EL SECRETO DE LADY SHILTON
CAPITULO 1
Gareth Maddock tenía todas las esperanzas
puestas en el proyecto que le venía rondando por la cabeza desde hacia unos
meses. Si era aceptado, su vida daría un giro de ciento ochenta grados y por
supuesto, para mejor. Pero de momento, sus
primeras entrevistas habían sido un desastre. A pesar de ello, olvidaría
el fracaso del día anterior y llamaría a cada una de las puertas hasta obtener
un sí. Y estaba convencido que lo conseguiría cuando diese con alguien
inteligente y perspicaz para los negocios que se percatara de que el producto
que ofrecía era el mejor; cien por cien natural y con un aroma digno de reinas.
Podía ser usado por la gran mayoría de las mujeres del país. Ahí radicaban los
beneficios que estaba ofreciendo.
Sin embargo, tampoco tuvo éxito en la
siguiente entrevista. No obstante, su naturaleza combativa y tenaz se negaba a
que el futuro maravilloso que había imaginado se truncase tan pronto. No
abandonaría Londres hasta apurar todas las posibilidades.
El reloj de la catedral le indicó que era
hora de comer. Debería aguardar una hora para continuar con su cometido.
Suspiró hondamente y rebuscó en los bolsillos. Apenas lo suficiente para tomar
una empanada de carne y una cerveza, y pagar dos noches de pensión. Después, si
fracasaba, debería volver a casa con el rabo entre las piernas; tal como le
vaticinó su madre. Claro que, por fortuna, tenía el apoyo de la abuela. Ella
siempre creyó que era especial y que llegaría muy lejos. Y se lo demostraría.
Cuando regresase llevaría bajo el brazo el mejor contrato del mundo. Los
problemas económicos que estaban pasando últimamente quedarían atrás y con veinte
años recién cumplidos, pasaría de la pobreza a convertirse en un hombre
acaudalado. Podría darle a su familia lo que nunca pudieron disfrutar. Una casa
bonita en un barrio donde las basuras y las ratas no fuesen el único
patrimonio. Vestidos elegantes, alguna joya y servicio para que nunca más sus
manos se ajasen por el agua fría. Y sobre todo, cualquier alimento que les
apeteciera. Carne, mucha carne.
De repente, algo lo golpeó con tal brusquedad
que las monedas cayeron al suelo. Lanzando una maldición se agachó para no
perder ni una.
-Lo… siento –dijo una voz de mujer.
-Disculpada. Pero otra vez, mire por donde
anda. ¿De acuerdo? –gruñó recogiendo la última moneda. Alzó la mirada. La joven
más bella y delicada que había visto en su vida era la causante de aquel
desastre. Pero no le importó. Su visión compensaba cualquier contratiempo. Sus
ojos grises eran inquietantes como los de los gatos y su cabello de un rubio
rojizo ondulado y sujetado en un recogido realmente gracioso. Sin embargo, esa
cara preciosa estaba lívida y su cuerpo de joven aún sin formar temblaba como
una hoja. Había sido un bruto al usar un tono tan seco con esa jovencita, al
parecer tan impresionable.
-Señorita. No ha sido mi intención ser
brusco. De veras. Perdóneme.
Ella sacudió la cabeza y cerró los ojos.
-¿No me perdona?
-Yo…
Gareth alargó el brazo impidiendo que la
muchacha cayese desplomada. La aferró con fuerza y la llevó hasta los escalones
de un edificio que amenazaba con correr la misma suerte que ella. La sentó
sobre sus rodillas y le dio unos golpecitos en las mejillas.
-Señorita. Señorita…
Ella parpadeó y volvió en sí. Al ver donde se
encontraba intentó zafarse con gesto aterrorizado. Él la sujetó con fuerza.
-No grite. No quiero lastimarla. Se ha
desvanecido y solo intento ayudarla. ¿Está ya mejor? ¿Cree qué podrá mantenerse
en pie?
La joven aseveró con énfasis. Gareth la posó
en el suelo dibujando una sonrisa tranquilizadora. Ella se apartó mirándolo con
desconfianza.
