jueves, 1 de octubre de 2015

HECHICERADELAMOR




Capítulo 1


El día amaneció lluvioso. Pero la peor de las borrascas ya se cernía sobre los vástagos de la familia Swyedydd. Hacía tres meses que habían perdido a la madre, tras una larga enfermedad, y esa tarde regresaban a casa después de enterrar al padre, que, incapaz de soportar la ausencia de su querida esposa, se fue aletargando hasta reunirse definitivamente con ella.
Marla dejó caer la cabeza sobre el escritorio, y rompió a llorar. Acabada de descubrir que el único bien que poseían, la tienda, estaba hipotecada. Si no reunía quinientas libras en menos de una semana, le sería arrebatada. Y sin duda la perdería. ¿De dónde iba a sacar semejante cantidad de dinero? Sólo quedaban en la caja cien miserables libras, y debía emplearlas para alimentar a sus cinco hermanos que ahora dependían totalmente de ella.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó Fearn, entrando en el despacho.
Marla miró a su hermano. No quería informarle de lo que acaba de averiguar tras el dolor sufrido por la muerte de su padre.
—Sólo triste —dijo sucintamente, intentando sonreír.
Él se sentó junto a ella, y le tomó las manos. Conocía muy bien a Marla. Tenía un carácter testarudo y valiente. Jamás se dejó vencer por las adversidades; todo lo contrario. Siempre procuraba encontrar la solución con una sonrisa de esperanza. Y ese gesto circunspecto y derrotado le hizo comprender que se encontraban sumidos en un gran problema.
—Sé que te preocupa algo. ¿Qué son esos papeles?
Marla lanzó un sonoro suspiro. No podía ocultárselo. Tarde o temprano, sabría la verdad. Además, ya no era un niño. Debía comenzar a adquirir responsabilidades, y necesita su ayuda, su consejo; porque ella no sabía realmente qué hacer.
—La hipoteca de la tienda. Papá la dio en garantía para poder costear la estancia de mamá en el balneario. Y ahora tenemos que pagar quinientas libras dentro de unos días o la perderemos.
El muchacho masculló un juramento.
—¡Y de dónde las sacamos! —exclamó, perplejo, y añadió con acritud—: ¡Padre debió estar loco para hacer algo así!
—Fearn, te prohíbo que hables con este desprecio de nuestro padre. Él hizo lo correcto. Mamá estaba muy enferma, y teníamos que hacer lo imposible para que sanara —le reprendió ella.
Fearn bajó el rostro, avergonzado.
—Lo sé, perdona… —musitó—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Supongo que buscar una nueva casa, y luego dejar que nos despojen la tienda —repuso su hermana mayor con rostro sombrío.
—¿Piensas renunciar tan fácilmente? ¿Tú, la persistente Marla? —se asombró el chico.
—No podemos hacer otra cosa. ¡No tenemos ese dinero! —gimió ella, rompiendo a llorar de nuevo.
Fearn acarició sus cabellos de reflejos rojizos.
—Seguro que encuentras la solución; como siempre…
Su hermana lo miró. Se enjuagó las lágrimas mientras Fearn entornaba los ojos. Sabía que cuando adoptaba esa pose alguna idea inteligente estaba barruntando.
—¿Qué estás maquinando? —preguntó, curiosa.
—Más bien se trata de una sugerencia. Podrías ir a hablar con ese tipo. Tal vez, si le cuentas que padre ha fallecido, nos dé algún tiempo más. No creo que sea un hombre tan cruel que desee dejar sin techo ni sustento para vivir a unos niños.
Marla sonrió esperanzada.
—¿Sabes? Siempre supe que eras un chico con un gran cerebro. Has encontrado la solución.
—¿Tú crees? —inquirió él con gesto de alivio.
—Sin duda… Después de todo, el señor Larkins no puede ser tan malvado. Hablaré con él.
—Sé que nos sacarás de ésta. Será fácil. Ese tipo no podrá negarte nada en cuanto te vea. Será incapaz de caer rendido ante tus encantos —alardeó Fearn, orgulloso, mirándola con devoción.
Marla era muy bonita. Tenía el cabello rubio oscuro, con reflejos rojizos, y unos ojos tan brillantes y hermosos como los topacios.
Ella rió por primera vez en varios días.
