viernes, 11 de julio de 2025

CORAZONES HERIDOS


CORAZONES HERIDOA

1

 

Alanys levantó un poco la persiana y estudió a los candidatos. Nunca se dejaba llevar por la primera impresión. Era consciente que no se debía comprar un libro por la portada. Sin embargo, tenía el pálpito que ninguno era el adecuado para Candem. En realidad, ya no sabía qué necesitaba su hijo. En menos de dos años fueron cuatro los tutores que contrató y no lograron conectar con él. Y, a pesar de que la duda nunca la subyugaba, en este asunto, era incapaz de discernir qué era lo que más le convenía a Candem; porque desde el divorcio el pequeño ya no era el mismo. Perdió concentración, las ganas de aprender que siempre demostró y lo más grave, su carácter risueño. Y una criatura a los  nueve años se siente motivado por lo que le rodea, por aprender y ser más independiente, y Candem desarrolló un vínculo obsesivo hacia su madre. Tal vez, por el temor a que ella, al igual que su padre, desapareciese de su vida. Porque Garvey, ocupado con su nueva familia, apenas veía a su hijo; ni tan siquiera tenía la decencia de que conviviese con su nuevo vástago. Hecho que desató que el carácter risueño se tornase taciturno y su docilidad pura rebeldía. Precisaba a alguien que le retornase al pequeño dulce y encantador que fue. 

Suspiró con cansancio. Había sido una semana muy intensa. Reuniones, inconvenientes, fiestas, y en apenas unos días debería iniciar la ronda de inspección de varios de sus hoteles y encima, añadir la búsqueda del tutor.  Por suerte tenía a Franziska, la fiel secretaria que sirvió a su padre y ahora a ella. Era una alemana de pura cepa. Eficiente, trabajadora incansable y estricta. Virtudes que escogió para su asistenta privada, sin tener en cuenta el aspecto físico. Para Louis Farrell lo primordial era la profesionalidad. Por lo que, no le importó tener a su lado a esa teutona alta, desgarbada y de rostro nada acorde con lo que estaba de moda. Así que, Franzeska entrevistaría a los aspirantes y elegiría a los que considerase más adecuados para el joven Relish. Tenía plena confianza en que lo haría a conciencia.

Y lo hizo una hora después, entregándole la documentación con las cualidades más significativas para la educación de su hijo.

—Los he numerado por orden de preferencia, señora. Al igual que siempre. Pero creo que, en esta ocasión, hemos acertado. Son profesores muy capacitados y con referencias excelentes.

—Gracias, Franziska. A ver si tenemos suerte. Es tarde. Ya puedes ir a casa. ¡Ah! Mañana pásate por la notaría y recoge la documentación del nuevo apartamento. Después ponte en contacto con Art Especial, que estudien la decoración y que me la envíen por email.

—Claro, señora Farrell. Buenas tardes.

Alanys abrió el primer expediente. Datos típicos de un instructor británico. Lo mejor de lo mejor. Sin embargo, no le funcionó ninguna de sus tipologías. Al igual que los siguientes. A pesar de ello, debía decidirse por uno. El tiempo apremiaba y no estaba dispuesta a dejar a su hijo en un internado. No le haría pasar el mismo infierno que ella. Nunca.

—Pero estos no me inspiran la confianza necesaria para que congenien con mi pequeño —musitó.

Los suaves golpes en el cristal le hicieron levantar la vista de los papeles.

—Pasa, Franziska.

No fue su secretaria la que entró.   

—Perdón. ¿Es aquí dónde entrevistan? Me refiero para el puesto de tutor.

Alanys miró al hombre. Debía rondar los cuarenta. Barbudo, vestido con traje informal y con el cabello de color café revuelto; y para adornar su excentricidad, con los auriculares apoyados alrededor del cuello. No tenía el aspecto que se suponía debía tener un maestro. Más bien de un bohemio.

—Entiendo lo que piensa. No estoy presentable. Pero tengo excusa. Me han pasado la oferta de trabajo hace apenas dos horas. Mi apartamento se encuentra a las afueras de la ciudad y si me entretenía en arreglarme como es debido, no hubiese llegado a la hora.

—Y, aun así, no lo ha hecho —le recalcó ella.

—Ya. Es que el taxi se ha visto envuelto en un atasco en Piccadilly y decidí continuar a pie, con la mala suerte de que se ha levantado una gran ventisca. Es la razón por la que me he retrasado unos minutos.

—Más bien treinta, señor…

—Gaël Montcada.

Ella juntó las cejas.   

—Nombre catalán. Soy originario de Ibiza. Sé que ustedes buscan a alguien muy opuesto a mí. Por regla general quieren tutores británicos. Y la competencia británica es muy difícil de derrotar. No obstante, opino que esa reputación es exagerada.  Ya se sabe, cría  fama y échate a dormir. Lo que significa que, hoy en día, se columpian gracias a ella.   

—¿Cómo dice? —inquirió Alanys con incredulidad ante la poca formalidad del hombre que tenía delante.

—Pues eso. Que no todos los tutores ingleses son tan experimentados y eficaces como parecen. Pero si usted mira mis credenciales, puede que me tenga en cuenta; pues reúno virtudes interesantes que pueden serle de gran utilidad —dijo él. Y, con una sonrisa educada, le entregó el expediente.    

Alanys dudó unos segundos.

—No tiene el perfil que exigimos. Ha llegado tarde y su modo de hablar me resulta… digamos un tanto informal.

—Le aseguro que no se arrepentirá —insistió Gaël.

—No suelo conceder excepciones. Soy una persona muy estricta. Hay que respetar las condiciones. No obstante, debido a que se ha esforzado en superar los obstáculos que ha tenido en el camino, en esta ocasión, la haré.

Gaël la observó mientras ojeaba los folios. Era una mujer bellísima. Cara de facciones delicadas, perfectas. Ojos esmeraldas, labios turgentes y cabello brillante cómo el negro charol, puro misterio. Sin embargo, aquella hermosura quedaba opacada por el rictus de esos labios sugerentes. Tensos, nada amistosos, más bien enojados. No dudó que la señora Farrell era esa mujer de la que le hablaron. Dura, implacable, ambiciosa y abducida por el negocio. Lo sabía muy bien. Se informó en cuánto decidió optar al empleo. Hija única de uno de los empresarios hoteleros hecho así mismo más importantes del Reino Unido; educada para seguir con la estela de su progenitor al igual que si fuese un varón. Y lo hizo, pues llegó a ser tan respetada como él. 

