Capítulo 1
El día amaneció lluvioso. Pero la peor de las
borrascas ya se cernía sobre los vástagos de la familia Swyedydd. Hacía tres
meses que habían perdido a la madre, tras una larga enfermedad, y esa tarde
regresaban a casa después de enterrar al padre, que, incapaz de soportar la
ausencia de su querida esposa, se fue aletargando hasta reunirse definitivamente
con ella.
Marla dejó caer la cabeza sobre el escritorio,
y rompió a llorar. Acabada de descubrir que el único bien que poseían, la
tienda, estaba hipotecada. Si no reunía quinientas libras en menos de una
semana, le sería arrebatada. Y sin duda la perdería. ¿De dónde iba a sacar
semejante cantidad de dinero? Sólo quedaban en la caja cien miserables libras,
y debía emplearlas para alimentar a sus cinco hermanos que ahora dependían
totalmente de ella.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó Fearn,
entrando en el despacho.
Marla miró a su hermano. No quería informarle
de lo que acaba de averiguar tras el dolor sufrido por la muerte de su padre.
—Sólo triste —dijo sucintamente, intentando
sonreír.
Él se sentó junto a ella, y le tomó las
manos. Conocía muy bien a Marla. Tenía un carácter testarudo y valiente. Jamás
se dejó vencer por las adversidades; todo lo contrario. Siempre procuraba
encontrar la solución con una sonrisa de esperanza. Y ese gesto circunspecto y
derrotado le hizo comprender que se encontraban sumidos en un gran problema.
—Sé que te preocupa algo. ¿Qué son esos
papeles?
Marla lanzó un sonoro suspiro. No podía
ocultárselo. Tarde o temprano, sabría la verdad. Además, ya no era un niño.
Debía comenzar a adquirir responsabilidades, y necesita su ayuda, su consejo;
porque ella no sabía realmente qué hacer.
—La hipoteca de la tienda. Papá la dio en
garantía para poder costear la estancia de mamá en el balneario. Y ahora
tenemos que pagar quinientas libras dentro de unos días o la perderemos.
El muchacho masculló un juramento.
—¡Y de dónde las sacamos! —exclamó, perplejo,
y añadió con acritud—: ¡Padre debió estar loco para hacer algo así!
—Fearn, te prohíbo que hables con este
desprecio de nuestro padre. Él hizo lo correcto. Mamá estaba muy enferma, y
teníamos que hacer lo imposible para que sanara —le reprendió ella.
Fearn bajó el rostro, avergonzado.
—Lo sé, perdona… —musitó—. ¿Qué vamos a hacer
ahora?
—Supongo que buscar una nueva casa, y luego dejar
que nos despojen la tienda —repuso su hermana mayor con rostro sombrío.
—¿Piensas renunciar tan fácilmente? ¿Tú, la
persistente Marla? —se asombró el chico.
—No podemos hacer otra cosa. ¡No tenemos ese
dinero! —gimió ella, rompiendo a llorar de nuevo.
Fearn acarició sus cabellos de reflejos
rojizos.
—Seguro que encuentras la solución; como
siempre…
Su hermana lo miró. Se enjuagó las lágrimas
mientras Fearn entornaba los ojos. Sabía que cuando adoptaba esa pose alguna
idea inteligente estaba barruntando.
—¿Qué estás maquinando? —preguntó, curiosa.
—Más bien se trata de una sugerencia. Podrías
ir a hablar con ese tipo. Tal vez, si le cuentas que padre ha fallecido, nos dé
algún tiempo más. No creo que sea un hombre tan cruel que desee dejar sin techo
ni sustento para vivir a unos niños.
Marla sonrió esperanzada.
—¿Sabes? Siempre supe que eras un chico con
un gran cerebro. Has encontrado la solución.
—¿Tú crees? —inquirió él con gesto de alivio.
—Sin duda… Después de todo, el señor Larkins
no puede ser tan malvado. Hablaré con él.
—Sé que nos sacarás de ésta. Será fácil. Ese
tipo no podrá negarte nada en cuanto te vea. Será incapaz de caer rendido ante
tus encantos —alardeó Fearn, orgulloso, mirándola con devoción.
Marla era muy bonita. Tenía el cabello rubio
oscuro, con reflejos rojizos, y unos ojos tan brillantes y hermosos como los
topacios.
Ella rió por primera vez en varios días.