—Querido, ese hombre seguro que es un viejo usurero, y mi aspecto le dará lo mismo. Pero no temas. Sabré convencerlo. En cuanto vea los proyectos que tengo para la tienda, claudicará.
—Sin duda alguna. Tus diseños son fantásticos, y las damas se morirán por tener una de tus alhajas. Sobre todo, si descubren que son talismanes que las liberarán de los malos hechizos, o que las ayudarán a encontrar el amor de su vida.
—Eso espero. Ahora, a la cama. Es tarde, y ha sido un día muy duro. ¿Ya están acostados los niños?
—Esperan que les des un beso.
—Vamos.
Marla entró en la habitación de las dos niñas, que le sonrieron mientras se abrazaban a sus ositos de peluche.
—¿Aún despiertas? —las riñó con cariño.
—¿Nos das un beso? —le pidió la más pequeña.
Ella las arropó, y les concedió lo que le pedían.
—Ahora, a dormir —dijo como en un susurro, apagando la lámpara.
Después fue al cuarto de los gemelos. Éstos ya dormían. Miró sus caritas sonrosadas, y un rictus de preocupación traspasó su bello rostro al imaginar qué aspecto tendrían si no pudiese conservar el negocio, ni conseguir dinero para alimentarlos.
—Todo saldrá bien. Ya lo verás —le aseguró Fearn.
—Dios lo quiera, o no sé que será de nosotros.
—No permitiré que nos separen. ¡Jamás! ¡Haremos lo que sea! ¿Verdad? —exclamó el muchacho, apretando los dientes.
—Por supuesto. Lucharemos hasta el fin para salir adelante —juró ella.
—¿Irás mañana a ver a ese usurero? —quiso saber su hermano.
—Claro que sí. No podemos perder tiempo. En los papeles está su dirección privada. Iré directamente a su casa… Pero, si no nos ayuda, tendremos que buscar otra solución con rapidez. Tenemos que pensar en la seguridad de los niños. Si quedamos en la calle, las autoridades nos los quitarán. Sería para ellos un golpe muy duro que nos separaran. Y no quiero que crezcan en un orfanato, sin el menor cariño. Haré lo que sea por mantener la familia unida. Lo que sea… —musitó con un brillo de ira en sus ojos dorados.
—Por favor, Marla. No creo que tengamos que llegar a esos extremos. ¿Qué me dices de Mcloughlin? —le propuso Fearn.
Marla hizo revolotear la mano, descartando la idea.
—No nos prestará nada. La tienda ya esta hipotecada, y no tenemos nada de valor.
Fearn lanzó un suspiro.
—Cierto —admitió con pesar.
—Rectifico. Nos tenemos a nosotros. Podemos trabajar. Hambre no pasaremos.
—No lo dudo. Sin embargo, me dolerá dejar esto. Hemos luchado mucho por sacar la botica adelante. Ahora nuestros clientes nos respetan; y lo más gratificante, es que reciben nuestra ayuda.
Marla cerró el cajón y guardó la hipoteca.
—¿Por qué estás tan preocupado? Ya verás como mañana se solucionan todas nuestras dificultades. Larkins se compadecerá de nosotros. Además… ¿para qué querría una tienda miserable en un barrio lleno de obreros sin un penique? Ese tipo comprenderá que no le es beneficiosa, y por eso dejará que nos quedemos hasta reunir el dinero.
Él apartó la inquietud y sonrió, mostrando dos hoyuelos en las mejillas.
—Claro, ese hombre debe ser muy rico. No le importará olvidarse de nosotros por una temporada.
—Es casi media noche. Mañana hay trabajo que hacer. Acuéstate —le dijo ella, besándolo con ternura.
—Buenas noches, Marla. No te preocupes. Haré un conjuro para que todo vaya bien —afirmó Fearn, encaminándose a la tienda.
Ella cerró la puerta y antes de ir a su habitación, entró en la tienda. Encendió una vela, y luego miró el mostrador. Las plantas medicinales se apiñaban con armonía y los tarros de cerámica se exponían mostrando las pinturas ancestrales que sus antepasados habían estampado.
