sábado, 8 de abril de 2023

UN VERANO CON TÍA CLAUDIA


 UN VERANO CON TÍA CLAUDIA

CAPÍTULO 1

 

 

Con la muerte de papá descubrí la existencia de tía Claudia. Mis padres nunca me hablaron de ella.

Papá digamos que no fue un hombre que podría considerarse ejemplar. Adoraba el vino y la butaca gastada que presidía la destartalada sala, lugar en el cuál permanecía cuando estaba sin trabajo, que era la mayor parte del tiempo. Tal vez por esa razón mamá acabó harta y se largó sin importarle lo que dejaba atrás, aunque eso  incluyera el abandono de su hijo.

En cuanto a mi tía ignoro el motivo de su desinterés por la familia. Aunque, lo que quedaba claro era que ella nunca permaneció del todo ajena a nuestras vidas. Su presencia así lo confirmaba.

En un principio su llegada me causó cierto alivio. Cualquier familiar evitaría que fuese a parar a un centro de menores. Estaba seguro que me consumiría encerrado cumpliendo normas, castigos y vejaciones de unos funcionarios fríos y distantes con críos por los cuáles no sentían el menor afecto. Yo era un espíritu libre.

Sin embargo, el aspecto de tía Claudia, severo e intransigente que mostró ante mis amigos me hicieron temer que las cosas no iban a ser mucho mejores.

Por un instante pensé en largarme, alejarme de esa mujer con aspecto de institutriz inglesa, pero ¿adónde? Papá no dejó ni un céntimo y francamente, la expectativa de vivir en la calle junto a los desgraciados que llenaban el “Callejón podrido”, no me pareció la mejor solución. Así que, tras el sepelio (del todo patético por el escaso número de asistentes) aguardé con ansia su decisión.

El cuerpo de tía Claudia, delgado y seco enfundado en un vestido negro muy parecido al de una amantis religiosa, se desplomó en la butaca de papá esbozando una mueca de desagrado ante la mugre que la cubría.

—Albert, es duro perder a un ser querido y sé que en estos momentos la tristeza te invade, pero te aseguro que lo superarás  —dijo.

Lo que voy a confesar es muy probable que escandalice a más de uno, pero su pérdida no me afectó demasiado. Hacía un par años que entre papá y yo no existía el menor afecto cuando comprendí que su adición a la bebida no fue producida por el abandono de mamá, si no por su debilidad. La lástima que sentí hacia él dio paso al desprecio y nuestra relación se limitó a la de dos extraños que compartían piso.

—Te hablaré claro. Aunque no esté bien hacerlo en estas circunstancias, sin embargo es la verdad. Luís estaba lleno de defectos. Era débil y cobarde. Por eso se destrozó la vida. Le advertí que no debía casarse con tu madre y mucho menos mudarse a Londres cuando naciste. Le dije que esa mujer acabaría por abandonarlo, y así fue. Ella nunca se adaptó a las obligaciones familiares. Es lógico. Los ingleses son raros, no sienten apego por los suyos. ¡En fin! Todo eso pertenece al pasado. Ahora debo cuidar de ti. No creas que me complace, todo lo contrario. Estoy acostumbrada a vivir sola y tu compañía en la casa será un estorbo. De todos modos no podemos olvidar que somos familia y debemos ayudarnos. ¿No es así?

Asentí sin demostrar demasiado entusiasmo.

Sin embargo, las palabras que siguieron a esa amenaza me hundieron en el peor de los infiernos.

—Hoy mismo partiremos. He dejado resueltos todos los asuntos. En unos días el transportista traerá las cosas que no he desechado. No tardarás en hacer el equipaje. Total —añadió dando una ojeada al armario—aquí no hay nada que merezca la pena llevarse al pueblo. Ya te compraré un nuevo ropero.

¿De qué demonios hablaba? ¿Acaso creía que un chico de ciudad iba a largarse al campo? Yo estaba acostumbrado a deambular por el muelle, a codearme con marinos y cargadores en tascas que olían a aceite refrito y a sardinas, a perderme en calles estrechas que rezumaban humedad llenas de gente variopinta y de mal vivir. ¡Ni hablar!

