1
Tess entró a la carrera en el salón.
—¡Por Dios, hija! ¿Qué te ha pasado? Estás hecha un desastre.
Despeinada y sucia. ¿Es qué no sabes comportarte? –se escandalizó su madre.
La niña intentó limpiarse la falda sin lograrlo.
—He estado con el señor Winslow. Nos ha enseñado a Alan y a mí a
plantar camelias y mañana podaremos los rosales.
El niño que la acompañaba dijo:
—Tess será una gran jardinera, mi lady.
Ella miró con gran desprecio al chiquillo.
—¿Jardinera? ¡Es qué estás loco! Tess es la hija de un vizconde, por
Dios! Tú no eres más que un patán sin modales.
—Madre. Puedo ser las dos cosas. A mí me gusta mucho el oficio del
señor Winslow. Estar con él y con Alan. Me divierte. En casa estoy sola y el
profesor Tadior es muy aburrido.
Sophia Malfoy miró enojada a los dos chiquillos.
—Es tu maestro. No un payaso. Y tu obligación es aprender, no
revolcarte en el barro al igual que una vulgar campesina. Eres una Malfoy. No
puedes comportarte así. Y tú, niño, que sea la última vez que entras en la casa
principal de esta guisa. ¿Es qué no te das cuenta de que has embarrado la
alfombra?
—Lo siento, señora. No volverá a pasar –se excusó Alan.
—Por supuesto que no. Tess. Ve ahora mismo a limpiarte y cámbiate de
ropa. Pronto cenaremos. Y niño, lárgate. Y dile a tú padre que quiero hablar
con él. Ahora mismo. Y no soy señora, soy mi lady. ¿Entendido?
El chiquillo aseveró y salió a toda prisa. Le iba a caer una buena.
Al entrar en casa, su padre, al ver su expresión supo que algo malo
sucedía.
—¡Ay, Alan! ¿Qué has hecho ahora?
—Nada malo, padre. Acompañé a Tess a la mansión. No hay más.
—¿Has entrado así? Te he dicho cientos de veces que no puedes tomarte
tantas libertades. Eres el hijo del jardinero, de un empleado. No puedes ir a
la casa principal si no lo requieren y mucho menos tras una jornada de trabajo.
¿Es qué no comprendes que no eres bien recibido allí?
—No es verdad, pues no soy un extraño. He nacido en la finca y soy
amigo de Tess. Su mejor amigo. Ella me deja entrar.
Así era. Los dos pequeños crecieron juntos. No se separaban jamás. Les
unía un sentimiento tan fuerte que, si uno entristecía, el otro borraba su
sonrisa. Si alguno enfermaba, el otro lo presentía. Y exclusivamente obtenían
consuelo de parte del otro. Nadie ajeno a ellos era capaz. Juntos crearon un
mundo privado al que no dejaban entrar a extraños. Pero Alan debía comprender
que esa unión era necesario romperla antes de que fuese demasiado tarde, pues
pronto dejarían de ser unos niños.
—En un lugar que no te pertenece. Ya lo sabes. Y Tess no es la que
manda. Son los vizcondes. ¿Entendido? Y en cuánto a vuestra relación, los
señores nunca la vieron con buenos ojos. Y ahora que habéis crecido aún menos
–dijo Jacob.
—¿Por qué uno ya tenga doce años la amistad debe desaparecer? ¡Qué
idiotez, padre! ¿O no lo crees así?
—Nuestra opinión no es fundamental en este asunto. Asume que esto debe
terminar y nos evitarás muchas complicaciones. Hijo. Tenemos que ser prudentes
y en especial seguir las normas que los señores nos dicten. Al fin y al cabo,
son nuestros patrones y nos dan de comer. ¿Lo entiendes?
Su hijo asintió; aunque no pensaba romper su amistad con Tess. Jamás.
—¡Ah! Me olvidaba. La señora quiere que vayas ahora mismo a verla.
El semblante de Jacob Winslow se ensombreció.
—¿Y ahora me lo dices? Alan. Sabes que la vizcondesa es la mujer más
impaciente del mundo. Anda. Límpiate y prepara la mesa.
Salió de la casita y se encaminó hacia la mansión, preparado para
recibir un buen rapapolvo o tal vez algo mucho peor. Rezó para que su
presentimiento no se materializara.
Michel, el mayordomo, con ese aire que parecía haberse tragado un palo,
lo condujo hasta la presencia de la señora.
Lady Malfoy, al igual que una reina con su vasallo, lo recibió en la
salita sentada en la butaca principal. Aquello, pensó Jacob, no era nada bueno.
—Mi lady –la saludó e inclinó la cabeza.
—Señor Winslow. Tenemos que hablar sobre su hijo. Hasta ahora he
consentido que Tess y Alan hayan mantenido una amistad nada convencional. Sin
embargo, ya no son unos críos. Pronto mi hija deberá educarse acorde al rango
que pertenece y por supuesto, Alan también al suyo. ¿Comprende?
