sábado, 28 de julio de 2018

EL SECRETO DE LADY SHILTON


CAPITULO 1


Gareth Maddock tenía todas las esperanzas puestas en el proyecto que le venía rondando por la cabeza desde hacia unos meses. Si era aceptado, su vida daría un giro de ciento ochenta grados y por supuesto, para mejor. Pero de momento, sus  primeras entrevistas habían sido un desastre. A pesar de ello, olvidaría el fracaso del día anterior y llamaría a cada una de las puertas hasta obtener un sí. Y estaba convencido que lo conseguiría cuando diese con alguien inteligente y perspicaz para los negocios que se percatara de que el producto que ofrecía era el mejor; cien por cien natural y con un aroma digno de reinas. Podía ser usado por la gran mayoría de las mujeres del país. Ahí radicaban los beneficios que estaba ofreciendo.
Sin embargo, tampoco tuvo éxito en la siguiente entrevista. No obstante, su naturaleza combativa y tenaz se negaba a que el futuro maravilloso que había imaginado se truncase tan pronto. No abandonaría Londres hasta apurar todas las posibilidades.
El reloj de la catedral le indicó que era hora de comer. Debería aguardar una hora para continuar con su cometido. Suspiró hondamente y rebuscó en los bolsillos. Apenas lo suficiente para tomar una empanada de carne y una cerveza, y pagar dos noches de pensión. Después, si fracasaba, debería volver a casa con el rabo entre las piernas; tal como le vaticinó su madre. Claro que, por fortuna, tenía el apoyo de la abuela. Ella siempre creyó que era especial y que llegaría muy lejos. Y se lo demostraría. Cuando regresase llevaría bajo el brazo el mejor contrato del mundo. Los problemas económicos que estaban pasando últimamente quedarían atrás y con veinte años recién cumplidos, pasaría de la pobreza a convertirse en un hombre acaudalado. Podría darle a su familia lo que nunca pudieron disfrutar. Una casa bonita en un barrio donde las basuras y las ratas no fuesen el único patrimonio. Vestidos elegantes, alguna joya y servicio para que nunca más sus manos se ajasen por el agua fría. Y sobre todo, cualquier alimento que les apeteciera. Carne, mucha carne.     
De repente, algo lo golpeó con tal brusquedad que las monedas cayeron al suelo. Lanzando una maldición se agachó para no perder ni una.
-Lo… siento –dijo una voz de mujer.
-Disculpada. Pero otra vez, mire por donde anda. ¿De acuerdo? –gruñó recogiendo la última moneda. Alzó la mirada. La joven más bella y delicada que había visto en su vida era la causante de aquel desastre. Pero no le importó. Su visión compensaba cualquier contratiempo. Sus ojos grises eran inquietantes como los de los gatos y su cabello de un rubio rojizo ondulado y sujetado en un recogido realmente gracioso. Sin embargo, esa cara preciosa estaba lívida y su cuerpo de joven aún sin formar temblaba como una hoja. Había sido un bruto al usar un tono tan seco con esa jovencita, al parecer tan impresionable.
-Señorita. No ha sido mi intención ser brusco. De veras. Perdóneme.
Ella sacudió la cabeza y cerró los ojos.
-¿No me perdona?
-Yo… 
Gareth alargó el brazo impidiendo que la muchacha cayese desplomada. La aferró con fuerza y la llevó hasta los escalones de un edificio que amenazaba con correr la misma suerte que ella. La sentó sobre sus rodillas y le dio unos golpecitos en las mejillas.
-Señorita. Señorita…
Ella parpadeó y volvió en sí. Al ver donde se encontraba intentó zafarse con gesto aterrorizado. Él la sujetó con fuerza.
-No grite. No quiero lastimarla. Se ha desvanecido y solo intento ayudarla. ¿Está ya mejor? ¿Cree qué podrá mantenerse en pie?
La joven aseveró con énfasis. Gareth la posó en el suelo dibujando una sonrisa tranquilizadora. Ella se apartó mirándolo con desconfianza.