—Querido, ese hombre seguro que es un viejo
usurero, y mi aspecto le dará lo mismo. Pero no temas. Sabré convencerlo. En
cuanto vea los proyectos que tengo para la tienda, claudicará.
—Sin duda alguna. Tus diseños son fantásticos,
y las damas se morirán por tener una de tus alhajas. Sobre todo, si descubren
que son talismanes que las liberarán de los malos hechizos, o que las ayudarán
a encontrar el amor de su vida.
—Eso espero. Ahora, a la cama. Es tarde, y ha
sido un día muy duro. ¿Ya están acostados los niños?
—Esperan que les des un beso.
—Vamos.
Marla entró en la habitación de las dos niñas,
que le sonrieron mientras se abrazaban a sus ositos de peluche.
—¿Aún despiertas? —las riñó con cariño.
—¿Nos das un beso? —le pidió la más pequeña.
Ella las arropó, y les concedió lo que le
pedían.
—Ahora, a dormir —dijo como en un susurro, apagando
la lámpara.
Después fue al cuarto de los gemelos. Éstos
ya dormían. Miró sus caritas sonrosadas, y un rictus de preocupación traspasó
su bello rostro al imaginar qué aspecto tendrían si no pudiese conservar el
negocio, ni conseguir dinero para alimentarlos.
—Todo saldrá bien. Ya lo verás —le aseguró
Fearn.
—Dios lo quiera, o no sé que será de
nosotros.
—No permitiré que nos separen. ¡Jamás!
¡Haremos lo que sea! ¿Verdad? —exclamó el muchacho, apretando los dientes.
—Por supuesto. Lucharemos hasta el fin para
salir adelante —juró ella.
—¿Irás mañana a ver a ese usurero? —quiso
saber su hermano.
—Claro que sí. No podemos perder tiempo. En
los papeles está su dirección privada. Iré directamente a su casa… Pero, si no
nos ayuda, tendremos que buscar otra solución con rapidez. Tenemos que pensar
en la seguridad de los niños. Si quedamos en la calle, las autoridades nos los
quitarán. Sería para ellos un golpe muy duro que nos separaran. Y no quiero que
crezcan en un orfanato, sin el menor cariño. Haré lo que sea por mantener la
familia unida. Lo que sea… —musitó con un brillo de ira en sus ojos dorados.
—Por favor, Marla. No creo que tengamos que
llegar a esos extremos. ¿Qué me dices de Mcloughlin? —le propuso Fearn.
Marla hizo revolotear la mano, descartando la
idea.
—No nos prestará nada. La tienda ya esta
hipotecada, y no tenemos nada de valor.
Fearn lanzó un suspiro.
—Cierto —admitió con pesar.
—Rectifico. Nos tenemos a nosotros. Podemos
trabajar. Hambre no pasaremos.
—No lo dudo. Sin embargo, me dolerá dejar
esto. Hemos luchado mucho por sacar la botica adelante. Ahora nuestros clientes
nos respetan; y lo más gratificante, es que reciben nuestra ayuda.
Marla cerró el cajón y guardó la hipoteca.
—¿Por qué estás tan preocupado? Ya verás como
mañana se solucionan todas nuestras dificultades. Larkins se compadecerá de
nosotros. Además… ¿para qué querría una tienda miserable en un barrio lleno de
obreros sin un penique? Ese tipo comprenderá que no le es beneficiosa, y por
eso dejará que nos quedemos hasta reunir el dinero.
Él apartó la inquietud y sonrió, mostrando
dos hoyuelos en las mejillas.
—Claro, ese hombre debe ser muy rico. No le
importará olvidarse de nosotros por una temporada.
—Es casi media noche. Mañana hay trabajo que
hacer. Acuéstate —le dijo ella, besándolo con ternura.
—Buenas noches, Marla. No te preocupes. Haré
un conjuro para que todo vaya bien —afirmó Fearn, encaminándose a la tienda.
Ella cerró la puerta y antes de ir a su
habitación, entró en la tienda. Encendió una vela, y luego miró el mostrador.
Las plantas medicinales se apiñaban con armonía y los tarros de cerámica se
exponían mostrando las pinturas ancestrales que sus antepasados habían
estampado.
