MIEDO A AMAR
Cuando bajó del taxi miró la casa. Nada
había cambiado. El jardín, el estanque, el viejo roble, la inmensa magnolia
bordeando el pórtico. Se había detenido en el tiempo. Únicamente ella era
distinta. La muchacha que partió veinte años atrás ya no era una soñadora.
—¡Ha llegado Laura! —exclamó una chica de
cabellos dorados mientras bajaba la escalinata.
—¿Carlota? ¡Díos mío, como has crecido! —se
asombró Laura mientras era abrazada con efusión por su sobrina.
El mayordomo se acercó a ellas y cogió el
baúl.
—Bienvenida, señorita.
—Gracias, Julio.
Laura ascendió los escalones con lentitud.
Su madre la aguardaba con el mismo porte recatado que siempre la caracterizó.
Soledad Alqueriza jamás mostraba los sentimientos en público. De bien niña le
enseñaron que era vulgar. Y ellos pertenecían a la crema de la alta sociedad.
—Mamá —musitó su hija dándole un beso.
—Supongo que el viaje te habrá cansado.
Marta te ha preparado un té. Jaime, sube el equipaje de la señorita a su
antigua habitación.
Entraron en casa. Allí tampoco nada había
sido modificado. La tradición, las normas eran inamovibles para los Alqueriza.
—Y bien. ¿A qué se debe esta repentina
visita? —le preguntó su madre alcanzándole la taza.
—Ramón tenía que asistir a un congreso
durante dos semanas a San Francisco y no me apetecía ir. Pensé que sería
agradable pasar unos días en compañía de la familia. Hacía mucho tiempo que no
nos veíamos.
—¡Tres años! —le recordó Carlota dejándose
caer en el sofá.
—Querida, no seas tan tosca. Eres una
señorita de buena familia. La espalda recta y movimientos suaves —le recriminó Soledad.
—Sí, mucho tiempo. Te dejé siendo una cría
y ya eres toda una mujer, Carlota —dijo Laura sorbiendo el té.
—Y una mujer comprometida —le informó la
muchacha.
—Con un muchacho estupendo. De buena
familia, responsable y futuro médico, como todos los varones de su familia
desde hace doscientos años —añadió Soledad sonriendo por primera vez desde que
su hija había llegado.
—Alguien adecuado, por supuesto —musitó
Laura.
—Hoy lo conocerás. Le hemos invitado a la
cena que se hace en tu honor, incluidos sus padres. Los conoces. Alberto es
hijo de Andrés Muntaner —dijo su
sobrina.
Laura se quedó unos instantes anclada en el
pasado, cuando Andrés, bajo las magnolias le pidió que se casara con él, que
abandonara a Ramón porque no le convenía.
—¡Oh, no hacía ninguna falta! —dijo al fin.
—Nuestros amigos desean verte, querida. Es
lógico, pues eres cara de tratar.
—Las obligaciones y la distancia dificultan
muchas cosas, madre. Aunque, vosotros también podríais venir a Nueva York. ¿No
te parece?
—Nosotros iremos en nuestra luna de miel.
Si no te importa.
—En absoluto. Será un gran placer.
—¡Seremos la envidia de la ciudad! Todos
desean estar al lado de una mujer tan importante. Tienes un marido guapo,
riquísimo y que te adora; y no digamos las amistades que te rodean. ¡Hasta cenaste
con el presidente! Una vida realmente envidiable.
—Laura tuvo muchos pretendientes, algunos
inadecuados, sin embargo al final supo elegir al hombre correcto. Como tú has
hecho —dijo Soledad.
—Alberto es el sueño de toda mujer. Cuando
lo conozcas me darás la razón —dijo Carlota entornando los ojos.
—¡Aquí está mi querida hermana! Y tan guapa
como siempre. Diría que más. ¿Cómo logras mantenerte tan esbelta y joven?
¿Acaso has pactado con el diablo?
Laura miró a la mujer de cabellos rojos que
entraba con un chiquillo en los brazos seguida por una niña con el rostro
cubierto de pecas y se levantó corriendo para abrazarla.
