miércoles, 1 de diciembre de 2010

EL ARTE DE LA MENTIRA






 Durante el reinado de Felipe II la Inquisición española está en su pleno apogeo arrestando, torturando y asesinando a todo aquel que no vive según su doctrina.



            Celia esconde un secreto de familia que pone en peligro la vida de su marido y su hijo, además de la suya propia. Un oscuro secreto en contra de los intereses del Estado y de la Iglesia. Para escapar de las garras de la Inquisición los tres emprenderán un largo viaje hacia América.



            Ese viaje cambiará toda su vida cuando pierda a su marido en alta mar y comience una nueva relación con Jaco, un antiguo sirviente que también se vio obligado a abandonar la península.



            Parece que por fin Celia tiene una vida tranquila y próspera en Perú, pero los secretos vuelven y un sacerdote hará que Celia deba regresar a España después de más de veinte años alejada de la tierra en la que creció y en donde seguirá sin estar a salvo.



            Una aventura histórica llena de misterio y amor.

            Para aquéllos que disfrutaron de Shakespeare in love


CAPÍTULO I


Apenas le quedaba resuello. Las piernas no podían sostenerlo. Creyó que había llegado su hora cuando el eco de los cascos de los caballos dio paso a un sonido firme, cercano. Tenía que resistir, o su familia caería junto él. Haciendo un último esfuerzo, ordenó a sus pies que no se detuvieran y se adentró en el pueblo.
Las calles casi desiertas debido a la inmensa cortina de agua le permitieron continuar su carrera sin tropiezos hasta llegar a la calleja. Sin mirar atrás y sin querer perder tiempo en buscar la llave, abrió la puerta de una patada y entró en la casa.
El grito de la mujer quedó ahogado por el rugido del trueno.
—¡Recoge, nos vamos! ¡Ya están aquí! —jadeó el hombre. Mientras su mujer se afanaba en recoger lo más imprescindible, él se acercó a la pared, arrancó un adoquín y, del hueco, extrajo un saquito de cuero.
—Dijiste que estábamos seguros. ¿Cómo nos han encontrado? —gimió su esposa colocándose la capa.
—No lo sé, Celia. Lo único que sé es que llegarán en pocos minutos, y esta vez nuestras vidas sí que están en peligro: son miembros de la Inquisición.
—¡Dios mío! ¡El máximo poder! ¿Adónde iremos? —gimió ella con evidente pavor.
Su marido, con la frente empapada de sudor, cargó el baúl atolondradamente.
—Donde no puedan darnos alcance. Lejos… muy lejos. Al otro lado del mar. Prepara la carreta y coge al niño. ¡Date prisa, mujer!
Ella entró en el cuarto del pequeño y sacándolo de la cama, lo cubrió con una capa.
—¿Qué pasa, madre? —musitó el niño con ojos somnolientos.
—Debemos irnos. Vamos. Tu padre nos aguarda.
Mientras salían de la casa, el hombre cogió documentos y dinero; después, con el candil en la mano, miró con tristeza a su alrededor. Nunca hubiera imaginado que llegaría a considerar esa casa como su hogar… Pero no era momento para sentimentalismos: tenían que salvar sus vidas. Roció de aceite el suelo, los muebles, las cortinas, y arrojó el candil hacia ellos. El fuego se propagó al instante. Su rostro, por un segundo, se cubrió de una pena infinita; luego la apartó y se reunió con su esposa y su hijo en el cobertizo.
—¿Qué has hecho? —musitó Celia observando las llamas con pavor.
—No volveremos nunca y esto los entretendrá: no podrán pasar por la callejuela. Subid.
La mujer y el niño se acomodaron en la parte posterior cubriéndose con una manta, mientras que el hombre saltaba al pescante. Azuzando al caballo, partieron a toda prisa, sumergiéndose en el torrente de agua y los relámpagos que iluminaban el camino embarrado.
El niño, aunque acostumbrado a huir en mitad de la noche con precipitación, intuía que en esta ocasión era distinto, que el riesgo era más palpable, y sollozó.
—Manuel, nada debes temer. Esto es una aventura. Nos vamos de viaje muy lejos, a un país que te gustará mucho. Ya lo verás —dijo acercándolo a su pecho—. Y lo mejor de todo es que nunca más tendremos que irnos de nuestra casa. Te lo prometo.
Tras estas palabras calló: sus perseguidores acababan de entrar en el callejón.
Su marido miró hacia atrás y lanzó un juramento: les tenían encima. Por fortuna, su plan estaba dando resultado. La casa escupía grandes lenguas de fuego por puertas y ventanas, y sus caballos se encabritaron, negándose a seguir.
—¿Nos dará tiempo? —vociferó Celia para hacerse oír por encima de la tormenta.
—Si el Señor nos ayuda y deja de llover, tendremos el suficiente para que nos pierdan la pista y el secreto siga a buen recaudo.
Sus ruegos fueron escuchados y la lluvia, tan repentinamente como empezó, dejó de caer.
El niño alzó la cabeza y miró hacia atrás: las llamas se veían en la lejanía, crepitando con furia. Y supo que, en aquella ocasión, sus vidas ya no corrían peligro.
CAPÍTULO II