—Sí, mi lady –susurró él sin poder dar más tono a la voz. Las pocas
veces que se entrevistó con los vizcondes siempre le embargó la sensación de
sentirse pequeño y miserable. Era algo que le era imposible evitar y la rabia
le carcomía, pero no podía evitarlo. En especial con esa mujer. Era la viva
estampa de la frialdad. Hermosísima, al igual que su hija. Sin embargo, no
poseía su bondad. El rostro de su madre era duro, su corazón inmisericorde y
carecía de empatía. Era el típico ser humano que tan solo le importaba el
mismo. Los que existían a su alrededor eran meros medios para obtener sus
ambiciones. Si alguien se interponía era eliminado de inmediato. Y para su
desgracia, él debía bajar la cabeza si quería conservar el empleo. Si se
marchase encontraría otro puesto de inmediato, pues gozaba de gran reputación
cómo paisajista. A pesar de ello, si disgustaba a esa mujer, nadie lo
contrataría porque no le daría ni una buena maldita referencia. Inventaría
cualquier maldad para perjudicarlo. Debería irse del condado y tras la guerra,
el jardín para las grandes mansiones era ahora lo menos importante y sin
informes, siendo un desconocido los pocos que aún gozaban de riqueza no
confiarían en él. Quedaría en la miseria.
—A partir de ahora se comprometerá a hacerle entender a su hijo el
lugar que ocupa. Y por supuesto, no volverá a reunirse con Tess en ninguna
circunstancia y mucho menos venir a la mansión si no es llamado. Así que ya
sabe lo que debe hacer o, por el contrario, aténgase a las consecuencias.
Amarre a su hijo, señor Winslow.
—Sí, mi lady.
Con un despectivo gesto de mano lo despidió.
—Puede retirarse. ¡Ah! Y el ramo
de mi habitación se marchita. Traiga de inmediato otro.
—Como ordene mi lady.
Jacob se encaminó hacia el jardín. Miró la extensión de flores y con
una sonrisa malévola eligió las pertinentes según su significado. Unas peonias,
por la ira que sentía hacia esa mujer y lirios naranjas por su maldad.
Tras cumplir el cometido, fue a casa envuelto en la tristeza. Sería muy
duro para Alan su nueva situación.
—¿Qué quería la vizcondesa? –se interesó Alan mientras servía la sopa.
Jacob le explicó las nuevas normas.
—¡No es justo! Pero… ¿Qué malo hay en que sea amigo de Tess? No lo
entiendo –protestó el chiquillo.
—Lo que no era lógico era la amistad entre el hijo del jardinero y la
hija de un noble. Así que, te guste o no, a partir de hoy no volverás a
relacionarte con Tess.
Por supuesto, ninguno de los dos acató la orden. En cuánto les era
posible se veían a escondidas. Nada ni nadie podía separarlos.
Los padres de Tess al comprobar que sus amenazas no surtieron efecto, decidieron
enviar a la chiquilla a un internado y hasta ese momento, la prohibición de
abandonar el palacio; lo cuál significaba que no podría volver a ver a Alan.
Sin embargo, él no se resignó a ello y
aguardó junto a la verja que pasase el auto.
Los dos niños se miraron con un infinito halo
de tristeza al comprender en ese instante que sus vidas ya no volverían a ser
las mismas.
2
El intento de separarlos no surtió efecto.
Tess, a pesar de relacionarse con princesas,
hijos de grandes empresarios, de políticos o futuros herederos, nunca dejó que
la amistad con Alan fuese olvidada. Por el contrario, continuaba siendo la más
fuerte. A los dos los unía un lazo irrompible y siempre que volvía a casa se
reunían a escondidas.
Tras cinco años de estudios regresó para
siempre a casa.
—Te has convertido en toda una señorita, hija
—dijo la vizcondesa mirándola con orgullo. No había joven más hermosa en todo
el condado.
Tess apenas le prestó atención a lo que decía
al ver el ramo de orquídeas. Alan le enseñó el significado de las flores y esas
decían que estaba ante un nuevo comienzo.
De igual modo pensaba su madre. No le sería
difícil encontrarle el marido ideal. Su niña era bellísima. Su cabello de
reflejos rojizos realzaba sus ojos de un claro color verde esmeralda. Su rostro
de contorno perfecto, al igual que su figura. Ningún joven permanecería inmune
a Tess.
—Hija. En una hora se sirve el almuerzo. No
tardes.
Tess se cambió y corrió hacia el jardín
secreto. Un pequeño rincón que el jardinero ideó con la pretensión de que
dejara de serlo si los habitantes de la mansión dieran con él. Por el momento,
solamente los dos jóvenes lo descubrieron; hecho que les favorecía para sus
encuentros clandestinos.
Como esperó, Alan se encontraba aguardándola.
—¡Por fin, tras cinco años, se terminó la
tortura! Ya no volveré a irme –le comunicó con la felicidad reflejada en el
rostro.
Él se levantó del banco y la abrazó con
fuerza.
—Este curso se me ha hecho interminable
—confesó.
