SORBOS DE FELICIDAD
1
Dicen que hay días que uno no debe levantarse. Eso mismo
debería haber hecho. Pero lo hice. Nada más sonar el despertador salté
de la cama y fui directa al baño. Regresé al dormitorio para despertar a Roger. Nada
fuera de lo normal. Por el contrario, pura rutina. Una rutina que me llenaba de
vida. Adoraba abrir los ojos y descubrir que el hombre que amaba estaba a mi
lado. A ese hombre tan atractivo que cortaba el aliento. Nunca me cansaba de
escuchar el sonido de la cafetera ni el salto mortal de las tostadas
mientras Roger y yo comentábamos las noticias de la radio. Ni por supuesto, de
ese beso tan apasionado cuando nos despedíamos a la salida del ascensor. Era la
vida que siempre soñé y la había conseguido.
En cuanto al trabajo, tampoco podía quejarme. Lo
cierto es que nunca imaginé que terminaría como directora de diseño de una
revista muy importante de moda. En realidad, la más popular del país. Estudié
historia del arte. Pronto me di cuenta que lo antiguo, muy a mi pesar, no
interesaba a casi nadie. Tras realizar varios trabajos como camarera,
dependienta e incluso de limpiadora en una pensión de mala muerte para pagar mí
incipiente independencia del hogar paterno, mi amiga Mathilda me encontró ese
puesto tan ideal.
En la revista fue donde conocí a Roger. Era el
abogado de un cliente de la empresa. Desde un principio nos caímos bien; tanto
que a las dos semanas ya estábamos prácticamente viviendo juntos. Fue lo que se
dice un flechazo supersónico.
Por supuesto, Mathilda opinó que era un error. Consideraba
que una mujer moderna e independiente no podía atarse a un hombre, fuese
estupendo o no.
Hice oídos sordos y continué viviendo una pasión
desenfrenada. A los veinticinco ya había tendido dos relaciones serias y no
salieron bien. Con Roger sería distinto. Nos compenetrábamos en todos los
sentidos. Ahora sabía que era el amor de mi vida. El tiempo lo confirmó.
Cuatro años de convivencia sin un altercado, compaginándonos como dos piezas de
un puzzle encajando al milímetro. Roger me proporcionaba todo. Pasión,
felicidad, estabilidad. Lo único negativo era la insistencia de sus padres en
que debíamos formalizar la relación.
Lo cierto era algo que no me obsesionaba. Cierto es
que de niña imaginé mí boda, supongo que como todas. Vestido blanco de
princesa, muchas flores y cientos de invitados. Lo normal. Sin embargo, tener
hijos, formar una familia, sí entraba en mis planes. Pero no quería forzar la
situación. Éramos aún jóvenes, con un trabajo que nos absorbía. Habría tiempo.
Eso pensaba hasta el momento en que todo sucedió.
Tras despedirme de Roger me encaminé hacia la
editorial. Aquella mañana debía encargarme de diseñar el decorado para la
colección de la afamada diseñadora Evelina Montés. Y estaba entusiasmada, pues
mi prestigio iba en auge y me dejó mancha ancha. Seleccioné unos muebles
antiguos exquisitos y lujosos cedidos por la prestigiosa casa de subastas
Artgold; acompañados por cortinas de seda escarlata y lámparas de lágrimas
relucientes. Quedarían unas fotos divinas. El mejor publirreportaje de todos
los tiempos.
Sumida en ensoñaciones suntuosas no me percaté del
tumulto ante la puerta.
—¡Melissa! ¡Dios! ¡Esto es una catástrofe!
Miré a Mathilda y seguidamente al edificio en busca
de las llamas que habían provocado que todos los empleados estuviesen en la
calle. Ahora sonarían las sirenas y una horda de bomberos macizos llegarían
para salvar el edificio. Mathilda aprovecharía la ocasión para ligar con uno y
con toda seguridad, acabaría atrapado en su anzuelo. Tenía una gran facilidad
para conseguir al hombre que deseara. Mi amiga era preciosa y encima
simpatiquísima. El tipo de chica que estimulaba la envidia de las demás. Pero no
ligaría con ningún bombero. No había fuego. Así que pregunté.
—¿Qué ocurre?
—¡Rose es una… una… zorra!
Miré perpleja a mí amiga. Tiré de ella y la aparté
del grupo.
—Mathilda, por el amor de Dios. Sé que nunca ha sido
santo de tu devoción. Tampoco del mío, la verdad. Ya sabes que opino que es una
gilipollas arrogante. Pero te has pasado. Espero que este ataque de locura que
te ha dado no llegue a sus delicados oídos o te pondrá de patitas en la calle. Y
te recuerdo que este trabajo te entusiasma; a parte de no estar mal renumerado.
—¡Eso mismo es lo que ha hecho! –exclamó con ojos
iracundos.
