HIELO QUE QUEMA
1
La niebla solía
devorar a Londres, pero en el East End sus fauces engullían cualquier signo de
luz. Sus habitantes, una gran mayoría de ladrones, asesinos y prostitutas,
poseían la habilidad de los gatos y se movían sin la menor dificultad por las
callejuelas estrechas; y ninguno lo hacia mejor que Alexander Chiksand. A sus diez años, conocía cada calle, cada
rincón del barrio; incluso podía precisar con exactitud, sin necesidad de ver,
el tipo de persona que se movía por el sonido de sus pisadas. De todos modos,
esa habilidad no era nada extraordinaria. Sencillamente era producto de la vida
que había llevado.
Su historia no
difería demasiado al resto de los que residían el East End. Hijo de prostituta
y padre desconocido, nació el 1 de diciembre del año 1890 en un callejón húmedo
y oscuro, muriendo su madre en el parto.
Otro en su lugar no
habría sobrevivido, sin embargo, su temperamento ya denotaba empeño y el llanto
desgarrador obró el milagro. Pamela, una vieja cortabolsas, que todos llamaban
la tuerta por ser bizca, rescató del barro y las ratas a aquel bebé de cabellos
rojos como el fuego acogiéndolo como hijo suyo, bautizándolo con el pomposo
nombre de Alexander, en honor a un rey escocés, otorgándole el apellido
Chiksand, nombre del callejón donde vino al mundo. Aunque, la jocosidad de sus
congéneres y el dialecto particular del cockney, terminaron por llamarlo Allen
Kid, el chico del callejón.
Pamela lo cuidó con
esmero, sin atender a las nuevas corrientes médicas que comenzaban a circular
por la ciudad, que aconsejaban el baño diario y cambio de pañales varias veces
al día. Ella lo crió como siempre se hizo. Lo envolvió en pañales y mantas,
procurando que su cuerpecito permaneciera estirado y la cabeza bien fija. Jamás
le faltó el alimento, ni lavó su cabello para que la grasa le protegiera la
fontanela ni lo despiojaba para que los liendres comieran la mala sangre, y
cuando cambiaba los pañales, una vez secados, volvía a colocárselos para que la
orina lo beneficiara con su poder curativo.
Allen, a pesar de
los despropósitos a los que fue sometido, creció sano y lleno de vigor en medio
de ese mundo de miserias y vidas abocadas al desastre, empapándose de los
trapicheos e inmoralidades que lo envolvían. Y a los siete años, cuando
abandonó la niñez, Pamela lo introdujo en el mundo laboral, aleccionándolo en
el arte del que era una experta: la ratería.
Sus dedos, que ya
demostraron pericia hurtando comida en el mercado, rindieron con asombrosa
habilidad. Ninguno de los desplumados jamás apreció que sus manos se introdujeron
en el bolsillo o que cortaron la bolsa repleta de monedas. Ni tampoco, su
amante madrastra, que del botín siempre guardaba una parte para él. Allen
aprendió que en los callejones que se movía nada era seguro ni eterno y que la
única fidelidad que existía era la que uno destinaba a si mismo. La confianza,
los afectos, habían sido eliminados por una capa de frialdad y despego.
Ese fue el motivo
por el cual, cuando acudió al deposito a identificar a la vieja tuerta, no
derramó ni una lágrima; como tampoco sintió ningún dolor o sentimiento de
pérdida.
—Ha dicho el
matasanos que se le paró el corazón. Visto y no visto. La espichó sin
enterarse. No semos naide —le comunicó el sepulturero.
Allen si reprimió
un gesto de aprensión al ver el otro cadáver. Una cosa era ver inmoralidades y
golpes causados por las peleas y algo muy distinto esa atrocidad. El tipo tenía
el vientre rajado y alguna de sus viseras podía apreciarse.
—¿Qué hacemos con
ella? ¿Fosa común? —quiso saber el sepulturero, tapando de nuevo el cadáver de
la mujer. Después, sin el menor síntoma de respeto, encendió un cigarro y soltó
el humo efectuando círculos que se elevaron con lentitud.
El huérfano negó
con la cabeza. La tuerta nunca le inspiró amor, pero le debía la vida y todos
los conocimientos para conservarla. Era hora de devolverle el favor.
—Tendrá un entierro
digno —dijo con voz grave.
