miércoles, 25 de enero de 2017

la sombra del lobo

CAPITULO 1


El grito hirió las sinuosidades de la montaña.
Alerán volvió el rostro.
Su madre, con ojos aterrados, miró como el pequeño descendía por la escarpada pendiente tras la oveja descarriada, al mismo tiempo que Garsenda, su hermana, alzaba la cabeza impresionada por el eco ensordecedor.
—No temas, madre. Sé lo que hago —aseguró Alerán.
—¡Sube ahora mismo! —vociferó ella.
El chiquillo, desoyendo la orden, continuó bajando. Sus pies buscaron la rendija perfecta y sus manos el mejor apoyo para no perder el equilibrio, ajeno al abismo que se precipitaba bajo él, con la confianza del que frecuenta cada rincón. Y así era. Alerán no había conocido otro mundo que esas montañas.
Llegó a la grieta donde la oveja balaba con desespero y tomó al animal bajo la prisión de sus brazos. Con una sonrisa amplia y satisfecha, inició el ascenso, mostrándola al llegar a la cima del acantilado.
—No podíamos perderla, madre. Padre se habría puesto furioso.
—¡Furibundo se pondrá cuando le cuente! ¡Por el amor de Dios! ¿Acaso piensas que para él es más importante una oveja que la vida de su hijo? ¡No se que voy a hacer contigo! ¡Eres un temerario! —exclamó su madre con el rostro desencajado.
—No he corrido peligro alguno. Soy un escalador excepcional. Padre lo sabe. Hablando de él. ¿No debería estar ya aquí?
Agnes, su madre, entrecerró los ojos y miró hacia el cielo. El sol ya estaba acercándose a mediodía.
—Debería —musitó.
—Tal vez se ha entretenido comprándome un regalo —dijo la niña sonriendo esperanzada.
—Deja de soñar, Garsenda. El dinero debemos emplearlo en cosas útiles —objetó su hermano dejando a la oveja junto al resto del rebaño.
—Una cinta para el pelo es útil. Me vería más bonita —replicó ella peinándose el cabello dorado. 
—Eso no son más que tonterías. Y una muchacha de once años no debería pensar en esas cosas.
—Hijo, a las mujeres nos gusta engalanarnos. Y a los hombres también. Claro que, tú eres una excepción —dijo Agnes forjando en su hermoso rostro un mohín de disgusto al ver  su aspecto. Tenía la ropa y la piel embarrada, el cabello negro como el azabache revuelto. Pero aún así, continuaba conservando esa beldad fascinante que te impedía poder apartar la mirada de sus increíbles ojos color violeta.
Alerán soltó un resoplido mientras se palmoteaba la túnica.  
—No tengo tiempo para bobadas. El rebaño, como dice padre, es lo más importante. Además, aquí no hay nadie más que nosotros. No tenemos que aparentar para agradarnos.    
—La importancia que se le da a las cosas es relativa. Un día, la relevancia que dimos a algo o a alguien, se marchita. Aunque, hay sentimientos que nunca se desvanecen. Yo jamás podré dejar de consideraros lo más valioso de mi vida. Tanto, que moriría por no veros sufrir.
Alerán la besó con ternura en la mejilla.
—Nunca tendrás que hacerlo. El sufrimiento no tiene acceso en estas montañas. Aquí lo único que existe es paz y dicha. El único peligro son las alimañas y éstas, padre y yo las tenemos controladas.
Agnes sonrió mientras apartaba un mechón rebelde de la frente de su hijo.  
—Hablas con la verdad. El nido que forjamos tu padre y yo al venir aquí siempre nos ha abrigado con las ramas de la dicha. El Señor nos ha bendecido con un hogar plácido y con una familia maravillosa. Seríamos indignos de su generosidad si pidiéramos algo más.
—Yo nada pido. Con lo que tengo estoy satisfecho. Aquí soy feliz. Adoro mi vida y no la cambiaría por nada.
—Pues, a mí me gustaría ir más a los pueblos y comprar. Y sobre todo, conseguir un retal bordado para tener un vestido elegante —dijo Garsenda cortando una margarita. Con coquetería, se la engarzó en el cabello dorado, al tiempo que suspiraba.