Jaco saludó al guarda-coimas y cruzó la puerta de la Mancebía. Las calles estrechas y malolientes estaban muy concurridas a pesar de la temprana hora, puesto que había feria y muchos forasteros habían acudido a la ciudad. Caminó a paso ligero desoyendo la llamada de varias meretrices, asomadas a los balcones. No había acudido al barrido de El Compás en busca de desahogo. La suciedad cubría las calles. Saltó sobre el pellejo ensangrentado de un cabrito y sorteó el charco nauseabundo, al tiempo que esquivaba el cubo de orines arrojado desde la ventana, hasta llegar a la casa que andaba buscando, debidamente clasificada por el ramo que colgaba de la puerta. Entró, y con la familiaridad del que conoce el lugar, saludó al padre, el encargado de que las normas y la paz imperasen en los burdeles.
—¿Dónde está acomodado mi señor?
—Puerta tres. Espero que no traigas vino ni nada de viandas. Bastante hago ya saltándome la ley admitiendo a tu señor siendo casado, jugándome el trabajo —le advirtió el hombre.
Jaco sacudió la mano con desinterés y cruzó la mísera estancia. Al llegar al final de corredor, golpeó la puerta con suavidad, sin poder evitar una sonrisa al escuchar los jadeos de su señor. Carraspeó sonoramente y dijo:
—¿Amo? Tenéis que ir con urgencia a la Casa de Contratación.
Los jadeos cesaron de golpe, dando paso a sonidos apresurados.
Santiago Béjar de Villahermosa salió del cuartucho con el rostro enrojecido y la frente perlada de sudor, embutiéndose la camisa en los calzones con gesto adusto.
—¿Tan necesaria es mi presencia? Ahora que mi ánimo estaba encontrando consuelo… ¡Malditos incompetentes! —se quejó mesándose los ralos cabellos.
—Está arribando a puerto el Perla de los Mares. Pensé que no deberían encontraros ausente y se empeñaran en buscaros. Ya sabéis cómo son los rumores: de un pez menudo, hacen una ballena —se justificó Jaco.
Santiago asintió con aire satisfecho. Tiempo atrás, cuando fue a las gradas de la catedral en busca de 

un esclavo, creyó que el precio de ochenta ducados que pagó por aquel mocoso de diez años había 