-Temo que no. Sigue muy pálida. Venga
conmigo. Iremos a tomar una cerveza. Eso la animará.
-No.
-Pues, un té.
-No, gracias. Tengo… prisa –rechazó ella.
-En su estado no llegará muy lejos. Tiene muy
mal aspecto, de veras. Es mejor que repose unos minutos antes de volver a
caminar. ¿No querrá que cuando llegue a casa su familia se preocupe, verdad?
Ella abrió los ojos como platos. Su familia.
No había pensado en ella. Si la veían en ese estado no dejarían de hacerle
preguntas y no podía responderlas; al menos por el momento. Sí. Ese joven tenía
razón. Debía serenarse.
-Está bien –musitó.
Gareth sonrió y le ofreció el brazo. Ella se
apoyó con timidez. Se dejó llevar hasta un pub no muy elegante y lleno de
obreros que estaban haciendo un receso en el trabajo. Alguno de ellos la
miraron con descaro de arriba hacia abajo. Ella se sonrojó.
-Parece que le vuelve el color. Una cerveza
le irá de muerte y también algo para comer.
Ella negó con la cabeza. Juntó las manos y
las frotó con nerviosismo. Él pidió dos pintas y una empanada de ternera;
percatándose de su gesto. Su intuición le decía que el mareo estaba provocado
por algo más que el calor o desnutrición. No obstante, carraspeó y dijo:
-No me extraña que se marease. Hoy hace un
calor de mil demonios. ¿Verdad, señorita…?
-Ma… Martha.
-Gareth Maddock, para lo que precise.
Ella arrugó el ceño al catar la cerveza. Era
la primera vez que lo hacía y la encontró muy amarga. Él creyó que su gesto se
debía a su nombre.
-Es extraño y poco corriente, sí. Pero no en
Gales. ¿Usted es de Londres?
Martha asintió dando otro sorbo. El sabor
había mejorado.
-Yo llevo dos días. He venido para concretar
un negocio.
Ella lo miró con más atención. Por su aspecto
podría decirse que no era precisamente un hombre de negocios; más bien se
asemejaba a esos obreros que continuaban mirándola con descaro. Su ropa le
decía que no nadaba precisamente en la abundancia y por sus modos al comer,
tampoco en las reglas más urbanas en la mesa. Pero en esos momentos no le
importaba con quien estaba, ni como se comportaba, ni saber nada de su vida. Lo
que más deseaba era volver atrás y que la pesadilla en la que ahora se
encontraba hubiese sido un sueño. Desgraciadamente, era bien real y no sabía
como iba a salir de ese terrible atolladero.
-¿Cómo? –musitó al darse cuenta que no había
oído nada de lo que él le estaba contando.
-Le decía que mi jabón es el mejor que
existe. ¿Quiere comprobarlo? –dijo Gareth entregándole una pequeña pastilla de
color miel.
Martha la cogió con dedos temblorosos.
-Huélala.
Ella sin apenas darse cuenta de lo que hacía,
lo hizo. El aroma, milagrosamente, la apartó momentáneamente del caos en el que
se encontraba. Cerró los ojos y se dejó arrastrar hacia un enorme jardín
cubierto de aromáticas flores.
-¿Le gusta?
Martha abrió los ojos y la comisura de sus
labios se curvó sin llegar a sonreír.
-Es… increíble. ¿Qué lleva?
Él alzó una ceja y chistó con la lengua.
-Es un secreto de familia. No puedo decírselo.
Ella también guardaba ahora un secreto. Un
secreto que solamente los más allegados podían conocer o su vida sería un
infierno. Esa idea le erizó la piel. Dio un trago largo a la copa y se levantó.
-Ya estoy perfectamente. Tengo que irme –dijo
entregándole la pastilla de jabón.
Gareth se alegraba de ello; no así de perder
su presencia. Era casi una chiquilla. ¿Qué tendría? ¿Quince años? No más, desde
luego. Pero su belleza era comparable a esos cuadros que uno mira y mira sin
cansarse nunca. Martha era una obra de arte y cuando se convirtiese en una
verdadera mujer, sería aún más preciosa.