-Temo que no. Sigue muy pálida. Venga conmigo. Iremos a tomar una cerveza. Eso la animará.
-No.
-Pues, un té.
-No, gracias. Tengo… prisa –rechazó ella.
-En su estado no llegará muy lejos. Tiene muy mal aspecto, de veras. Es mejor que repose unos minutos antes de volver a caminar. ¿No querrá que cuando llegue a casa su familia se preocupe, verdad?
Ella abrió los ojos como platos. Su familia. No había pensado en ella. Si la veían en ese estado no dejarían de hacerle preguntas y no podía responderlas; al menos por el momento. Sí. Ese joven tenía razón. Debía serenarse.
-Está bien –musitó.
Gareth sonrió y le ofreció el brazo. Ella se apoyó con timidez. Se dejó llevar hasta un pub no muy elegante y lleno de obreros que estaban haciendo un receso en el trabajo. Alguno de ellos la miraron con descaro de arriba hacia abajo. Ella se sonrojó.
-Parece que le vuelve el color. Una cerveza le irá de muerte y también algo para comer.
Ella negó con la cabeza. Juntó las manos y las frotó con nerviosismo. Él pidió dos pintas y una empanada de ternera; percatándose de su gesto. Su intuición le decía que el mareo estaba provocado por algo más que el calor o desnutrición. No obstante, carraspeó y dijo:
-No me extraña que se marease. Hoy hace un calor de mil demonios. ¿Verdad, señorita…?
-Ma… Martha.
-Gareth Maddock, para lo que precise.
Ella arrugó el ceño al catar la cerveza. Era la primera vez que lo hacía y la encontró muy amarga. Él creyó que su gesto se debía a su nombre.
-Es extraño y poco corriente, sí. Pero no en Gales. ¿Usted es de Londres?      
Martha asintió dando otro sorbo. El sabor había mejorado.
-Yo llevo dos días. He venido para concretar un negocio.
Ella lo miró con más atención. Por su aspecto podría decirse que no era precisamente un hombre de negocios; más bien se asemejaba a esos obreros que continuaban mirándola con descaro. Su ropa le decía que no nadaba precisamente en la abundancia y por sus modos al comer, tampoco en las reglas más urbanas en la mesa. Pero en esos momentos no le importaba con quien estaba, ni como se comportaba, ni saber nada de su vida. Lo que más deseaba era volver atrás y que la pesadilla en la que ahora se encontraba hubiese sido un sueño. Desgraciadamente, era bien real y no sabía como iba a salir de ese terrible atolladero.
-¿Cómo? –musitó al darse cuenta que no había oído nada de lo que él le estaba contando.
-Le decía que mi jabón es el mejor que existe. ¿Quiere comprobarlo? –dijo Gareth entregándole una pequeña pastilla de color miel.
Martha la cogió con dedos temblorosos.
-Huélala.
Ella sin apenas darse cuenta de lo que hacía, lo hizo. El aroma, milagrosamente, la apartó momentáneamente del caos en el que se encontraba. Cerró los ojos y se dejó arrastrar hacia un enorme jardín cubierto de aromáticas flores.
-¿Le gusta?    
Martha abrió los ojos y la comisura de sus labios se curvó sin llegar a sonreír.
-Es… increíble. ¿Qué lleva?
Él alzó una ceja y chistó con la lengua.
-Es un secreto de familia. No puedo decírselo.
Ella también guardaba ahora un secreto. Un secreto que solamente los más allegados podían conocer o su vida sería un infierno. Esa idea le erizó la piel. Dio un trago largo a la copa y se levantó.
-Ya estoy perfectamente. Tengo que irme –dijo entregándole la pastilla de jabón.
Gareth se alegraba de ello; no así de perder su presencia. Era casi una chiquilla. ¿Qué tendría? ¿Quince años? No más, desde luego. Pero su belleza era comparable a esos cuadros que uno mira y mira sin cansarse nunca. Martha era una obra de arte y cuando se convirtiese en una verdadera mujer, sería aún más preciosa.
