CAPITULO 1
El grito hirió las sinuosidades de la montaña.
Alerán volvió el rostro.
Su madre, con ojos aterrados, miró como el pequeño descendía
por la escarpada pendiente tras la oveja descarriada, al mismo tiempo que
Garsenda, su hermana, alzaba la cabeza impresionada por el eco ensordecedor.
—No temas, madre. Sé lo que hago —aseguró Alerán.
—¡Sube ahora mismo! —vociferó ella.
El chiquillo, desoyendo la orden, continuó bajando.
Sus pies buscaron la rendija perfecta y sus manos el mejor apoyo para no perder
el equilibrio, ajeno al abismo que se precipitaba bajo él, con la confianza del
que frecuenta cada rincón. Y así era. Alerán no había conocido otro mundo que
esas montañas.
Llegó a la grieta donde la oveja balaba con
desespero y tomó al animal bajo la prisión de sus brazos. Con una sonrisa
amplia y satisfecha, inició el ascenso, mostrándola al llegar a la cima del
acantilado.
—No podíamos perderla, madre. Padre se habría puesto
furioso.
—¡Furibundo se pondrá cuando le cuente! ¡Por el amor
de Dios! ¿Acaso piensas que para él es más importante una oveja que la vida de
su hijo? ¡No se que voy a hacer contigo! ¡Eres un temerario! —exclamó su madre
con el rostro desencajado.
—No he corrido peligro alguno. Soy un escalador
excepcional. Padre lo sabe. Hablando de él. ¿No debería estar ya aquí?
Agnes, su madre, entrecerró los ojos y miró hacia el
cielo. El sol ya estaba acercándose a mediodía.
—Debería —musitó.
—Tal vez se ha entretenido comprándome un regalo —dijo
la niña sonriendo esperanzada.
—Deja de soñar, Garsenda. El dinero debemos
emplearlo en cosas útiles —objetó su hermano dejando a la oveja junto al resto
del rebaño.
—Una cinta para el pelo es útil. Me vería más bonita
—replicó ella peinándose el cabello dorado.
—Eso no son más que tonterías. Y una muchacha de
once años no debería pensar en esas cosas.
—Hijo, a las mujeres nos gusta engalanarnos. Y a los
hombres también. Claro que, tú eres una excepción —dijo Agnes forjando en su
hermoso rostro un mohín de disgusto al ver
su aspecto. Tenía la ropa y la piel embarrada, el cabello negro como el
azabache revuelto. Pero aún así, continuaba conservando esa beldad fascinante
que te impedía poder apartar la mirada de sus increíbles ojos color violeta.
Alerán soltó un resoplido mientras se palmoteaba la
túnica.
—No tengo tiempo para bobadas. El rebaño, como dice
padre, es lo más importante. Además, aquí no hay nadie más que nosotros. No
tenemos que aparentar para agradarnos.
—La importancia que se le da a las cosas es
relativa. Un día, la relevancia que dimos a algo o a alguien, se marchita.
Aunque, hay sentimientos que nunca se desvanecen. Yo jamás podré dejar de
consideraros lo más valioso de mi vida. Tanto, que moriría por no veros sufrir.
Alerán la besó con ternura en la mejilla.
—Nunca tendrás que hacerlo. El sufrimiento no tiene
acceso en estas montañas. Aquí lo único que existe es paz y dicha. El único
peligro son las alimañas y éstas, padre y yo las tenemos controladas.
Agnes sonrió mientras apartaba un mechón rebelde de
la frente de su hijo.
—Hablas con la verdad. El nido que forjamos tu padre
y yo al venir aquí siempre nos ha abrigado con las ramas de la dicha. El Señor
nos ha bendecido con un hogar plácido y con una familia maravillosa. Seríamos
indignos de su generosidad si pidiéramos algo más.
—Yo nada pido. Con lo que tengo estoy satisfecho. Aquí
soy feliz. Adoro mi vida y no la cambiaría por nada.
—Pues, a mí me gustaría ir más a los pueblos y
comprar. Y sobre todo, conseguir un retal bordado para tener un vestido
elegante —dijo Garsenda cortando una margarita. Con coquetería, se la engarzó
en el cabello dorado, al tiempo que suspiraba.