-No. Quédesela. Puede que dentro de muy poco
sea el jabón más famoso y apreciado de Londres.
Ella la guardó en el bolsito.
-Le agradezco su ayuda, señor Maddock.
-¿Quiere que la acompañe a casa?
-No… No es necesario. Siga comiendo. Vivo muy
cerca.
-¿De veras? Tal vez podríamos volver a
encontrarnos mañana. Vendré a la misma hora. Y por supuesto, la invitaré a una
cerveza.
-Es posible. Sí. Gracias de nuevo.
-Vaya con cuidado. El sol, a esta hora, da de
lleno.
Martha dio media vuelta. Cruzó la puerta y su
impactante belleza se perdió entre el gentío. Gareth dio el último bocado a la
empanada, apuró la pinta y tras abonar, lo que le pareció un precio exagerado,
reemprendió la búsqueda de un promotor. Esta vez se decidió por visitar un
barrio elegante.
Cuando pisó Carnaby Street lanzó un sonoro
silbido. En su pueblo, como en casi todos los británicos, había un castillo y
en él, un noble o una dama. Pero esos edificios no podían compararse con las
paredes ennegrecidas del castillo del marqués de Lanwens. Jamás había visto
edificios tan elegantes, de paredes blancas como la nieve ni tampoco tantas
damas y caballeros por metro cuadrado.
Hinchó el pecho. Había estado deambulando por
los lugares equivocados. Aquí era donde sí apreciarían el jabón más exquisito
creado por su abuela.
En toda la calle tan solo encontró una
pequeña tienda donde se vendían productos de belleza. No era la gran fábrica
que imaginó, pero la visión del escaparate, el primor de cómo eran expuestos
los artículos, invitaban a detenerse y como no, a comprar. Decidido a probar
suerte por última vez en ese día y entró. El sonido de la campanilla hizo mirar
hacia la puerta a la mujer que estaba colocando unas botellitas de perfume. Se
trataba de una mujer de unos treinta años, hermosa y de porte elegante.
-¿Sí? –inquirió solicita; cambiando de
actitud al verlo. No era precisamente el cliente que solía entrar en su tienda.
Pero no sintió temor. El joven no parecía un delincuente. Sus ojos de un azul
intenso eran claros, directos e incapaces de mentir. Seguramente había ahorrado
lo que para él sería una fortuna para regalarle algo bonito a su novia.
-Buenas tardes, señora. Mi nombre es Gareth Maddock.
Ella sonrió de nuevo.
-Puede llamarme señora Montgomery. ¿En qué
puedo ayudarle, señor Maddock? Como ve, tengo productos ideales para regalar a
una mujer. Y no todos caros. Puedo mostrarle un agua de colonia o un jabón.
-Un jabón. Bueno… quiero decir que soy yo
quién viene a ofrecerle uno.
-¿Cómo dice? –inquirió la mujer abriendo
muchos los ojos, de un color verde intenso como la hierba.
Él sacó una pastilla y la dejó sobre el
mostrador.
-Mi abuela es el mejor fabricante de jabón
que existe. Por favor, huela. Tiene un aroma exquisito y probablemente,
desconocido para al gran público. Son plantas que cultivamos en nuestro jardín.
Además, de dejar la piel tersa como la de un bebé.
La señora Montgomery, por supuesto, no tenía
la menor intención de vender nada tan burdo en su exclusiva tienda. No
obstante, había tanta esperanza en los ojos de aquel joven que lo complació. Aspiró
levemente. Un aroma arrebatador le llenó las fosas nasales. Un olor
completamente nuevo. Dulce y al mismo tiempo exótico.
-¿Dice que lo hacen en su casa?
-Así es. Completamente artesanal. Lo que
pretendo es que se fabrique a gran escala. Usted debe conocer a fabricantes que
estarían interesados y…
-No.
-¿No le ha gustado? Pero si es… ¡Delicioso!