Así fue. La tuerta
fue inhumada con solemnidad ante cuatro vecinos, en el cementerio de Bunhill
Fiels, junto a los antiguos sajones y la tumba de Nicholas Hawsmoor, el
arquitecto que reconstruyó la ciudad tras el terrible incendio que la asoló en
1666.
De este modo, Allen
pagó que la vieja lo rescatara de la muerte.
Ahora, con diez
años, se encontraba de nuevo solo en la vida. A pesar de ello, no se amilanó. Pamela
lo aleccionó para sobrevivir en cualquier circunstancia y lo hizo. Siguió con
sus raterías vaciando las bolsas de los incautos y borrachos que acudían al
barrio en busca de una puta o jugar a los naipes en las casas clandestinas,
aprendiendo a defenderse a golpes de cualquiera que pretendía hundirlo aún más
en el barro. Era un ladronzuelo, oficio nada digno, pero no estaba dispuesto a
quebrantar ninguna otra ley.
Allen era un ser
autónomo. No le faltaba para comer ni tampoco un techo para cubrirse y lo más
importante, ya nadie osaba llevarlo hacia su redil. Sin duda, se decía, si
existía la felicidad, él la poseía por completo.
O al menos, eso
creía cuando observaba a Hubert. Tenían la misma edad y su cuerpo era enclenque
y avejentado, debido a las horas que pasaba como escobilla viviente dentro de
una chimenea. Y se juró, que pasara lo que pasara, preferiría morir de hambre a
hacerlo poco a poco en un túnel oscuro y carente de aire.
—Voy a ver a Robert
Larcom. ¿Te vienes? —le propuso Hubert.
Allen y Hubert,
junto a otros curiosos, se encaminaron hacia el puente de Londres. Cruzaron el
río hasta llegar a la prisión de Clink. La explanada estaba repleta. Niños,
comerciantes, prostitutas, taberneros. Nadie, a pesar del frío intenso que caía
sobre la ciudad, quería perderse la ejecución de Larcom, de ver como pagaba su
atroz crimen.
Las puertas de la
prisión se abrieron. El reo, con el rostro lívido, hizo su aparición custodiado
por dos guardias, precedidos por un sacerdote. Con paso ceremonioso alcanzaron
el cadalso.
El rumor que
propagaba la plaza se apagó cuando un tímido rayo de sol iluminó a la soga que
era colocada alrededor del cuello. El tenso silencio fue roto por los aullidos
del condenado, repitiendo una y otra vez que era inocente, que no era un
asesino.
Allen no pudo
evitar estremecerse. Ninguno de los presentes estaba a salvo de terminar en ese
mismo lugar. Como le insistía una y otra vez la vieja Pamela, nadie mantiene
sus principios cuando la carcoma del hambre orada sus cimientos.
—¿Crees que dice la
verdá? —le preguntó Hubert.
Su amigo alzó los
hombros.
—¿Y qué más da? Es
un mal hombre, ¿no es cierto? Lo tie merecio.
—Tal vez…
El redoble de
tambores enmudeció. El sonido de la trampilla llenó el aire succionando a Toby.
Allen tragó saliva.
Presenció muchas ejecuciones y aún así, no podía evitar que su cuerpo fuera
recorrido por un halo de pavor.
—Que el diablo se
lleve su alma. Aunque, me supongo que no encontrará mucha diferencia con esto.
Ya estamos toos en el infierno —musitó Hubert con ojos fascinados ante el espectáculo
del cuerpo balanceándose, al ritmo de los vítores del público.
Allen palmoteó la
espalda de su amigo.
—Elegiste un mal
oficio, camarada. Esas chimeneas acabarán contigo. Algún día morirás asfixiao.
—No pienso
achantarme mucho tiempo. Buscaré otro oficio en el West. Este mismo viernes.
—¿Crees que allí
será mucho mejor? La via es dura en toas partes. Olvídalo. ¿Por qué no te unes
a mí? Juntos podríamos formar un buen equipo. Unos mangantes de cuidao.
—Nunca has estao al
otro lao. ¿No es cierto?
—¿Pa qué? Na se me
ha perdido allí, e imagino que no será distinto del East. Los tipos finos que
de vez en cuando pisan los burdeles vienen del campo.
—Te equivocas.