—¿Es éste mi nuevo sobrino? ¡Es precioso! —dijo
acariciándole la mejilla —. Y está debe de ser Susana. ¿Verdad? Estás muy alta.
—Julia, a diferencia de otras, tiene una
gran familia. No comprendo porque no habéis tenido hijos —dijo Soledad.
Laura dejó de sonreír.
—Mamá, por favor, no empieces —le recriminó
Julia dejando al pequeño sentado sobre la alfombra.
—Tía Laura ha estado muy ocupada atendiendo
a su marido. Supongo que pronto se decidirán a darte nietos. Aún son jóvenes.
¿No es así? —dijo Carlota revolviendo el cabello ensortijado de su
hermano.
—Sí —susurró ella.
—¿Y por qué no has ido a Tokio? ¡Yo no lo
hubiese dudado! Adoro viajar, aunque no he podido hacerlo a menudo. Por los
niños, por supuesto —suspiró Julia.
—Yo también tardaré en tener hijos. Primero
quiero disfrutar de mi marido y de la vida, como lo ha hecho tía Laura — dijo
su hija.
—La vida no puede planearse, Carlota. Es
impredecible y a veces cruel —le recordó Laura.
—¿Y ha ido solo? —quiso saber su hermana.
—Supongo que lo acompaña su secretaria.
—¡Uy! Eso es peligroso, querida.
—Por favor, Julia. Ramón es un hombre
responsable y jamás engañaría a Laura. Es todo un señor —se escandalizó
Soledad.
—Que se codea con lo mejorcito del mundo —apuntilló
su nieta lanzando un sonoro suspiro.
—¿Es cierto que cenaste con la reina de
Inglaterra? —se interesó Julia.
—Simplemente compartimos un saludo y la
mesa junto a otros ochenta invitados.
—¡Simplemente, dice! —exclamó Carlota.
—Si me disculpáis, me retiro. Estoy
realmente cansada — dijo Laura, levantándose.
—La cena será a las nueve en punto—le
informó su madre.
Laura abandonó el salón y entró en su antiguo
cuarto.
Como el resto del entorno la habitación
estaba como el día que dejó la casa para convertirse en la señora Aguiló, digna
de una adolescente. Colcha rosada a juego con las cortinas. En el tocador
seguían expuestos los frascos de perfume y algunas cintas para el cabello. Nada
de cosméticos para embellecer el rostro. Su madre jamás permitió que los
utilizase hasta que cumpliese la mayoría de edad. Las señoritas educadas y
decentes no se comportaban como una desvergonzada, ni andaba con muchachos más
allá del anochecer.
Aún podía recordar lo emocionada que se
sintió cuando Ramón se fijo en ella, en una chiquilla recién salida del
instituto, inexperta en el amor y en la vida. Pero él se encargó de enseñarle
todos sus secretos, por supuesto tras la boda. Jamás habría osado entregarse
antes. La educación recibida así se lo inculcó. Una formación estricta que a
pesar de los años transcurridos todavía lograba reprimir muchos de sus deseos.
La diferencia de edad, Ramón le llevaba quince
años, no escandalizó lo más mínimo a Soledad Alqueriza. En realidad, fue ella
quién los presentó. Había llegado a la ciudad para concertar un negocio con su
marido. Como mujer inteligente y astuta, vio en los ojos de Ramón el deseo por
esa chiquilla a punto de convertirse en una joven hermosa. A partir de ese
momento, sus estrictas normas quedaron borradas de un plumazo. Permitió que
Ramón la invitase a cenar, a acompañarlo a fiestas en su honor e incluso que la
besase en el porche. Por supuesto, indicándole que jamás cediese a algo mucho
más comprometedor. Decía que los hombres se desencantaban en cuanto conseguían
lo que anhelaban. Nada de sexo ni caricias osadas hasta la boda.
En aquellos días, para una adolescente,
convertirse en la mujer de un hombre tan poderoso y atractivo, era un imposible
y creyó morir de placer cuando él le pidió la mano.