Tía Claudia esbozó una sonrisa conciliadora.

—No pongas esa cara. Allí estarás mucho mejor. Este barrio es una cloaca. La mayoría de los que viven aquí son delincuentes y mujeres que... ¡En fin! Ya sabes. Y no quiero que acabes en la cárcel. Así que, recoge tus cosas. El autocar sale dentro de una hora.

Las materias incandescentes estallaron en mi interior con la amenaza de una erupción inminente. Quise gritar que aquella solución me parecía una mierda, decirle que me gustaba el barrio y la gente que lo poblaba; que sin el bar de Toño y el billar moriría de aburrimiento. Que prefería la compañía de mis disolutos amigos a la de unos palurdos, por muy decentes que fuesen.

El estallido fue una falsa alarma. Con la docilidad del perro que ha sido abandonado obedecí cada orden. Escuché cada palabra mientras vaciaba el armario.

—¿No te llevas la fotografía?  —me preguntó.

La imagen de mis padres rodeada por un marco dorado, que evidentemente desentonaba entre aquellas paredes decoloradas por la humedad, ofrecía el aspecto de la felicidad. Una dicha que con el tiempo llenó de oxido los barrotes de la celda que compartieron. No deseaba llevármela a mi exilio, su constante presencia me traería recuerdos de una vida, nada fantástica, pero que sin embargo estaba seguro que añoraría. De todos modos, dejé caer la fotografía sobre la ropa junto al transistor.

Al cruzar la puerta, seguramente por última vez, miré lo que hasta entonces fue mi hogar.

Para ser sincero, aquello se parecía más a una cuadra que a una casa; y eso que tía Claudia la adecentó un poco limpiando cada rincón. Tarea que consideré del todo inútil puesto que nada podía mejorarla. Las grietas surcaban las paredes y el techo. Su avance imparable acabaría por derribar el edificio. Yo no estaría allí, sin embargo, el terremoto que provocó mi tía me hundió bajo los escombros de la impotencia impidiendo que pudiera respirar, arrancándome tras cerrar la puerta, la libertad que hasta entonces gocé.

Caminando tras la araña que me atrapó en  el hilo opresor las calles musitaron palabras de protesta, las farolas enrojecieron los rostros y los letreros de neón escribieron su despedida triste, mientras la persiana de hierro bostezaba al despertar, dispuesta a devorar a hombres solitarios en busca de sexo entre luces rojas. Les grité que no temieran por mí. Volvería.

El autocar avanzó imparable hacia el cruel destino. Era una mosca que viajaba sin haberlo planeado, prisionera de unos muros de cristal, mientras la serpiente de asfalto intentaba capturarme. Pero su veneno no me hizo vomitar. Estaba dispuesto a mantenerme firme, inflexible ante cualquier adversidad.

No pude evitar que mis ojos se humedecieran ante el escenario que el teatro de la vida me había adjudicado. Apenas una decena de bombillas parpadeaban entre las calles cubiertas de oscuridad. El pueblo era minúsculo. Y ni un alma transitando. El único sonido que pude percibir fueron los ladridos de un perro cabreado. Me encontraba sobre una mierda perdida en medio de la nada y lo peor de todo era que, su pestilencia tendría que acompañarme durante unos años.

La casa de tía Claudia estaba situada en la plaza del pueblo, el lugar perfecto para una mujer, que imaginé la peor de las cotillas. Frente al edificio de tres plantas, que podríamos considerar distinguido, se encontraba el bar. En la terraza cubierta por una enorme buganvilla unos cuantos viejos nos miraron con ojos curiosos, que se preguntaban quién sería ese muchacho de aspecto sajón que seguía a doña Claudia, mientras saboreaban los pitillos que colgaban de sus labios resecos, apartando las moscas que se empeñaban en fastidiarles la hora del café.