—¿Desde cuando una cría de diez
años piensa en esas cosas? Sin duda, tengo una hermana extraña —dijo Alerán
levantándola para estrecharla entre sus brazos.
—Y hermosa —aseguró Agnes con
orgullo.
Alerán miró a su hermana. Nunca
se había parado a pensar en si era bella. Lo cierto era que, aunque lo hubiese hecho no habría podido
responderse, puesto que nunca había visto a otra chica con la que compararla. Las pocas personas que subían de
vez en cuando hasta la montaña eran hombres. Sin embargo, su madre, siempre se
enorgullecía de la beldad de su hija. Y es que, Garsenda poseía unos ojos
verdes nítidos, como las aguas del lago cercano al pico de nieves eternas y
unos cabellos dorados, como las espigas que crecían en el huerto. Su rostro
ovalado y de rasgos finos era agradable de mirar; al igual que el de su madre.
Garsenda rió alborozada. Estaba segura que ninguna
otra niña tenía un hermano como él. Alerán se comportaba con ella con cariño,
jamás la fastidiaba con bromas de mal gusto y la quería tanto que, nunca dudó
que la rescataría si alguien intentara dañarla.
—¿Cuándo llegará papá? Tengo hambre —se quejó al
sentir como le crujía el estómago.
Agnes encaminó sus ojos hacia el sendero. No había
rastro de Gonçal.
—Estoy segura que ha ocurrido algo —susurró con el
corazón encogido por un terrible presentimiento.
Alerán sacudió la cabeza con énfasis, al tiempo que
dejaba a Garsenda en el suelo. Su padre era un hombre fuerte, versado en los
peligros de la montaña. Conocía cada recoveco, cada escarpado, cada valle. Se
había enfrentado a lobos e incluso, venció a un enorme oso, cuyas zarpas
reposaban sobre el hogar.
—A padre no puede pasarle nada malo.
Su madre también lo creía. Gonçal era un hombre
dispuesto a enfrentarse a cualquier peligro y salir airoso de él. Ella, mejor
que nadie, podía dar fe de ello.
—Prepararé la comida —dijo más animada.
—Te ayudaré, madre —se ofreció su hijo.
—¡Ni hablar! Antes quiero que te bañes. ¡Estás
realmente sucio y apestoso! —le ordenó su madre.
El muchacho, de mala gana, fue hacia el riachuelo.
Se desvistió y al percibir el agua templada, con gesto complacido se sumergió,
comenzando a nadar con vigor.
—Sin duda, a veces parece loco —dijo Garsenda
cortando grandes rebanas de pan, mientras Agnes extraía el queso y el tocino de
la bolsa.
—Tú hermano será un hombre estupendo. No lo dudes.
Es noble, generoso y valiente —dijo ella con orgullo.
Alerán acabó de refrescarse y tras secarse, se unió
a ellas.
—Hace un día espléndido —suspiró mirando con
delectación el paisaje. Nada podía compararse a esas tierras. Vivían en medio
de un valle de fresca hierba protegido por los picos escarpados y bosques. El
único sonido que llegaba hasta ellos era el de la naturaleza salvaje. Allí las
águilas sobrevolaban majestuosas, las cabras escalaban riscos imposibles y las
truchas recorrían las aguas cristalinas. La libertad podía respirarse en cada
rincón.
Garsenda olfateó el aire.
—¿No oléis a humo?
Alerán y su madre volvieron el rostro hacia el
bosque. Tras él, una espesa columna de humo se alzaba hacia el cielo impoluto
de nubes.
—Dudo que sea una hoguera. ¿Qué será? —murmuró el
muchacho.
—Puede que cazadores o pastores trashumantes. Pero…
No… ¡Señor, proviene de nuestra casa! —exclamó Agnes. Y seguidamente echó a
correr.
—¡Madre, espera! —gritó Alerán.
Ella no le hizo caso. Alerán miró hacia el rebaño
sin saber que hacer. Tras unos segundos de duda, optó por dejarlo a cargo de
Guineu, la perra. Ya volvería a por ella más tarde. Tomó de la mano a Garsenda
y con el pecho latiéndole acelerado, corrió tras su madre, implorando al
Altísimo que su padre estuviese bien.