Abrió un cajón. El colgante de cristales, tallados en forma de estrella, refulgió ante la luz de la vela de cera. Si encontrara a alguien que deseara invertir en sus diseños con diamantes y gemas de verdad, sus penurias acabarían; pero aún ninguna de las joyerías que había visitado aceptó su propuesta. Consideraban que mezclar la magia con algo tan costoso no sería aceptado por ninguna dama. Pero sabía que sí. En infinidad de ocasiones habían acudido a la tienda doncellas que servían en grandes mansiones buscando plantas mágicas, y no precisamente para ellas.
Con un prolongado suspiro de cansancio, apagó la vela y entró en su cuarto, deseando poder conciliar cuanto antes el sueño. Quería estar despejada y con el rostro libre de ojeras y preocupación. Larkins no debía notar que se encontraba desesperada.
Mientras, Fearn, cortó siete trozos de una calabaza y los colocó sobe un plato. Sobre ellos, puso una moneda y alrededor de la preparación hojas de laurel. Encendió una vela amarilla y musitó una plegaria. Tras ello, salió de casa, se acercó al río y dejando que el plato se hundiera, dijo en tono solemne:
—Espíritus de las aguas, llevaos de mí las deudas y ayudadme a cancelarlas. Traedme el dinero para pagarlas.
Y sin mirar atrás, regresó a casa con la esperanza que su ruego fuera escuchado.





Capítulo 2


Apenas había amanecido y Marla ya estaba levantada, trajinando en la cocina. Calentó leche y preparó huevos revueltos, teniéndolos a punto cuando los niños entraron alborotando.
—¡Huevos! ¡Me gustan! —exclamó Giselle, relamiéndose los labios con glotonería mientras se sentaba con rapidez ante la mesa.
Su hermana mayor sonrió al ver que la pequeña se había puesto el vestido al revés.
—Ven aquí —dijo vistiéndola correctamente—. Esto está mejor. A ver si aprendes, que ya eres toda una señorita.
—Soy muy niña. Aún no tengo cinco años —protestó Giselle.
—¿Ya se ha despertado papá? —preguntó Bremin, uno de los gemelos.
Marla apartó la sonrisa, y después le acarició la mejilla.
—Papá se ha ido al cielo, mi amor. Ya te lo dije ayer.
Niwalen, la más menuda de la familia la miró, con gesto serio.
—¿Y no volverá más? —quiso saber.
—No. Ahora está con mamá y los ángeles.
—Por eso, a partir de hoy, deberéis hacer caso de todo lo que diga Marla —intervino Fearn, entrando en la cocina.
—Lo haremos —aseguró Teinn, el otro gemelo.
—Vamos, comed. Se hace tarde y tenéis que ir a la escuela… Fearn, hoy los llevas tú y cuando regreses, atiende a la tienda mientras yo voy a ver al señor Larkins —dijo Marla sorbiendo un poco de leche.
—Muy bien. ¿Has pensado que decir?
Ella encogió los hombros, y miró brevemente a los pequeños.
—Supongo que hablarle de ellos. Intentaré conmover su corazón.
—¿Listos? —preguntó Fearn, apurando el tazón.
Los niños cogieron los libros y echaron a correr riendo, totalmente ajenos a los graves problemas que tenían en la familia Swyedydd.
Marla entró en su cuarto, y abrió el armario. Apenas poseía cinco vestidos. Eligió el mejor que tenía. Quería dar buena impresión a ese hombre. Peinó su largo cabello de reflejos rojizos con calma, recogiéndolo en un tocado sencillo, y luego metió en el bolsito el collar que había creado últimamente y el documento de la hipoteca; sin olvidar el saquito mágico que contenía un trocito de jade para atraer la fortuna, además de pimienta que la protegería de las maldiciones.
—¡Vaya! Estás realmente bonita, hermana —le comentó Fearn, mirándola satisfecho.
Ella hizo un mohín de desaliento.
—Este vestido tiene más de tres años. Cualquiera se dará cuenta que no es dinero precisamente lo que nos sobra.
—Pero es bonito y de encajes. Además, te sienta bien. Y si fueses muy bien vestida, ese hombre dudaría que nuestros problemas sean realmente acuciantes. El aspecto deslucido de la tela le impresionará. Aunque, a pesar de ello, sigo opinando que es refinado.
Marla se estudió de nuevo en el espejo con detenimiento. Sí. Era elegante. En el barrio ninguna mujer poseía ninguno igual. Se lo hizo la costurera cuando en casa vivían cómodamente, antes de que su madre enfermara.