Abrió un cajón. El colgante de cristales,
tallados en forma de estrella, refulgió ante la luz de la vela de cera. Si
encontrara a alguien que deseara invertir en sus diseños con diamantes y gemas
de verdad, sus penurias acabarían; pero aún ninguna de las joyerías que había
visitado aceptó su propuesta. Consideraban que mezclar la magia con algo tan
costoso no sería aceptado por ninguna dama. Pero sabía que sí. En infinidad de
ocasiones habían acudido a la tienda doncellas que servían en grandes mansiones
buscando plantas mágicas, y no precisamente para ellas.
Con un prolongado suspiro de cansancio, apagó
la vela y entró en su cuarto, deseando poder conciliar cuanto antes el sueño.
Quería estar despejada y con el rostro libre de ojeras y preocupación. Larkins
no debía notar que se encontraba desesperada.
Mientras, Fearn, cortó siete trozos de una
calabaza y los colocó sobe un plato. Sobre ellos, puso una moneda y alrededor
de la preparación hojas de laurel. Encendió una vela amarilla y musitó una
plegaria. Tras ello, salió de casa, se acercó al río y dejando que el plato se
hundiera, dijo en tono solemne:
—Espíritus de las aguas, llevaos de mí las
deudas y ayudadme a cancelarlas. Traedme el dinero para pagarlas.
Y sin mirar atrás, regresó a casa con la
esperanza que su ruego fuera escuchado.
Capítulo 2
Apenas había amanecido y Marla ya estaba
levantada, trajinando en la cocina. Calentó leche y preparó huevos revueltos,
teniéndolos a punto cuando los niños entraron alborotando.
—¡Huevos! ¡Me gustan! —exclamó Giselle,
relamiéndose los labios con glotonería mientras se sentaba con rapidez ante la
mesa.
Su hermana mayor sonrió al ver que la pequeña
se había puesto el vestido al revés.
—Ven aquí —dijo vistiéndola correctamente—.
Esto está mejor. A ver si aprendes, que ya eres toda una señorita.
—Soy muy niña. Aún no tengo cinco años —protestó
Giselle.
—¿Ya se ha despertado papá? —preguntó Bremin,
uno de los gemelos.
Marla apartó la sonrisa, y después le
acarició la mejilla.
—Papá se ha ido al cielo, mi amor. Ya te lo
dije ayer.
Niwalen, la más menuda de la familia la miró,
con gesto serio.
—¿Y no volverá más? —quiso saber.
—No. Ahora está con mamá y los ángeles.
—Por eso, a partir de hoy, deberéis hacer
caso de todo lo que diga Marla —intervino Fearn, entrando en la cocina.
—Lo haremos —aseguró Teinn, el otro gemelo.
—Vamos, comed. Se hace tarde y tenéis que ir
a la escuela… Fearn, hoy los llevas tú y cuando regreses, atiende a la tienda
mientras yo voy a ver al señor Larkins —dijo Marla sorbiendo un poco de leche.
—Muy bien. ¿Has pensado que decir?
Ella encogió los hombros, y miró brevemente a
los pequeños.
—Supongo que hablarle de ellos. Intentaré
conmover su corazón.
—¿Listos? —preguntó Fearn, apurando el tazón.
Los niños cogieron los libros y echaron a
correr riendo, totalmente ajenos a los graves problemas que tenían en la
familia Swyedydd.
Marla entró en su cuarto, y abrió el armario.
Apenas poseía cinco vestidos. Eligió el mejor que tenía. Quería dar buena
impresión a ese hombre. Peinó su largo cabello de reflejos rojizos con calma,
recogiéndolo en un tocado sencillo, y luego metió en el bolsito el collar que
había creado últimamente y el documento de la hipoteca; sin olvidar el saquito
mágico que contenía un trocito de jade para atraer la fortuna, además de
pimienta que la protegería de las maldiciones.
—¡Vaya! Estás realmente bonita, hermana —le
comentó Fearn, mirándola satisfecho.
Ella hizo un mohín de desaliento.
—Este vestido tiene más de tres años.
Cualquiera se dará cuenta que no es dinero precisamente lo que nos sobra.
—Pero es bonito y de encajes. Además, te
sienta bien. Y si fueses muy bien vestida, ese hombre dudaría que nuestros
problemas sean realmente acuciantes. El aspecto deslucido de la tela le
impresionará. Aunque, a pesar de ello, sigo opinando que es refinado.
Marla se estudió de nuevo en el espejo con
detenimiento. Sí. Era elegante. En el barrio ninguna mujer poseía ninguno
igual. Se lo hizo la costurera cuando en casa vivían cómodamente, antes de que
su madre enfermara.
