Durante el reinado de Felipe II la Inquisición española está en su pleno apogeo arrestando, torturando y asesinando a todo aquel que no vive según su doctrina.
Celia esconde un secreto de familia que pone en peligro la vida de su marido y su hijo, además de la suya propia. Un oscuro secreto en contra de los intereses del Estado y de la Iglesia. Para escapar de las garras de la Inquisición los tres emprenderán un largo viaje hacia América.
Ese viaje cambiará toda su vida cuando pierda a su marido en alta mar y comience una nueva relación con Jaco, un antiguo sirviente que también se vio obligado a abandonar la península.
Parece que por fin Celia tiene una vida tranquila y próspera en Perú, pero los secretos vuelven y un sacerdote hará que Celia deba regresar a España después de más de veinte años alejada de la tierra en la que creció y en donde seguirá sin estar a salvo.
Una aventura histórica llena de misterio y amor.
Para aquéllos que disfrutaron de Shakespeare in love
CAPÍTULO I
Apenas le
quedaba resuello. Las piernas no podían sostenerlo. Creyó que había llegado su
hora cuando el eco de los cascos de los caballos dio paso a un sonido firme,
cercano. Tenía que resistir, o su familia caería junto él. Haciendo un último
esfuerzo, ordenó a sus pies que no se detuvieran y se adentró en el pueblo.
Las calles
casi desiertas debido a la inmensa cortina de agua le permitieron continuar su
carrera sin tropiezos hasta llegar a la calleja. Sin mirar atrás y sin querer
perder tiempo en buscar la llave, abrió la puerta de una patada y entró en la
casa.
El grito de
la mujer quedó ahogado por el rugido del trueno.
—¡Recoge,
nos vamos! ¡Ya están aquí! —jadeó el hombre. Mientras su mujer se afanaba en
recoger lo más imprescindible, él se acercó a la pared, arrancó un adoquín y,
del hueco, extrajo un saquito de cuero.
—Dijiste
que estábamos seguros. ¿Cómo nos han encontrado? —gimió su esposa colocándose
la capa.
—No lo sé,
Celia. Lo único que sé es que llegarán en pocos minutos, y esta vez nuestras
vidas sí que están en peligro: son miembros de la Inquisición.
—¡Dios mío!
¡El máximo poder! ¿Adónde iremos? —gimió ella con evidente pavor.
Su marido,
con la frente empapada de sudor, cargó el baúl atolondradamente.
—Donde no
puedan darnos alcance. Lejos… muy lejos. Al otro lado del mar. Prepara la
carreta y coge al niño. ¡Date prisa, mujer!
Ella entró
en el cuarto del pequeño y sacándolo de la cama, lo cubrió con una capa.
—¿Qué pasa,
madre? —musitó el niño con ojos somnolientos.
—Debemos
irnos. Vamos. Tu padre nos aguarda.
Mientras
salían de la casa, el hombre cogió documentos y dinero; después, con el candil
en la mano, miró con tristeza a su alrededor. Nunca hubiera imaginado que
llegaría a considerar esa casa como su hogar… Pero no era momento para
sentimentalismos: tenían que salvar sus vidas. Roció de aceite el suelo, los
muebles, las cortinas, y arrojó el candil hacia ellos. El fuego se propagó al
instante. Su rostro, por un segundo, se cubrió de una pena infinita; luego la
apartó y se reunió con su esposa y su hijo en el cobertizo.
—¿Qué has
hecho? —musitó Celia observando las llamas con pavor.
—No
volveremos nunca y esto los entretendrá: no podrán pasar por la callejuela.
Subid.
La mujer y
el niño se acomodaron en la parte posterior cubriéndose con una manta, mientras
que el hombre saltaba al pescante. Azuzando al caballo, partieron a toda prisa,
sumergiéndose en el torrente de agua y los relámpagos que iluminaban el camino
embarrado.
El niño,
aunque acostumbrado a huir en mitad de la noche con precipitación, intuía que
en esta ocasión era distinto, que el riesgo era más palpable, y sollozó.
—Manuel,
nada debes temer. Esto es una aventura. Nos vamos de viaje muy lejos, a un país
que te gustará mucho. Ya lo verás —dijo acercándolo a su pecho—. Y lo mejor de
todo es que nunca más tendremos que irnos de nuestra casa. Te lo prometo.
Tras estas
palabras calló: sus perseguidores acababan de entrar en el callejón.
Su marido
miró hacia atrás y lanzó un juramento: les tenían encima. Por fortuna, su plan
estaba dando resultado. La casa escupía grandes lenguas de fuego por puertas y
ventanas, y sus caballos se encabritaron, negándose a seguir.