—¿Desde cuando una cría de diez años piensa en esas cosas? Sin duda, tengo una hermana extraña —dijo Alerán levantándola para estrecharla entre sus brazos.
—Y hermosa —aseguró Agnes con orgullo.
Alerán miró a su hermana. Nunca se había parado a pensar en si era bella. Lo cierto era que,  aunque lo hubiese hecho no habría podido responderse, puesto que nunca había visto a otra chica con la que  compararla. Las pocas personas que subían de vez en cuando hasta la montaña eran hombres. Sin embargo, su madre, siempre se enorgullecía de la beldad de su hija. Y es que, Garsenda poseía unos ojos verdes nítidos, como las aguas del lago cercano al pico de nieves eternas y unos cabellos dorados, como las espigas que crecían en el huerto. Su rostro ovalado y de rasgos finos era agradable de mirar; al igual que el de su madre.
Garsenda rió alborozada. Estaba segura que ninguna otra niña tenía un hermano como él. Alerán se comportaba con ella con cariño, jamás la fastidiaba con bromas de mal gusto y la quería tanto que, nunca dudó que la rescataría si alguien intentara dañarla.  
—¿Cuándo llegará papá? Tengo hambre —se quejó al sentir como le crujía el estómago.
Agnes encaminó sus ojos hacia el sendero. No había rastro de Gonçal.     
—Estoy segura que ha ocurrido algo —susurró con el corazón encogido por un terrible presentimiento.
Alerán sacudió la cabeza con énfasis, al tiempo que dejaba a Garsenda en el suelo. Su padre era un hombre fuerte, versado en los peligros de la montaña. Conocía cada recoveco, cada escarpado, cada valle. Se había enfrentado a lobos e incluso, venció a un enorme oso, cuyas zarpas reposaban sobre el hogar.
—A padre no puede pasarle nada malo. 
Su madre también lo creía. Gonçal era un hombre dispuesto a enfrentarse a cualquier peligro y salir airoso de él. Ella, mejor que nadie, podía  dar fe de ello.
—Prepararé la comida —dijo más animada.
—Te ayudaré, madre —se ofreció su hijo.
—¡Ni hablar! Antes quiero que te bañes. ¡Estás realmente sucio y apestoso! —le ordenó su madre.
El muchacho, de mala gana, fue hacia el riachuelo. Se desvistió y al percibir el agua templada, con gesto complacido se sumergió, comenzando a nadar con vigor.
—Sin duda, a veces parece loco —dijo Garsenda cortando grandes rebanas de pan, mientras Agnes extraía el queso y el tocino de la bolsa.
—Tú hermano será un hombre estupendo. No lo dudes. Es noble, generoso y valiente —dijo ella con orgullo.
Alerán acabó de refrescarse y tras secarse, se unió a ellas.
—Hace un día espléndido —suspiró mirando con delectación el paisaje. Nada podía compararse a esas tierras. Vivían en medio de un valle de fresca hierba protegido por los picos escarpados y bosques. El único sonido que llegaba hasta ellos era el de la naturaleza salvaje. Allí las águilas sobrevolaban majestuosas, las cabras escalaban riscos imposibles y las truchas recorrían las aguas cristalinas. La libertad podía respirarse en cada rincón.
Garsenda olfateó el aire.
—¿No oléis a humo?
Alerán y su madre volvieron el rostro hacia el bosque. Tras él, una espesa columna de humo se alzaba hacia el cielo impoluto de nubes.  
—Dudo que sea una hoguera. ¿Qué será? —murmuró el muchacho.
—Puede que cazadores o pastores trashumantes. Pero… No… ¡Señor, proviene de nuestra casa! —exclamó Agnes. Y seguidamente echó a correr.
—¡Madre, espera! —gritó Alerán.
Ella no le hizo caso. Alerán miró hacia el rebaño sin saber que hacer. Tras unos segundos de duda, optó por dejarlo a cargo de Guineu, la perra. Ya volvería a por ella más tarde. Tomó de la mano a Garsenda y con el pecho latiéndole acelerado, corrió tras su madre, implorando al Altísimo que su padre estuviese bien.