Después de una larga carrera de media hora llegaron
al pequeño valle que albergaba su cabaña, y también ahora, una visión
espantosa. La casa estaba siendo devorada por las llamas y parte de sus enseres
estaban esparcidos con desorden en el suelo.
—Es… Espera. Puede que los asaltantes sigan ahí —jadeó
Garsenda deteniendo a sus hijos, obligándolos a esconderse tras unos árboles.
—¿Asaltantes? ¿Por qué dices eso, madre? Puede que
sea un accidente —susurró Alerán sin poder apartar sus ojos violetas de las
llamas que aún crepitaban.
Agnes, con el rostro demudado, lo miró fijamente.
—Tú padre es un hombre cabal y cuidadoso. Nunca ha
dejado nada que pueda prenderse. No.
Alerán tragó saliva ante la posibilidad de que su
casa hubiese sido agredida por malhechores o moriscos rebeldes que moraban al
otro lado de las montañas.
—¿Qué hacemos? —musitó.
—Esperar.
—¿Y papá? —lloriqueó Garsenda agarrándose a las
piernas de su madre.
—No lo sé. Pero seguro que estará bien y pronto
vendrá a ayudarnos. Ahora callad. No debemos hacer ruido alguno. ¿Entendido? —cuchicheó
Agnes.
Sus hijos asintieron sin poder evitar que las lágrimas
resbalaran por sus mejillas, mientras rezaban para que su padre estuviera a
salvo.
Transcurrido un tiempo que les pareció eterno, Agnes
decidió que no había peligro alguno.
—Vamos.
Con pasos indecisos se acercaron hasta los restos
aún calientes de la choza. Sus ojos otearon a su alrededor sintiendo como las
entrañas se les desgarraban. El huerto, en pleno esplendor, había sido
pisoteado y la cerca del ganado arrancada. No quedaba nada en pie. No tuvo la
menor duda de que se trataba de una agresión.
—¡Por Dios, no! —gritó Agnes al ver entre los restos
de la puerta unos pies. Se abalanzó sobre la madera y la levantó. Su esposo
yacía cubierto de cenizas y sangre —. ¡Gonçal! ¡Abre los ojos! ¡Mírame!
Alerán se arrodilló junto a su padre y le alzó la
cabeza.
—¡Vive! —exclamó.
Gonçal entreabrió los ojos.
—Agnes… Debéis iros. Huid. Ya han llegado —jadeó.
—No hables. Garsenda, trae agua. ¡Corre!
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Alerán cogiendo el
cuenco que su hermana le acercó. Con furia se rasgó parte de la túnica, la mojó
en el agua y limpió la sangre que cubría la frente de su padre.
—Agnes… Sé que muero…
—Te pondrás bien, cariño —contradijo su esposa.
Su marido, con dificultad, sacudió la cabeza.
—No temo a la muerte. Ella ha vivido en mí desde el
mismo instante que fui engendrado. La vida y la… muerte son una misma cosa. Agnes…
Recuerda la promesa… Cuida de Dib Malik. ¿Oyes? Dib Malik es lo más… importante
—resolló.
Su mujer asintió con los ojos empapados de llanto,
lanzando un alarido desgarrador al ver como su amado compañero expiraba.
—No. No puede ser —musitó Alerán.
—¿Qué le ocurre a padre? ¿Por qué no nos mira? —preguntó
Garsenda.
La niebla devoró el corazón de Agnes sumiendo en un
abismo gélido. Dejó caer su cuerpo sobre el cadáver de Gonçal y se aferró a él
con fuerza, aún sabiendo que lo había perdido para siempre.
—¿Por qué nos has hecho esto Señor? Nosotros nunca
hemos dañado a nadie. ¡Eres injusto! —protestó Alerán pataleando furioso.
Su madre se levantó y con un gesto enérgico se
limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Tenía que sobreponerse por el bien
de todos. Escapar antes de que regresaran a por ellos. No había tiempo para
lamentaciones.
—Los injustos son los hombres. Hijo, debemos
enterrar a tu padre antes de irnos —dijo con voz apagada.
Alerán la miró perplejo.
—No discutas. El tiempo apremia. Pueden volver y no
permitiré que os maten. ¡Obedece!