—¿Nos dará
tiempo? —vociferó Celia para hacerse oír por encima de la tormenta.
—Si el
Señor nos ayuda y deja de llover, tendremos el suficiente para que nos pierdan
la pista y el secreto siga a buen recaudo.
Sus ruegos
fueron escuchados y la lluvia, tan repentinamente como empezó, dejó de caer.
El niño
alzó la cabeza y miró hacia atrás: las llamas se veían en la lejanía,
crepitando con furia. Y supo que, en aquella ocasión, sus vidas ya no corrían
peligro.
CAPÍTULO II
Jaco saludó
al guarda-coimas y cruzó la puerta de la Mancebía. Las calles estrechas y
malolientes estaban muy concurridas a pesar de la temprana hora, puesto que
había feria y muchos forasteros habían acudido a la ciudad. Caminó a paso
ligero desoyendo la llamada de varias meretrices, asomadas a los balcones. No
había acudido al barrido de El Compás en busca de desahogo. La suciedad cubría
las calles. Saltó sobre el pellejo ensangrentado de un cabrito y sorteó el
charco nauseabundo, al tiempo que esquivaba el cubo de orines arrojado desde la
ventana, hasta llegar a la casa que andaba buscando, debidamente clasificada
por el ramo que colgaba de la puerta. Entró, y con la familiaridad del que
conoce el lugar, saludó al padre, el encargado de que las normas y la paz
imperasen en los burdeles.
—¿Dónde
está acomodado mi señor?
—Puerta
tres. Espero que no traigas vino ni nada de viandas. Bastante hago ya
saltándome la ley admitiendo a tu señor siendo casado, jugándome el trabajo —le
advirtió el hombre.
Jaco
sacudió la mano con desinterés y cruzó la mísera estancia. Al llegar al final
de corredor, golpeó la puerta con suavidad, sin poder evitar una sonrisa al
escuchar los jadeos de su señor. Carraspeó sonoramente y dijo:
—¿Amo?
Tenéis que ir con urgencia a la Casa de Contratación.
Los jadeos
cesaron de golpe, dando paso a sonidos apresurados.
Santiago
Béjar de Villahermosa salió del cuartucho con el rostro enrojecido y la frente
perlada de sudor, embutiéndose la camisa en los calzones con gesto adusto.
—¿Tan
necesaria es mi presencia? Ahora que mi ánimo estaba encontrando consuelo…
¡Malditos incompetentes! —se quejó mesándose los ralos cabellos.
—Está
arribando a puerto el Perla de los Mares. Pensé que no deberían
encontraros ausente y se empeñaran en buscaros. Ya sabéis cómo son los rumores:
de un pez menudo, hacen una ballena —se justificó Jaco.
Santiago asintió con aire satisfecho. Tiempo atrás,
cuando fue a las gradas de la catedral en busca de
un esclavo, creyó que el
precio de ochenta ducados que pagó por aquel mocoso de diez años había
sido una
estafa pero, sin duda, se equivocó. Jaco resultó ser el criado perfecto: listo,
prudente y, sobre todo, fiel.
—Bien
pensado. Vamos.
Abandonaron
la mancebía sin detenerse por nada hasta alcanzar la Puerta del Carbón. Tras
ella, el trajín era constante: marinos, viajeros llegados de tierras lejanas,
carretas cargadas de oro, plata y sedas…
El Perla de
los Mares ya estaba amarrando en el muelle.
—Anda, ve
—le ordenó su amo.
Jaco se
unió a los hombres que ayudaban con las cajas, baúles y fardos. Aquello no
entraba dentro de sus obligaciones como esclavo, pero ese trabajo le
proporcionaba el dinero necesario para, algún día, poder comprar su libertad.
Terminada
la descarga, Santiago Béjar, tesorero real, anotó cada uno de los productos:
cinco arrobas de esmeraldas, diez fardos de tela, cincuenta libras de tabaco,
plata por valor de ochenta y cinco mil maravedíes, y ciento veinte mil por el
oro.
Después,
calculó el valor del diezmo que Elías Arce, capitán del Perla de los Mares,
tenía que abonar a la Corona.
—¿Tanto?
—inquirió este con tono recriminatorio.
—Es lo que
marca la ley. Claro que… siempre podemos arreglarlo si ponéis voluntad por
vuestra parte —sugirió Béjar bajando la voz.
Elías
asintió al comprender. España era un país de mantequilla: todo se solucionaba
untando. Extrajo de una bolsa unas perlas y con discreción se las entregó al
tesorero.
—Digamos…
¿cinco?
—Seis y una
esmeralda me parecería más justo; por las anotaciones que voy a hacer —dijo
Béjar modificando el número de fardos de tela.