Después de una larga carrera de media hora llegaron al pequeño valle que albergaba su cabaña, y también ahora, una visión espantosa. La casa estaba siendo devorada por las llamas y parte de sus enseres estaban esparcidos con desorden en el suelo.
—Es… Espera. Puede que los asaltantes sigan ahí —jadeó Garsenda deteniendo a sus hijos, obligándolos a esconderse tras unos árboles.
—¿Asaltantes? ¿Por qué dices eso, madre? Puede que sea un accidente —susurró Alerán sin poder apartar sus ojos violetas de las llamas que aún crepitaban.
Agnes, con el rostro demudado, lo miró fijamente.
—Tú padre es un hombre cabal y cuidadoso. Nunca ha dejado nada que pueda prenderse. No.  
Alerán tragó saliva ante la posibilidad de que su casa hubiese sido agredida por malhechores o moriscos rebeldes que moraban al otro lado de las montañas.
—¿Qué hacemos? —musitó.
—Esperar.
—¿Y papá? —lloriqueó Garsenda agarrándose a las piernas de su madre.
—No lo sé. Pero seguro que estará bien y pronto vendrá a ayudarnos. Ahora callad. No debemos hacer ruido alguno. ¿Entendido? —cuchicheó Agnes.
Sus hijos asintieron sin poder evitar que las lágrimas resbalaran por sus mejillas, mientras rezaban para que su padre estuviera a salvo.
Transcurrido un tiempo que les pareció eterno, Agnes decidió que no había peligro alguno.
—Vamos.
Con pasos indecisos se acercaron hasta los restos aún calientes de la choza. Sus ojos otearon a su alrededor sintiendo como las entrañas se les desgarraban. El huerto, en pleno esplendor, había sido pisoteado y la cerca del ganado arrancada. No quedaba nada en pie. No tuvo la menor duda de que se trataba de una agresión.
—¡Por Dios, no! —gritó Agnes al ver entre los restos de la puerta unos pies. Se abalanzó sobre la madera y la levantó. Su esposo yacía cubierto de cenizas y sangre —. ¡Gonçal! ¡Abre los ojos! ¡Mírame!
Alerán se arrodilló junto a su padre y le alzó la cabeza.
—¡Vive! —exclamó.
Gonçal entreabrió los ojos.
—Agnes… Debéis iros. Huid. Ya han llegado —jadeó.
—No hables. Garsenda, trae agua. ¡Corre!
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Alerán cogiendo el cuenco que su hermana le acercó. Con furia se rasgó parte de la túnica, la mojó en el agua y limpió la sangre que cubría la frente de su padre.
—Agnes… Sé que muero…
—Te pondrás bien, cariño —contradijo su esposa.
Su marido, con dificultad, sacudió la cabeza.
—No temo a la muerte. Ella ha vivido en mí desde el mismo instante que fui engendrado. La vida y la… muerte son una misma cosa. Agnes… Recuerda la promesa… Cuida de Dib Malik. ¿Oyes? Dib Malik es lo más… importante —resolló.
Su mujer asintió con los ojos empapados de llanto, lanzando un alarido desgarrador al ver como su amado compañero expiraba.
—No. No puede ser —musitó Alerán.
—¿Qué le ocurre a padre? ¿Por qué no nos mira? —preguntó Garsenda.
La niebla devoró el corazón de Agnes sumiendo en un abismo gélido. Dejó caer su cuerpo sobre el cadáver de Gonçal y se aferró a él con fuerza, aún sabiendo que lo había perdido para siempre.
—¿Por qué nos has hecho esto Señor? Nosotros nunca hemos dañado a nadie. ¡Eres injusto! —protestó Alerán pataleando furioso.
Su madre se levantó y con un gesto enérgico se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Tenía que sobreponerse por el bien de todos. Escapar antes de que regresaran a por ellos. No había tiempo para lamentaciones.
—Los injustos son los hombres. Hijo, debemos enterrar a tu padre antes de irnos —dijo con voz apagada.
Alerán la miró perplejo.
—No discutas. El tiempo apremia. Pueden volver y no permitiré que os maten. ¡Obedece!