Garsenda, hipando, se acercó al pequeño jardín que
no había sido profanado. Cortó unas flores y las puso sobre el pecho de su
padre.
Agnes la abrazó con fuerza.
—No temas, hija. Yo os protegeré. Lo juro.
Alerán, notando como la rabia crecía en su alma,
cavó sin descanso, jurándose que algún día vengaría el asesinato de su padre.
Una vez terminada la fosa, cargaron con él y le
dieron sepultura, orando para que su alma encontrara el descanso eterno.
—¿Qué haremos… ahora, madre? —hipó Garsenda.
—Marcharnos de este lugar.
—¡No! ¡Esos bastardos no nos echarán de nuestro
hogar! ¡Lo levantaremos de nuevo! —se opuso Alerán.
Agnes esbozó una sonrisa cargada de tristeza.
—¿Cómo? Eres aún un niño. No tienes fuerza para
talar los árboles que necesitaríamos, ni para protegernos de los salteadores.
No me arriesgaré a que vuelva a pasar algo tan horrible.
—¡Puedo! ¡Soy fuerte y valiente! —insistió él.
Agnes lo sabía. Alerán había heredado la osadía de
sus antepasados y también, su tenacidad. Por ello, debía protegerlo, alejarlo
de aquellos que quisieran arrastrarlo hacia el destino que le había sido
señalado.
—La montaña es muy dura en estas condiciones.
Además, no quiero que permanentemente este lugar me recuerde la tragedia. Está
decidido, lo abandonamos —repuso ella, rompiendo a llorar con desconsuelo.
Alerán, desde que tuvo conciencia
de tener recuerdos, nunca albergó nada desagradable. Pero el sentimiento de la
pena creció en su pecho con aquella muerte cruel y despiadada. Era tanto su padecimiento que, le dolía como si le hubiesen
amputado un miembro. Siempre había estado unido a su padre, mucho más que con
su madre. Juntos pasaban parte del día con el rebaño, cortando leña o pescando
truchas en el riachuelo. Ahora era como esas ovejas perdidas que balaban con
desespero buscando al pastor.
Su madre, de naturaleza fuerte e
inquebrantable, también se había desmoronado. Ahora era como una flor marchita
ante la nueva situación. No obstante, al ver como se mordía el labio inferior,
supo que parte de la fortaleza había regresado a ella.
—Ve a por el rebaño. Mientras,
recogeré lo poco que nos queda.
-Madre…
-¡Ahora!
Alerán obedeció. Más, no irían a
ningún lado. Convencería a su madre.
CAPITULO 2
Alerán retornó a la cumbre de la
montaña y reunió las ovejas. Sus ojos se clavaron en los pastos, en el
riachuelo, en la cumbre nevada. El lugar que tanto amaba solo quedaría en el recuerdo.
Ahora, deberían buscar otro valle, otro paisaje; otro enclave donde el recuerdo
de aquella pesadilla solo los atenazara cuando llegara la noche.
—Vamos, Guineu —ordenó a la
perra.
Cuando llegó a los restos de la
casa, su madre ya había cargado las escasas pertenencias que aún quedaban
intactas en la carreta. De las gallinas, conejos y patos, no había rastro.
—No la quemaron —se limitó a
decir ella con voz exenta de emoción.
—¿Adónde vamos? —preguntó
Alerán.
—El Señor Bernat Granell cede
tierras a cambio de trabajo. Nos instalaremos en su pueblo, en Batea.
—¿A un pueblo? Somos montañeros.
Gente solitaria. No podremos adaptarnos. Estamos acostumbrados a ser libres, a
no rendir cuentas a nadie. ¿No lo entiendes? Madre deberíamos luchar por esto.
Es nuestro hogar —se quejó el chiquillo.
—Sin tú padre es imposible
permanecer aquí. Necesitamos protección. Además, la soledad no es buena, hijo.
Mata la voluntad. No te preocupes. Te prometo que estaremos mejor.
Alerán podía entender el estado
de ánimo de su madre. El fallecimiento repentino de su padre había sido un duro
golpe para todos. De todos modos, discrepaba de su actitud sometida ante los
hechos.