Viven más allá de la catedral. Aquello es un paraíso. Jardines, palacios,
tiendas donde hay de too… Y panolis con muchísimo dinero. Y mucha, mucha
comida.
—¿Y por qué sigues
aquí? Si tan hermoso es ese lugar… —Se mofó Allen.
—No importa lo que
quieras ser, a dónde quieras llegar ni lo que quieras tener; eso depende del
lugar y las circunstancias en la que te encuentres. Nosotros no tenemos la
menor oportunidá en ese mundo de lujos y letraos. Más lo intentaré —dijo Hubert
con semblante abatido.
—Cierto. Aquí o en
ese paraíso, las fábricas y chimeneas
serán iguales. ¿Te apetece regar el gaznate con una cerveza? —rió Allen
comenzando a caminar junto a la masa que abandonaba el lugar.
—Debo ir al tajo.
Allen lo miró con
compasión. Era tal su desesperación, que inventaba lugares extraordinarios que
no existían.
—Y yo tengo que ir
al mercao. He de llenar los bolsillos.
Cruzaron el puente
y se despidieron en la calle Brick Lane.
Allen se adentró en
el mercado de Petticoat Lane, que ya estaba muy concurrido. Sonrió con
satisfacción. No le sería muy dificultoso conseguir un buen botín. La mayoría
de mujeres realizaban las compras y sus sacos estaban bien repletos de monedas
acumuladas por el negocio de sus maridos.
No se equivocó. En
apenas una hora ya tenía en el bolsillo suficiente dinero. Así que, optó por
tomar una buena cerveza y un trozo de empanada en la Taberna del Ganso y la Parrilla.
Allen rodeó la
catedral y tomó la calle Charles, cerca de Coven Garden y entró en la tasca.
Estaba bastante concurrida. Por suerte, encontró una mesa en un lugar apartado,
delante de un grupo de hombres que desentonaban en un lugar como aquel. Sus
ropas eran limpias y bien confeccionadas. Tal vez se tratara de comerciantes de
otra ciudad.
Se acomodó y en
cuanto le sirvieron la jarra y la empanada, dio buena cuenta de ello con gran
deleite. No existía ningún otro lugar del East End donde hicieran el relleno
tan delicioso.
Tras quedar
satisfecho, como no tenía nada que hacer, decidió que era un buen momento para
comprobar si lo que Hubert le contó sobre el otro lado de la ciudad era cierto.
Determinado,
abandonó la taberna y se encauzó por Ludgate Hill, con una sonrisa de
escepticismo dibujada en su rostro, que quedó congelada cuando pisó la calle
Strand. Era amplia y elegante, sin ratas ni basuras que empañaran la visión
paradisíaca. El suelo estaba pavimentado y a lo lejos, podían divisarse
árboles.
Impactado por el
descubrimiento, deambuló de un lugar a otro, descubriendo tiendas, edificios
soberbios, cafeterías de donde surgían exquisitos aromas paladeados por los
comensales ataviados con elegantes telas.
Aún boquiabierto,
sus pasos lo llevaron hasta el parque Saint James. Nunca en la vida imaginó que
la hierba oliera tan bien, ni que su tacto fuera placentero, ni que el aire
fuera tan puro. Las fábricas, los almacenes y el olor del pescado quedaban muy
lejos.
Aturdido, se dejó
caer mirando a los niños que jugaban bajo la atenta mirada de sus niñeras. Sus
rostros eran sonrosados y sus pieles níveas, denotando una salud de hierro, y
sus risas la ausencia de preocupaciones y miseria. Pero nada fue más impactante
que la visión de ese ángel. En la vida imaginó que podía haber algo más
hermoso. La chiquilla irradiaba luz. Sus cabellos claros parecían de oro. Sus
labios rosados y su piel de porcelana. Su voz al llamar al perro blanco con
multitud de puntos negros llamado Sarampión, le sonó a música celestial. Y quedó
herido de muerte; porque su corazón dejó de latir.