–exclamó él.
-Lo es, sin duda. Por ello no puede cambiar
su modo de producción.
Gareth hizo rodar el sombrero entre las
manos.
-No la comprendo.
Ella sonrió con encanto. El muchacho era
emprendedor, pero no tenía ni la menor idea de cómo se comportaban los
aristócratas.
-Verá. Cuando algo puede comprarlo
cualquiera, pierde su valor. En cambio, si se vende como algo exclusivo y
sumamente caro, ningún rico se resiste a poseerlo. Por ello, sugiero que su
familia continúe como hasta ahora. Y si tenemos éxito, pueden contratar a
varios trabajadores. Les daré una guinea por pieza.
Gareth, que había esperado una nueva
negativa, se quedó sin palabras; sobre todo, al escuchar la cifra.
-¿Y bien? –inquirió ella un tanto divertida.
-Pues… que… ¡Me parece estupendo, señora!
Ella extendió la mano.
-¿Trato hecho?
Él sonrió ampliamente mostrando su dentadura
perfecta.
-Hecho. Gracias, señora. Muchas gracias.
-A ti por ofrecerme tan buen producto. Estoy
segura que este jabón será el favorito de las grandes damas.
-Dios la escuche, señora. Tengo todas las esperanzas
prestas en este negocio. La semana que viene le traeré una caja. ¿Tenemos que
sellar un contrato o algo parecido?
-No es necesario. Te prometo que compraré lo
que produzcas. Un apretón de manos bastará.
Gareth se la estrechó.
-Trato hecho. Buenas tardes, señora.
El corazón le salía del pecho cuando abandonó
la tienda. Y no tan sólo por la alegría; también porque estaba seguro de que al
fin la suerte había llegado a la familia.
CAPITULO 2
Lady Madeleine Shilton, futura duquesa de Milford,
acomodada en el sillón situado en la esquina más discreta del salón, observaba
como los danzarines daban vueltas al ritmo de vals. Su delicado rostro no
mostraba ninguna emoción. No le interesaba nada de lo que ocurría a su
alrededor, ni tampoco los innumerables candidatos a marido que la seguían como
perros falderos. Ninguno de ellos poseía las cualidades que ella exigía. Ningún
noble aceptaría sus condiciones.
-Está bien que aún no tengas ánimos para
contraer matrimonio. Pero ello no significa que te comportes como una mujer
desagradable –le reprochó lady Lucrezia, sentándose a su lado.
-¿Ánimos? Abuela. Sabes perfectamente la
razón que tengo para rechazarlos a todos. Por lo que, no puedo mostrarme
encantadora. Por otro lado, hace mucho tiempo que dejé de serlo –replicó
Madeleine con gesto incómodo.
-Si pusieses voluntad…
-¿Para qué? Nunca contraeré matrimonio.
Nunca.
Lady Lucrezia se abanicó con ahínco.
-Hasta que tu padre se harte de esta
situación y te comprometa, con o sin tu consentimiento. Te quiere, pero un
duque tiene obligaciones y deberes que cumplir. Uno de ellos es procurar que su
estirpe no desparezca y tú eres la única que puede conseguirlo.
-Te recuerdo que… Dejemos el maldito tema,
abuela. No estoy de humor para discusiones que no nos llevarán a ninguna parte.
-Son discusiones porque no entras en razón.
Hay normas…
-Del todo crueles. ¿O serás capaz de negarlo?
Hay sentimientos que no pueden domarse y duelen, abuela. No sabes cuanto
–musitó Madeleine mirándola de esa forma que le rompía el corazón.
-¿De verdad piensas qué no te comprendo?
Todos lo hacemos, cielo. Pero lo que no puede ser, no puede ser. Y debes
aceptarlo de una vez.
-No…
Dejó de hablar cuando lord Paul Clevens, un
joven agradable, atractivo y muy rico se inclinó ante ellas. Un partido nada
despreciable.
-Lady Madeleine. ¿Me concedería el honor de
este baile?
Ella sonrió educadamente.