-No. Quédesela. Puede que dentro de muy poco sea el jabón más famoso y apreciado de Londres.
Ella la guardó en el bolsito.   
-Le agradezco su ayuda, señor Maddock.
-¿Quiere que la acompañe a casa?
-No… No es necesario. Siga comiendo. Vivo muy cerca.
-¿De veras? Tal vez podríamos volver a encontrarnos mañana. Vendré a la misma hora. Y por supuesto, la invitaré a una cerveza.
-Es posible. Sí. Gracias de nuevo.   
-Vaya con cuidado. El sol, a esta hora, da de lleno.
Martha dio media vuelta. Cruzó la puerta y su impactante belleza se perdió entre el gentío. Gareth dio el último bocado a la empanada, apuró la pinta y tras abonar, lo que le pareció un precio exagerado, reemprendió la búsqueda de un promotor. Esta vez se decidió por visitar un barrio elegante.
Cuando pisó Carnaby Street lanzó un sonoro silbido. En su pueblo, como en casi todos los británicos, había un castillo y en él, un noble o una dama. Pero esos edificios no podían compararse con las paredes ennegrecidas del castillo del marqués de Lanwens. Jamás había visto edificios tan elegantes, de paredes blancas como la nieve ni tampoco tantas damas y caballeros por metro cuadrado.
Hinchó el pecho. Había estado deambulando por los lugares equivocados. Aquí era donde sí apreciarían el jabón más exquisito creado por su abuela. 
En toda la calle tan solo encontró una pequeña tienda donde se vendían productos de belleza. No era la gran fábrica que imaginó, pero la visión del escaparate, el primor de cómo eran expuestos los artículos, invitaban a detenerse y como no, a comprar. Decidido a probar suerte por última vez en ese día y entró. El sonido de la campanilla hizo mirar hacia la puerta a la mujer que estaba colocando unas botellitas de perfume. Se trataba de una mujer de unos treinta años, hermosa y de porte elegante.
-¿Sí? –inquirió solicita; cambiando de actitud al verlo. No era precisamente el cliente que solía entrar en su tienda. Pero no sintió temor. El joven no parecía un delincuente. Sus ojos de un azul intenso eran claros, directos e incapaces de mentir. Seguramente había ahorrado lo que para él sería una fortuna para regalarle algo bonito a su novia.
-Buenas tardes, señora. Mi nombre es Gareth Maddock.
Ella sonrió de nuevo.
-Puede llamarme señora Montgomery. ¿En qué puedo ayudarle, señor Maddock? Como ve, tengo productos ideales para regalar a una mujer. Y no todos caros. Puedo mostrarle un agua de colonia o un jabón.
-Un jabón. Bueno… quiero decir que soy yo quién viene a ofrecerle uno.
-¿Cómo dice? –inquirió la mujer abriendo muchos los ojos, de un color verde intenso como la hierba.
Él sacó una pastilla y la dejó sobre el mostrador.
-Mi abuela es el mejor fabricante de jabón que existe. Por favor, huela. Tiene un aroma exquisito y probablemente, desconocido para al gran público. Son plantas que cultivamos en nuestro jardín. Además, de dejar la piel tersa como la de un bebé.
La señora Montgomery, por supuesto, no tenía la menor intención de vender nada tan burdo en su exclusiva tienda. No obstante, había tanta esperanza en los ojos de aquel joven que lo complació. Aspiró levemente. Un aroma arrebatador le llenó las fosas nasales. Un olor completamente nuevo. Dulce y al mismo tiempo exótico.
-¿Dice que lo hacen en su casa?
-Así es. Completamente artesanal. Lo que pretendo es que se fabrique a gran escala. Usted debe conocer a fabricantes que estarían interesados y…
-No.
-¿No le ha gustado? Pero si es… ¡Delicioso! –exclamó él.     