—¿Prefieres servir a otro que
ser tu propio dueño? Aquí gozamos de libertad. Padre luchó constantemente por
ello. Decía que la dignidad se pierde cuando tu vida depende de otros —se quejó
el chiquillo.
—La autonomía nos ha traído la
desdicha. Ahora necesitamos auxilio.
—¿Por qué protestas? Madre tiene
razón. Esto es demasiado solitario. ¡Y no quiero vivir aquí, me da miedo! —exclamó
Garsenda.
—Padre me enseñó a luchar —dijo
Alerán.
—¿Y de qué le ha servido a él su
habilidad? De nada. Todo lo contrario. Ha encontrado la muerte. Y tú,
insensato, tampoco podrías defenderte de un grupo de asaltantes. Las apariencias
solamente convencen a los tontos. No eres más que un chiquillo.
—Madre…
—No quiero oír una palabra más.
La decisión está tomada. Garsenda, sube al carro y tú, síguenos con el rebaño —ordenó
Agnes azuzando al caballo.
Alerán no pronunció una palabra
más, pues sabía que por mucho que intentara convencerla, ella ya había tomado
una determinación. Y no es que fuese una mujer intransigente. Su madre era
dulce, abnegada y de carácter risueño. Pero también pertinaz y cuando no
dudaba, nadie podía cambiar su opinión.
—Madre. ¿Y estás segura que nos
ofrecerán trabajo? No sea que vayamos a la aventura y nos encontremos sin casa
y sin nada. No querría tener que mendigar —comentó su hermana.
—Un leñador me certificó que las
tierras que dirige el señor son extensas y que apenas han sido repobladas.
Necesita colonos. Nuestro rebaño será bien recibido. Con la lana y la leche
podremos ganar suficiente dinero para nosotros y el barón.
—¿Por qué debemos pagar a ese
hombre? —inquirió Alerán con el ceño fruncido.
—Será nuestro protector.
Tendremos una casa y tierras. No querrás que nos acoja sin nada a cambio. Es lo
justo. ¿No?
Alerán admitió que tenía razón.
De todos modos, seguía pensando que estaban cometiendo un gran error. Nada
volvería a ser igual que en las montañas. Nunca más vivirían como les
complaciera, sin ataduras ni vecinos molestos y curiosos. Y sobre todo, sin
tener que obedecer a un amo.
—Hijo, sé lo que piensas. Pero
lo que ahora te parece una pérdida, el tiempo te demostrará que ganaremos en
ventajas —le dijo su madre sonriéndole con afecto.
—Nunca podremos superar esto —dijo
Alerán.
Agnes soltó un hondo suspiro.
—El tiempo limará los dientes
del dolor. Así ha sido siempre o los hombres se habrían extinguido. Debemos
continuar por el camino que nos ha sido designado hasta alcanzar el final. No
se puede luchar contra el destino. Estaba escrito que tú padre debía morir.
—Y esa predestinación nos lleva
a las tierras bajas —refunfuñó Alerán.
—Exacto y será mejor que lo
aceptes cuanto antes. No hay nada más desgarrador que las zarpas de la
inconformidad cuando no hay otra opción a la que acogerse. ¡Escucha! A nuestra
izquierda canta una corneja. Es signo de buen viaje. Todo irá bien.
Alerán volvía a estar en
desacuerdo con ella. Estaba convencido que el hombre podía tomar las riendas de
su existencia. Su padre lo había hecho optando por vivir en los bosques altos,
dejando la vida que llevaba en Barcelona. Y ellos podrían continuar en los
montes si esas mujeres no fueran tan cobardes para aceptar su dureza. Pero se
juró que nadie le obligaría a vivir en el valle, si no le gustaba, regresaría.
—Madre. ¿A qué se refería padre
cuando hablo de Dib Malik? ¿Quién es?
La mandíbula de Agnes se
contrajo.
—El dolor hace que la mente se
nuble y la proximidad de la muerte te nubla la razón.
—¿Y por qué le prometiste que
cuidarías de él?
—Nunca debe negarse a un
moribundo sus deseos. Trae mala suerte. Eso es todo —respondió ella con voz
acerada.
—¡Mirad! ¡Es impresionante! —gritó
Garsenda al divisar una fortaleza a lo lejos.
Su madre detuvo el carro.
—El Castillo de Miravet.