—Será mejor que me vaya —dijo en voz baja,
lanzando luego un suspiro.
—¿Vas bien equipada? —se interesó él.
—Los amuletos bien resguardados. Sí.
—Tendrás éxito, hermanita —vaticinó,
besándola con ternura.
Una hora después, Marla Swyedydd llegó a
Oxford Street. Aquel barrio era bien distinto a al suyo. Todo era elegante, limpio,
e incluso el aire tenía el aroma de las rosas que crecían en los jardines de
las mansiones. Las damas paseaban con sus mejores galas acompañadas por sus
doncellas, dispuestas gastar su dinero en las costosas tiendas, y los
caballeros, todos impecablemente vestidos, se encaminaban hacia sus negocios o
al club donde departían amigablemente con los otros miembros selectos.
Ahora, el vestido de encajes le parecía
prácticamente miserable. A pesar de ello, sin amedrentarse, buscó la casa de
Larkins y al llegar ante ella, miró el edificio. Era una vivienda de cuatro
pisos. Sus paredes, inmaculadas, brillaban con el sol que había salido tras dos
días de lluvia, y las flores del jardín le daban un toque alegre. Una alegría
que ella esperaba sentir cuando ese hombre se compadeciese de ellos.
Inspirando con fuerza, tiró de la campanilla.
—¿Sí…? —inquirió una doncella, estudiándola
de arriba hacia abajo con un gesto de menosprecio.
—Deseo ver al señor Larkins.
—¿Para qué? Está muy ocupado. ¿Tienes cita
con él?
—No.
—Pues, si buscas trabajo, debes hablar con
Pamela, que es la gobernanta de la casa.
—No quiero empleo. Es sobre un asunto de
negocios que tengo con el señor Larkins.
La criada volvió a mirarla con escepticismo.
—¿Negocios tú? —repuso al fin, tras una pausa
y con marcado tono despectivo.
Marla se impacientó.
—¿Serías tan amable de anunciar a la señorita
Marla Swyedydd? Si no lo haces, puede que su señor se enoje. Te aseguro que
está muy interesado en hablar conmigo —afirmó con ceño, mostrando firmeza.
La doncella gruñó mientras le permitía la
entrada.
—Espera aquí.
Marla miró fascinada el hall. Era tan grande, o incluso más, que su mísera vivienda. Las
paredes estaban decoradas con cuadros, y las cortinas de las ventanas eran de
seda pura, de un color verde oscuro que resaltaba con el dorado de la lámpara
de lágrimas que parecían diamantes.
La avinagrada doncella regresó, caminando con
gesto altivo. Tenía un brillo de triunfo en sus inquisitivos ojos, pequeños y
redondeados.
—El señor no quiere recibirte, muchacha. Dice
que pidas cita y hora. Ya te dije que estaba muy ocupado —le dijo triunfal, con
una cínica sonrisa, estirando exageradamente el cuello, igual que una garza.
Marla no se dio por vencida. Necesitaba ver a
ese hombre.
—No me iré de aquí hasta que me reciba.
—Oye, si no te vas, te echaré yo misma… Y sin
contemplaciones —la amenazó aquella áspera mujer, endureciendo aún más su
rostro afeado.
—¡He dicho que no me voy! —gritó Marla, sin
poder contenerse, intentando no romper a llorar.
—¿Qué son esos gritos? —inquirió una voz
masculina.
La doncella se echó a temblar. Se volvió
lentamente y miró al hombre alto, de cabellos dorados y ojos azules como el mar,
ataviado con una bata, que contrajo el rostro en un rictus de contrariedad. Era
indudable que estaba de mal humor; como siempre después de haber pasado una
noche desenfrenada, y que era despertado a las escasas horas de haberse
acostado.
—Es... esta muchacha, señor. Se niega a
marcharse de vuestra residencia—farfulló la sirvienta, atemorizada, esperando
uno de sus habituales estallidos de ira.
—Pues, échala ya, que para eso te pago. Y
como algo vuelva a perturbar mi descanso, te echo a la calle sin
contemplaciones. ¿Comprendido? —repuso él con aspereza, sin mirar a la
inoportuna y mientras se ajustaba el cinturón de la bata, iniciando de nuevo el
ascenso por las escaleras.
—¿Sois el señor Larkins? ¡Tengo que hablar
urgentemente con vos! —le dijo Marla, mirándolo con angustia.