-Nada me complacería más. Pero es imposible. Se
me ha roto el zapato. ¿No querrá que baile descalza, milord?
Clevens respingó.
-No… Por supuesto que no. Es un lamentable
contratiempo; pues me impide la oportunidad de danzar con usted. En otra
ocasión.
-Sí. En otra.
Lord Clevens golpeó los tacones y dio media
vuelta.
-¡Por el amor de Dios, Madeleine! ¿Cómo se te
ocurre decir algo tan inapropiado? –jadeó su abuela.
-He constatado un hecho posible, ¿no? Además,
no hay que dar falsas esperanzas. Lord Clevens no es adecuado como esposo. Si
me disculpas, iré a tomar el aire. Hace demasiado calor aquí adentro –replicó
su nieta levantándose.
El avance de sus padres junto a un hombre que
le era totalmente desconocido, se lo impidió.
-Señor Maddock, esta es Madeleine, nuestra
querida y única hija. Ella es Lady Lucrezia, baronesa de Rovere, mi suegra.
Madeleine efectuó una suave reverencia. Maddock
apenas pudo simular la sorpresa. La jovencita que cinco años atrás se tomó una
cerveza con él, la joven que pensaba una humilde sirvienta, era nada menos que
una dama de alta alcurnia, la hija de un duque. Y más hermosa que cinco años
atrás. Su cuerpo había experimentado un gran cambio. Ya no quedaba nada de la
niña. Ahora era una verdadera mujer, elegante y de porte orgulloso.
Lady Lucrezia se colocó los impertinentes y
lo estudió detenidamente. Era atractivo, varonil, alto y con un cuerpo que
Miguel Ángel hubiese deseado como modelo. Un espécimen masculino perfecto.
-¿Está recién llegado a Londres? No lo he
visto nunca por los salones, señor Maddock. Y lo más extraño, que nunca he oído
hablar sobre usted.
Gareth sonrió con verdadero encanto a la
anciana de aspecto regio, de ojillos vivaces, del mismo color que los de su
nieta. En realidad, era como si estuviese viendo a Madeleine en el futuro. Y la
imagen le gustó.
-Hace dos meses que me he instalado, milady.
Apenas conozco a nadie.
-¿Dos meses? Mucho tiempo para no dejarse
ver, joven. Por suerte la temporada acaba de comenzar. Una oportunidad única
para conocer a gente interesante.
-Los traslados requieren tiempo, milady.
-Por supuesto. Nadie mejor que yo lo sabe,
señor Maddock. Desde que estoy casada he cambiado dos veces de residencia en
Londres. Parece mentira lo que acumula uno con los años, ¿verdad? –dijo la
madre de Madeleine.
Gareth aseveró.
-Lo cierto es que, todo lo que he puesto en
la mansión es nuevo, duquesa. Nueva vida, nueva casa.
La anciana se quitó los lentes y sonrió de
ese modo que hacía temblar a los miembros de su familia. Se avecinaba un
interrogatorio del todo inapropiado, que paradójicamente toda la alta sociedad
soportaba estoicamente. La opinión de
ella era respetada, pero sobre todo, temida.
-Muy práctico, sí señor. Y dígame. ¿Ha venido
con su esposa e hijos?
-No estoy casado –dijo Gareth mostrando una
gran sonrisa. Para añadir seguidamente: Aún no.
-Así que es de los hombres que piensa que el
matrimonio es el estado ideal.
-Soy amante de la familia. Procedo de una muy
numerosa. Y espero formar la mía propia. Uno va cumpliendo años y es hora de
sentar la cabeza.
-Una meta loable, sí señor. Y dígame. ¿Le han
traído los negocios a Londres o algún pariente que lo ha hecho su heredero?
-Negocios, milady –respondió Gareth sin poder
dejar de mirar a Madeleine. O era una gran actriz o no lo recordaba en
absoluto.
-¿Bolsa? ¿Tal vez acero?
-Cosmética.
Ella alzó las cejas.
-¿Cosmética? ¡Cielos! Una ocupación curiosa
para un caballero. Realmente inusual.