Alanys alzó la cabeza y él dejó de escudriñarla.

—Su currículo es impecable. Más bien impresionante. Cum laude en cada asignatura y las referencias hablan maravillas de su trabajo.

—He procurado no ser un estudiante mediocre. Siempre busqué la excelencia. Con mis alumnos pido lo mismo. A condición de que gocen de las cualidades necesarias, por supuesto. No me gusta torturar a ninguno. Al contrario. Me centro en las aptitudes naturales e intento que sean el centro de las clases.

—¿A qué se refiere?

—Hace unos años tuve a un muchacho que era nulo en matemáticas. Por mucho que se esforzó, jamás logró comprenderlas. ¿Sabe la razón? Porque el chico era hábil en Humanidades. Su mente estaba cualificada para absorber cualquier tema filosófico. Entonces, ¿para qué atormentarlo con cifras que no le servirían para su futuro? La educación está mal enfocada. ¿No le parece?

—Lo que me parece es que un alumno debe tener conocimiento de cualquier materia —contestó Alanys.

—Usted lo ha dicho, conocimientos, no ser eruditos en todo. Mire. Un cerebro que aún no está formado y que ignora lo que desea ser en el futuro, hay que mostrarle el camino que puede recorrer para ser feliz al llegar a adulto. Si sus disposiciones se inclinan hacia la medicina, la música o la pintura, se han de potenciar. De lo contrario, si insistimos en llenarle la mente de ciencias ajenas a su comprensión, podemos perder a un gran pintor, médico o músico. Ese es mí método de enseñanza.      

—En ese caso, no es el perfil que buscamos.

—Lamento no ser de su mismo parecer.

Ella se reclinó en el respaldo.

—¿Sabe mejor que yo lo que necesito para mí hijo?

—Hasta el momento no ha tenido suerte. Estoy convencido de que, si me contrata, eso cambiará —respondió Gaël dedicándole una sonrisa cargada de confianza. 

—¿No le parece que es un poco arrogante?

—Poco no, señora Farrell. Del todo, porque sé que soy lo que espera para su hijo.

Ella ladeó la cabeza y sin pudor lo escrutó.

—¿De verdad piensa que Candem puede ser educado por alguien que alberga tanta vanidad?

—Más bien diga confianza. Creo en mí, señora Farrell. Porque dudar de uno mismo es lo peor. No puedes avanzar en la vida si no te lanzas. Tal vez ello te lleve al desastre, sí. Pero te otorga una enseñanza que será muy beneficiosa para el futuro. Presumo que su padre también le inculcó esa idea.

—Lo hizo, sí.

—Pues, soy su hombre.

Alanys inspiró hondo.

—¿Puede decir la razón por la que dejó su último trabajo?

—No me dieron libertad de como llevar mis materias. Y eso es incuestionable.

—Hecho que también impide que pueda contratarlo. La educación de mi hijo no tan solo consta de materias, también de su educación cómo ser humano. Y esa la elijo yo en armonía con el tutor.

—Crea que se equivoca al rechazarme, señora Farrell.

—Le repito que no, señor Montcada.

Ella cerró la carpeta y se la entregó. Él la rechazó.

—Mejor guárdela. Sé que acabará llamándome —aseguró Gaël. Se levantó y le tendió la mano.    

—Mejor no tenga esperanzas. De todos modos, gracias por venir. Deseo que encuentre trabajo en el lugar que necesiten lo que ofrece.

Él le guiñó un ojo y le dedicó una amplia sonrisa.

—Ya lo he encontrado. Volveremos a vernos. Buenas tardes.

Alanys parpadeó perpleja. El tipo era de aquellos que no aceptaban un no por respuesta. Pues con ella iba listo. Gaël Montcada no sería el tutor de Candem.

 

 

 

2

 

El destino tenía otros planes para Alanys; pues ninguno de los dos elegidos estuvo, por una circunstancia u otra, disponible para incorporarse de inmediato.

—¿Está segura, señora?

Su jefa resopló.

—En absoluto. A pesar de eso, no tengo más tiempo para una nueva ronda. En dos días debo que subir a ese avión rumbo a Cerdeña. Candem tiene que estar bajo el cuidado de alguien responsable y que, de paso, le enseñe las materias que el año que viene tendrá que impartir en el colegio. El señor Montcada estará con él unos dos meses. Y dudo que, si lo contrato, se niegue a seguir mis instrucciones.

—Por lo que ha detallado, me huelo que no será tan estricto cómo un inglés. Señora. ¡Es ibicenco! Ya sabe. Hippies, drogas, fiestas… Y es demasiado joven. ¿Está segura de lo que hará? —se estremeció la estirada Franziska.

—No exageres. No es un jovencito. A pesar de su aspecto, hace poco cumplió treinta y cinco. Y la época de la que hablas quedó atrás hace muchos años. Además, has visto el informe. El hombre posee una inteligencia excepcional. Si en este tiempo conseguimos que inculque en Candem algo de su sabiduría, me daré por satisfecha.

—La fotografía no es lo que se dice la esperada para un informe en busca de trabajo. Esa barba y esos pelos desmadrados… Aunque, tengo que reconocer que es guapo —opinó la asistente.

—¿Guapo? —inquirió Alanys mirándola con atención.

—Lo es, señora. Lo es. El típico por el cuál las mujeres se derriten. Seguro que tiene un harén de admiradoras. Por ello, deduzco, la razón por la que no está casado. Todo un Don Juan que disfruta de los placeres mundanos. No creo que sea el mejor ejemplo para el joven Relish.

Alanys se fijó mejor en el retrato y reconoció que sí, que era muy atractivo. Sonrisa adecuada a un seductor, ojos negros, profundos y facciones delicadas, casi perfectas, que no restaban para nada su masculinidad. 