sido una estafa pero, sin duda, se equivocó. Jaco resultó ser el criado perfecto: listo, prudente y, sobre todo, fiel.
—Bien pensado. Vamos.
Abandonaron la mancebía sin detenerse por nada hasta alcanzar la Puerta del Carbón. Tras ella, el trajín era constante: marinos, viajeros llegados de tierras lejanas, carretas cargadas de oro, plata y sedas…
El Perla de los Mares ya estaba amarrando en el muelle.
—Anda, ve —le ordenó su amo.
Jaco se unió a los hombres que ayudaban con las cajas, baúles y fardos. Aquello no entraba dentro de sus obligaciones como esclavo, pero ese trabajo le proporcionaba el dinero necesario para, algún día, poder comprar su libertad.
Terminada la descarga, Santiago Béjar, tesorero real, anotó cada uno de los productos: cinco arrobas de esmeraldas, diez fardos de tela, cincuenta libras de tabaco, plata por valor de ochenta y cinco mil maravedíes, y ciento veinte mil por el oro.
Después, calculó el valor del diezmo que Elías Arce, capitán del Perla de los Mares, tenía que abonar a la Corona.
—¿Tanto? —inquirió este con tono recriminatorio.
—Es lo que marca la ley. Claro que… siempre podemos arreglarlo si ponéis voluntad por vuestra parte —sugirió Béjar bajando la voz.
Elías asintió al comprender. España era un país de mantequilla: todo se solucionaba untando. Extrajo de una bolsa unas perlas y con discreción se las entregó al tesorero.
—Digamos… ¿cinco?
—Seis y una esmeralda me parecería más justo; por las anotaciones que voy a hacer —dijo Béjar modificando el número de fardos de tela.
—Os lleváis un buen pellizco —comentó Elías, aceptando.
El tesorero tomó el soborno con presteza y lo guardó en su bolsa.
—Y vos una tasa muy rebajada. Espero no meterme en problemas por prestaros esta ayuda.
—Vuestra merced no los tendrá, puesto que yo mismo me perjudicaría si me fuera de la lengua. ¿Cuándo podré llevarme mi parte?
—Calculo, como siempre, en el plazo de cuatro meses.
—Mucho tiempo se toma la Corona —masculló el capitán.
—No os quejéis. Sobreviviréis con lo que os queda en los bolsillos —replicó el tesorero.
—Habéis sido muy amable. Tened un buen día —dijo el capitán inclinando la cabeza, tras lo cual dio media vuelta y se marchó visiblemente satisfecho.
Béjar, a pesar de haber sido importunado en su momento de esparcimiento, también sentía regocijo. No siempre podía llevarse tantas ganancias en un solo control. Lo único que lamentaba era que, por el momento, no podía disfrutar de sus trapicheos, puesto que la ostentación de un incremento repentino de su capital le traería muchas complicaciones.
Soltó un suspiro. El sol ya estaba cayendo. Con decepción por no poder regresar a la mancebía, pues pronto debería volver a casa, llamó a su esclavo.
—Ha sido una jornada muy agitada. Necesito que mi gaznate se alivie. Vamos a la posada de El Molinillo.
El mesón estaba de bote en bote. Navegantes venidos de todas partes del mundo, banqueros, hombres de finanzas lusitanos, indianos y peruleros, acompañados de mujeres de vida alegre, degustaban la exquisita receta de papas y caldos del Aljarafe o de Jerez.
Jaco y su señor pidieron vino y escucharon con atención la fabulosa historia que contaba un grumete sobre la maravillosa Lima y la ciudad de Potosí, donde la montaña que protegía a la incipiente ciudad estaba preñada de millones de libras de plata.
—¡De aquí a Lima! —gritó el grumete alzando el vaso.
Béjar apuró su bebida y levantándose dijo a Jaco:
—No creas ni la mitad, muchacho. Si tantas riquezas hay en esas tierras, muchos no regresarían tan pobres como se marcharon. ¿Has terminado? Es tarde y tu ama se va a gibar si no llegamos a tiempo para la cena.
Abandonaron el mesón y emprendieron el camino hacia el barrio de San Vicente, donde estaba ubicada la casa de su señor. Al llegar ante ella, Jaco, inspiró con un gesto de orgullo. Era un edificio de piedra, con balcones de madera bien tallada y ventanas enrejadas por donde se asomaban rosas y jazmines que llenaban con su aroma el aire sevillano. En fin, una casa imponente y regia. Sus amos nada tenían que envidiar a los duques de Medina Sidonia. Su casa era.
Cruzaron el patio rodeado de naranjos y Jaco entró en la cocina, mientras su amo se encaminaba a la sala principal.
—¿Qué hay de cena? Traigo mucha hambre —dijo echando un vistazo dentro del puchero.
Herminia, la cocinera, mujer de carnes generosas y rostro parecido al de un gorrino, le atizó suavemente con el cucharón en los dedos, que ya iban directos al guiso para catarlo.
—¡A saber qué habrás estado haciendo, tunante! —gruñó con cariño.
—Pues descargar un barco —contestó él dejándose caer en la silla más cercana. Troceó un poco de pan y se lo llevó a la boca—. Ya sabes que deseo mi libertad.