-Hija. ¿Por qué no presentas al señor Maddock
a tus amistades? –dijo el duque en un intento de que le interrogatorio cesase.
Madeleine asintió ocultando su desagrado. Gareth,
por el contrario, le pareció una idea maravillosa. Estaba deseando poder hablar
a solas con aquella hermosa joven que un día le dijo que se llamaba Martha. Le
ofreció el brazo y se alejaron hacia el centro del salón.
-Me alegro de volver a verla.
Ella ladeó el rostro.
-¿Cómo dice?
-¿No me recuerda? En cambio yo, la recuerdo
perfectamente.
-Temo que me confunde. Nunca nos habíamos
visto y suelo frecuentar los salones.
-Por supuesto que sí. Aunque, no nos
conocimos en los salones. Fue en un lugar menos elegante y lamento que fuese
una visión tan poco interesante que me borrara de su memoria. Claro que, los
dos hemos cambiado. Por cierto que, yo diría que para mejor. Está usted aún más
hermosa que antes.
Ella continuó mirándolo con el ceño fruncido.
Nada en él le era familiar.
-Creo que está llamando mucho la atención
mirándome de ese modo. Vayamos al jardín –dijo él sin darle opción a negarse.
Salieron. Unas cuantas parejas paseaban por
el sendero que bordeaba la casa. No era prudente ir más allá o la reputación de
la muchacha podía quedar manchada para siempre. Así que, Madeleine se detuvo
abruptamente.
-Está claro que no está habituado a las
normas de la sociedad. No es caballeroso llevar al jardín a una joven que se
acaba de conocer –le reprendió ella.
-En ese caso, ¿por qué me ha acompañado?
Ella suspiró.
-Por desgracia, a veces me vence la
curiosidad. Por otro lado, mi fama de virtuosa me exime de cualquier
chismorreo.
-¿Y lo es? –inquirió Gareth mostrando una
sonrisa socarrona.
-Lo que está claro es que usted no es un
caballero al hacer esa pregunta tan impertinente. Si me disculpa, regresaré al
salón –replicó ella con enojo.
Él posó la mano suavemente en su brazo
reteniéndola.
-Le pido mis más sinceras disculpas. Como ha
dicho, no estoy familiarizado con las normas de su sociedad. Aunque, estoy
seguro de que usted puede enseñarme a no meter la pata.
-¿Yo? Nunca he tenido vocación de maestra,
señor Maddock. Le sugiero que contrate a un preceptor. En unos meses, dada su
inteligencia, estoy segura de que nadie notará que no ha nacido en una noble
cuna –replicó Madeleine con sarcasmo.
-¿Así que me considera inteligente? Pero, si
apenas nos conocemos… ¡Ah! Ya sé. Es una de esas mujeres que se considera muy
intuitiva –contestó él adoptando también un tono mordaz.
-Puede burlarse, señor. Pero los años me han
enseñado a conocer a la gente y lo cierto es que no suelo equivocarme.
-En ese caso, no comprendo que se olvidase de
mí. Suelo causar impacto en las personas; en especial a las mujeres.
-Yo soy poco impresionable. A no ser que algo
o alguien sea excepcional.
Él adoptó un mohín de desencanto.
-Me entristece que me encuentre vulgar,
milady.
-No he dicho nada semejante.
-¿Ah, no?
-Temo que esta conversación no me divierte y
las fiestas es para pasarlo bien. ¿Volvemos al salón, por favor?
-¿Sin descubrir cuando nos vimos?
Ella, molesta, inspiró.
-Está bien. Explíquese. Y rápido. Estamos a
punto de llegar al tiempo límite que se considera decoroso en una pareja.
-Fue hace cinco años. Yo estaba en la ciudad
para proponer mi negocio y me topé con una jovencita que se desvaneció en mis
brazos. La llevé a un pub y la invité a una cerveza. Dijo que se llamaba
Martha.
El semblante de Madeleine se tornó
blanquecino. Gareth apoyó la mano en su codo y dijo:
-¿No irá a desmayarse otra vez?