—Os lleváis
un buen pellizco —comentó Elías, aceptando.
El tesorero
tomó el soborno con presteza y lo guardó en su bolsa.
—Y vos una
tasa muy rebajada. Espero no meterme en problemas por prestaros esta ayuda.
—Vuestra
merced no los tendrá, puesto que yo mismo me perjudicaría si me fuera de la
lengua. ¿Cuándo podré llevarme mi parte?
—Calculo,
como siempre, en el plazo de cuatro meses.
—Mucho
tiempo se toma la Corona —masculló el capitán.
—No os
quejéis. Sobreviviréis con lo que os queda en los bolsillos —replicó el
tesorero.
—Habéis
sido muy amable. Tened un buen día —dijo el capitán inclinando la cabeza, tras
lo cual dio media vuelta y se marchó visiblemente satisfecho.
Béjar, a
pesar de haber sido importunado en su momento de esparcimiento, también sentía
regocijo. No siempre podía llevarse tantas ganancias en un solo control. Lo único
que lamentaba era que, por el momento, no podía disfrutar de sus trapicheos,
puesto que la ostentación de un incremento repentino de su capital le traería
muchas complicaciones.
Soltó un
suspiro. El sol ya estaba cayendo. Con decepción por no poder regresar a la
mancebía, pues pronto debería volver a casa, llamó a su esclavo.
—Ha sido
una jornada muy agitada. Necesito que mi gaznate se alivie. Vamos a la posada
de El Molinillo.
El mesón
estaba de bote en bote. Navegantes venidos de todas partes del mundo,
banqueros, hombres de finanzas lusitanos, indianos y peruleros, acompañados de
mujeres de vida alegre, degustaban la exquisita receta de papas y caldos del
Aljarafe o de Jerez.
Jaco y su
señor pidieron vino y escucharon con atención la fabulosa historia que contaba
un grumete sobre la maravillosa Lima y la ciudad de Potosí, donde la montaña
que protegía a la incipiente ciudad estaba preñada de millones de libras de
plata.
—¡De aquí a
Lima! —gritó el grumete alzando el vaso.
Béjar apuró
su bebida y levantándose dijo a Jaco:
—No creas
ni la mitad, muchacho. Si tantas riquezas hay en esas tierras, muchos no
regresarían tan pobres como se marcharon. ¿Has terminado? Es tarde y tu ama se
va a gibar si no llegamos a tiempo para la cena.
Abandonaron
el mesón y emprendieron el camino hacia el barrio de San Vicente, donde estaba
ubicada la casa de su señor. Al llegar ante ella, Jaco, inspiró con un gesto de
orgullo. Era un edificio de piedra, con balcones de madera bien tallada y
ventanas enrejadas por donde se asomaban rosas y jazmines que llenaban con su
aroma el aire sevillano. En fin, una casa imponente y regia. Sus amos nada
tenían que envidiar a los duques de Medina Sidonia. Su casa era.
Cruzaron el
patio rodeado de naranjos y Jaco entró en la cocina, mientras su amo se
encaminaba a la sala principal.
—¿Qué hay
de cena? Traigo mucha hambre —dijo echando un vistazo dentro del puchero.
Herminia,
la cocinera, mujer de carnes generosas y rostro parecido al de un gorrino, le
atizó suavemente con el cucharón en los dedos, que ya iban directos al guiso
para catarlo.
—¡A saber
qué habrás estado haciendo, tunante! —gruñó con cariño.
—Pues
descargar un barco —contestó él dejándose caer en la silla más cercana. Troceó
un poco de pan y se lo llevó a la boca—. Ya sabes que deseo mi libertad.
Herminia
sirvió dos platos y se sentó frente a él observándolo con simpatía. Jaco era un
pícaro desvergonzado, pero en el fondo era buen muchacho, no como otros
esclavos que, a la menor oportunidad, procuraban sisar o engañar a sus amos. Jaco
estaba ahorrando para conseguir su libertad con honradez. Tal vez, pensó, se
debía a que era hijo de un antiguo rey guanche. Eso, al menos, era lo que
muchos creían, incluida ella, aunque nunca le preguntó si era cierto. Juzgó que
lo mejor para el chiquillo era que olvidara su pasado, para que se acostumbrara
cuanto antes a su nueva condición, algo que no fue nada fácil al principio,
lógicamente. Le apartaron de sus padres, de su tierra, de su gente. Durante
semanas lo escuchó llorar en la soledad de su cama, hasta que un día, dejó de
hacerlo: Jaco apartó al niño para convertirse en un muchacho decidido a no
dejarse vencer. Y lo logró. Ahora, diez años después, Jaco era un joven
perspicaz y valiente, con la experiencia necesaria para sobrevivir en cualquier
circunstancia; y también —pensó al ver entrar en la cocina a Victoria—, con el
suficiente atractivo para conquistar a la mujer que se le viniera en gana.