—A mí también. Pero ya no tendremos que
separarnos más. Lo aprobé todo y con matrícula de honor. No pueden castigarme
ni me mandarán a la universidad. Creen que no es necesario.
—Porque su pensamiento es que busques un
marido acorde a tu estatus –opinó Alan.
—Pero… ¡¿Qué dices?! Soy muy joven. No pienso
en maridos.
Ella no, se dijo él. Aunque, sí sus
padres.
—Oí que la semana que viene serás presentada
en sociedad.
—Sí. Y no concibo la razón de que se siga con
esta ridiculez.
—Es un modo de que te conozcan tus
pretendientes.
—Eso era en el pasado. La guerra cambió
muchas cosas. Ahora se hace por costumbre; ya te lo he dicho. Me gustaría
evitarla y no puedo, ni tampoco pedir que acudas a mí fiesta. No quisiera ser
castigada. No haré nada que me aparte de aquí y ni de ti. Lo comprendes,
¿verdad?
Alan lo entendía muy bien. Con los años
aprendió que las diferencias de clases aún perduraban, a pesar de estar ya en
mil novecientos cincuenta.
—Claro. Aunque, no impedirá que te de mi
regalo de cumpleaños.
Los ojos al igual que un prado verde
chispearon de emoción.
—¿Qué es?
—Si lo digo no sería una sorpresa. Ven.
Alan le mostró el arbusto plantado en el
centro del pequeño círculo rodeado de gardenias.
—Hemos poblado juntos los jardines con muchas
flores y plantas. Nunca un árbol. Vamos a plantar el nuestro. Ahí está.
Tess miró el tronco con escasas ramas.
—¿Ese?
—No te fíes de las apariencias. Es un
ciclamor.
—El árbol del amor –susurró Tess.
—Será el símbolo de nuestra eterna amistad
–apuntilló Alan.
Ella ensombreció su mirada. Desde que la
internaron en ese lugar horrible se dio cuenta de que sentía algo muy diferente
por su amigo. Al principio no supo el qué. Tiempo después descubrió que no era
amistad. Que nunca lo fue. Siempre fue amor. Estaba enamorada de él hasta el
punto de poder perder la razón. De ese chico de cabellos de hollín al igual que
sus ojos y él, no la correspondía. Tal vez, en sus ausencias, alguna de las
chicas del pueblo lo conquistó. Se había
convertido en un joven muy atractivo y debido a su trabajo su cuerpo era
comparable al de un dios romano. Tendría muchas enamoradas. Y eso la
martirizaba.
—¿No te ha gustado?
Tess le dedicó una sonrisa cargada de
tristeza.
—Sí. Mucho.
—Pero…
—Preferiría que pudieses venir a la
presentación. ¡No es justo que nos mantengan a distancia por no pertenecer a la
misma escala social! Aunque, cambiará en cuanto tenga la mayoría de edad. Nadie
podrá evitar que sigamos juntos. ¡Nadie! –se enfureció Tess.
Alan sabía que en la vida podría suceder. Sin
embargo, dijo:
—Claro que no. Ya seremos adultos.
—Lo somos. Hemos cumplido los diecisiete.
Bueno, yo el día de la presentación. Y en unos años tendré la mayoría de edad.
Seremos libres –recalcó Tess.
Alan, por supuesto, no lo creía así. Al menos
para ella. Su vida de privilegios le recortaba las posibilidades de
emanciparse. Riqueza a espuertas, pero ni un penique en su bolsillo. Y la
educación recibida no incluyó el saber desenvolverse por su cuenta. En esos
colegios de élite perpetuaban en sus alumnos la idea de que eran los elegidos
para dominar el mundo y el resto de los mortales para estar a su servicio. Tess
terminaría bajo el yugo de esas reglas.
—¿Plantamos el árbol? –sugirió.
—Nuestro árbol. Sí –dijo Tess con emoción.
Juntos, al igual que de niños, se
embadurnaron las manos.
—Quedará precioso el escondite. ¿Cuánto
tardará en florecer? –preguntó Tess.
—Unos tres años.
—¡Tanto! Me matará la impaciencia.
—Siempre fuiste muy impulsiva. Deberás
controlarte. Ya has crecido y las cosas deben razonarse. Y tienes que ser
prudente e irte, o tendrás serios problemas. Queda una hora para que salgáis
hacia Londres. Y antes de entrar en casa pasa por la cocina y lávate. No hay
que alertar al enemigo –le aconsejó Alan.
Tess se inclinó hacia su mejilla y lo besó.
—Es el regalo más maravilloso que me han
hecho nunca. Gracias, Alan. Nos vemos el día de mí fiesta. Porque, aunque no estés entre los invitados
si estarás en el lugar más especial para mí, en mí corazón. Y no renunciaré a
bailar con mí mejor amigo más especial –dijo haciendo brillar sus hermosos ojos
del color del césped.
—No podremos, Tess.
—No te preocupes. Lo haremos. Te lo prometo
—aseguró ella.