—Será mejor que me vaya —dijo en voz baja, lanzando luego un suspiro.
—¿Vas bien equipada? —se interesó él.
—Los amuletos bien resguardados. Sí.
—Tendrás éxito, hermanita —vaticinó, besándola con ternura.
Una hora después, Marla Swyedydd llegó a Oxford Street. Aquel barrio era bien distinto a al suyo. Todo era elegante, limpio, e incluso el aire tenía el aroma de las rosas que crecían en los jardines de las mansiones. Las damas paseaban con sus mejores galas acompañadas por sus doncellas, dispuestas gastar su dinero en las costosas tiendas, y los caballeros, todos impecablemente vestidos, se encaminaban hacia sus negocios o al club donde departían amigablemente con los otros miembros selectos.
Ahora, el vestido de encajes le parecía prácticamente miserable. A pesar de ello, sin amedrentarse, buscó la casa de Larkins y al llegar ante ella, miró el edificio. Era una vivienda de cuatro pisos. Sus paredes, inmaculadas, brillaban con el sol que había salido tras dos días de lluvia, y las flores del jardín le daban un toque alegre. Una alegría que ella esperaba sentir cuando ese hombre se compadeciese de ellos.
Inspirando con fuerza, tiró de la campanilla.
—¿Sí…? —inquirió una doncella, estudiándola de arriba hacia abajo con un gesto de menosprecio.
—Deseo ver al señor Larkins.
—¿Para qué? Está muy ocupado. ¿Tienes cita con él?
—No.
—Pues, si buscas trabajo, debes hablar con Pamela, que es la gobernanta de la casa.
—No quiero empleo. Es sobre un asunto de negocios que tengo con el señor Larkins.
La criada volvió a mirarla con escepticismo.
—¿Negocios tú? —repuso al fin, tras una pausa y con marcado tono despectivo.
Marla se impacientó.
—¿Serías tan amable de anunciar a la señorita Marla Swyedydd? Si no lo haces, puede que su señor se enoje. Te aseguro que está muy interesado en hablar conmigo —afirmó con ceño, mostrando firmeza.
La doncella gruñó mientras le permitía la entrada.
—Espera aquí.
Marla miró fascinada el hall. Era tan grande, o incluso más, que su mísera vivienda. Las paredes estaban decoradas con cuadros, y las cortinas de las ventanas eran de seda pura, de un color verde oscuro que resaltaba con el dorado de la lámpara de lágrimas que parecían diamantes.
La avinagrada doncella regresó, caminando con gesto altivo. Tenía un brillo de triunfo en sus inquisitivos ojos, pequeños y redondeados.
—El señor no quiere recibirte, muchacha. Dice que pidas cita y hora. Ya te dije que estaba muy ocupado —le dijo triunfal, con una cínica sonrisa, estirando exageradamente el cuello, igual que una garza.
Marla no se dio por vencida. Necesitaba ver a ese hombre.
—No me iré de aquí hasta que me reciba.
—Oye, si no te vas, te echaré yo misma… Y sin contemplaciones —la amenazó aquella áspera mujer, endureciendo aún más su rostro afeado.
—¡He dicho que no me voy! —gritó Marla, sin poder contenerse, intentando no romper a llorar.
—¿Qué son esos gritos? —inquirió una voz masculina.
La doncella se echó a temblar. Se volvió lentamente y miró al hombre alto, de cabellos dorados y ojos azules como el mar, ataviado con una bata, que contrajo el rostro en un rictus de contrariedad. Era indudable que estaba de mal humor; como siempre después de haber pasado una noche desenfrenada, y que era despertado a las escasas horas de haberse acostado.
—Es... esta muchacha, señor. Se niega a marcharse de vuestra residencia—farfulló la sirvienta, atemorizada, esperando uno de sus habituales estallidos de ira.
—Pues, échala ya, que para eso te pago. Y como algo vuelva a perturbar mi descanso, te echo a la calle sin contemplaciones. ¿Comprendido? —repuso él con aspereza, sin mirar a la inoportuna y mientras se ajustaba el cinturón de la bata, iniciando de nuevo el ascenso por las escaleras.
—¿Sois el señor Larkins? ¡Tengo que hablar urgentemente con vos! —le dijo Marla, mirándolo con angustia.