La visión de los cigarrillos me hizo recordar que dejé olvidado el paquete en casa. Estuve tentado de decirle a mi tía que iba a por uno al bar. Me abstuve. No me apetecía oír un sermón sobre los males que ocasionaba ese vicio. Sabía que fumar no era bueno, pero de algo había que morirse, ¿no? Opino que sería una putada palmarla sano.

Saben cuál creo que es el verdadero cáncer: la sociedad. El estrés, el temor al paro, el consumo. Todo junto a la contaminación han desatado la ira de nuestras células. Además, fumar es y será siempre un ritual, un acto social. Mediante la petición de lumbre o de un cigarrillo puede surgir una gran amistad o el amor.

Les diré que hay gente supersana que está podrida. Como lo oyen. Conozco a unos cuantos. No fuman, no beben y se matan en el gimnasio. Me troncho cuando veo a esos musculitos sudando como cerdos para poseer un gran cuerpo, que acaba cayendo ante el primer ataque de gripe.

Aunque, pensándolo bien, los peores son los ecologistas. Si te descubren con un cigarrillo te tachan de criminal. Pero nunca me he dejado engañar. Cuando alguno de ellos intenta meterme el rollo le pregunto si tiene coche. Al principio el tipo me mira con cara de alucinado, hasta que comprende y se larga con el rabo entre las piernas. Mi cigarrillo contamina menos que una Vespino.

Tía Claudia abrió la puerta y entramos en casa. El recibidor era enorme. Apenas había muebles. Un Cristo agonizante que colgaba de la pared daba la bienvenida al visitante y debajo de él, encarada hacia la puerta, una mecedora. Supuse que sería la poltrona desde donde mi tía observaba cada movimiento que se producía en la plaza.

Tras ascender por la escalera llegamos al comedor, el cuál me pareció alucinante. Vírgenes y santos acaparaban la superficie del aparador. Su reflejo en el espejo les daba el aspecto de un ejército dispuesto a entrar en combate ante el primer pecador que osara profanar ese santuario ficticio. Sin duda, había caído en la casa de una fanática religiosa. Por supuesto, sobre el mueble se exhibía una cena enorme con un Jesucristo, que por la serenidad que mostraba su rostro, aún ignoraba la traición inminente.

Junto al comedor se encontraba una pequeña sala con una enorme chimenea, que por el metal reluciente deduje que no se usaba jamás, a diferencia de las dos butacas cuya tapicería estaba bastante ajada. En cuanto a diversiones no hallé. No vi ningún televisor.

En el segundo piso estaba mi habitación, frente a la suya. No me sorprendí al ver el crucifico clavado sobre la cama, ni la sobriedad de los muebles. Un armario, una mesita de noche y una silla de mimbre.

—Como ves, esto no se parece en nada a lo que has dejado atrás —dijo tía Claudia hinchándose de orgullo como si fuese una gallina clueca, al mismo tiempo que abría el balcón.

Era evidente. La atmósfera que se respiraba en el cuarto, a pesar de su amplitud, era opresiva. No había ni un sólo detalle que denotara un poco de optimismo.

Tras guardar la escasa ropa en el armario y tomar la frugal cena quedé libre por fin de tía Claudia. Me asomé al balcón. Unos cuantos críos corrían de un lado a otro enfrascados en un juego estúpido, pero que a ellos les parecía genial. En el bar, los mismos viejos que vi al llegar, los escudriñaban a falta de un espectáculo mejor.

Recordé una plaza bien distinta donde mis amigos estarían bajo las farolas saboreando una botella de ginebra, mientras Tania, la puta más famosa y deseada del barrio paseaba el  palmito ante ellos, riéndose al ver reflejado en los ojos adolescentes el deseo no cumplido. Un anhelo que ya no podría realizar. Todo por culpa de papá por no haber evitado su muerte. Si no hubiese estado borracho ese coche jamás lo habría destrozado bajo sus ruedas y yo estaría divirtiéndome con mis colegas, intentando una vez más, colarme en el cabaret o jugando una partida de dominó con un cigarrillo entre los labios. En cambio ahora, me encontraba a merced de una desconocida que probablemente convertiría mi vida en un tormento.