De repente, la capa
protectora que lo aislaba del conocimiento se rasgó trayéndole un sentimiento
nunca antes experimentado; una sensación opresora y dolorosa contaminó la
felicidad de la cuál hasta ahora había gozado. Su mundo estaba roto y con él,
la percepción nítida que siempre imaginó para su futuro. Se encontraba sumido
en la oscuridad sintiendo la más terrible de las amenazas; porque no provenía
de nada ajeno, por el contario, de si mismo. Ahora deseaba todas esas
maravillas. Y su existencia en esa parte de la ciudad sin alcantarillado, con
las calles repletas de estiércol, con los edificios ennegrecidos por el hollín
de las fábricas, sería un infierno. Pero sobre todo, deseaba a ese ángel
divino.
Y se juró que,
costase lo que costase, algún día, él
traspasaría la línea que lo separaba de ese mundo apacible. Y lo conseguiría
del modo que fuese.
Permaneció
observándola y cuando la pequeña y su cuidadora se marcharon, las siguió hasta
su casa.
2
Allen,
con paso firme, cruzó la calle y se plantó ante el edificio situado en la calle
Park Lane; en el barrio más lujoso de Londres.
Alzó
los ojos y los clavó en la inmensa fachada blanca como la nieve; al tiempo que
apretaba los puños. Peleó mucho para llegar hasta allí y no saldría de la
mansión sin lo que iba a buscar.
Tiró
de la campanilla e impaciente aguardó ajustándose la camisa. Una camisa nada
común entre los proletarios. Tela de calidad y muy cara. Fue uno de los
innumerables pagos de su última señora.
Lo
cierto era que, sus servicios como sirviente eran impecables. Además, como
extra también incluía no dejar nunca insatisfecha a una mujer. Siempre supo lo
que deseaban. Esa era una parte esencial de su éxito.
El
lacayo abrió.
Allen
se quitó el sombrero y con gesto reverente, dijo:
—Buenos
días. Mi nombre es Alexander Chiksand. Vengo a por el puesto de mayordomo.
El
hombre, de unos cuarenta años, escrutó
durante unos segundos al candidato. Tenía orden de hacer una selección previa.
El joven poseía una voz potente y al mismo tiempo agradable. Le pareció
elegante, con el porte necesario para tan importante puesto y la edad justa
para permanecer en el puesto el mayor tiempo posible.
—Pase.
El
vestíbulo, a pesar de no ser inmenso como en otras casas que sirvió, era
imponente. La escalera situada en el lado izquierdo de mármol blanco y la
barandilla de hierro forjado, le daba un aspecto muy elegante y suntuoso. La
lámpara de cristal veneciano y los muebles hechos a medida, exclusivos. Lujo y
elegancia por doquier. Los propietarios de la casa tenían buen gusto y también
mucho, mucho dinero.
El
criado lo acompañó hasta una sala cuidadosamente decorada. Era un despacho. Todo
allí indicaba que era el santuario de un caballero. Nada de flores, tapetes de
ganchillo o lienzos campestres. Estanterías con libros, un par de pinturas de
autores muy reconocidos, un mueble con gran variedad de licores y en el aire,
un aroma inconfundible a tabaco.
La puerta se abrió de nuevo. Randolph Lowell,
el magnate de la seda, entró.
Allen
lo observó mientras caminaba hacia el escritorio. No aparentaba los cincuenta y
cinco años. Se notaba que se cuidaba. Ni un gramo de grasa. Alto, apuesto y con
modales refinados. Un verdadero gentilhombre. La crema de la crema de la
sociedad londinense.
—Buenos
días, señor Chiksand. Antes de la entrevista, necesito ver sus referencias. Soy
un hombre muy ocupado y si no me interesan, terminaremos de inmediato –dijo sentándose.
Allen
le entregó los papeles. Lowell se puso unos lentes y leyó con atención.
Al
terminar su cara no mostró emoción alguna.
—Sus
credenciales son excelentes, señor Chiksand. Le felicito. Aunque, debo hacerle
una pregunta para discernir una duda. ¿Cuál es la razón por la cuál ha servido
ya en tres residencias y se ha despedido?
Allen,
con las manos entrelazadas tras la espalda, dijo:
—Por
supuesto, señor. Considero que un hombre debe prosperar y no conformarse con la
mediocridad. Me he esforzado en aprender para poder entrar al servicio de una
casa de prestigio, como la de usted, señor.
—¿Más
prestigiosa que la de los marqueses? –inquirió Lowell con escepticismo.