—Lo admito. De todos modos. No me importa su físico. Lo esencial es su currículo y es inmejorable. Además, comparte con mi hijo un cerebro privilegiado. Puede que por ello lleguen a congeniar. Llámalo y explícale las condiciones. Si acepta, prepara el contrato y los billetes.   

Gaël no pudo evitar que su boca dibujara una gran sonrisa de victoria al recibir la llamada. Y en especial, por el mondante del salario. Era muy generoso, si se tenía en cuenta que incluía mantenimiento, hospedaje y viajes.

—Señor Montcada. Ya le he explicado las condiciones. ¿Acepta?

—Antes me gustaría concretarlo con su jefa.

Franziska efectuó un mohín de desagrado ante la expresión tan burda.

—Puede venir esta tarde.

—Hoy estoy ocupado.

—En ese caso, nos veremos obligadas a escoger a otro tutor.

No podía permitirlo. El trabajo era un chollo y aceptó reunirse con esa mujer tan antipática.

En esta ocasión procuró estar más presentable. Y por la expresión un tanto asombrada de la empresaria, lo logró.

Se sentó ante ella y aguardó que comenzara a hablar.

—Cómo ya le avanzaron, su misión consistiría en enseñar a mi hijo mientras viajamos. Mi trabajo me obliga a hacer un recorrido para revisar los nuevos hoteles que se han de inaugurar en varios países y no quiero separarme de Candem. Aún es muy pequeño.

—Ya ha cumplido los nueve.

—Pero hay un dato que desconoce y es que mi hijo nunca ha pisado una escuela. Ha sido educado en casa.

Gaël alzó una ceja.  

—Hay una explicación. El hecho que lo diferencia de los demás niños de su edad. Es superdotado. Preferí que recibiese una educación acorde a sus dotes. Por ello quiero que lo prepare con materias avanzadas, no las que corresponden a su edad.

—¿Quiere? —matizó él.

—Sí, señor Montcada. He decidido contratarlo. 

—Le aseguré que acabaría aceptando mis servicios —dijo Gaël con una sonrisa victoriosa.

Alanys la obvió y dijo:

—Su trabajo consistirá en aleccionarlo con los temas que le indicaré. De este modo, no se sentirá desubicado. Aunque, le informo de que sabe leer a la perfección y posee un gran conocimiento en todas las materias. Imagino que usted, perteneciendo a esa clase privilegiada, no tendrá problemas.    

—Ninguno. Y me sentiré orgulloso de aleccionar a una mente tan especial. ¿Y puedo preguntar a qué lugares deberé ir? Más que nada por saber que debo meter en el equipaje.

—Ropa veraniega. Y por supuesto, incluya algo elegante. Puede que tenga que asistir a algún lugar que lo requiera. Si no tiene, puede adquirirla a cargo de la empresa.  

Él elevó la comisura del labio.

—No será necesario.

—Bien. Tome. Aquí tiene todo lo que debe saber —dijo Alanys entregándole una carpeta.

—¿Y cuándo veré a su hijo?

—Nuestro primer destino será Cerdeña. Tendrán suficiente tiempo para conocerse durante el vuelo.  Le espero pasado mañana en el aeropuerto. Y por favor, sea puntual.

—Siempre lo soy; si las circunstancias no lo impiden. Gracias por su confianza, señora Farrell.

—Espero no quedar decepcionada. Nos vemos el jueves. Buenas tardes.  

Él, eufórico, llegó al apartamento.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó su compañero de piso.  

—Tengo el empleo.

—¿Buenas condiciones?

 —Inmejorables. Dos meses de contrato, mientras recorro una gran parte del mundo hospedándome en hoteles de lujo.

—¿Estás seguro? Esa mujer tiene fama de insoportable y exigente.

Gaël miró a su mejor amigo.

—Lo sé. Me ha ordenado que me ciña a los estudios que ha implantado. Por primera vez podré soportarlo, pues me ofrece la oportunidad de alejarme de todo lo que me duele. Será bueno para sanar las heridas. Daré la vuelta al mundo. ¡Y sin abrir la cartera! ¿Cómo voy a perder esta ganga? James, amigo. Sabes que he soportado situaciones mucho peores. Alumnos inaguantables, otros casi delincuentes y los que se niegan a abrir un libro. Que tenga que enseñar a un niño de nueve años, aunque sea insufrible, durante tan corto tiempo, será pan comido.

James asintió.

—Visto así… No te olvides del bañador. Vas a bañarte en las aguas cristalinas del pacífico. Pero ten tiento con los tiburones.

—¿Por qué siempre encuentras la pega en todo? —se quejó Gaël.

—Sólo apunto un hecho real. Hay mares que están infestados de esos escuálidos. No quiero que mi mejor amigo regrese sin un miembro a causa de un mordisco.

Gaël bufó.

—Lo dicho. Eres un cenizo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


sábado, 19 de abril de 2025

REGRESO A VENECIA


REGRESO A VENECIA

1

 

 

Advirtió al patrón y no fue escuchado. Y esa era la consecuencia. Una terrible consecuencia. Por las imágenes era imposible que hubiese sobrevivido alguien.

—Se lo dijiste —dijo Giulia.

—Sí. Y no los convencí y me siento culpable.

Ella miró a su marido con aire de reproche.

—¿Por qué siempre te menosprecias y bajas la cabeza ante los patrones? Alonzo. Tú viste el error que no apreciaron esos ingenieros tan arrogantes. Ahora tendrán que asumir que no son tan inteligentes y pagar por lo que han hecho.

—Esa gente siempre se libra. El dinero es muy poderoso, Giulia. Tengo un mal pálpito.

No se equivocó. Liparese no pensaba cargar con la culpa.

—Esto no nos va a salpicar. Lucrezia, haremos lo necesario —aseguró.

Su esposa sacudió la cabeza con evidente enojo.

—Por supuesto que no. Usted es el culpable de este desastre, señor Vanetto. ¿Se da cuenta de en que lugar nos ha puesto? ¡Podemos perderlo todo e incluso ir a la cárcel! Pero como ha dicho mi esposo, no lo permitiremos. 