Ante la expectativa de lo que me aguardaba decidí crear mi propio mundo. Un lugar cercado en el cuál no podría entrar ningún paleto. Si mi tía creía que iba a hacer amigos en esa mierda de lugar se equivocaba. No tenía ningún vínculo con el mundo campestre, ni jamás lo adquiriría. Adoraba el asfalto, la contaminación, los atascos y la inmoralidad que provocaba una gran ciudad. Estaba seguro de que allí todos eran unos reprimidos que se angustiaban ante la amenaza del castigo infernal por infringir las reglas, unas reglas caducas y tiránicas inventadas por sacerdotes insatisfechos.

A pesar de ello, pensé que no sería difícil seguirles el juego. Lo cierto era que en ese pueblo perdido no existían muchas posibilidades de caer en tentaciones mortales. El único problema surgiría si esa bruja  me obligaba a ir a la iglesia, lo cuál era muy probable, puesto que con sus santos y cristos me demostró que era una beata. Yo odiaba a los curas. Esos tiranos transformaron mi época escolar en un tormento y estaba clarísimo que no consentiría que ahora, una vez libre de ellos, volvieran a amargarme la existencia.

Con el ánimo por los suelos, intenté tragar el bocadillo de jamón dulce sin apenas sustancia y una vez cenado, subí a la habitación.

El reloj, deduje del ayuntamiento, anunció con sus campanadas monótonas que ya eran las doce, al mismo tiempo que las risas y gritos infantiles callaban, dando paso al estrépito de sillas y mesas al ser retiradas de la terraza del bar, mientras los viejos, apoyados en retorcidos bastones se encaminaban hacia sus casas.

Cerré el balcón y me tiré sobre la cama. La vida nocturna y disipada del pueblo llegó a su fin, junto con la mía.

Alcé los ojos y miré al Cristo. Le juré que no me vencería, a pesar de la putada que me había hecho.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 2

 

 

Tía Claudia estaba encantada al ver que di por terminado mi descanso con la salida del sol. Suponía que un tipo como yo acostumbrado a ver a mi padre a todas horas apoltronado en el sofá seguiría su mismo ejemplo y que me levantaría bien entrada la mañana.

No se equivocaba. Era lo que hacia desde hacia tres meses, no por emularlo, si no porque como me habían expulsado del instituto no tenía nada interesante que hacer por las mañanas.

Lo de la expulsión fue de lo más absurdo. Hice cosas mucho peores que insultar al padre Salvador por golpear al desgraciado de Pérez. Supongo que eso sumado a mis antecedentes les dio la oportunidad, por fin, de deshacerse de mí.

Debieron disfrutar de lo lindo. Esos desgraciados tenían ganas de librarse de un golfo que para su mal siempre sacaba sobresalientes sin apenas prestar atención a sus aburridas clases. Ya se sabe que esas cosas mosquean mucho a los maestros.

Pero volviendo al madrugón, diré que el motivo fue  descubrir que la quietud del lugar era aparente. Los pájaros y gallos comenzaron a cantar insistentes, uniéndose al estrépito los balidos de las ovejas, ladridos de perros y maullidos de gato, sonidos con los cuáles me fue imposible volver a conciliar el sueño. El ambiente bucólico me pareció un verdadero coñazo.

Supuse que con el tiempo me habituaría y que mis costumbres volverían a la normalidad, aunque tía Claudia se encargó, una vez más, de modificar mis planes.

—Albert, ya no eres un niño.

Aquella declaración inusual ante un adolescente alertó todos mis sentidos, al igual que la gacela espera el ataque despiadado del león; puesto que únicamente esas palabras podían conllevar problemas. No me equivoqué.

—Estoy segura que comprenderás que tengamos que hablar del futuro. Por el momento, para que no estés ocioso irás a trabajar. Además, tu llegada ocasiona nuevos gastos. Por ello, encontrarás natural el contribuir a la economía familiar durante el verano, antes de que regreses al colegio.

—Si lo que pretendes es que trabaje en el campo, no lo haré. No soy un maldito campesino. Y con referencia a volver a esa asquerosa escuela, ¡antes prefiero vivir como un pordiosero!  —grité.