Garsenda, hipando, se acercó al pequeño jardín que no había sido profanado. Cortó unas flores y las puso sobre el pecho de su padre.
Agnes la abrazó con fuerza.
—No temas, hija. Yo os protegeré. Lo juro.
Alerán, notando como la rabia crecía en su alma, cavó sin descanso, jurándose que algún día vengaría el asesinato de su padre.
Una vez terminada la fosa, cargaron con él y le dieron sepultura, orando para que su alma encontrara el descanso eterno.
—¿Qué haremos… ahora, madre? —hipó Garsenda.  
—Marcharnos de este lugar.
—¡No! ¡Esos bastardos no nos echarán de nuestro hogar! ¡Lo levantaremos de nuevo! —se opuso Alerán.
Agnes esbozó una sonrisa cargada de tristeza.
—¿Cómo? Eres aún un niño. No tienes fuerza para talar los árboles que necesitaríamos, ni para protegernos de los salteadores. No me arriesgaré a que vuelva a pasar algo tan horrible.
—¡Puedo! ¡Soy fuerte y valiente! —insistió él.
Agnes lo sabía. Alerán había heredado la osadía de sus antepasados y también, su tenacidad. Por ello, debía protegerlo, alejarlo de aquellos que quisieran arrastrarlo hacia el destino que le había sido señalado. 
—La montaña es muy dura en estas condiciones. Además, no quiero que permanentemente este lugar me recuerde la tragedia. Está decidido, lo abandonamos —repuso ella, rompiendo a llorar con desconsuelo.
Alerán, desde que tuvo conciencia de tener recuerdos, nunca albergó nada desagradable. Pero el sentimiento de la pena creció en su pecho con aquella muerte cruel y despiadada. Era tanto su padecimiento que, le dolía como si le hubiesen amputado un miembro. Siempre había estado unido a su padre, mucho más que con su madre. Juntos pasaban parte del día con el rebaño, cortando leña o pescando truchas en el riachuelo. Ahora era como esas ovejas perdidas que balaban con desespero buscando al pastor.
Su madre, de naturaleza fuerte e inquebrantable, también se había desmoronado. Ahora era como una flor marchita ante la nueva situación. No obstante, al ver como se mordía el labio inferior, supo que parte de la fortaleza había regresado a ella.
—Ve a por el rebaño. Mientras, recogeré lo poco que nos queda.
-Madre…
-¡Ahora!
Alerán obedeció. Más, no irían a ningún lado. Convencería a su madre.  






















CAPITULO 2


Alerán retornó a la cumbre de la montaña y reunió las ovejas. Sus ojos se clavaron en los pastos, en el riachuelo, en la cumbre nevada. El lugar que tanto amaba solo quedaría en el recuerdo. Ahora, deberían buscar otro valle, otro paisaje; otro enclave donde el recuerdo de aquella pesadilla solo los atenazara cuando llegara la noche.
—Vamos, Guineu —ordenó a la perra.
Cuando llegó a los restos de la casa, su madre ya había cargado las escasas pertenencias que aún quedaban intactas en la carreta. De las gallinas, conejos y patos, no había rastro.
—No la quemaron —se limitó a decir ella con voz exenta de emoción.
—¿Adónde vamos? —preguntó Alerán.
—El Señor Bernat Granell cede tierras a cambio de trabajo. Nos instalaremos en su pueblo, en Batea.
—¿A un pueblo? Somos montañeros. Gente solitaria. No podremos adaptarnos. Estamos acostumbrados a ser libres, a no rendir cuentas a nadie. ¿No lo entiendes? Madre deberíamos luchar por esto. Es nuestro hogar —se quejó el chiquillo.
—Sin tú padre es imposible permanecer aquí. Necesitamos protección. Además, la soledad no es buena, hijo. Mata la voluntad. No te preocupes. Te prometo que estaremos mejor.
Alerán podía entender el estado de ánimo de su madre. El fallecimiento repentino de su padre había sido un duro golpe para todos. De todos modos, discrepaba de su actitud sometida ante los hechos.