—Hoy
en día la nobleza está sobrevalorada, señor. Está anclada en el pasado y la gran
mayoría se arruinarán si no se suben al carro de los nuevos tiempos. El
progreso es el futuro y usted es el empresario más importante del país. Nadie
realiza un negocio si usted no lo considera lucrativo.
Lowell
volvió a mirar los papeles. El joven gozaba de pose distinguida, aspecto
agradable y vestía con corrección. Sin embargo, no precisaba a un mayordomo que
al poco tiempo los abandonase por conseguir un trabajo mejor. Por otro lado, ya
estaba cansado de entrevistar a tipos que no encajaban con lo que quería. Necesitaba
alguien discreto, leal e inteligente. Esas cualidades, según los informes, eran
innatas en él. Y por lo que acababa de decir, también perspicaz.
—Señor
Chiksand…
La
puerta se abrió. Una mujer de cabellos dorados, ojos azules como el mar y muy
hermosa, entró.
—Querido,
he pensado que…
Calló
al ver al hombre de pie ante la mesa de su marido. Allen también la miró. Allí
estaba ella, la mujer que durante años ocupó sus sueños. Y tras cinco años sin
verla, su belleza aún era más impactante. Ahora era más madura, más serena, más
apetecible.
—Estoy
ocupado –rezongó Lowell.
—Siento
la interrupción, señor...
—Viene
a por el puesto de mayordomo, querida. El señor Alexander Chiksand. Mí esposa
Philippa.
Ella
arqueó las cejas. Ese joven de cabellos como el fuego parecía un caballero.
—Un
empleo que espero poder obtener, señora –logró decir Allen. Desde que la vio en
el parque veinte años atrás, quedó embrujado. Se obsesionó de tal forma que se
juró que algún día sería suya. Pero era una dama. Un amor inalcanzable. Un
ladronzuelo como él jamás la obtendría. Si bien, él no era alguien que se
rendía con facilidad. Ideo un plan. Si no podía conseguirla como esposa, la
tendría de amante.
El
único modo fue introducirse en su esfera social. Y la única manera fue como
criado. Se aplicó a fondo. Aprendió y aprendió hasta alcanzar la categoría de
mayordomo; todo un hito antes de cumplir treinta años. Y ahí estaba. Pronto su
sueño se haría realidad. Pronto ese apetito que se desató al aspirar su increíble
aroma sería saciado.
—Eso
depende de mí marido. Que es demasiado exigente. Quiere lo mejor. ¿Es usted el
mejor? –dijo ella dedicándole una sonrisa que por poco le hace perder el
equilibrio.
Inspiró
hondo. Tenía que controlarse. No debía echarlo todo a rodar por un instante de
flaqueza. Y con el tono más frío que poseía, dijo:
—Sin
pecar de inmodestia, diría que sí, señora. No encontrarán mayordomo más
capacitado.
—Sus
referencias son impecables. Las mejores que han caído en mis manos. En verdad,
no podríamos exigir nada más –comentó Lowell.
—Entonces,
no hay más que hablar. Ya tenemos mayordomo, ¿no es así, querido? —dijo
Philippa.
Lowell
inspiró hondo. Cogió la campanilla y la agitó. El lacayo entró.
—Espero
no arrepentirme, señor Chiksand.
—Le
aseguro que nunca he defraudado, señor. Siempre sigo las instrucciones de mis
señores. Sean cuales sean. Mis servicios incluyen también la lealtad.
—Cualidad
que aprecio. Charles. Hemos decidido tomarlo a nuestro servicio. Todo tuyo.
Allen
acompañó al hombre, sin mirar a la mujer que
transformó su vida, pero con el corazón desbocado.
Bajaron
al sótano. Los demás empleados se encontraban alrededor de la mesa. Era la hora
del té.
—Escuchadme
todos. El señor Alexander Chiksand será el nuevo mayordomo. Por favor, pase. Le
presentaré a los miembros del servicio. La señora Felicity Gibbs, el ama de
llaves. Velma Brooks, la mejor cocinera de Londres. Su ayudante Molly Smith.
Daphne Redd, doncella personal de la
señora Lowell. Jordan Brys, el cochero y Betty Hold, la doncella.
—Un
placer –dijo Allen inclinando la cabeza.
—Por
favor, señor Chiksand, siéntese y tome una taza de té –le ofreció Velma.
Él
sonrió y de inmediato, todas las mujeres del comedor cayeron rendidas ante ese
joven de ojos del color del musgo y rostro atractivo.