Herminia sirvió dos platos y se sentó frente a él observándolo con simpatía. Jaco era un pícaro desvergonzado, pero en el fondo era buen muchacho, no como otros esclavos que, a la menor oportunidad, procuraban sisar o engañar a sus amos. Jaco estaba ahorrando para conseguir su libertad con honradez. Tal vez, pensó, se debía a que era hijo de un antiguo rey guanche. Eso, al menos, era lo que muchos creían, incluida ella, aunque nunca le preguntó si era cierto. Juzgó que lo mejor para el chiquillo era que olvidara su pasado, para que se acostumbrara cuanto antes a su nueva condición, algo que no fue nada fácil al principio, lógicamente. Le apartaron de sus padres, de su tierra, de su gente. Durante semanas lo escuchó llorar en la soledad de su cama, hasta que un día, dejó de hacerlo: Jaco apartó al niño para convertirse en un muchacho decidido a no dejarse vencer. Y lo logró. Ahora, diez años después, Jaco era un joven perspicaz y valiente, con la experiencia necesaria para sobrevivir en cualquier circunstancia; y también —pensó al ver entrar en la cocina a Victoria—, con el suficiente atractivo para conquistar a la mujer que se le viniera en gana.
—¿Deseáis algo, pequeña ama? —dijo la cocinera frunciendo la frente.
Hacía tiempo que su olfato de vieja alcahueta le decía que entre esos dos había algo más que aprecio. Y si el amo se enteraba, Jaco ya podía irse despidiendo de su libertad. Lo vendería a otro amo que, con toda probabilidad, no lo trataría con tanta deferencia como lo hacían en esa casa.
—Padre dice que puedes servir la cena —respondió la muchacha observando de reojo a Jaco, sin poder evitar que un leve suspiro escapara de su pecho.
El esclavo era el muchacho más atractivo que jamás hubiera conocido. Alto y musculoso, con un rostro aguileño de facciones suaves culminadas por labios carnosos, y unos ojos negros penetrantes y descarados.
—Ahora mismo —dijo Herminia alzándose al instante.
—¿Has visto muchos barcos hoy, Jaco?
El muchacho miró a Victoria y ahogó un lamento.
—Sí. Y un galeón procedente del Nuevo Mundo. ¡Era magnífico! Algún día viajaré en uno de esos veleros —respondió esbozando una amplia sonrisa.
Herminia asió a su joven ama del brazo.
—Por supuesto. Victoria, al comedor. Y tú —ordenó con tono autoritario a Jaco—, si has terminado, ve a regar el jardín.
Jaco se levantó con desgana, maldiciendo su mala suerte. Salió al patio y se detuvo ante la ventana que daba al comedor. Observó a sus señores mientras cenaban vestidos con sus mejores galas, charlando y mostrando una sonrisa cargada de satisfacción. Sin embargo, a Victoria, la noticia que acababan de comunicarle no debió parecerle tan fantástica, porque se levantó airada y, rompiendo a llorar sin consuelo.
—Ya se lo han dicho. Imaginé que reaccionaría así.
Jaco se giró y miró a Ernestina, el aya de Victoria.
—¿Qué ocurre?
La mujer soltó un sonoro suspiro cargado de pena. Entregaban a su niña a un hombre que podría ser su abuelo, pero la vida era así de cruel: muy pocos eran los afortunados que podían elegir su destino.
—Han concertado su matrimonio.
El semblante de Jaco se demudó.
—No puede casarse. Me ama a mí.
El aya sacudió la cabeza con aire abatido.
—El dardo el amor suele desviarse hacia donde no debe, y en este caso, ha errado del todo. Jamás podréis cortejaros. Victoria está destinada a un hombre importante: Rodrigo Zabala Hernández, marqués de Aguasfrías. Un caballero rico y respetable. No es tan gallardo como tú. A decir verdad, es un adefesio, viejo y encorvado, aunque es el adecuado para la posición social de mi niña. —Ernestina posó su mano en su hombro—. Vamos. No debes entristecerte. El agua y el aceite nunca se mezclan. Sabías que lo vuestro era un imposible.
Jaco volvió a mirar a su amada a través de la ventana. Era un ángel. Una muñeca de cabellos dorados y ojos como las esmeraldas. Esa candidez no podía ser entregada a un hombre sin escrúpulos, a alguien que no sabría apreciar la delicadeza que le estaban regalando.
—Victoria no querrá casarse con un hombre así.
—Una hija debe cumplir el mandato de su padre. No le queda más remedio. Si no, la meterán a un convento, y esa jovencita está criada entre algodones, no consentirá que la encierren. Obedecerá.
—¿Y si me embarco hacia el Nuevo Mundo y vuelvo rico? —sugirió Jaco con ansia. Y mirando a la mujer, añadió—: Si ella me espera, es posible que los amos dejen que nos casemos.
Ernestina le revolvió el cabello con cariño.
—Por mucho que lo intente, una gallina jamás volará como el águila. Aunque regresaras con una fortuna, para ellos siempre serías un esclavo. Olvídala.

Él se dejó caer en el suelo. Apoyó la espalda en la pared y se tapó la cara con las manos.


2 comentarios:

  1. Hola Concha, soy la Ana de Valencia. He descubierto tu blog de casualidad, buscando si habías editado ya tu segunda novela. Me encuentro con la sorpresa de bastantes libros. Aclarame si los tienes todos publicados. Un abrazo,

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