—¿Te ha echado? ¿Es por eso que todos están aquí
apoyándote? ¡Cielos! Todo un detalle. Es evidente que te aprecian mucho. Y no
me extraña…
—¡Por la Virgen Santa, Melissa! ¡Cállate! No
entiendes nada.
—Si no me lo explicas…
—Rose ha dejado la revista en la bancarrota. Mejor
dicho, se ha largado con un montón de pasta a uno de esos paraísos fiscales donde
no hay extradición. La policía judicial está registrando el edificio. ¡La muy
cerda nos ha dejado en la estacada! ¿Entiendes ahora?
Noté como el color escapaba de mis mejillas.
—¿Qué? No puede ser.
—¡Que estamos en el paro, cielo! Otra vez a
patearnos empresas y ha rellenar curriculums. ¡Mierda!
Saqué el móvil y llamé a Roger. Desconectado. Estaría
volando ya hacia Manchester. Tenía una reunión importante con un cliente. Por
lo menos, pensé, él no dependía de la revista. Hubiese sido un desastre prescindir
de los dos sueldos. No éramos precisamente hormiguitas. Más bien cigarras que
gozaban de los placeres que nuestra economía nos permitía disfrutar. Ahorrar no
era lo nuestro. Nuestras preferencias se decantaban por buenos restaurantes,
teatro y ropa de marca.
—Se va a quedar patidifuso cuando se entere –dijo Mathilda.
Miré a mis compañeros que ofrecían un aspecto
desolado. No era para menos.
—No puedo creerlo. ¿Cómo ha podido hacer esto?
Mathilda levantó los hombros.
—Esa mujer siempre me dio mala espina. Arrogante,
déspota y amante del lujo. Tanto que, imagino que el salario, que por cierto
era desorbitado, no le alcanzaría para los caprichos de miles de libras. Y como
es una víbora, no le ha importado nuestro futuro. Si la tuviese delante le
arrancaría esos ojos de arpía que tiene. ¡Maldita sea, Melissa! No me apetece
comenzar de nuevo el calvario de ir llamando a las puertas. ¡Y qué demonios! A
pesar de esa bruja me gustaba mí trabajo.
—Ellos lo tienen peor –dije mirando a los empleados
más maduros. Tenían familias que dependían de ellos, hipotecas y una edad
difícil para encontrar de nuevo un empleo en los tiempos que corrían.
—Es verdad –admitió Mathilda. Sacudió la cabeza y
dijo: Mañana tenemos que personarnos en comisaría y exponer la situación junto
al enlace sindical. Bueno. En realidad, no es necesario. Con unos cuantos
bastará. Y ya hay muchos voluntarios. Así que, podemos librarnos. ¿Vamos a
tomar un café? Aquí ya no hacemos nada.
—Si no te importa, prefiero ir a casa. Estoy
demasiado conmocionada y me ha entrado un terrible dolor de cabeza. Necesito
asimilar esto.
Mathilda me dio un beso en la mejilla.
—Te llamo.
2
Tomé el autobús. Me parecía que estaba viviendo una
pesadilla. Por fin había logrado un trabajo con el que disfrutaba y de un
plumazo, ya no existía. Y estaba segura de que no volvería ha encontrar nada
parecido. Mi futuro laboral se encaminaba por un sendero envuelto por la niebla
gris y fría. Y también mi trayecto. Ensimismada no me percaté que me había
equivocado de línea y para postre nos metimos en un atasco.
Miré a través de la ventanilla. La gente iba de un
lado a otro caminando a paso ligero. Londres era una ciudad que provocaba
prisas. Pero me encantaba esa velocidad tan distinta a la que imperaba en Saint
Ives, mi pueblo natal. Un lugar tan minúsculo que prácticamente todos se
conocían. Ahora me sentiría muy incómoda sin la libertad que daba el anonimato.
Al pensar en ello me dije que hacia mucho tiempo que
no visitaba a la abuela. Demasiadas ocupaciones.
Solté una risa profunda. Ahora sí tendría tiempo.
Era una desempleada sin nada que hacer. Convencería a Roger para que se tomase
unos días libres.
Difícil meta. Mi prometido aún estaba más ocupado
que yo. Un cliente tras otro y múltiples viajes. Se estaba convirtiendo en un
abogado de prestigio. Estaba convencida que en unos meses lo harían socio del
bufete. Eso significaba mucho más salario. Una seguridad para el futuro de
nuestra relación. El incentivo para pensar seriamente en la boda y los hijos.
La verdad, me desdigo de lo dicho antes y confesaré que siempre soñé con ello.