Pero
la que estaba más encantada con la idea de que la mayor de sus hijas se casara
con el mejor partido inimaginable era su madre. No se opuso a que contrajeran
matrimonio cuando ella cumplió dieciocho años y organizó una boda espectacular. Ramón era tan
inmensamente rico que no escatimaron en lujos y excentricidades. Quinientos
invitados y muchos llegados de todos los rincones del mundo. Tenía un marido
guapo, inteligente y sumamente atento que la adoraba. Y ella se sintió la mujer
más dichosa de la tierra.
Sí. Lo había sido hasta que dos días atrás
cuando lo vio en el parking del hotel Ritz en compañía de su secretaria. Y no
precisamente por asuntos laborales. La actitud cariñosa no daba lugar a dudas.
Hacía tiempo que la pasión entre ellos
había decrecido. Circunstancia que encontraba lógica entre las parejas que
llevaban varios años juntas, pero nunca pensó que se debiera a que él la
engañara con otra o probablemente con muchas más. Ramón era atractivo y deseado
por mujeres infinitamente más jóvenes y hermosas que ella, que podían ofrecerle
lo que una esposa jamás practicaba con su marido cuando hacía el amor.
Lo más sorprendente fue descubrir que ver a
Ramón besar a Luisa con ansia no le produjo el dolor esperado. Lo único que
sintió fue miedo. La perfección de su vida se estaba tambaleando. ¿Qué se
suponía que debería hacer ahora? ¿Dejarlo? ¿Hacer ver que no sabía nada?
Durante veinte años estuvo pendiente de él, protegida por el hombre que ahora
la traicionaba. La vida había transcurrido a su alrededor olvidándose de la
suya propia. No sabría caminar sola.
La fotografía de su boda estaba sobre la
mesilla. Laura la tomó entre las manos. Su sonrisa no evidenciaba los nervios y
miedo que pasó por no estar segura de como comportarse. Nadie pudo imaginar que
la novia fue la única que no disfrutó ni un instante. Tuvo miedo de no estar a
la altura que exigía ser la esposa de un hombre tan importante y poderoso. Pero
ahora comprendía que fue por otro motivo muy distinto.
Rompió a llorar.
El adulterio le había abierto los ojos. No
amaba a su marido. En realidad nunca lo quiso. Ramón fue el sueño de una
adolescente que cayó rendida ante la brillantez del hombre experto y deseado
por medio mundo. Durante su matrimonio vivió inmersa en una mentira y lo peor
de todo era que, continuaría viviéndola. No se sentía capaz de dejar a Ramón,
de organizar un gran escándalo. La maldita educación que su madre le inculcó
pesaba como una losa y que tal vez fue el motivo de su fracaso matrimonial.
2
La cena resultó ser más agradable de lo
imaginado gracias al prometido de Carlota. Alberto era un muchacho encantador,
divertido y tan guapo como le había descrito su sobrina. Alto y atlético, con
unos inmensos ojos azules y deseó que Carlota no acabara decepcionada con el
transcurrir de los años como ella.
—Por fin he conocido a la famosa Laura
Aguiló. He oído hablar mucho de usted y he de decir que gana mucho en persona.
Las fotografías de las revistas no le hacen justicia —le dijo Alberto
sentándose junto a ella en el porche.
—¿Tan vieja me ves? Por favor, tutéame —le
pidió Laura sonriendo.
Alberto la estudió detenidamente. Laura era
una mujer realmente atractiva, con unos ojos verdes enmarcados por cabellos
rojos como el fuego y un cuerpo perfecto a pesar de acercarse a la cuarentena.
Una mujer espectacular. Elegante e inteligente.
—¿Vieja? ¡No, por favor! Eres una mujer muy
hermosa, tal como me comentaron, y joven.
—Comparada con un muchacho de veintiséis
años me siento una anciana. Me han dicho que has hecho medicina. ¿Qué
especialidad?
—Ginecología.
—Nosotros preferíamos algo más… Digamos
prestigioso —opinó su padre.
—Considero que cuidar de la salud de las
mujeres es un trabajo encomiable.
—Y de los niños que vienen al mundo también
—apuntilló Julia.
—¿Te queda mucho para terminar el Mir?
El rostro de Alberto se tornó serio.
—Dos años.
—Lo dices como si fuese una condena —rió
Laura.
—Muchas veces lo es.
Laura miró hacia el cielo estrellado y su rostro
dibujó una sonrisa nostálgica.