-Lo es, sin duda. Por ello no puede cambiar su modo de producción.
Gareth hizo rodar el sombrero entre las manos.
-No la comprendo.
Ella sonrió con encanto. El muchacho era emprendedor, pero no tenía ni la menor idea de cómo se comportaban los aristócratas.
-Verá. Cuando algo puede comprarlo cualquiera, pierde su valor. En cambio, si se vende como algo exclusivo y sumamente caro, ningún rico se resiste a poseerlo. Por ello, sugiero que su familia continúe como hasta ahora. Y si tenemos éxito, pueden contratar a varios trabajadores. Les daré una guinea por pieza.
Gareth, que había esperado una nueva negativa, se quedó sin palabras; sobre todo, al escuchar la cifra.
-¿Y bien? –inquirió ella un tanto divertida.
-Pues… que… ¡Me parece estupendo, señora!
Ella extendió la mano.
-¿Trato hecho?
Él sonrió ampliamente mostrando su dentadura perfecta.
-Hecho. Gracias, señora. Muchas gracias.
-A ti por ofrecerme tan buen producto. Estoy segura que este jabón será el favorito de las grandes damas.
-Dios la escuche, señora. Tengo todas las esperanzas prestas en este negocio. La semana que viene le traeré una caja. ¿Tenemos que sellar un contrato o algo parecido?
-No es necesario. Te prometo que compraré lo que produzcas. Un apretón de manos bastará.
Gareth se la estrechó.
-Trato hecho. Buenas tardes, señora.
El corazón le salía del pecho cuando abandonó la tienda. Y no tan sólo por la alegría; también porque estaba seguro de que al fin la suerte había llegado a la familia.    













CAPITULO 2


Lady Madeleine Shilton, futura duquesa de Milford, acomodada en el sillón situado en la esquina más discreta del salón, observaba como los danzarines daban vueltas al ritmo de vals. Su delicado rostro no mostraba ninguna emoción. No le interesaba nada de lo que ocurría a su alrededor, ni tampoco los innumerables candidatos a marido que la seguían como perros falderos. Ninguno de ellos poseía las cualidades que ella exigía. Ningún noble aceptaría sus condiciones.      
-Está bien que aún no tengas ánimos para contraer matrimonio. Pero ello no significa que te comportes como una mujer desagradable –le reprochó lady Lucrezia, sentándose a su lado.
-¿Ánimos? Abuela. Sabes perfectamente la razón que tengo para rechazarlos a todos. Por lo que, no puedo mostrarme encantadora. Por otro lado, hace mucho tiempo que dejé de serlo –replicó Madeleine con gesto incómodo.
-Si pusieses voluntad…
-¿Para qué? Nunca contraeré matrimonio. Nunca.
Lady Lucrezia se abanicó con ahínco.
-Hasta que tu padre se harte de esta situación y te comprometa, con o sin tu consentimiento. Te quiere, pero un duque tiene obligaciones y deberes que cumplir. Uno de ellos es procurar que su estirpe no desparezca y tú eres la única que puede conseguirlo.
-Te recuerdo que… Dejemos el maldito tema, abuela. No estoy de humor para discusiones que no nos llevarán a ninguna parte.
-Son discusiones porque no entras en razón. Hay normas…
-Del todo crueles. ¿O serás capaz de negarlo? Hay sentimientos que no pueden domarse y duelen, abuela. No sabes cuanto –musitó Madeleine mirándola de esa forma que le rompía el corazón.
-¿De verdad piensas qué no te comprendo? Todos lo hacemos, cielo. Pero lo que no puede ser, no puede ser. Y debes aceptarlo de una vez.
-No…   
Dejó de hablar cuando lord Paul Clevens, un joven agradable, atractivo y muy rico se inclinó ante ellas. Un partido nada despreciable.
-Lady Madeleine. ¿Me concedería el honor de este baile?
Ella sonrió educadamente.