—¿Prefieres servir a otro que ser tu propio dueño? Aquí gozamos de libertad. Padre luchó constantemente por ello. Decía que la dignidad se pierde cuando tu vida depende de otros —se quejó el chiquillo.
—La autonomía nos ha traído la desdicha. Ahora necesitamos auxilio.
—¿Por qué protestas? Madre tiene razón. Esto es demasiado solitario. ¡Y no quiero vivir aquí, me da miedo! —exclamó Garsenda.
—Padre me enseñó a luchar —dijo Alerán.
—¿Y de qué le ha servido a él su habilidad? De nada. Todo lo contrario. Ha encontrado la muerte. Y tú, insensato, tampoco podrías defenderte de un grupo de asaltantes. Las apariencias solamente convencen a los tontos. No eres más que un chiquillo.  
—Madre…
—No quiero oír una palabra más. La decisión está tomada. Garsenda, sube al carro y tú, síguenos con el rebaño —ordenó Agnes  azuzando al caballo.
Alerán no pronunció una palabra más, pues sabía que por mucho que intentara convencerla, ella ya había tomado una determinación. Y no es que fuese una mujer intransigente. Su madre era dulce, abnegada y de carácter risueño. Pero también pertinaz y cuando no dudaba, nadie podía cambiar su opinión.  
—Madre. ¿Y estás segura que nos ofrecerán trabajo? No sea que vayamos a la aventura y nos encontremos sin casa y sin nada. No querría tener que mendigar —comentó su hermana.
—Un leñador me certificó que las tierras que dirige el señor son extensas y que apenas han sido repobladas. Necesita colonos. Nuestro rebaño será bien recibido. Con la lana y la leche podremos ganar suficiente dinero para nosotros y el barón.
—¿Por qué debemos pagar a ese hombre? —inquirió Alerán con el ceño fruncido.
—Será nuestro protector. Tendremos una casa y tierras. No querrás que nos acoja sin nada a cambio. Es lo justo. ¿No?
Alerán admitió que tenía razón. De todos modos, seguía pensando que estaban cometiendo un gran error. Nada volvería a ser igual que en las montañas. Nunca más vivirían como les complaciera, sin ataduras ni vecinos molestos y curiosos. Y sobre todo, sin tener que obedecer a un amo.  
—Hijo, sé lo que piensas. Pero lo que ahora te parece una pérdida, el tiempo te demostrará que ganaremos en ventajas —le dijo su madre sonriéndole con afecto.
—Nunca podremos superar esto —dijo Alerán.
Agnes soltó un hondo suspiro.
—El tiempo limará los dientes del dolor. Así ha sido siempre o los hombres se habrían extinguido. Debemos continuar por el camino que nos ha sido designado hasta alcanzar el final. No se puede luchar contra el destino. Estaba escrito que tú padre debía morir.
—Y esa predestinación nos lleva a las tierras bajas —refunfuñó Alerán.
—Exacto y será mejor que lo aceptes cuanto antes. No hay nada más desgarrador que las zarpas de la inconformidad cuando no hay otra opción a la que acogerse. ¡Escucha! A nuestra izquierda canta una corneja. Es signo de buen viaje. Todo irá bien.
Alerán volvía a estar en desacuerdo con ella. Estaba convencido que el hombre podía tomar las riendas de su existencia. Su padre lo había hecho optando por vivir en los bosques altos, dejando la vida que llevaba en Barcelona. Y ellos podrían continuar en los montes si esas mujeres no fueran tan cobardes para aceptar su dureza. Pero se juró que nadie le obligaría a vivir en el valle, si no le gustaba, regresaría.
—Madre. ¿A qué se refería padre cuando hablo de Dib Malik? ¿Quién es?
La mandíbula de Agnes se contrajo.
—El dolor hace que la mente se nuble y la proximidad de la muerte te nubla la razón.
—¿Y por qué le prometiste que cuidarías de él?
—Nunca debe negarse a un moribundo sus deseos. Trae mala suerte. Eso es todo —respondió ella con voz acerada.  
—¡Mirad! ¡Es impresionante! —gritó Garsenda al divisar una fortaleza a lo lejos.
Su madre detuvo el carro.