Él se volvió y la estudió por fin. No la conocía, o creía no recordarla. Tal vez se tratara de una de sus innumerables conquistas. Pero cuando vio sus ojos dorados, supo que nunca se habían visto con anterioridad. Ningún hombre podría olvidar ese color fascinante, ni su cabello de reflejos rojizos, como tampoco su rostro agraciado. Y decidió averiguar qué quería esa nerviosa beldad de él.
—¿De veras…? —preguntó con media sonrisa mordaz—. En ese caso, será mejor que os atienda, señorita...
—Marla Swyedydd. Considero, si me permite decirlo, que no deberíais perder el tiempo con ella, señor. Recordad que tenéis una cita muy importante —contestó la doncella, mirando a Marla con descrédito.
Pero él alzó la mano, fulminándola con sus ojos azules.
—Agradezco tu preocupación. Sin embargo, te recuerdo que soy yo el que decido lo que se hace en esta casa. Retírate Ruth. Atenderé a la señorita… —Larkins suavizó su tono al dirigirse a la desconocida—: Por favor, sígame —añadió, bajando de nuevo las escalaras y mientras le indicaba a Marla que lo siguiera.
Ella caminó hacia la habitación. Se trataba de un despacho amplio. Sus paredes estaban pintadas de color ocre, y unos cuadros de cacerías presidían la pared principal. La mesa de roble se encontraba casi en el centro de la habitación y, frente a ella, un par de butacas. Era un despacho muy masculino.
—Por favor, tomad asiento… ¿Deseais algo para beber? —le dijo él, sonriendo con amabilidad y acercándose a una mesa repleta de licores.
—No, gracias.
Larkins se acomodó tras la mesa.
—Disculpad mi aspecto. Su intempestiva visita me ha despertado —admitió, arreglándose con ambas manos el cabello dorado.
—Si lo hubiese sabido, no me había atrevido. De veras que lo lamento —se disculpó ella.
—No importa… ¿Y bien, qué deseais de mí? —le pregunto mientras la estudiaba detenidamente de arriba hacia abajo.
Larkins pensó que ella carecía de esa belleza espectacular y sensual que solía buscar en sus amantes. Tenía el cuerpo esbelto. No era muy alta, pero indudablemente bonita. Poseía una belleza serena y elegante, a pesar del mal gusto que tenía en vestirse. A ninguna mujer se le hubiese ocurrido llevar un vestido de encajes a esa hora de la mañana, y mucho menos tan gastado. Era indudable que no nadaba en la abundancia. Pero ese detalle no mitigaba la belleza de unos ojos dorados como los topacios.
Marla carraspeó con nerviosismo. Había esperado a un viejo usurero, y estaba ante un hombre que debía rondar la treintena, de rostro agradable, mejor dicho, atractivo, pero con un rictus de dureza que evidenciaba que no le sería nada fácil conseguir lo que se había propuesto.
—Mi padre falleció ayer.
—Lo lamento —dijo él con fría cortesía.
Marla extrajo del bolso un papel, y se lo mostró, intentado evitar que su mano temblara.
—Gracias… Veréis… Encontré esta hipoteca que vence dentro de cinco días y como aún no he reunido todo el dinero, he venido a pediros que me deis unos días más de plazo. No os preocupéis; os pagaré. El negocio funciona muy bien, y tengo proyectos que aún lo engrandecerán más —habló de un tirón, sintiendo después un nudo en el estómago.
Larkins leyó el documento. Se trataba de una tienda en la calle Cowstreet por un valor de quinientas libras.
—Perdonad, pero mis innumerables operaciones me impiden recordar el tipo de vuestro negocio —dijo con suavidad, devolviéndole el escrito con un ligero gesto de desconcierto. No era su estilo prestar a tipos que viviesen en el extrarradio de la ciudad. Si no podían pagar, que era lo corriente, el local apenas alcanzaría el valor del dinero ofrecido. Y sí no había ganancias, él nunca se arriesgaba.
—Es un establecimiento donde surtimos a los enfermos de plantas medicinales —le aclaró ella.
Larkins alzó las cejas, sorprendido de lo que oía. ¿Había prestado dinero para una tienducha de pócimas milagrosas?
—¿Os referís a una botica?