-Nada me complacería más. Pero es imposible. Se me ha roto el zapato. ¿No querrá que baile descalza, milord?
Clevens respingó.
-No… Por supuesto que no. Es un lamentable contratiempo; pues me impide la oportunidad de danzar con usted. En otra ocasión.
-Sí. En otra.
Lord Clevens golpeó los tacones y dio media vuelta.
-¡Por el amor de Dios, Madeleine! ¿Cómo se te ocurre decir algo tan inapropiado? –jadeó su abuela.
-He constatado un hecho posible, ¿no? Además, no hay que dar falsas esperanzas. Lord Clevens no es adecuado como esposo. Si me disculpas, iré a tomar el aire. Hace demasiado calor aquí adentro –replicó su nieta levantándose.
El avance de sus padres junto a un hombre que le era totalmente desconocido, se lo impidió.
-Señor Maddock, esta es Madeleine, nuestra querida y única hija. Ella es Lady Lucrezia, baronesa de Rovere, mi suegra.
Madeleine efectuó una suave reverencia. Maddock apenas pudo simular la sorpresa. La jovencita que cinco años atrás se tomó una cerveza con él, la joven que pensaba una humilde sirvienta, era nada menos que una dama de alta alcurnia, la hija de un duque. Y más hermosa que cinco años atrás. Su cuerpo había experimentado un gran cambio. Ya no quedaba nada de la niña. Ahora era una verdadera mujer, elegante y de porte orgulloso. 
Lady Lucrezia se colocó los impertinentes y lo estudió detenidamente. Era atractivo, varonil, alto y con un cuerpo que Miguel Ángel hubiese deseado como modelo. Un espécimen masculino perfecto.
-¿Está recién llegado a Londres? No lo he visto nunca por los salones, señor Maddock. Y lo más extraño, que nunca he oído hablar sobre usted.
Gareth sonrió con verdadero encanto a la anciana de aspecto regio, de ojillos vivaces, del mismo color que los de su nieta. En realidad, era como si estuviese viendo a Madeleine en el futuro. Y la imagen le gustó.
-Hace dos meses que me he instalado, milady. Apenas conozco a nadie.
-¿Dos meses? Mucho tiempo para no dejarse ver, joven. Por suerte la temporada acaba de comenzar. Una oportunidad única para conocer a gente interesante.
-Los traslados requieren tiempo, milady.  
-Por supuesto. Nadie mejor que yo lo sabe, señor Maddock. Desde que estoy casada he cambiado dos veces de residencia en Londres. Parece mentira lo que acumula uno con los años, ¿verdad? –dijo la madre de Madeleine.
Gareth aseveró.
-Lo cierto es que, todo lo que he puesto en la mansión es nuevo, duquesa. Nueva vida, nueva casa.
La anciana se quitó los lentes y sonrió de ese modo que hacía temblar a los miembros de su familia. Se avecinaba un interrogatorio del todo inapropiado, que paradójicamente toda la alta sociedad soportaba  estoicamente. La opinión de ella era respetada, pero sobre todo, temida.    
-Muy práctico, sí señor. Y dígame. ¿Ha venido con su esposa e hijos?
-No estoy casado –dijo Gareth mostrando una gran sonrisa. Para añadir seguidamente: Aún no.
-Así que es de los hombres que piensa que el matrimonio es el estado ideal.  
-Soy amante de la familia. Procedo de una muy numerosa. Y espero formar la mía propia. Uno va cumpliendo años y es hora de sentar la cabeza.
-Una meta loable, sí señor. Y dígame. ¿Le han traído los negocios a Londres o algún pariente que lo ha hecho su heredero?
-Negocios, milady –respondió Gareth sin poder dejar de mirar a Madeleine. O era una gran actriz o no lo recordaba en absoluto.
-¿Bolsa? ¿Tal vez acero?
-Cosmética.
Ella alzó las cejas.
-¿Cosmética? ¡Cielos! Una ocupación curiosa para un caballero. Realmente inusual.  