—¿Deseáis
algo, pequeña ama? —dijo la cocinera frunciendo la frente.
Hacía
tiempo que su olfato de vieja alcahueta le decía que entre esos dos había algo
más que aprecio. Y si el amo se enteraba, Jaco ya podía irse despidiendo de su
libertad. Lo vendería a otro amo que, con toda probabilidad, no lo trataría con
tanta deferencia como lo hacían en esa casa.
—Padre dice
que puedes servir la cena —respondió la muchacha observando de reojo a Jaco,
sin poder evitar que un leve suspiro escapara de su pecho.
El esclavo
era el muchacho más atractivo que jamás hubiera conocido. Alto y musculoso, con
un rostro aguileño de facciones suaves culminadas por labios carnosos, y unos
ojos negros penetrantes y descarados.
—Ahora
mismo —dijo Herminia alzándose al instante.
—¿Has visto
muchos barcos hoy, Jaco?
El muchacho
miró a Victoria y ahogó un lamento.
—Sí. Y un
galeón procedente del Nuevo Mundo. ¡Era magnífico! Algún día viajaré en uno de
esos veleros —respondió esbozando una amplia sonrisa.
Herminia
asió a su joven ama del brazo.
—Por
supuesto. Victoria, al comedor. Y tú —ordenó con tono autoritario a Jaco—, si
has terminado, ve a regar el jardín.
Jaco se
levantó con desgana, maldiciendo su mala suerte. Salió al patio y se detuvo
ante la ventana que daba al comedor. Observó a sus señores mientras cenaban
vestidos con sus mejores galas, charlando y mostrando una sonrisa cargada de
satisfacción. Sin embargo, a Victoria, la noticia que acababan de comunicarle
no debió parecerle tan fantástica, porque se levantó airada y, rompiendo a
llorar sin consuelo.
—Ya se lo
han dicho. Imaginé que reaccionaría así.
Jaco se
giró y miró a Ernestina, el aya de Victoria.
—¿Qué
ocurre?
La mujer
soltó un sonoro suspiro cargado de pena. Entregaban a su niña a un hombre que
podría ser su abuelo, pero la vida era así de cruel: muy pocos eran los
afortunados que podían elegir su destino.
—Han concertado
su matrimonio.
El
semblante de Jaco se demudó.
—No puede
casarse. Me ama a mí.
El aya
sacudió la cabeza con aire abatido.
—El dardo
el amor suele desviarse hacia donde no debe, y en este caso, ha errado del
todo. Jamás podréis cortejaros. Victoria está destinada a un hombre importante:
Rodrigo Zabala Hernández, marqués de Aguasfrías. Un caballero rico y
respetable. No es tan gallardo como tú. A decir verdad, es un adefesio, viejo y
encorvado, aunque es el adecuado para la posición social de mi niña. —Ernestina
posó su mano en su hombro—. Vamos. No debes entristecerte. El agua y el aceite
nunca se mezclan. Sabías que lo vuestro era un imposible.
Jaco volvió
a mirar a su amada a través de la ventana. Era un ángel. Una muñeca de cabellos
dorados y ojos como las esmeraldas. Esa candidez no podía ser entregada a un
hombre sin escrúpulos, a alguien que no sabría apreciar la delicadeza que le
estaban regalando.
—Victoria
no querrá casarse con un hombre así.
—Una hija
debe cumplir el mandato de su padre. No le queda más remedio. Si no, la meterán
a un convento, y esa jovencita está criada entre algodones, no consentirá que
la encierren. Obedecerá.
—¿Y si me
embarco hacia el Nuevo Mundo y vuelvo rico? —sugirió Jaco con ansia. Y mirando
a la mujer, añadió—: Si ella me espera, es posible que los amos dejen que nos
casemos.
Ernestina
le revolvió el cabello con cariño.
—Por mucho
que lo intente, una gallina jamás volará como el águila. Aunque regresaras con
una fortuna, para ellos siempre serías un esclavo. Olvídala.
Él se dejó
caer en el suelo. Apoyó la espalda en la pared y se tapó la cara con las manos.

Hola Concha, soy la Ana de Valencia. He descubierto tu blog de casualidad, buscando si habías editado ya tu segunda novela. Me encuentro con la sorpresa de bastantes libros. Aclarame si los tienes todos publicados. Un abrazo,
ResponderEliminardonde se pueden leer estas novelas
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