—Estas cosas suceden, señora —se defendió el diseñador.

—Si esa es su justificación, vaya haciéndose a la idea de que pasará años en la cárcel. Nosotros lo empujaremos a ello —lo amenazó Lucrezia.

—No podemos permitir que ocurra ese escándalo. En este momento, no —dijo Liparese.

—¿Qué quieres decir? —inquirió su esposa.

—Que hemos invertido mucho en ese avión para que nuestro prestigio aún sea más grande. ¡Y no quiero que Terzo Montanare nos gane la batalla! ¡Quiero ser siempre el número uno! —explotó César.

—Entonces, tienes que encontrar una solución. No estoy dispuesta a que ese suceso nos arruine. Te aporté el dinero necesario para crear la compañía, ahora la salvarás. ¡Hazlo! —dijo su esposa, iracunda.

—Si digo que lo haré, lo haré —replicó su marido.

Ella abrió la puerta y lo dejó a solas con el diseñador. 

—¿Tiene idea de cómo podemos salir de esta, Vanetto? —dijo su jefe mesándose el cabello con nerviosismo.

—Lo único que se me ocurre es que podemos disfrazar los hechos.

—Es arriesgado. Investigarán a fondo debido a las muertes. Traerán técnicos especializados en accidentes y si descubren lo que encubrimos, las consecuencias serán mucho peores —dudó Liparese.

—Conozco a esos peritos y no dudarán en ayudarnos. Me deben grandes favores. Pueden echar la culpa a un error del piloto. Muerto no podrá contradecirlos.

Su patrón cruzó las manos tras la espalda y caminó pensativo.

—Sería la solución. Por desgracia, no es viable. El mecánico encontró el fallo y me lo comunicó. Si habla, nada podrá salvarnos. Y lo digo, porque usted fue el que lo cometió.

Vanetto parpadeó incrédulo.

—¿Usted estaba al corriente? ¡Joder! ¿Por qué permitió el vuelo? ¿Por qué se arriesgó?  

—Confío en que esto no salga de aquí. La empresa no pasa por su mejor momento. A decir verdad, nos acercamos a los números rojos. Ese avión privado era mí salvación. Además, se hicieron tres vuelos de comprobación y no hubo problemas. Por ello lo alquilé. Debía anticiparme a Aeronaves Sky. No podía permitir que nos ganasen la batalla. ¿Entiende ahora por qué estoy tan preocupado? Esto es nuestra ruina. A no ser que Conte se calle.

—¿Le ha ofrecido el dinero suficiente para que no nos delate?

—No. Conte es un hombre íntegro. No mentirá y mucho menos si tenemos en cuenta que hay víctimas. El soborno es inútil.

El ingeniero, inquieto, se mordió el labio superior. No podía ir a la cárcel. No duraría ni dos días rodeado de delincuentes que se cebarían con él.

—Seguiremos el mismo plan. Y en lugar de culpar al piloto lo culparemos a él.

—Es un intento débil. Lo primero que dirán los fiscales, al ver el plano, es que el defecto estaba en el diseño —opinó Liparese.

—Lo dirán. Sí. No obstante, si el mecánico no hizo bien su trabajo al comprobar su estado óptimo para el vuelo, las culpas recaerán sobre él. Y por mucho que diga que le advirtió, usted lo niega. Puede alegar que Conte ya no era tan eficiente debido a… No se… ¿A la bebida?

—Y eso irá en mi contra. Me echarán en cara que confié en un borracho. No, Vanetto —refutó Liparese. 

—Puede conseguir testimonios que lo hacía a escondidas y que usted lo ignoraba. Un buen incentivo y la amenaza del despido aceptarán sin dudar —sugirió el ingeniero.

—No es mala idea —musitó su jefe.

—Es la mejor solución. No se preocupe. Hoy mismo me pondré en contacto con los peritos adecuados. Saldremos de esta situación.

—De esta sí. En cambio, no estoy tan seguro de que nuestro prestigio se recupere —masculló Liparese.

—En cuanto se modifique el error, en secreto, lo probaremos. Y ya seguros, convocaremos a la prensa y los Liparese al completo se alzarán en el aire para demostrar que el avión es seguro y el más lujoso del mercado. Aeronaves Sky no podrá competir. Los más pudientes desearán el nuestro.     

—No perdamos tiempo. Tenemos que zanjar este problema cuánto antes. Vaya a contactar con los peritos y tráigame a dos empleados.

Ante la intimidación, los dos hombres, a pesar de ser conscientes de que hundirían a su compañero, aceptaron. No podían permitirse perder el empleo. Hipoteca, colegios o llenar la mesa, eran metas que en los últimos tiempos se hacía más y más difícil de costear. 

De igual modo, los técnicos, no dudaron en falsificar los resultados. Dinero y ocultación de secretos que podían destruirlos, obraron el milagro.   

—Rezo para que esto salga bien —dijo Lucrezia.

César se quitó el batín y se acostó junto a su esposa.

—Sabes que siempre caigo de pie.

—Un día u otro, la suerte se aleja —comentó ella, preocupada.

—Nosotros nunca nos caeremos. Tu marido es un hombre ambicioso e indestructible. Por eso te casaste conmigo —aseguró él. 

 

 

2

 

 

Tras numerosas investigaciones, se llegó a la conclusión que en la nueva avioneta no existía error en su diseño, que el accidente fue producido por el desliz del mecánico; por lo que, por el momento, debido a las tres muertes de los ocupantes, fue encarcelado.    

—¡Qué?! ¡No es verdad! Mi marido es inocente —clamó Giulia.

De nada le sirvió protestar y culpar a Liparese. Aunque, no perdió la esperanza al poder recurrir la sentencia.

El abogado arqueó las cejas, miró los documentos y dijo:

—Señora Conte. Varios peritos independientes la han revisado y es la realidad. Su esposo cometió el error de no ver que una de las juntas del motor era defectuosa.

—Señor Sandro. Mi marido es un hombre de gran prestigio dentro de su profesión. Por ello fue contratado por la compañía LL. Es un mecánico excepcional. Jamás. ¿Me oye bien? Jamás ha dejado volar a un avión si no está en condiciones. Y como dijimos, él advirtió a los ingenieros que existía un problema en el diseño. Y no fue escuchado.