—A mí me hubiese gustado estudiar, pero me
casé joven. Demasiado.
—De lo cuál no debes estar arrepentida. Te
has convertido en una esposa digna de un hombre notorio. Tu vida es envidiable —opinó
su madre.
—Espero poder proporcionarle a Carlota
tanta felicidad — dijo Alberto.
La muchacha tomó su mano y sonrió
ampliamente.
—Ya me la estás dando.
Laura estudió al joven. Era el típico
muchacho de buena familia, educado, con un porvenir envidiable y una prometida encantadora como Carlota; sin
embargo sus ojos azules no brillaban. Una neblina los empañaba y se preguntó el
motivo de su insatisfacción.
—La velada está siendo de lo más agradable.
Pero es más de media noche. Hora de que Cenicienta se retire —dijo Soledad.
Sus invitados, a excepción de Alberto,
también se marcharon.
Carlota lo miró con adoración.
—Dime, tía. ¿Qué opinas de mi prometido?
Ella soltó una risa cristalina.
—Como comprenderás, ante su presencia, mi
boca está sellada.
Su sobrina se levantó.
—Vuelvo enseguida.
Alberto se sirvió un poco de oporto.
—¿Te apetece?
Ella aceptó.
—¿De verdad deseas ser médico? — le
preguntó.
—¡Naturalmente! —dijo él con exagerado
énfasis.
—Te he preguntado lo que tú quieres. No es
lo mismo, ¿sabes?
—Y he respondido. Mi mayor meta es terminar
la carrera, crear una familia junto a mi novia y ser feliz el resto de mis
días. Nada espectacular, como puedes ver.
—Me alegro que tengas las ideas claras. No
todo el mundo tiene tanta seguridad sobre su futuro. Mí sobrina es una chica afortunada.
—¿Así que la gran Laura me da su
aprobación?
—Solamente mi sobrina tiene el derecho a
elegir. Pero te diré que, conociéndola, sé que ha encontrado al mejor hombre
para ella.
Carlota regresó y al oírla besó la mejilla
de Alberto.
—¡Es cierto! ¿No te parece un encanto, tía?
Voy a casarme con el chico más guapo de la ciudad.
—No exageres —musitó él enrojeciendo.
—Únicamente digo la verdad y en dos años
será el mejor médico. ¿No es así?
Alberto asintió y el abatimiento que ya
mostró unos minutos antes volvió a apoderarse de su rostro.
—Hace una noche preciosa. Iremos a dar un
paseo por el jardín. ¡Vamos! —dijo Carlota tomando la mano de su prometido.
Laura los vio alejarse con preocupación. El
chico era perfecto, sin embargo no le gustó esa falta de entusiasmo que se
desataba cada vez que alguien le recordaba los estudios. Tal vez una carrera
elegida por tradición que no deseaba. Y eso, no era nada bueno. No para que un
matrimonio fuese dichoso.
Suspiró hondamente y entró en casa. Subió a
la planta de arriba. La puerta del cuarto de su madre estaba abierta. Soledad
estaba leyendo. Al escuchar a su hija alzó la mirada.
—Laura.
Su hija entró.
—¿Qué te ha parecido Alberto? Hacen buena
pareja, ¿verdad? —dijo Soledad.
—Sí.
—Mi nieta será muy feliz, como tú lo eres.
Aunque espero que me dé bisnietos.
—Mamá, por favor. Deja el tema —le pidió
Laura.
—¿Por qué? Es lógico que un matrimonio
tenga hijos. ¿Acaso no puedes tenerlos?
—Estoy sana, mamá. ¿Crees realmente que
Alberto quiere ser médico?
Soledad la miró estupefacta.
—¡Por supuesto! Ningún Muntaner ha sido
otra cosa. Lo llevan en los genes.
—Alguna vez alguien debe de romper la
tradición.
—Los de nuestra clase jamás o llegaríamos a
convertirnos en plebe.
Laura sacudió la cabeza con incredulidad.
—Mamá, los tiempos han cambiado. Ya nada es
como antes.
