como estibador, lo primero que
hizo antes de que llegaran los demás pasajeros fue acomodarse en la bodega, el
lugar mejor protegido del barco. Dejó el avituallamiento para la larga travesía
—que se componía de una jaula con dos gallinas, un cerdo, queso, carne seca,
azúcar, almendras, aceite y demás alimentos— junto a los cacharros para cocinar
y el colchón, mientras observaba cómo se acomodaban en la bodega los otros
emigrantes. Se trataba de un sacerdote y dos monjas; y un caballero de mediana
edad —por su porte, lo pareció un comerciante— junto a su esposa y su hijo de
unos diez años.
Una vez aposentados,
el barco, junto a tres mercantes más, custodiados por dos naos armadas, inició
la travesía. Jaco se levantó y subió a cubierta, al igual que los otros
pasajeros, para ver el puerto, su bullicio, sus gentes, y cómo se alejaban poco
a poco, al tiempo que el barco navegaba río abajo por el Guadalquivir.
Una punzada de dolor
traspasó su corazón al recordar a Victoria. Lo habían desterrado. Pero de
ningún modo renunciaría a ella. Regresaría rico y la apartaría de ese marido
viejo, y vivirían su amor en libertad, lejos, donde nadie los conociera.
La mujer de bronce
que coronaba la Giralda se perdió en la distancia, y con ella el pasado. Estaba
iniciando una nueva vida, convirtiéndose en otra persona. Jaco, el esclavo,
había muerto. Ahora era Gabriel Minaya, de veinte años de edad, natural de
Puente del Arzobispo, soltero, hijo de Diego Minaya González y Catalina del
Bosque, con destino al Perú, pasajero l, 5, E5119 en el año del Señor de 1568.
Un hombre libre de veinte años dispuesto a enriquecerse con las maravillas del
Nuevo Mundo pero, sobre todo, a no dejarse doblegar nunca más.
sus preciadas
posesiones.Con esa determinación, bajó de nuevo a la bodega y se acomodó junto
a
No hay comentarios:
Publicar un comentario