—Es verdad.

Sandro y Giulia miraron a la chiquilla que entró en el salón.

—María. ¿Por qué no me haces caso? Te dije que aguardaras en la habitación. ¡Uf! No hay manera de que te comportes como debes —la amonestó su madre.

La niña ignoró su reprimenda y dijo:

—Señor abogado. Mamá dice la verdad. Yo estuve presente cuando papá se lo dijo a don Liparese. Esa avioneta no debió volar.  Y quiero ir al nuevo juicio y decirlo.

Sandro le dedicó una media sonrisa.

—Te lo agradezco. Por desgracia, las niñas no pueden ser testigos en estos casos. No tienen la capacidad de discernir el hecho al desconocer el tema que se trata.

—Ella puede probar que Alonzo sí avisó al señor Liparese. Eso nada tiene que ver con la mecánica, por lo tanto, puede testificar —protestó Giulia.

—Señora Conte. La niña es parte interesada y debido a su edad siempre quedaría la duda de que escuchó bien o que miente para salvar a su padre. Además, ya le he mostrado los informes de los técnicos. No hay duda posible. Intentaré que la condena sea la menor posible. Es lo único que puedo hacer por él.

La penitencia final fue de quince años. Cinco por cada uno de los fallecidos.   

—¡No es justo! ¡Papá es inocente! ¡Yo pude demostrarlo! ¡Pero no me dejaron! —gritó María, al comunicarle su madre la sentencia definitiva.

—Cariño. Lo sé. No has podido por ser una chiquilla.

—María. Hemos apelado y ya no hay nada más que podamos hacer. Tienes que aceptarlo —intentó calmarla el abogado.

—¡No puedo! ¡Han hecho una injusticia! Tiene que insistir en su inocencia. Por favor. Papá no puede ir a la cárcel —le pidió la chiquilla.

—Lo lamento. Y diré que para mí descargo, le juro, señora Conte, que he hecho todo lo posible para probar la inocencia de su marido —aseguró el señor Sandro.

—Lo sé. Gracias por su trabajo.

María, sumida en un llanto desgarrador salió, obvió el torrente de agua que caía y se encaminó hacia la casa principal. Golpeó con rabia el picaporte. Al abrir el mayordomo lo apartó y a la carrera se encaminó hacia el comedor.

Los Liparese que disfrutaban de la comida familiar, miraron a la chiquilla empapada. El cabello se le había pegado alrededor de las mejillas y apenas podía apreciarse su rostro.  

—¡Son ustedes unos malvados! ¡Mi papá es inocente! ¡Y por su culpa está en la cárcel! —bramó.

El cabeza de familia dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó.

—María. Entiendo tú dolor. No obstante, tienes que aceptar que tú papá cometió un gran error y debe pagar por él. Murieron personas. No puede quedar impune.

Ella le lanzó una mirada cargada de odio.

—No hizo nada malo. Es el mejor mecánico del mundo. Si esa avioneta cayó fue porque era defectuosa.

—Niña. La ley ha dictado sentencia. Y la ley es justicia. Métetelo en la cabeza. Tú padre mató a tres personas. Esa es la única verdad. Se merece la cárcel. Ahora lárgate y deja que sigamos comiendo en paz —le espetó Lucrezia Liparese sin mostrar la menor piedad.

—Mi padre es inocente. Yo estuve delante del señor cuando papá le advirtió que el proyecto de la avioneta no era correcto. Y que debía cambiarse. Y no le hizo caso. Su marido es el culpable —siseó María.

Aldo, el hijo mayor, miró a su padre.

—¿Lo sabías? —inquirió.

—Alonzo no estaba en su mejor momento. Últimamente bebía más de la cuenta. Su frustración por no poder terminar los estudios para ser ingeniero y conformarse por ser un simple mecánico le pasaba factura. Tomé sus palabras por una especie de desquite. 

—¡Mi padre no bebe! Nunca toma alcohol. Solo toma agua —protestó María.

—César. Y si sabías eso, ¿puedes decir la razón por la que no lo despediste de inmediato? —intervino Lucrezia.

—Alonzo llevaba muchos años con nosotros. Su trabajo siempre fue óptimo y jamás se me pasó por la cabeza que fuese un beodo. Se me informó al querer boicotear el nuevo avión. Por lo que, no le tomé en cuenta. Eso sí. Tomé de inmediato la decisión de echarlo. Con el accidente no llegué a tiempo de informarle.

María lanzó chispas por sus inmensos ojos verdes.

—Todo esto es mentira. Usted no escuchó a papá. Usted es el asesino.

Lucrezia golpeó la mesa con el puño y las copas tintinearon.

—¡Basta, mocosa! Pietro. Coge a esta niña y sácala de esta casa. Y que sea la última vez, sí no quieres ser despedido de inmediato, que permites que entre alguien sin anunciarlo. ¡Ah! Y niña, dile a tu madre que empaque. Está despedida. No queremos a la familia de un criminal en esta empresa. ¡Largo!

—Ellas nada tienen que ver con lo que ha hecho Alonzo. No es justo —impugnó Aldo.

—Tú madre tiene razón. Nuestros clientes no entenderán que seguimos empleando a la esposa de alguien que cometió tan grave hecho. Lo mejor es que se marchen. María. Dile a Giulia que el administrador le dará la liquidación.

—¿Qué liquidación? Han puesto a esta compañía en la picota. Lo que deberían hacer es pagar las indemnizaciones a las víctimas, no recompensarlas nosotros —se opuso Lucrezia. 

—Madre. No puedes quitarles lo que han ganado con su trabajo honrado —le recordó su hijo.

—¿Honrado? Esta niña ha acusado a tu padre de ser el verdadero culpable. ¿Quieres que propague esa mentira a nuestros clientes? No, Aldo. No. Tienen que largarse. Y espero que lo hagan antes de que caiga la noche. ¿Has escuchado bien, niña? No quiero que esta noche estéis aquí. ¡Fuera!

El mayordomo la agarró del brazo y la arrastró.