Pertenece a los templarios —musitó dejando que sus ojos castaños se deslizaran
por la silueta.
Alerán nunca había visto nada
parecido. La verdad era que, solo conocía su cabaña, pues su padre decía que el
comercio y el descenso a los sitios poblados para la venta era cosa de las
mujeres, que ellos se debían al rebaño y a la caza.
—¿Quiénes son? –inquirió.
—Son una orden religiosa al
servicio de Cristo. Han luchado con fiereza contra los infieles en Palestina en
nombre del Señor. Parte de estas tierras les pertenecen. Todos los señores les
deben tributo y respeto. Incluso el barón Bernat.
—¿Los curas van a la guerra? —se
extrañó Garsenda.
—Son una orden especial. Tienen
afiliados guerreros o eso creo. Lo cierto es que son poderosos y los reyes los
apoyan, por la cuenta que les trae. Les han prestado mucho dinero. Aseguran que
tienen guardados tesoros y reliquias muy apreciadas.
—¿Cómo sabes tanto de ellos? —se
extrañó su hijo.
—Sabes que bajo a la población
para vender nuestros productos. A la gente le gusta contar chismes e historias.
Ya lo comprobarás en cuando nos instalemos. Ahora, continuemos. No quiero que
la noche nos pille por el camino.
Sólo se detuvieron para que el
caballo reposase y tomar una cena ligera, continuando hasta alcanzar la orilla
del río.
—¿Es ahí dónde viviremos? —preguntó
Garsenda al ver el pueblo.
—No. Hijos, voy a pediros algo
extraño; no obstante, quiero que lo cumpláis sin una protesta. Si alguien os
pregunta de dónde procedemos, decid que de las montañas, pero a cinco jornadas
de aquí.
—¿Esa mentira es por miedo a los
criminales que mataron a padre? —dijo Alerán.
—Sí, hijo.
—No temas, madre. En ese caso,
nunca lo diremos.
—¿Debemos cruzar? ¿Y de qué
modo? ¿No será nadando? ¡Sabes que no se! ¡Me ahogaría! —exclamó Garsenda.
—Cálmate, hija. Será en esa
tabla —le indicó su madre.
Alerán observó al remero que
apuntalaba la paleta en la profundidad del río acercándose hacia ellos. El
tablón construido con troncos estaba sujeto al otro extremo de la orilla por
una cuerda; de este modo, no había peligro que la corriente los arrastrara.
Tras entregarle unas monedas al
barquero subieron el carro a la pasarela y a las ovejas. Pocos minutos después
alcanzaban el otro lado, cuando el sol lanzaba sus últimos destellos
anaranjados que caían sobre la población
que bostezaba bajo la sombra de la fortaleza de los Templarios.
Las casas estaban apiñadas, como
temerosas de que la distancia las tornara frágiles, deslizando sus bocas sedientas
hasta la orilla del río, abrigadas por la roca que se alzaba hasta alcanzar el
castillo.
Los pocos transeúntes apenas les
prestaron atención. Estaban acostumbrados a que cientos de nuevos pobladores
cruzaran por sus calles camino a una nueva vida. En cambio, Alerán, los observó
con curiosidad. Sus andares poseían el halo de la desidia, como si cada paso
que daban no los condujera a ninguna parte. En sus rostros adustos, parecía
como si el artesano hubiese esculpido las líneas de la resignación. Y en ese
instante, Alerán, ya no tuvo la menor duda que el futuro que les aguardaba no
sería el anhelado por su madre. Allí no serían dichosos.
—¿Dónde dormiremos? —quiso saber
Garsenda.
—Creo que en ese establo nos
darán cobijo —respondió Agnes azuzando al caballo.
Antes de llegar a la puerta
cruzó ante ellos un hombre vestido con hábito con una cruz roja estampada en el
pecho.
—Un templario, Alerán —dijo
Agnes al ver el gesto interrogante de su hijo.
Él lo miró con fijeza. Era alto,
fuerte y de porte marcial. Sus ojos negros estaban excavados en dos cavidades
profundas, mostrando una mirada brumosa, como si lo que había conocido quisiera
reservarlo tan solo para él.
—¿Buscáis albergue? En el
castillo podemos ofrecéroslo —les dijo con voz honda.