Ella se zafó y recuperando la calma, con tono
acerado, contestó:
-No. Por supuesto que no. Mi reacción se debe
a que me avergüenza no recordar a un buen samaritano. No tengo excusa. Es algo
imperdonable.
-Yo la perdono. Una dama refinada no suele
fijarse en un don nadie. Y yo lo era en esa época. Pero usted no era una joven
desvalida. ¿Por qué me mintió?
La serenidad que caracterizaba a Madeleine se
esfumó.
-¿Por qué cree? Estaba en un lugar nada
apropiado para una futura duquesa –se excusó ella con frialdad.
-¿Puedo saber la razón que la llevó a un
barrio tan alejado de su casa?
-No, señor Maddock. No puede. Y espero que me
de su palabra de honor de que jamás contará nuestro encuentro a nadie.
Él sonrío divertido.
-¿Así que ahora soy un caballero? Aprecio que
la nobleza cambia de opinión depende de cómo le vayan las cosas.
Ella ladeó la cabeza mirándolo con
irritación.
-El concepto de caballero, para mí, no
depende de la cuna. Valoro a un caballero por su comportamiento. ¿Me da o no su
palabra?
-La tiene.
Ella suspiró aliviada.
-Y ahora, compórtese como el caballero que es
y lléveme al salón.
-Por supuesto, milady.
Tras esa promesa, Gareth y Madeleine
permanecieron callados hasta llegar junto a la familia de ésta.
-¿Se divierte, señor Maddock? –le preguntó
lady Lucrezia.
-Estoy fascinado. No he dejado de tener
sorpresas. Creo que, contrariamente a lo pensado, no me perderé ni uno de los
eventos de la temporada.
-Hará bien –convino el duque de Milford.
-Lamentablemente, la velada ha terminado para
mí. Mañana tengo una reunión muy importante a primera hora. Excelencia. Señoras
–dijo Gareth.
Lady Lucrezia lo observó detenidamente
mientras se alejaba.
-Querido. ¿A qué se refería ese joven al
decir que se dedicaba a los cosméticos?
Su yerno sonrió con impotencia. El
interrogatorio había comenzado y nadie podía escapar de ella cuando se empeñaba
en saciar su curiosidad.
-Jabón. Es el fabricante del que usamos en
casa y en la mayoría de todos nuestros amigos.
-¿De Caramel? ¡Cielo Santo! Pero… es muy
joven y tengo entendido que es un comerciante muy adinerado.
-Yo lo calificaría como de escandalosamente
rico, querida suegra. Y solamente tiene veinticinco años –apuntilló su nuera.
Madeleine recordó que él le dio una muestra
de ese jabón y que dejó olvidada en alguna parte de la cómoda. Gareth,
contrariamente a ella, había conseguido su sueño ese día, pensó con tristeza.
-¿De veras? –musitó la anciana.
-Madre, quítate esa idea de la cabeza –le
pidió la duquesa.
Ella adoptó una pose inocente.
-¿Qué idea?
-Abuela, no te hagas la inocente. Te
conocemos demasiado. Y observo que tienes un aspecto muy cansado. Deberíamos ir
a casa –le dijo Madeleine.
-La noche acaba de comenzar, hija. No sería
prudente que te retiraras. ¿Qué podría pensar la gente? –le recriminó su madre.
-Mamá. Sabemos lo que piensan. Y en cuanto a
mí, un par de horas más deambulando por el salón no cambiará nada.
Lady Lucrezia, con gesto derrotado, se
levantó.
-Tiene razón. Yo estoy cansada y ella, dada
su actitud un tanto peor que la de otras ocasiones, es mejor que me acompañe.
No podemos arriesgarnos a que su fama de inexpugnable crezca. Querida, ve a
buscarme la capa.
Su nieta la complació gustosa. Estaba
deseando largarse. La noche no había sido precisamente la mejor de su vida. El
maldito Gareth había provocado que el dolor que intentaba mitigar volviese a
lacerarla con fuerza.
-Madre. Madeleine debería quedarse –masculló
el duque.