—¡Suéltame! —exclamó María.

Él continuó llevándola hacia la puerta.

—Espera, Pietro.

Maria miró a Aldo.

—He dicho la verdad y algún día lo demostraré. Llegará un día que todos ustedes pagarán por destruirnos —siseó.

—Percibo tu dolor y que estás siendo sometida a una injusticia. Tú y tu madre no habéis hecho nada. No os merecéis esto. Mira. Ahora no puedo ayudaros, pero lo intentaré. ¿De acuerdo? —dijo Aldo. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo un fajo de billetes.

—No quiero tú caridad. Quiero justicia —lo rechazó María.

Él la ignoró. Tomo su mano y puso el dinero en la palma.

—No es caridad. Es el pago por vuestros servicios. No seas tan orgullosa, niña. Tu madre lo necesitará hasta que encuentre otro trabajo que, sin referencias, le será difícil.   

Ella aseveró al comprender que tenía razón.

—Supongo que no se las darán —musitó.

—No.

—Ya. Gracias por tu amabilidad. Aunque, quiero que sepas que esto no me hará olvidar que se ha cometido una injusticia con mi padre. Yo estuve presente cuando le advirtió al señor Liparese que el diseño no era correcto. Y juro que no miento. Y han preferido culpar a alguien ajeno a la empresa para evitar un mayor escándalo. Papá es un chivo expiatorio.

Aldo levantó las cejas.

—Tu léxico y comprensión son extraordinarios en alguien de tu edad. ¿Cuántos años tienes? ¿Nueve, diez?

—En el colegio dicen que soy muy inteligente. Y juro que utilizaré esa virtud para vengar este desagravio. Aunque pasen muchos años, lo haré —masculló María. Dio media vuelta y se marchó.

Giulia, al escuchar a su hija, se desmoronó.

—¿Adónde iremos? ¿Dónde encontraremos trabajo? Me han expuesto en todos los medios de comunicación. Nadie contratará a la mujer de un presidiario y menos sin recomendación. ¡Dios mío!

—Cálmate, mamá. Saldremos adelante. Mira. Aldo me ha dado dinero y bastante. Podremos hospedarnos en una pensión. No llores, por favor. Hoy no podemos solucionar nada, pero como decía Scarlett O’Hara, mañana será otro día.   

 

 

 

 

 

 


sábado, 21 de diciembre de 2024

TEMPESTAD EN EL CORAZÓN


1

 

 

Martí se sirvió una copa de ron y se sentó en el porche para disfrutar de la puesta de sol. Era un espectáculo del que nunca se cansaba. Los tonos rojizos, naranjas e incluso grises, formaban un lienzo que ni el mejor de los artistas podría plasmar. Era la luz del trópico. De su adorada isla de Cuba. Allí el sol era potente y luminoso, y también una trampa mortal. Fue testigo de cómo su poder se llevó vidas y meses de trabajo. Aún así, no cambiaría su hogar por nada del mundo; al igual que su relación con Víctor. 

Llenó otro vaso en cuanto vio la figura imponente de su mejor amigo, que con pasos enérgicos avanzaba hacia él.

—Deduzco que las cosas no han mejorado —dijo al ver su rostro sombrío, ofreciéndole la bebida.

El otro se dejó caer en la silla, apuró el trago y resopló.

—Peor. Me ha lanzado un ultimátum. ¡Maldita sea! Esta vez va muy en serio, Martí. Tengo la soga atada al cuello con un nudo que no puedo desatar.

—¡Qué exagerado! No hay que desesperar. Todo se arreglará.

—¿Cómo? Ya conoces a mi padre. Es testarudo al igual que una mula. Dice que, si al acabar el año no acato sus deseos, me desheredará y me mandará con mis primos a Calella. ¿Te imaginas cómo puede ser la vida en ese pueblucho de pescadores? —se lamentó Víctor.

Martí sonrió y su amigo lo miró ceñudo.

—A ti te parece gracioso porque no tienes a nadie detrás que te implanta órdenes. A diferencia de mí, has tenido suerte de quedar huérfano.

Era cierto, pensó Martí. Su vida cambió por completo con la muerte de su padre. Fue como si un buen samaritano hubiese abierto la jaula donde el gorrión estaba preso. Ahora podía volar, tomar sus propias decisiones y, sobre todo, no sentirse un fracasado. Porque don Fuster era un hombre exigente, sin la menor misericordia ante los demás y menos si estos le fallaban. Y muchos años atrás la posesión más valiosa que tenía le falló. Ese fue el detonante que hizo estallar lo peor que escondía dentro. Intransigencia, frialdad e incluso, barbarie. Ser piadoso no entraba en su esquema de vida. Nadie. Absolutamente nadie, hacia las cosas bien. Ninguno logró estar a su altura. Más, no debía recordar el pasado. Un futuro halagüeño estaba ante él expectante a que diese el siguiente paso.  

—¿No tendrás intención de deshacerte del viejo? —bromeó.

Víctor apuró la copa y con brusquedad la dejó sobre la mesa.

—¡No digas sandeces! Mi padre es un tipo insufrible, pero aún así, le tengo afecto. Y procuro hacerle caso. Es uno de los terratenientes más avispados de la isla. A pesar de ello, su petición no es posible. Ya sabes la razón. 

Martí dio un largo sorbo. Su amigo acabaría por ceder a las peticiones paternas. No era de carácter firme; cómo tampoco de ese tipo de personas que renunciaban a las comodidades. Era un ser amante de la buena vida y huía de las complicaciones. 

—¿Por qué? –inquirió.

Víctor soltó una carcajada profunda.

—¿Tú lo preguntas? ¡Por Dios, Martí!

—Sabíamos que un día u otro llegaría este momento. Y que tendrías que afrontarlo. Pongas como te pongas, no hay otra.  

Su amigo se levantó y se apoyó en la baranda. Dejó que sus ojos negros se perdiesen en la lejanía, en los campos de tabaco, dónde los trabajadores se retiraban agotados tras una larga jornada de duro trabajo. En esos momentos se sentía igual que ellos. Sin derecho a decidir su destino.

—Ya nada será igual —musitó.