—Sois muy amable. Pero sería
dificultoso subir esas calles con el carro y debemos dar cobijo al rebaño. De
todos modos, os agradecemos la invitación. En ese cobertizo nos acogerán,
¿verdad?
—Por supuesto. En este pueblo
sus gentes son acogedoras. ¿Adónde os encamináis?
—A Batea.
El templario asintió.
—Estaréis bien. El Barón es un
hombre justo. Que el Señor os acompañe.
—Y a vos.
El caballero se alejó y ellos
siguieron hasta alcanzar el establo. Agnes detuvo el carro y bajó con agilidad.
Con decisión golpeó la puerta y espero. Una mujer de aspecto desaliñado y gesto
arisco los miró con desdén.
-Uno de los templarios nos dijo
que podríais darnos cobijo por esta noche.
—Pues erró. No doy asilo. Si
queréis abrigo, acercaos a la fortaleza —dijo con voz quebrada por los años.
Agnes le enseñó unas monedas.
—No podemos subir con el carro.
Las ovejas necesitan protección y el caballo forraje. Solo estaremos esta
noche. Os aseguro que no os daremos ninguna molestia. Lo único que deseamos es
dormir.
La anciana disparó sus dedos huesudos
hacia el dinero.
-Esto está mejor. Seguidme
–dijo. Abrió la puerta del establo y en esta ocasión, sonriendo, les instó a
entrar.
—Ahora te he reconocido. Sueles
bajar a vender leche y queso. ¿Acaso abandonas la montaña? ¿Por qué razón?
—He enviudado. Y h pensado que mis
hijos estarán más amparados en una población. Nos encaminamos hacia Batea. Nos
iremos al amanecer. Gracias por tu hospitalidad —dijo Agnes tirando de las
riendas. Abrió la puerta del granero y acomodó al caballo.
—¿Queda mucho camino, madre? —preguntó
Garsenda dejándose caer sobre unos fardos de paja con aire cansado.
—Creo que dos jornadas más. Por
suerte, el tiempo nos favorece. No lloverá en unos días.
—¿Estás segura de continuar con
esto? No me han parecido contentos los habitantes de este lugar y con lo de hospitalarios… Esa mujer no tuvo
intención de ampararnos hasta que no ha visto las monedas —le dijo Alerán.
—Hijo, a estas horas, nadie está
convencido de nada. El trabajo es duro y lo único que se desea es tumbarse para
alcanzar el sueño. Y más nosotros que llevamos una jornada muy dolorosa.
—No recuerdo haber sentido esa
apatía en la montaña; a pesar de que los días eran agotadores —replicó el
chiquillo.
Agnes no contestó. Abrió la
bolsa. Sacó unos lomos de trucha desecada y pan, repartiéndolo, mientras
pensaba que Alerán había dicho la verdad. Por mucho que la jornada hubiese sido
agotadora, cuando la noche arropaba a la cabaña, en sus corazones reinaba la
calma y la felicidad. Más, debía olvidarse de ello. Actualmente, esas vivencias
pertenecían al pasado y no regresarían.
—Ordeña una cabra. Nos
reconfortará un vaso de leche.
—Sí, madre.
—¿Habrá más gente al lugar que
vamos o será una casa aislada? —se interesó Garsenda ahuecando el heno.
—Tendremos vecinos. Por eso he
decidido vivir en Batea. Sois lo que más quiero y nunca permitiré que os ocurra
nada. Ahora, dejémonos las charlas y durmamos. Nos espera una jornada muy larga.
Que Jesucristo y su Santa Madre velen vuestro sueño.
—Y el tuyo, madre —le desearon
sus hijos.
Agnes apagó la candela y se
tumbó. Pero aquella noche no pudo dormir. El destino que la había unido a Gonçal,
ahora la había separado de él y debía ser fuerte, cumplir la promesa que le
juró en el mismo instante que se conocieron. Y lo haría a costa de lo que
fuese. Jamás conseguirían destruir el mayor tesoro que amparaban. Sin embargo, el
recuerdo del hombre que tanto amó y que jamás volvería a sentir le hizo derramar
todo el llanto contenido.
-Madre…
-No es nada, Alerán. Duerme,
hijo mío. Duerme.
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