-Hija. ¿Por qué no presentas al señor Maddock a tus amistades? –dijo el duque en un intento de que le interrogatorio cesase.
Madeleine asintió ocultando su desagrado. Gareth, por el contrario, le pareció una idea maravillosa. Estaba deseando poder hablar a solas con aquella hermosa joven que un día le dijo que se llamaba Martha. Le ofreció el brazo y se alejaron hacia el centro del salón.
-Me alegro de volver a verla.
Ella ladeó el rostro.
-¿Cómo dice?
-¿No me recuerda? En cambio yo, la recuerdo perfectamente.
-Temo que me confunde. Nunca nos habíamos visto y suelo frecuentar los salones.  
-Por supuesto que sí. Aunque, no nos conocimos en los salones. Fue en un lugar menos elegante y lamento que fuese una visión tan poco interesante que me borrara de su memoria. Claro que, los dos hemos cambiado. Por cierto que, yo diría que para mejor. Está usted aún más hermosa que antes.  
Ella continuó mirándolo con el ceño fruncido. Nada en él le era familiar.
-Creo que está llamando mucho la atención mirándome de ese modo. Vayamos al jardín –dijo él sin darle opción a negarse.
Salieron. Unas cuantas parejas paseaban por el sendero que bordeaba la casa. No era prudente ir más allá o la reputación de la muchacha podía quedar manchada para siempre. Así que, Madeleine se detuvo abruptamente.
-Está claro que no está habituado a las normas de la sociedad. No es caballeroso llevar al jardín a una joven que se acaba de conocer –le reprendió ella.
-En ese caso, ¿por qué me ha acompañado?
Ella suspiró.
-Por desgracia, a veces me vence la curiosidad. Por otro lado, mi fama de virtuosa me exime de cualquier chismorreo.
-¿Y lo es? –inquirió Gareth mostrando una sonrisa socarrona.
-Lo que está claro es que usted no es un caballero al hacer esa pregunta tan impertinente. Si me disculpa, regresaré al salón –replicó ella con enojo.
Él posó la mano suavemente en su brazo reteniéndola.
-Le pido mis más sinceras disculpas. Como ha dicho, no estoy familiarizado con las normas de su sociedad. Aunque, estoy seguro de que usted puede enseñarme a no meter la pata.
-¿Yo? Nunca he tenido vocación de maestra, señor Maddock. Le sugiero que contrate a un preceptor. En unos meses, dada su inteligencia, estoy segura de que nadie notará que no ha nacido en una noble cuna –replicó Madeleine con sarcasmo.
-¿Así que me considera inteligente? Pero, si apenas nos conocemos… ¡Ah! Ya sé. Es una de esas mujeres que se considera muy intuitiva –contestó él adoptando también un tono mordaz.
-Puede burlarse, señor. Pero los años me han enseñado a conocer a la gente y lo cierto es que no suelo equivocarme.
-En ese caso, no comprendo que se olvidase de mí. Suelo causar impacto en las personas; en especial a las mujeres.
-Yo soy poco impresionable. A no ser que algo o alguien sea excepcional.
Él adoptó un mohín de desencanto.
-Me entristece que me encuentre vulgar, milady.
-No he dicho nada semejante.
-¿Ah, no?
-Temo que esta conversación no me divierte y las fiestas es para pasarlo bien. ¿Volvemos al salón, por favor?
-¿Sin descubrir cuando nos vimos?
Ella, molesta, inspiró.
-Está bien. Explíquese. Y rápido. Estamos a punto de llegar al tiempo límite que se considera decoroso en una pareja.
-Fue hace cinco años. Yo estaba en la ciudad para proponer mi negocio y me topé con una jovencita que se desvaneció en mis brazos. La llevé a un pub y la invité a una cerveza. Dijo que se llamaba Martha.
El semblante de Madeleine se tornó blanquecino. Gareth apoyó la mano en su codo y dijo:
-¿No irá a desmayarse otra vez?