—El Castillo de Miravet. Pertenece a los templarios —musitó dejando que sus ojos castaños se deslizaran por la silueta.
Alerán nunca había visto nada parecido. La verdad era que, solo conocía su cabaña, pues su padre decía que el comercio y el descenso a los sitios poblados para la venta era cosa de las mujeres, que ellos se debían al rebaño y a la caza.
—¿Quiénes son? –inquirió.
—Son una orden religiosa al servicio de Cristo. Han luchado con fiereza contra los infieles en Palestina en nombre del Señor. Parte de estas tierras les pertenecen. Todos los señores les deben tributo y respeto. Incluso el barón Bernat. 
—¿Los curas van a la guerra? —se extrañó Garsenda.
—Son una orden especial. Tienen afiliados guerreros o eso creo. Lo cierto es que son poderosos y los reyes los apoyan, por la cuenta que les trae. Les han prestado mucho dinero. Aseguran que tienen guardados tesoros y reliquias muy apreciadas.
—¿Cómo sabes tanto de ellos? —se extrañó su hijo.
—Sabes que bajo a la población para vender nuestros productos. A la gente le gusta contar chismes e historias. Ya lo comprobarás en cuando nos instalemos. Ahora, continuemos. No quiero que la noche nos pille por el camino.
Sólo se detuvieron para que el caballo reposase y tomar una cena ligera, continuando hasta alcanzar la orilla del río.
—¿Es ahí dónde viviremos? —preguntó Garsenda al ver el pueblo.
—No. Hijos, voy a pediros algo extraño; no obstante, quiero que lo cumpláis sin una protesta. Si alguien os pregunta de dónde procedemos, decid que de las montañas, pero a cinco jornadas de aquí.
—¿Esa mentira es por miedo a los criminales que mataron a padre? —dijo Alerán.
—Sí, hijo.
—No temas, madre. En ese caso, nunca lo diremos. 
—¿Debemos cruzar? ¿Y de qué modo? ¿No será nadando? ¡Sabes que no se! ¡Me ahogaría! —exclamó Garsenda.
—Cálmate, hija. Será en esa tabla —le indicó su madre.
Alerán observó al remero que apuntalaba la paleta en la profundidad del río acercándose hacia ellos. El tablón construido con troncos estaba sujeto al otro extremo de la orilla por una cuerda; de este modo, no había peligro que la corriente los arrastrara.
Tras entregarle unas monedas al barquero subieron el carro a la pasarela y a las ovejas. Pocos minutos después alcanzaban el otro lado, cuando el sol lanzaba sus últimos destellos anaranjados que caían sobre la  población que bostezaba bajo la sombra de la fortaleza de los Templarios.
Las casas estaban apiñadas, como temerosas de que la distancia las tornara frágiles, deslizando sus bocas sedientas hasta la orilla del río, abrigadas por la roca que se alzaba hasta alcanzar el castillo. 
Los pocos transeúntes apenas les prestaron atención. Estaban acostumbrados a que cientos de nuevos pobladores cruzaran por sus calles camino a una nueva vida. En cambio, Alerán, los observó con curiosidad. Sus andares poseían el halo de la desidia, como si cada paso que daban no los condujera a ninguna parte. En sus rostros adustos, parecía como si el artesano hubiese esculpido las líneas de la resignación. Y en ese instante, Alerán, ya no tuvo la menor duda que el futuro que les aguardaba no sería el anhelado por su madre. Allí no serían dichosos.  
—¿Dónde dormiremos? —quiso saber Garsenda.
—Creo que en ese establo nos darán cobijo —respondió Agnes azuzando al caballo.
Antes de llegar a la puerta cruzó ante ellos un hombre vestido con hábito con una cruz roja estampada en el pecho.
—Un templario, Alerán —dijo Agnes al ver el gesto interrogante de su hijo.
Él lo miró con fijeza. Era alto, fuerte y de porte marcial. Sus ojos negros estaban excavados en dos cavidades profundas, mostrando una mirada brumosa, como si lo que había conocido quisiera reservarlo tan solo para él.
—¿Buscáis albergue? En el castillo podemos ofrecéroslo —les dijo con voz honda.