Marla lo miró intranquila. Ese hombre la estaba poniendo nerviosa. Sus ojos azules no dejaban de escrutarla, con una mirada fría, impertérrita, como si careciese de alma. Abrió de nuevo el bolso y sacó el collar.
—Sí. Pero no una botica cualquiera, señor… —Tragó saliva y continuó—: Como os he dicho, pretendo ampliar las ofertas. Mire… Éste es uno de los colgantes que diseño. Es el modelo que he bautizado como «Estrellas del amor».
Él lo ojeó por encima. Eran sólo vulgares cristales, y asintió sin mostrar mucho entusiasmo.
—Muy bonito.
—Y os digo más, señor. No es sólo una alhaja. He pensado venderlo como amuleto. ¿No sabéis que cada piedra tiene un poder especial? Éste es para el amor, si se hace el hechizo adecuado, como es natural. Pero tengo otros diseños que a las damas les entusiasmarán. Existen para todas las necesidades. Puedo ayudar a incrementar la cuenta corriente, a protegerse de las enfermedades, a...
Él alzó una mano.
—¿Hablais en serio? ¿De verdad una muchacha tan joven como vos cree en estas supercherías? —la interrumpió, intentando no echarse a reír.
El rostro de Marla adquirió una repentina seriedad.
—Durante siglos, mi familia ha poseído el don de lo misterioso. Conocemos cómo ayudar a las personas con la magia. Los Swyedydd somos una saga muy reputada de magos procedentes de Irlanda. Conocemos los secretos druidas, el poder que esconde la naturaleza. Es más, las fuerzas ocultas no son ningún misterio para nosotros. Si yo fuera vos, no me burlaría, señor.
Larkins abandonó el tono socarrón. Sus ojos azules se tornaron fríos como el hielo escandinavo.
—¿Es una amenaza, señorita? —preguntó con tono cortante.
Ella intentó no acobardarse ante el error que había cometido y por eso esbozó una sonrisa seductora.
—¡Oh, señor Larkins! ¿Ha sonado como una amenaza? Lo siento. Nada más lejos de mi intención. Sólo era una advertencia amistosa. Hay cosas que, aunque no las creamos, están ocultas a nuestro alrededor. Lo mejor es no tentar al diablo, por si acaso. Ya sabéis… La suerte puede volverse contra uno si se burla.
Él se reclinó en el respaldo. Sus ojos volvieron a mostrar un brillo divertido, pero su rostro aguileño continuó inalterable.
—¿Y si sois una bruja, podríais explicarme por qué no habéis conseguido sacar el negocio a flote?
—No soy una bruja, señor… Lo único que he heredado de la familia es el conocimiento de las plantas —reconoció ella con voz queda.
—Y no obstante, pretendéis vender joyas encantadas. ¿No es eso una estafa? —comentó él, encendiendo a continuación un costoso puro español, importado de Cuba.
—¡Yo no pretendo engañar a nadie, señor! No poseo el don, pero mi hermano Fearn es un hechicero excepcional —se indignó Marla.
—Ya…
Larkins no pudo evitar soltar una gran carcajada. Aquella singular jovencita lo estaba divirtiendo de verdad; y eso era muy difícil de lograr teniendo en cuenta que apenas había dormido tres horas y su humor aún se encontraba en el letargo de la irascibilidad.
—¿Por qué os reís, señor? Os prometo que es verdad —protestó Marla.
—Entonces, sigo sin comprender la razón por la que el «gran» Fearn no ha sacado a flote la tienda.
—Esas cosas requieren su tiempo, y nos acabamos de enterar de ello. Además, los brujos no suelen sacar provecho para sí mismos de sus poderes. El don es concedido para ayudar a los demás —le aclaró ella.
Larkins miró su rostro circunspecto. Esa muchacha creía realmente en lo que estaba diciendo.
—Si vos lo decís…
—¿Vos no creéis en estas cosas, verdad? —inquirió Marla, temiendo una lapidaria réplica.
—En absoluto. La única magia es creer en uno mismo y labrarse el futuro. No esperar que las fuerzas divinas o diabólicas nos traigan la suerte. Y vos deberíais comenzar a apartar esas supercherías de vuestra cabeza.
—¿Y si os hiciese una demostración para convenceros de que es bien real? Pedid el hechizo que querais —le propuso Marla.
—¿Hablais en serio? —inquirió él con un gesto de divertida incredulidad.