Ella se zafó y recuperando la calma, con tono acerado, contestó:
-No. Por supuesto que no. Mi reacción se debe a que me avergüenza no recordar a un buen samaritano. No tengo excusa. Es algo imperdonable.
-Yo la perdono. Una dama refinada no suele fijarse en un don nadie. Y yo lo era en esa época. Pero usted no era una joven desvalida. ¿Por qué me mintió?
La serenidad que caracterizaba a Madeleine se esfumó.
-¿Por qué cree? Estaba en un lugar nada apropiado para una futura duquesa –se excusó ella con frialdad.
-¿Puedo saber la razón que la llevó a un barrio tan alejado de su casa?
-No, señor Maddock. No puede. Y espero que me de su palabra de honor de que jamás contará nuestro encuentro a nadie.
Él sonrío divertido.
-¿Así que ahora soy un caballero? Aprecio que la nobleza cambia de opinión depende de cómo le vayan las cosas.
Ella ladeó la cabeza mirándolo con irritación.
-El concepto de caballero, para mí, no depende de la cuna. Valoro a un caballero por su comportamiento. ¿Me da o no su palabra?
-La tiene.
Ella suspiró aliviada.
-Y ahora, compórtese como el caballero que es y lléveme al salón.
-Por supuesto, milady.
Tras esa promesa, Gareth y Madeleine permanecieron callados hasta llegar junto a la familia de ésta.
-¿Se divierte, señor Maddock? –le preguntó lady Lucrezia.
-Estoy fascinado. No he dejado de tener sorpresas. Creo que, contrariamente a lo pensado, no me perderé ni uno de los eventos de la temporada.
-Hará bien –convino el duque de Milford.
-Lamentablemente, la velada ha terminado para mí. Mañana tengo una reunión muy importante a primera hora. Excelencia. Señoras –dijo Gareth.
Lady Lucrezia lo observó detenidamente mientras se alejaba.
-Querido. ¿A qué se refería ese joven al decir que se dedicaba a los cosméticos?
Su yerno sonrió con impotencia. El interrogatorio había comenzado y nadie podía escapar de ella cuando se empeñaba en saciar su curiosidad.
-Jabón. Es el fabricante del que usamos en casa y en la mayoría de todos nuestros amigos.
-¿De Caramel? ¡Cielo Santo! Pero… es muy joven y tengo entendido que es un comerciante muy adinerado.
-Yo lo calificaría como de escandalosamente rico, querida suegra. Y solamente tiene veinticinco años –apuntilló su nuera.
Madeleine recordó que él le dio una muestra de ese jabón y que dejó olvidada en alguna parte de la cómoda. Gareth, contrariamente a ella, había conseguido su sueño ese día, pensó con tristeza.
-¿De veras? –musitó la anciana.
-Madre, quítate esa idea de la cabeza –le pidió la duquesa.
Ella adoptó una pose inocente.
-¿Qué idea?
-Abuela, no te hagas la inocente. Te conocemos demasiado. Y observo que tienes un aspecto muy cansado. Deberíamos ir a casa –le dijo Madeleine.
-La noche acaba de comenzar, hija. No sería prudente que te retiraras. ¿Qué podría pensar la gente? –le recriminó su madre.
-Mamá. Sabemos lo que piensan. Y en cuanto a mí, un par de horas más deambulando por el salón no cambiará nada.
Lady Lucrezia, con gesto derrotado, se levantó.
-Tiene razón. Yo estoy cansada y ella, dada su actitud un tanto peor que la de otras ocasiones, es mejor que me acompañe. No podemos arriesgarnos a que su fama de inexpugnable crezca. Querida, ve a buscarme la capa.
Su nieta la complació gustosa. Estaba deseando largarse. La noche no había sido precisamente la mejor de su vida. El maldito Gareth había provocado que el dolor que intentaba mitigar volviese a lacerarla con fuerza.
-Madre. Madeleine debería quedarse –masculló el duque.