—Jovencito, en esta casa no permito este tipo de lenguaje. Y no, no trabajarás en el campo. Sería absurdo. Ayudarás a la señora Beatriz en su casa. En cuanto a los estudios, hablé con tu antiguo preceptor, y tras contarle algunos detalles de tu... digamos entorno familiar conseguí, junto a las excelentes notas que sacaste durante el curso que borrara de tu expediente el enojoso asunto de la expulsión. Gracias a mi intervención has conseguido una beca en un prestigioso instituto cercano aquí. El Sant Blai. Debes saber que tan sólo admiten mentes privilegiadas. Por lo visto, la tuya es excepcional. Eres uno de esos que se dicen superdotados.

—Pues sí. Lo soy.

Y no lo dije con orgullo. Mi enorme inteligencia no suponía para mi ningún valor. Nací con ella y me parecía de lo más natural. Aunque, para los demás era un don excepcional.  

—Ya que eres conciente de ello, imagino que no serás tan tonto de volver a despreciarla al igual que lo has hecho hasta ahora. Irás al inicio del nuevo curso. Ya no merece la penas que vayas ahora. Apenas quedan tres semanas para que termine éste. 

—No tengo la menor intención de seguir estudiando –le aseguré.

—Lo harás, jovencito. No permitiré que alguien con tus capacidades las desperdicie. En tres años irás a la universidad. O tal vez, puede que mucho antes si te aplicas. Por lo que, ve pensando en qué serás en el futuro.

—Lo tengo muy claro desde hace años. Seré escritor.

—¿Escritor? Eso no es una carrera universitaria.

—Filología, Lengua y Literatura... Cualquiera me servirá. Eso si, añadí, decido ir a la facultad.

Ella elevó la mano y la hizo oscilar en señal de zanjar el asunto.

—Ahora ve a casa de Beatriz. Está a la entrada del pueblo. No tiene pérdida. La verás sobre una colina. Te espera a las nueve. ¡Ah! Y esta tarde deberás pasar por el barbero. No me parece decente que un chico lleve estos pelos tan largos.

Podía pasar por lo del trabajo y lo del instituto, pero con referencia a mis cabellos nadie podría obligarme a rasurármelos.

—El pelo lo llevaré como me plazca  —aseguré.

—Albert, hoy mismo irás a la peluquería. No hay discusión posible sobre este tema —insistió ella.

—Para ti nada es discutible. Pero he dicho que no y nadie me tocará mí cabeza. Es sagrada —siseé mirándola con ojos encendidos.

—¿No ves que pareces un asqueroso revolucionario de esos? —dijo con un mohín de aversión.

—Es que lo soy. Soy contestatario por naturaleza. He corrido infinidad de veces delante de los grises esquivando las balas de goma. Ya sabes, la policía. La mejor manifestación fue la del dos de Febrero. Supongo que la viste en la tele. ¡Oh, lo olvidaba! No tienes. Y eso que estamos ya en mil novecientos setenta y ocho.

—En esta casa somos gente decente.

—Y yo alguien que quiere que las cosas cambien. Por suerte, ya hemos entrado en democracia. Pero aún queda mucho por hacer. No me quedaré quieto, y menos en este pueblucho anclado en un pasado caduco; en especial en una casa que no quieren estar informados. ¡En los setenta y sin tele!  –le repliqué con rabia.

—No la necesito. Considero que es un aparato del todo inútil. Tan solo ponen estupideces. La radio es mucho más fiable. Y cada día leo la prensa y mi distracción preferida es la lectura. Y en cuánto a tus exigencias, ve tomando nota de que hasta tú mayoría de edad te quedarás dónde yo esté. Y espero que a partir de ahora se te quiten esas ideas de la cabeza —deseó tía Claudia lanzando un suspiro.

A pesar del cabreo por la decisión de aceptar el trabajo no volví a protestar. Aunque dejé bien clarito que el pelo no me lo tocaba absolutamente nadie. Tía Claudia pareció resignarse y dejamos la discusión.

 

 

 

 

 

 


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