La
puerta que daba al exterior se abrió y el viento gélido los golpeó.
—¡Maldita
sea, Godric! ¡Cierra! –le ordenó Felicity.
—Perdone,
señora Gibbs. Le recuerdo que aún no tengo poder para dominar a los elementos.
Betty
rompió a reír.
—No
le rías las impertinencias al mocoso. ¿Has hecho el encargo?
El
chico asintió, dejándose caer en la silla con brusquedad. Cogió una galleta de
jengibre y la mordisqueó.
—¿Está
preparado el té, Velma?
Allen
miró al tipo. Unos cincuenta años, bien parecido, esbelto y porte altivo. Por
lo visto, en aquella casa no se admitía a ningún empleado que no conjuntase con
su distinción. A excepción de la cocinera, un tanto robusta debido al
oficio.
—Zachary
Gaynor, ayuda de cámara del señor. Este será el nuevo mayordomo. El señor Alexander
Chiksand –dijo Charles.
Gaynor
se limitó a bajar un milímetro la barbilla. Cogió la bandeja y se marchó.
—Sigo
diciendo que se ha tragado una escoba –comentó Molly.
El
ama de llaves, una mujer de rostro poco agradable y adusto, le lanzó una mirada
furibunda.
—Tú
opinión, jovencita, no es necesaria. ¿Ya has comprobado como va el guiso? Esta
noche quiero cenar. Dígame, señor Chiksand. ¿Es usted de Londres?
Allen
nunca ocultó su origen. Relatar historias de penalidades y la consiguiente
superación, granjeaba múltiples simpatías. Por supuesto, omitía la profesión
materna y la etapa de cortabolsas.
—Sí,
señora. Nací en Brick Lane. Sin embargo, eso no ha impedido que me quedase en
esa cloaca. Mi lema siempre ha sido el trabajo duro. Considero que es lo único
decente que existe para prosperar.
Ella
aseveró complacida.
—Un
divisa encomiable, señor Chiksand. Es la que seguimos en esta casa. Al igual
que la lealtad. Nunca desprestigiar a nuestros señores.
—Como
debe ser –dijo Allen dedicándole una de sus mejores sonrisas.
—Si
ha terminado, le mostraré el funcionamiento de la casa –dijo la mujer, cuyas
simpatías por ese hombre tan encantador se incrementaron.
Allen
se levantó y los demás hicieron lo mismo.
—No,
por favor. Hoy pueden continuar. Terminen el té. ¿Vamos, señora Gibbs?
Tras
indicarle el funcionamiento de la casa, Allen fue a recoger sus pertenencias a
la pensión. Ya recuperadas, tras la cena, se retiró a su cuarto. Como era de
esperar, en el último piso. La planta menos confortable de las mansiones. Un
horno en verano y un glaciar en invierno. Pero para él eran un palacio
comparado con los callejones húmedos y pútridos.
Nunca
podría olvidar la primera vez que su cuerpo se dejó caer sobre un colchón de
lana y se cubrió con sábanas delicadas que olían a gloria. Se juró que nunca
más volvería a dormir entre ratas.
Y
no lo hizo.
Desde
aquel día anotó una meta más a cumplir.
El
cuarto era más espacioso y mejor amueblado que el de su último empleo. La cama
amplia, una mesita de tres cajones, una cómoda, una jofaina para el aseo
superficial y una ventana que daba a la parte trasera de la casa, a un pequeño
jardín.
Deshizo
el equipaje. Colocó la ropa en el tocador. En la mesita los utensilios para el
afeitado y del aseo personal, un par de libros, el reloj de bolsillo y la
primera moneda que ganó como chico de los recados. Era su amuleto. El incentivo
para recordarle la razón por la cuál trabajaba diecisiete horas sin descanso,
sin desperdiciar un segundo. Siempre dispuesto a aprender, a ser el mejor de
todos. A subir escalafón tras escalafón, hasta poder llegar a la meta.
Ahora
la había cruzado.
Ella
estaba en el piso de abajo. Tan cerca y tan lejos. Porque para Philippa sería
sólo el mayordomo. Ninguna dama miraba a un criado como un hombre. Él cambiaría
esa percepción. Como siempre hizo. La mujer de sus sueños le entregaría su
corazón.
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