—Aquí sí. Y no seremos los Alqueriza
quienes rompan las normas, como lo ha hecho la loca de Beatriz. ¿Ya te has
enterado que se fugó con el jardinero? Dejó a Borja dos días antes de la boda.
Sus padres hace casi dos meses que no salen de casa. No han querido ni asistir
a la cena. ¡Están destrozados! Pero esa loca regresará. Está acostumbrada al
lujo y ese desgraciado no podrá hacerla feliz.
—El dinero no lo es todo.
Soledad sacudió la cabeza con condescendencia.
-Hija, es fundamental. Ninguna pareja sobrevive a las
penalidades.
—Y tampoco sin amor.
—El amor es dañino. Cuando éste termina se
desmorona todo. En cambio, si una pareja se une por afinidades, proyectos
futuros mutuos, perdura.
Laura la miró incrédula.
—¿Me estabas diciendo que te casaste con
papá sin estar enamorada?
—Tu padre y yo teníamos gustos similares,
las mismas aspiraciones. Eso nos bastó y con el tiempo aprendimos a querernos.
Lo mismo que tú, hija.
—No, mamá. Yo quería a Ramón con toda mi
alma — puntualizó Laura.
—Una excepción.
—¡No puedo creer lo que estoy escuchando!
¿Qué me dices de Julia? Ama a Roberto.
—Se casó con él porque era el mejor
candidato. Acertó. Ya ves que forman una pareja estable. Sus hijos viven en un
hogar sereno, sin altibajos. Además, ella nunca se tomó la vida con tanta
pasión como tú.
—¿Papá te engañó alguna vez?
Soledad sonrió divertida.
—¿Tú padre? ¿Alguien de tan firmes
convicciones morales? ¡Imposible!
—¿Y si lo hubiese hecho? ¿Le habrías
perdonado?
Soledad lanzó un suspiro.
—Los hombres son distintos a nosotras.
Tienen necesidades y deben desahogarse. El sexo no es un motivo importante para que destruya una relación.
¿Si tu cuñado tuviese un tropezón piensas que sería aconsejable que Julia
rompiera su matrimonio, su familia? No, Laura. Los hijos son muy importantes.
Claro que, tú eso no puedes comprenderlo.
Laura pensó que su madre estaba equivocada.
Ella nunca fue apasionada. Siempre actuó con calma, sopesando cada acción antes
de realizarla. Del mismo modo frío decidió que su esposo tenía razón al
aconsejarla que no debiera tener hijos hasta que el ritmo frenético de sus
vidas se calmara.
Ahora ya no los tendría. No por la edad. A
los treinta y ocho años podía ser madre perfectamente. No le apetecía tener un
hijo con el hombre que la había decepcionado.
No aparentaba los años que ya tenía. Su
rostro continuaba sin una arruga y el cuerpo tan estilizado como cuando era una
adolescente. Únicamente sus ojos ya no eran los mismos. Habían perdido la ilusión,
ese entusiasmo que vio reflejado en la mirada de la secretaria de su marido.
Ese ingrato no merecía su sufrimiento.
Incluso pensó en la venganza, en dañarlo como él lo había hecho. Podría
buscarse un amante, así el respetable señor Aguiló sentiría en su propia carne
la humillación del engaño. ¿Qué diría entonces? Sobre todo si la alta sociedad
se enterara, como seguramente ya lo estaba de su relación con esa zorra de
Luisa.
Imaginó las burlas de todas esas grandes
damas que la envidiaban. ¿Cómo había podido hacerle eso Ramón? Siempre confió
en él y ahora se sentía incapaz de regresar a su antiguo modo de vida. No
soportaría los cuchicheos y mofas. Ella tenía dignidad. Lo abandonaría. Pediría
el divorcio.
Y después, ¿qué?, pensó. ¿Volver a
comenzar? ¿Buscar un amor real? A sus años eso era una quimera. Los hombres que
le correspondían solían enamorarse de jovencitas, no de mujeres que estaban a
punto de alcanzar la cuarentena. Tal vez su madre tenía razón. Si la aventura
de Ramón, era eso, una simple aventura, no debía precipitarse. Tenía dos
semanas para recapacitar, para decidir lo que más le convenía.
—Es tarde, mamá. Buenas noches.
—Que descanses, hija.
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