-¡Bobadas! Lo que debe hacer es acompañarme. Pienso mantener una charla muy seria con esa testaruda. Ya es hora de qué entienda lo que realmente le conviene.  
Su hija hizo oscilar la cabeza suavemente.
-Lo que fue no puede borrarse.
-Cierto. Pero hay gente que solamente mira hacia el futuro, querida; pues carece de un pasado glorioso. Y hoy hemos conocido a uno de ellos.
El duque parpadeó.
-¿Estás sugiriendo lo que me supongo?
-¡Exacto!
-¿Un hombre que se dedica a la cosmética? –se escandalizó la duquesa.
-Sí, querida. Carece de pedigrí. Pero la cosmética lo ha hecho inmensamente rico. Aunque, todos sabemos que el dinero no da clase, ni estatus social. Y por lo poco que he podido deducir, el señor Maddock está deseando introducirse en el círculo más selecto de Inglaterra. Y como ha dicho, quiere casarse. Cualquier jovencita le será útil para sus aspiraciones. Cualquiera. Un título excusa muchas carencias o faltas.
Su yerno se rascó la barbilla.
-Sería una buena solución.
-Madeleine no es cualquiera. Es una futura duquesa –protestó su esposa.
-¡Por el amor de Dios, Amelia! Tú hija, por desgracia, lo olvidó hace tiempo. Se comporta como una de esas sufragistas exigiendo el derecho al voto y no quiere ser supeditada a un marido… A parte de lo otro. Ese joven es el marido ideal. No pondrá objeciones, pues se ha criado… Por cierto. ¿De dónde ha salido?
-De un pueblo de Gales. Me es imposible recordar el nombre. Su familia es una estirpe de mineros –respondió su suegra.
-¿Mineros? –jadeó su esposa.
Lady Lucrezia cerró el abanico y las varillas se entrechocaron.
-¿Y de dónde crees que han salido todos los nobles? El primero al que se le concedió el título no era mucho mejor. Ha habido sicarios, labradores, herreros… Mejor no indagar, querida.
-Estoy de acuerdo –afirmó su yerno.
-Pero, Charles…
-Amelia. Cuando en esta familia se habla del pasado, estamos interesados en que se olvide. ¿No es así? Para nosotros el señor Maddock es tan valioso como cualquiera. Ahora es un hombre respetable, rico y admitido en los salones. Además de atractivo y muy sano. Podría darnos unos herederos hermosos y fuertes. Es un candidato perfecto para nuestra hija.
-No aceptará. Y por otro lado, ¿no has pensado que él no desee casarse con Madeleine?
Lady Lucrezia soltó una carcajada.
-¿Bromeas? Cualquiera mataría por ser el próximo duque de Milford. Además, mi nieta es la muchacha más hermosa de todo Londres. He visto como la miraba. Con un simple empujoncito, caerá en nuestras redes.
-Puede que caiga. Pero no sabemos que decidirá cuando se le pongan las cartas sobre la mesa –opinó su hija.
-En ese caso, hay que ir preparando la pesca. Amelia, pasado mañana organizarás una cena… Ya sé que no hay mucho tiempo. Pero no será demasiado tumultuosa. La familia bastará –dijo el duque.
-Imposible. Una cena íntima solamente se ofrece a alguien que tenga algún vínculo amistoso –refutó su mujer.
-O por negocios. Mándale una nota a primera hora de la mañana. Tras la conversación, que casualmente coincidirá con la hora de la cena, educadamente, lo invitas a quedarse –sugirió su suegra.
-Pero olvidas que no tengo negocio alguno que ofrecerle.
-¿Qué hay de esos chismes del demonio? El tegono. 
-Teléfono. Sí. Una propuesta que le entusiasmará o no. Pero que será la excusa perfecta para nuestros planes.  Lucrezia, eres una gran manipuladora.
-¿Por qué te crees que he llegado tan lejos, Charles? –respondió ella con orgullo.      


      
   
  














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