Un marido guapo, listo y tremendamente enamorado; que al ver a la novia vestida
de princesa, se le llenarían los ojos de lágrimas. Un tiempo después, la risa
de nuestra pequeña, porque tendría una niña, resonaría por nuestra casita en
las afueras, con jardín, piscina y perro. La raza no la tenía aún zanjada. Lo
que sí sabía era que nada de enormidades. Uno pequeño para poder llevarlo
conmigo siempre que se me antojase en uno de esos bolsitos tan chic. En pocas
palabras, sería la mujer más envidiada del mundo.
Volví a marcar. Nada. Desconectado.
El autobús arrancó. Falsa alarma. Unos miserables
metros. Los pasajeros comenzaron a impacientarse. Unos miraban el reloj cada
dos segundos, otros hablaban por teléfono, unos pocos comentaban su enojo en
voz alta y los más tranquilos no levantaban la vista del libro o el periódico. Me
enfrasqué en el exterior. Un hotelito al viejo estilo inglés me recordó las
enormes ganas de irme lejos. Un país exótico no estaría mal. Hamaca, playa
blanca, sol y mar esmeralda. Calor para olvidad los días fríos de Inglaterra. Un
plan perfecto, digno de un reportaje de los que ponen en la tele para ponernos
lo dientes largos.
Las ensoñaciones se rompieron en mil pedazos al ver
a la pareja entrelazada que abandonaba el hotel. ¿Roger? No claro que no.
Estaba subido en un avión rumbo a Manchester. No era más que la confusión que
estaba soportando debido al golpe atroz por la pérdida del trabajo.
Sin embargo, a pesar de que mis sospechas no estaban
para nada fundadas, la maldita duda persistió. Me levanté a toda prisa e insté
al conductor que abriera la puerta. Bajé
y eché a correr. La pareja paseaba tranquilamente. Bueno. No tan
tranquilamente. Cada dos por tres se besaban y después reían dichosos; mientras
mí corazón palpitaba cada vez más deprisa.
No podía ser él. No. Pero caminaba como él, reía
como él y llevaba el mismo abrigo. ¿Casualidad? El mundo estaba lleno de ellas.
¿Verdad? Dicen que hay un doble tuyo por ahí. Incluso cabía la posibilidad de
que Roger tuviese un hermano gemelo y él no lo supiese. Las conspiraciones de
los gobiernos estaban a la orden del día. Puede que fuese un experimento de clones.
Los desperdigaban por la ciudad y comprobaban como se comportaban con la
sociedad. Y ella había sido elegida para este fin. Seguro que había cámaras
para controlar su reacción.
No tenía remedio. Como siempre, fantaseando. Lo que
estaba ocurriendo era muy real, no una película de serie B para las tardes
soporíferas de un domingo.
El corazón se me partió en mil pedazos cuando se
detuvieron ante un escaparate. El rostro tan conocido se reflejó en él. Era
Roger. Mí Roger.
Mis ojos siguieron a la pareja, que ajenos al dolor
que provocaban, continuaron paseando con ese aire que tienen los enamorados.
Roger. Mi Roger, la miraba con esos ojos brillantes que ya no refulgían de
igual modo por mí. En ese momento me di cuenta que de ello.
¿Qué debía hacer? ¿Seguirlos? ¿Encararme con ese
traidor? ¿Matarlo? No pude hacer nada. El cuerpo se me quedó agarrotado.
Solamente mis ojos mantuvieron vida para derramar lágrimas amargas.
No me importó que los transeúntes me miraran con ese aire
que se adquiere cuando se encuentran con algo imprevisible, fuera de su
ubicación natural. Seguí llorando, preguntándome la razón de que el hombre que
amaba me hubiese traicionado. Nada en su comportamiento hizo presagiar ese
desenlace. Nada indicó que su amor se hubiese debilitado. Continuaba tratándome
de ese modo que te llenaba de felicidad todos los días.
Entonces, ¿por qué? Lo cierto era que la
arrebatadora pasión de los inicios se había calmado, pero nuestra vida sexual
continuaba siendo muy satisfactoria. Era lo normal tras pasado el tiempo, ¿no?
A pesar de ello, no era nada rutinaria. Por el contrario, Roger me hacía el
amor en cualquier rincón de la casa. ¿Acaso era de ese tipo de hombres que
necesitaba nuevas emociones? ¿O puede que siempre mantuvo esa doble vida? ¿Estaba conviviendo con un experto farsante?
¿O tal vez yo era una mujer fácil de manipular?
Esto no podía estar pasando. No era posible que la
vida se hubiera confabulado para inflingirme tan insoportable dolor. No lo
entendía. Me consideraba una buena chica. No era envidiosa. Ni retorcida. Por
el contrario, me gustaba ayudar a los demás. Y lo más sorprendente, nada
chismosa. ¿Por qué a mí?
El sonido del teléfono me volvió al mundo real. Miré.
—Mathilda. Ha ocurrido algo terrible. Te necesito.
Ven. Por favor, ven casa –le supliqué.
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