Él se volvió y la estudió por fin. No la
conocía, o creía no recordarla. Tal vez se tratara de una de sus innumerables
conquistas. Pero cuando vio sus ojos dorados, supo que nunca se habían visto
con anterioridad. Ningún hombre podría olvidar ese color fascinante, ni su
cabello de reflejos rojizos, como tampoco su rostro agraciado. Y decidió
averiguar qué quería esa nerviosa beldad de él.
—¿De veras…? —preguntó con media sonrisa
mordaz—. En ese caso, será mejor que os atienda, señorita...
—Marla Swyedydd. Considero, si me permite
decirlo, que no deberíais perder el tiempo con ella, señor. Recordad que tenéis
una cita muy importante —contestó la doncella, mirando a Marla con descrédito.
Pero él alzó la mano, fulminándola con sus
ojos azules.
—Agradezco tu preocupación. Sin embargo, te
recuerdo que soy yo el que decido lo que se hace en esta casa. Retírate Ruth.
Atenderé a la señorita… —Larkins suavizó su tono al dirigirse a la
desconocida—: Por favor, sígame —añadió, bajando de nuevo las escalaras y
mientras le indicaba a Marla que lo siguiera.
Ella caminó hacia la habitación. Se trataba
de un despacho amplio. Sus paredes estaban pintadas de color ocre, y unos
cuadros de cacerías presidían la pared principal. La mesa de roble se
encontraba casi en el centro de la habitación y, frente a ella, un par de
butacas. Era un despacho muy masculino.
—Por favor, tomad asiento… ¿Deseais algo para
beber? —le dijo él, sonriendo con amabilidad y acercándose a una mesa repleta
de licores.
—No, gracias.
Larkins se acomodó tras la mesa.
—Disculpad mi aspecto. Su intempestiva visita
me ha despertado —admitió, arreglándose con ambas manos el cabello dorado.
—Si lo hubiese sabido, no me había atrevido.
De veras que lo lamento —se disculpó ella.
—No importa… ¿Y bien, qué deseais de mí? —le
pregunto mientras la estudiaba detenidamente de arriba hacia abajo.
Larkins pensó que ella carecía de esa belleza
espectacular y sensual que solía buscar en sus amantes. Tenía el cuerpo
esbelto. No era muy alta, pero indudablemente bonita. Poseía una belleza serena
y elegante, a pesar del mal gusto que tenía en vestirse. A ninguna mujer se le
hubiese ocurrido llevar un vestido de encajes a esa hora de la mañana, y mucho
menos tan gastado. Era indudable que no nadaba en la abundancia. Pero ese detalle
no mitigaba la belleza de unos ojos dorados como los topacios.
Marla carraspeó con nerviosismo. Había
esperado a un viejo usurero, y estaba ante un hombre que debía rondar la
treintena, de rostro agradable, mejor dicho, atractivo, pero con un rictus de
dureza que evidenciaba que no le sería nada fácil conseguir lo que se había
propuesto.
—Mi padre falleció ayer.
—Lo lamento —dijo él con fría cortesía.
Marla extrajo del bolso un papel, y se lo
mostró, intentado evitar que su mano temblara.
—Gracias… Veréis… Encontré esta hipoteca que
vence dentro de cinco días y como aún no he reunido todo el dinero, he venido a
pediros que me deis unos días más de plazo. No os preocupéis; os pagaré. El
negocio funciona muy bien, y tengo proyectos que aún lo engrandecerán más —habló
de un tirón, sintiendo después un nudo en el estómago.
Larkins leyó el documento. Se trataba de una
tienda en la calle Cowstreet por un valor de quinientas libras.
—Perdonad, pero mis innumerables operaciones
me impiden recordar el tipo de vuestro negocio —dijo con suavidad, devolviéndole
el escrito con un ligero gesto de desconcierto. No era su estilo prestar a
tipos que viviesen en el extrarradio de la ciudad. Si no podían pagar, que era
lo corriente, el local apenas alcanzaría el valor del dinero ofrecido. Y sí no
había ganancias, él nunca se arriesgaba.
—Es un establecimiento donde surtimos a los
enfermos de plantas medicinales —le aclaró ella.
Larkins alzó las cejas, sorprendido de lo que
oía. ¿Había prestado dinero para una tienducha de pócimas milagrosas?
—¿Os referís a una botica?