—Una esposa no es una cadena, querido amigo. El marido es el que manda. Además, no tiene porque vivir en la hacienda. La mayoría de las mujeres prefieren pasar en Trinidad o en La Habana buena parte del año. Con visitarla alguna vez ya cumplirás. Será una mera molestia. Nada más. Deja de preocuparte. La mayoría de las jóvenes suspiran por ti. Eres guapo y rico. Lo que se suele decir una pera en dulce. Eliges a la que más te agrade y se terminó el problema –dijo Martí.

Víctor se sirvió otra copa.

—¿Qué me agrade? ¡Joder! ¿Cómo puedes tomarte esta situación tan a la ligera? Pensé que te importaba. Que estábamos juntos en esto.

—Y lo estamos. Pero digamos que debemos tomarlo como un asunto comercial. Aquí nada tienen que ver nuestros deseos. Es cuestión de supervivencia. O cumples o te echa a ese pueblucho. Tú mismo.

—Podrías acogerme. No mermará tu estilo de vida. Por lo demás, soy tú mejor amigo. Más bien, tú amigo más querido, ¿no? —sugirió Víctor.

Martí inspiró hondo.

—Sabes que no… —Dejó de hablar ante la irrupción del mayordomo.

—Amo. Acaba de llegar esta carta con carácter urgente de España.

Martí lo despidió con un leve gesto de la mano. El remite era de Salvador. No serían buenas noticias. Rasgó el sobre y leyó con avidez. Al terminar, su rostro se mostró sombrío.

—¿Qué? —inquirió Víctor.

—La abuela está muy enferma. El médico dice que apenas le quedan unos meses. El capataz me pide que vaya para ocuparme de todos los asuntos. En especial, de mí hermana.

Víctor respingó.

—¿Y vas a ir?

—No tengo necesidad. Los abogados pueden encargarse de todo. Sin embargo, me gustaría poder despedirme de la abuela; a pesar de apenas haberla tratado.

—¿Y de tú hermana también?

Martí se mordió el interior de la boca con aire meditabundo.

—Imagino que lo más lógico sería que regresase.

—¿Piensas traerla?

Martí dejó caer la espalda en la silla, mientras hacia rodar la carta entre los dedos. 

—Algo tendré que hacer, ¿no?

—Por supuesto. No es un perro al que se abandona. Pero vivir aquí… No se. Debe haber otra solución que aporte menos complicaciones. ¿No puedes dejarla en el internado?

—Tiene dieciséis años. Es hora de que salga al mundo.

—O no. Tal vez no quiera. ¿Le has preguntado si tiene vocación de monja?

—Apenas la conozco, pero lo dudo mucho. Seguro que, cómo la inmensa mayoría de crías sueña con encontrar a su príncipe azul, casarse y tener muchos hijos. Todo lo contrario, a ti.

—O no. Aunque, sí lo que desea es otra vida, pues búscale un buen partido en Barcelona y no tendrá que venir. De este modo alejas las complicaciones. O si esa solución no te place, dale una buena dote y que la cuide una dama respetable. No sería extraño. Muchas huérfanas sin familiares ni tutor lo hacen.

Martí sonrió.

—¿Sabes que a veces sueles pensar con cordura?

Su compañero, por primera vez en ese día, también sonrió. Unos hoyuelos se formaron en sus mejillas, dándole un aspecto travieso.

—Tengo mis momentos.

—Ya que te veo de tan buen humor, ¿qué te parece si también te ayudo a escoger a la esposa perfecta? —bromeó Martí.

—Primero, ocúpate de lo más apremiante: tu hermanita. Considero que contratar a una señora sería lo mejor para todos. La conexión sería epistolar. Un modo muy cómodo para no tener que relacionarte con Adela y evitar las complicaciones de un tutor.    

—Razón por la que deberé viajar a Barcelona cuanto antes. Salvador no es apto para este asunto. Una carabina o un marido que sean adecuados no se encuentran con tanta facilidad. Y debo contar con la disposición de la chica.

—¿Por qué? Es menor de edad. Tú eres el que manda en su vida. Tendrá que obedecer lo que dispongas. Decidas lo que decidas.

—Veo que os encontráis en la misma situación. Espero que no cometas una locura antes de mi regreso, pues… —Martí calló. Arrugó la frente, para unos segundos después mostrar una amplia sonrisa—. No tiene porque haber dos bodas. ¿No te parece? ¡Por supuesto que no! ¡Esa es la solución!

Víctor lo miró con expresión desconcertada.

—¿De qué demonios hablas?

Martí se levantó y posó la mano en el hombro de su amigo.

—Tú debes casarte sí o sí, ¿cierto? Pues, ¡que mejor que hacerlo con Adela!

Víctor resopló.

—Sin duda, te has vuelto loco. Después de lo ocurrido…

—Eso ya pasó. Es historia. Y ahora aún somos más ricos que antes. Don Marcial Dalmau es un hombre ambicioso. Y si a uno le ciega la ambición se aferra a lo que más le conviene. Piénsalo bien. Lo quieras o no, tendrás que contraer matrimonio. Mi hermana es la esposa ideal. Se ha pasado toda la vida junto a las monjas. No conoce nada de la vida. Es pura inocencia. Te será fácil dominarla. ¡Podrás hacer lo que te plazca! Y lo principal, que sé que jamás la lastimarías. Por otro lado, si no recuerdo mal, era una niña preciosa. Puede que ahora sea una joven llena de hermosura. Lucirá bien en las reuniones sociales. ¿No es estupendo?

Víctor se revolvió los cabellos negros como el azabache.

—Lo estupendo sería no tener que sacrificarme.

—No seas tan dramático. Muchos otros han pasado por esto y viven a placer. ¡Está decidido! Le dirás a tu padre que vendrás a Barcelona conmigo y que no regresarás hasta dar con la nuera ideal.

—Aquí hay candidatas muy apetecibles. La sobrina de Partagás, la nieta de Bacardí y una decena más con fortunas cuantiosas.  