—Totalmente.
—¿Y si no surte el efecto que esperais? ¿Me daréis la razón entonces?
—No. Tened en cuenta que a veces no se consigue el propósito deseado —admitió ella con gravedad.
—Una excusa perfecta para ocultar el engaño —replicó él, burlándose de nuevo.
Ella lo miró con ojos desafiantes.
—¿No seréis vos el que pone pretextos para no ver que puede ser cierta la magia?
Larkins se reclinó, y luego la miró con gesto pensativo.
—Lo cierto, es que no me interesa lo más mínimo descubrirlo. Sin embargo, estoy dispuesto a seguiros el juego… Aunque, no os daré la satisfacción de ser yo el que me someta a sus hechizos. ¿Qué os parece si probamos con Ruth? Ya habéis visto como es… Fea, delgaducha, plana de pecho, y, además, con un carácter insoportable. Me rendiré ante vos si conseguís que algún desgraciado se enamore de ella… —Chasqueó la lengua—. ¿Qué os parece? ¿El reto es lo suficientemente interesante para una joven hechicera como vos? —quiso saber.
Marla asintió, esbozando una sonrisa.
—Es el conjuro más fácil para un mago. Sólo necesitaré un objeto personal de vuestra sirvienta y otro del hombre que queremos enamorar.
Larkins asintió mientras colocaba distraídamente el puro en el cenicero.
—Lo primero puedo procurároslo. Lo segundo, lo dejo en vuestras manos.
Marla lo miró con un gesto de desacuerdo.
—No conozco al hombre.
Él miró el reloj. Apenas le quedaba una hora para reunirse con Adam Barry, y no quería llegar tarde. Así que, a pesar de la inesperada diversión que esa muchacha le estaba proporcionando, decidió dar por terminada la charla.
—Yo tampoco. Encargaros vos de encontrarlo.
—Pero de este modo no suele hacerse. Si vos...
—Mirad, señorita. Mi tiempo es muy valioso, y no puedo perderlo en estas majaderías. Podéis iros —dijo él en tono autoritario, levantándose tras mostrar impaciencia y recuperar el puro.
Marla lo miró angustiada. Había acudido a esa casa para conseguir la misión más importante de su vida, y estaba apunto de echarla a perder. Tenía que conseguir ese plazo de tiempo vital para su familia.
—Señor Larkins, ruego me perdonéis. No quería incomodaros. No os molestaré más. Pero antes de marcharme, os rogaría que me diéseis una respuesta a mi petición.
El aludido dudó un instante, y después repuso:
—¿Vuestra petición…? —Arqueó una ceja—. ¡Ah, sí! Queréis una prórroga… ¿Es eso?
—Sí —musitó ella.
—¿Y qué garantía me dais de poder reunir el dinero en un mes?
Marla se desmoronó cuanto escuchó el plazo. Ese tiempo era insuficiente. Pero a pesar de ello, no lo demostró.
—Ya os he comentado mis planes. Estoy convencida de que tendrán un gran éxito.
Larkins lo dudaba. Nadie compraría esas baratijas en un barrio como ése. La gente gastaba el poco dinero que obtenía en comida y si por algún milagro lograse vender muchos abalorios, ni tan siquiera así alcanzaría la cifra que le demandaba. De todos modos, decidió concederle el plazo.
—Espero que tengais suerte, porque dentro de un mes la espero a esta misma hora, y con el dinero en la mano—decidió pensativo.
—Gracias, señor —dijo ella, ofreciéndole la mano.
Él se la besó, inclinándose ceremonioso.
—Os acompañó hasta la puerta.
—Gracias de nuevo.
—No me las deis. Si no pagais, os echaré sin contemplaciones. No soy hombre al que le guste perder dinero, y mucho menos que alguien no cumpla su palabra… ¡Ah! Y no me olvido de la apuesta. Me gustaría perder de vista a esa cascarrabias horrenda… ¿Os sirve esto? Ella lo usa continuamente… —explicó Larkins, cogiendo un trapo del polvo que había sobre una mesita. Marla lo cogió mientras asentía en silencio—. Pues, manos a la obra, muchacha. Buenos días —concluyó él, volviendo a mostrarse gélido.
—Buenos días —musitó ella, saliendo del despacho.

















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