-¡Bobadas! Lo que debe hacer es acompañarme.
Pienso mantener una charla muy seria con esa testaruda. Ya es hora de qué entienda
lo que realmente le conviene.
Su hija hizo oscilar la cabeza suavemente.
-Lo que fue no puede borrarse.
-Cierto. Pero hay gente que solamente mira
hacia el futuro, querida; pues carece de un pasado glorioso. Y hoy hemos
conocido a uno de ellos.
El duque parpadeó.
-¿Estás sugiriendo lo que me supongo?
-¡Exacto!
-¿Un hombre que se dedica a la cosmética? –se
escandalizó la duquesa.
-Sí, querida. Carece de pedigrí. Pero la
cosmética lo ha hecho inmensamente rico. Aunque, todos sabemos que el dinero no
da clase, ni estatus social. Y por lo poco que he podido deducir, el señor Maddock
está deseando introducirse en el círculo más selecto de Inglaterra. Y como ha
dicho, quiere casarse. Cualquier jovencita le será útil para sus aspiraciones.
Cualquiera. Un título excusa muchas carencias o faltas.
Su yerno se rascó la barbilla.
-Sería una buena solución.
-Madeleine no es cualquiera. Es una futura
duquesa –protestó su esposa.
-¡Por el amor de Dios, Amelia! Tú hija, por
desgracia, lo olvidó hace tiempo. Se comporta como una de esas sufragistas
exigiendo el derecho al voto y no quiere ser supeditada a un marido… A parte de
lo otro. Ese joven es el marido ideal. No pondrá objeciones, pues se ha criado…
Por cierto. ¿De dónde ha salido?
-De un pueblo de Gales. Me es imposible recordar
el nombre. Su familia es una estirpe de mineros –respondió su suegra.
-¿Mineros? –jadeó su esposa.
Lady Lucrezia cerró el abanico y las varillas
se entrechocaron.
-¿Y de dónde crees que han salido todos los
nobles? El primero al que se le concedió el título no era mucho mejor. Ha
habido sicarios, labradores, herreros… Mejor no indagar, querida.
-Estoy de acuerdo –afirmó su yerno.
-Pero, Charles…
-Amelia. Cuando en esta familia se habla del
pasado, estamos interesados en que se olvide. ¿No es así? Para nosotros el
señor Maddock es tan valioso como cualquiera. Ahora es un hombre respetable,
rico y admitido en los salones. Además de atractivo y muy sano. Podría darnos
unos herederos hermosos y fuertes. Es un candidato perfecto para nuestra hija.
-No aceptará. Y por otro lado, ¿no has
pensado que él no desee casarse con Madeleine?
Lady Lucrezia soltó una carcajada.
-¿Bromeas? Cualquiera mataría por ser el
próximo duque de Milford. Además, mi nieta es la muchacha más hermosa de todo
Londres. He visto como la miraba. Con un simple empujoncito, caerá en nuestras
redes.
-Puede que caiga. Pero no sabemos que
decidirá cuando se le pongan las cartas sobre la mesa –opinó su hija.
-En ese caso, hay que ir preparando la pesca.
Amelia, pasado mañana organizarás una cena… Ya sé que no hay mucho tiempo. Pero
no será demasiado tumultuosa. La familia bastará –dijo el duque.
-Imposible. Una cena íntima solamente se
ofrece a alguien que tenga algún vínculo amistoso –refutó su mujer.
-O por negocios. Mándale una nota a primera
hora de la mañana. Tras la conversación, que casualmente coincidirá con la hora
de la cena, educadamente, lo invitas a quedarse –sugirió su suegra.
-Pero olvidas que no tengo negocio alguno que
ofrecerle.
-¿Qué hay de esos chismes del demonio? El tegono.
-Teléfono. Sí. Una propuesta que le
entusiasmará o no. Pero que será la excusa perfecta para nuestros planes. Lucrezia, eres una gran manipuladora.
-¿Por qué te crees que he llegado tan lejos,
Charles? –respondió ella con orgullo.
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