Marla lo miró intranquila. Ese hombre la
estaba poniendo nerviosa. Sus ojos azules no dejaban de escrutarla, con una
mirada fría, impertérrita, como si careciese de alma. Abrió de nuevo el bolso y
sacó el collar.
—Sí. Pero no una botica cualquiera, señor…
—Tragó saliva y continuó—: Como os he dicho, pretendo ampliar las ofertas.
Mire… Éste es uno de los colgantes que diseño. Es el modelo que he bautizado
como «Estrellas del amor».
Él lo ojeó por encima. Eran sólo vulgares cristales,
y asintió sin mostrar mucho entusiasmo.
—Muy bonito.
—Y os digo más, señor. No es sólo una alhaja.
He pensado venderlo como amuleto. ¿No sabéis que cada piedra tiene un poder
especial? Éste es para el amor, si se hace el hechizo adecuado, como es
natural. Pero tengo otros diseños que a las damas les entusiasmarán. Existen
para todas las necesidades. Puedo ayudar a incrementar la cuenta corriente, a
protegerse de las enfermedades, a...
Él alzó una mano.
—¿Hablais en serio? ¿De verdad una muchacha
tan joven como vos cree en estas supercherías? —la interrumpió, intentando no
echarse a reír.
El rostro de Marla adquirió una repentina seriedad.
—Durante siglos, mi familia ha poseído el don
de lo misterioso. Conocemos cómo ayudar a las personas con la magia. Los
Swyedydd somos una saga muy reputada de magos procedentes de Irlanda. Conocemos
los secretos druidas, el poder que esconde la naturaleza. Es más, las fuerzas
ocultas no son ningún misterio para nosotros. Si yo fuera vos, no me burlaría,
señor.
Larkins abandonó el tono socarrón. Sus ojos
azules se tornaron fríos como el hielo escandinavo.
—¿Es una amenaza, señorita? —preguntó con
tono cortante.
Ella intentó no acobardarse ante el error que
había cometido y por eso esbozó una sonrisa seductora.
—¡Oh, señor Larkins! ¿Ha sonado como una
amenaza? Lo siento. Nada más lejos de mi intención. Sólo era una advertencia
amistosa. Hay cosas que, aunque no las creamos, están ocultas a nuestro
alrededor. Lo mejor es no tentar al diablo, por si acaso. Ya sabéis… La suerte
puede volverse contra uno si se burla.
Él se reclinó en el respaldo. Sus ojos
volvieron a mostrar un brillo divertido, pero su rostro aguileño continuó
inalterable.
—¿Y si sois una bruja, podríais explicarme
por qué no habéis conseguido sacar el negocio a flote?
—No soy una bruja, señor… Lo único que he
heredado de la familia es el conocimiento de las plantas —reconoció ella con
voz queda.
—Y no obstante, pretendéis vender joyas
encantadas. ¿No es eso una estafa? —comentó él, encendiendo a continuación un costoso
puro español, importado de Cuba.
—¡Yo no pretendo engañar a nadie, señor! No
poseo el don, pero mi hermano Fearn es un hechicero excepcional —se indignó
Marla.
—Ya…
Larkins no pudo evitar soltar una gran
carcajada. Aquella singular jovencita lo estaba divirtiendo de verdad; y eso
era muy difícil de lograr teniendo en cuenta que apenas había dormido tres
horas y su humor aún se encontraba en el letargo de la irascibilidad.
—¿Por qué os reís, señor? Os prometo que es
verdad —protestó Marla.
—Entonces, sigo sin comprender la razón por
la que el «gran» Fearn no ha sacado a flote la tienda.
—Esas cosas requieren su tiempo, y nos
acabamos de enterar de ello. Además, los brujos no suelen sacar provecho para
sí mismos de sus poderes. El don es concedido para ayudar a los demás —le
aclaró ella.
Larkins miró su rostro circunspecto. Esa
muchacha creía realmente en lo que estaba diciendo.
—Si vos lo decís…
—¿Vos no creéis en estas cosas, verdad? —inquirió
Marla, temiendo una lapidaria réplica.
—En absoluto. La única magia es creer en uno
mismo y labrarse el futuro. No esperar que las fuerzas divinas o diabólicas nos
traigan la suerte. Y vos deberíais comenzar a apartar esas supercherías de
vuestra cabeza.
—¿Y si os hiciese una demostración para
convenceros de que es bien real? Pedid el hechizo que querais —le propuso
Marla.