—Sois muy amable. Pero sería dificultoso subir esas calles con el carro y debemos dar cobijo al rebaño. De todos modos, os agradecemos la invitación. En ese cobertizo nos acogerán, ¿verdad?
—Por supuesto. En este pueblo sus gentes son acogedoras. ¿Adónde os encamináis?
—A Batea.
El templario asintió.
—Estaréis bien. El Barón es un hombre justo. Que el Señor os acompañe.
—Y a vos.
El caballero se alejó y ellos siguieron hasta alcanzar el establo. Agnes detuvo el carro y bajó con agilidad. Con decisión golpeó la puerta y espero. Una mujer de aspecto desaliñado y gesto arisco los miró con desdén.
-Uno de los templarios nos dijo que podríais darnos cobijo por esta noche.
—Pues erró. No doy asilo. Si queréis abrigo, acercaos a la fortaleza —dijo con voz quebrada por los años.
Agnes le enseñó unas monedas.
—No podemos subir con el carro. Las ovejas necesitan protección y el caballo forraje. Solo estaremos esta noche. Os aseguro que no os daremos ninguna molestia. Lo único que deseamos es dormir.
La anciana disparó sus dedos huesudos hacia el dinero.
-Esto está mejor. Seguidme –dijo. Abrió la puerta del establo y en esta ocasión, sonriendo, les instó a entrar.
—Ahora te he reconocido. Sueles bajar a vender leche y queso. ¿Acaso abandonas la montaña? ¿Por qué razón?
—He enviudado. Y h pensado que mis hijos estarán más amparados en una población. Nos encaminamos hacia Batea. Nos iremos al amanecer. Gracias por tu hospitalidad —dijo Agnes tirando de las riendas. Abrió la puerta del granero y acomodó al caballo. 
—¿Queda mucho camino, madre? —preguntó Garsenda dejándose caer sobre unos fardos de paja con aire cansado.
—Creo que dos jornadas más. Por suerte, el tiempo nos favorece. No lloverá en unos días.
—¿Estás segura de continuar con esto? No me han parecido contentos los habitantes de este lugar  y con lo de hospitalarios… Esa mujer no tuvo intención de ampararnos hasta que no ha visto las monedas —le dijo Alerán.
—Hijo, a estas horas, nadie está convencido de nada. El trabajo es duro y lo único que se desea es tumbarse para alcanzar el sueño. Y más nosotros que llevamos una jornada muy dolorosa.
—No recuerdo haber sentido esa apatía en la montaña; a pesar de que los días eran agotadores —replicó el chiquillo.
Agnes no contestó. Abrió la bolsa. Sacó unos lomos de trucha desecada y pan, repartiéndolo, mientras pensaba que Alerán había dicho la verdad. Por mucho que la jornada hubiese sido agotadora, cuando la noche arropaba a la cabaña, en sus corazones reinaba la calma y la felicidad. Más, debía olvidarse de ello. Actualmente, esas vivencias pertenecían al pasado y no regresarían.   
—Ordeña una cabra. Nos reconfortará un vaso de leche.
—Sí, madre.
—¿Habrá más gente al lugar que vamos o será una casa aislada? —se interesó Garsenda ahuecando el heno.
—Tendremos vecinos. Por eso he decidido vivir en Batea. Sois lo que más quiero y nunca permitiré que os ocurra nada. Ahora, dejémonos las charlas y durmamos. Nos espera una jornada muy larga. Que Jesucristo y su Santa Madre velen vuestro sueño.
—Y el tuyo, madre —le desearon sus hijos.
Agnes apagó la candela y se tumbó. Pero aquella noche no pudo dormir. El destino que la había unido a Gonçal, ahora la había separado de él y debía ser fuerte, cumplir la promesa que le juró en el mismo instante que se conocieron. Y lo haría a costa de lo que fuese. Jamás conseguirían destruir el mayor tesoro que amparaban. Sin embargo, el recuerdo del hombre que tanto amó y que jamás volvería a sentir le hizo derramar todo el llanto contenido.
-Madre…
-No es nada, Alerán. Duerme, hijo mío. Duerme.
















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