—¿Hablais en serio? —inquirió él con un gesto
de divertida incredulidad.
—Totalmente.
—¿Y si no surte el efecto que esperais? ¿Me daréis
la razón entonces?
—No. Tened en cuenta que a veces no se
consigue el propósito deseado —admitió ella con gravedad.
—Una excusa perfecta para ocultar el engaño —replicó
él, burlándose de nuevo.
Ella lo miró con ojos desafiantes.
—¿No seréis vos el que pone pretextos para no
ver que puede ser cierta la magia?
Larkins se reclinó, y luego la miró con gesto
pensativo.
—Lo cierto, es que no me interesa lo más
mínimo descubrirlo. Sin embargo, estoy dispuesto a seguiros el juego… Aunque,
no os daré la satisfacción de ser yo el que me someta a sus hechizos. ¿Qué os
parece si probamos con Ruth? Ya habéis visto como es… Fea, delgaducha, plana de
pecho, y, además, con un carácter insoportable. Me rendiré ante vos si
conseguís que algún desgraciado se enamore de ella… —Chasqueó la lengua—. ¿Qué
os parece? ¿El reto es lo suficientemente interesante para una joven hechicera
como vos? —quiso saber.
Marla asintió, esbozando una sonrisa.
—Es el conjuro más fácil para un mago. Sólo
necesitaré un objeto personal de vuestra sirvienta y otro del hombre que
queremos enamorar.
Larkins asintió mientras colocaba distraídamente
el puro en el cenicero.
—Lo primero puedo procurároslo. Lo segundo,
lo dejo en vuestras manos.
Marla lo miró con un gesto de desacuerdo.
—No conozco al hombre.
Él miró el reloj. Apenas le quedaba una hora
para reunirse con Adam Barry, y no quería llegar tarde. Así que, a pesar de la inesperada
diversión que esa muchacha le estaba proporcionando, decidió dar por terminada
la charla.
—Yo tampoco. Encargaros vos de encontrarlo.
—Pero de este modo no suele hacerse. Si vos...
—Mirad, señorita. Mi tiempo es muy valioso, y
no puedo perderlo en estas majaderías. Podéis iros —dijo él en tono
autoritario, levantándose tras mostrar impaciencia y recuperar el puro.
Marla lo miró angustiada. Había acudido a esa
casa para conseguir la misión más importante de su vida, y estaba apunto de
echarla a perder. Tenía que conseguir ese plazo de tiempo vital para su
familia.
—Señor Larkins, ruego me perdonéis. No quería
incomodaros. No os molestaré más. Pero antes de marcharme, os rogaría que me
diéseis una respuesta a mi petición.
El aludido dudó un instante, y después repuso:
—¿Vuestra petición…? —Arqueó una ceja—. ¡Ah,
sí! Queréis una prórroga… ¿Es eso?
—Sí —musitó ella.
—¿Y qué garantía me dais de poder reunir el
dinero en un mes?
Marla se desmoronó cuanto escuchó el plazo.
Ese tiempo era insuficiente. Pero a pesar de ello, no lo demostró.
—Ya os he comentado mis planes. Estoy
convencida de que tendrán un gran éxito.
Larkins lo dudaba. Nadie compraría esas
baratijas en un barrio como ése. La gente gastaba el poco dinero que obtenía en
comida y si por algún milagro lograse vender muchos abalorios, ni tan siquiera
así alcanzaría la cifra que le demandaba. De todos modos, decidió concederle el
plazo.
—Espero que tengais suerte, porque dentro de
un mes la espero a esta misma hora, y con el dinero en la mano—decidió
pensativo.
—Gracias, señor —dijo ella, ofreciéndole la
mano.
Él se la besó, inclinándose ceremonioso.
—Os acompañó hasta la puerta.
—Gracias de nuevo.
—No me las deis. Si no pagais, os echaré sin
contemplaciones. No soy hombre al que le guste perder dinero, y mucho menos que
alguien no cumpla su palabra… ¡Ah! Y no me olvido de la apuesta. Me gustaría
perder de vista a esa cascarrabias horrenda… ¿Os sirve esto? Ella lo usa
continuamente… —explicó Larkins, cogiendo un trapo del polvo que había sobre
una mesita. Marla lo cogió mientras asentía en silencio—. Pues, manos a la
obra, muchacha. Buenos días —concluyó él, volviendo a mostrarse gélido.
—Buenos días —musitó ella, saliendo del
despacho.
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