—Ya. Pero en Barcelona hay nobles. No se negará si le vas con el cuento que intentarás embaucar a una condesa. Al regresar estarás comprometido con Adela. Le dices que te casarás con ella o nunca tendrá nietos. Terminará por ceder. Mi hermana, a diferencia de las chicas de aquí ha sido educada con esmero. Tú viejo la adorará. Ya verás. Confía en mí. Sabes que jamás podría perjudicarte. 

—Lo sé. Pero esto… No es sensato. Hablas de que será encantadora y no se… Han pasado años desde la última vez que la visitaste. En realidad, apenas contaba seis años. Puede que lo que ya sabemos haya salido a la luz.

—Lo que no sería prudente es comprometerte con una de esas candidatas. Se han educado en una tierra salvaje y carecen de digamos… la inocencia precisa que requiere este asunto. Te causarían grandes conflictos. En cambio, Adela, podríamos decir que posee la mentalidad de una monja. Inocente y dócil. Y te aseguro que, por su correspondencia, es una chica de lo más normal.  

—Ya. Aunque, después de lo que pasó, pueden resurgir los fantasmas y sería terrible para todos. Dudo que papá la acepte. No se arriesgará a… Ya sabes.

Martí rodeó con el brazo la espalda de su amigo.

—No ocurrirá nada. Nuestros padres se encargaron de borrar toda huella y el secreto, si no hablas, quedará sellado para siempre. Por otro lado, los informes que recibo son muy favorables. Vamos, amigo. Es el plan perfecto. No lo dudes.

Víctor no estaba tan seguro. A pesar de ello, confiaba ciegamente en él.

—Es una locura. De todos modos, iremos a Barcelona. Llevo más de quince años sin pisarla y me apetece disfrutar de los placeres y esparcimientos que ofrece.  Y confío en que me deseas lo mejor. Y si la chica ha salido a parte de la familia, digamos al igual que tú, será muy atractiva.

—Te lo aseguro, amigo. Era una muñequita recién nacida y en mi última visita me confirmó que esa niña sería toda una belleza. ¡Bien! ¡Pues no se hable más! Nos vamos a Barcelona. ¡Podremos gozar con desenfreno sin que nadie nos lo impida ni nos tilde de degenerados! –exclamó Martí eufórico.

—Estamos a punto de cometer una locura –musitó Víctor, de nuevo abatido.

Martí clavó sus ojos azules en su amigo.

—¿Sabes que jamás desearía perjudicarte, ¿verdad?

—Lo sé –confirmó Víctor.

Su amigo llenó de nuevo los vasos.

—¿Te quedas esta noche?

—Imposible. Mi padre ha organizado una reunión con alguno de los exportadores de café. Y ya sabes que quiere que me implique más en el negocio y más con los conflictos que han surgido. Tengo que largarme antes de que caiga la noche –rechazó Víctor. 

Martí comprimió los labios en un gesto de decepción.

—Pensaba tener una velada agradable con mí mejor amigo. Aunque, no importa. Podremos pasar muchas en Barcelona.

—Eso si convenzo a don Dalmau.

—Víctor. Si te lo propones eres muy convincente. Sé que lo harás. ¡Ah! Y pronto, porque nos largamos en una semana. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2

 

 

El verano había nacido con fuerza y su llanto lleno de vida inundó las habitaciones. Las bocas hambrientas de los baúles eran alimentadas por jóvenes llenas de esperanza, de sueños concebidos durante meses. Sus risas anunciaban una temporada llena de luz lejos de esos muros oscuros que las separaban de una vida llena de esplendor. Era hora de disfrutar de fiestas, de las calles animadas y de sus comercios; pero, sobre todo, del calor de la familia, de refugiarse en los brazos maternos.

Adela no. Su destino era bien diferente. Para ella no habría celebraciones, ni paseos por calles llenas de vitalidad, ni tampoco el contacto con su madre. Aunque, esa ausencia no la lastimaba en absoluto. Tal vez, una leve percepción de añoranza por ese sentimiento nunca experimentado.

Su madre falleció a los pocos días del parto. Pero era un hecho que a la familia no le gustaba comentar. Cómo tampoco las cosas que ocurrían en la hacienda de Cuba; lugar al que vino al mundo y que apenas unos meses después de la muerte de su madre fue exiliada por su padre con destino a España para que la familia cuidase de ella.  

Su nuevo hogar fue la casa de los abuelos, una granja aislada entre montañas cerca de la pequeña ciudad de Vic. En ese paisaje idílico creció con libertad; hasta que, el cabeza de familia consideró que debía ser educada de acuerdo con su condición de familia adinerada.

El colegio Santa María de las Virtudes fue el elegido. Un centro donde confluían las hijas de las mejores familias burguesas y nobles de la ciudad de Barcelona. La educación era exquisita en esa cárcel donde las religiosas implantaban la rigidez, la religión y prohibiciones cómo máxima regla.

Las primeras semanas lloró sin consuelo. Ninguna de sus compañeras acudió a ayudarla. Ya estaban habituadas a esas reacciones en las novatas. Al final, Marta se apiadó de esa chiquilla de aspecto frágil.

—No llores, criolla. Incluso de la serpiente se puede sacar provecho. Te enseñaré cómo manejar a esas brujas. Todo irá bien. Ya lo verás. 

Y la ayudó a sobreponerse, a demostrarle que esa etapa era una más de la vida. Adela comprendió que lamentarse no serviría de nada y comenzó a recuperar las ganas de vivir de la mano de esa compañera de carácter invencible. Llegó a la conclusión de que esa cárcel era transitoria y que en unos años recuperaría la libertad. La sonrisa regresó a su rostro de una belleza singular, por lo poco común. No poseía un semblante de porcelana. Su piel se asemejaba más a las campesinas bronceadas por el sol. El cabello, al contrario de lo que dictaba la moda, no era ondulado. Por suerte el color era precioso y nada común. Dorado con reflejos rojizos. En cambio, si se sentía orgullosa de sus grandes ojos azules tan nítidos como el mar al estar en calma. Suponía cómo el lejano océano que rodeaba Cuba, el lugar donde nació. Un lugar que esperó ser llevada de nuevo al llegar cada verano. Aquello nunca ocurrió.

En esa época la alegría se acentuaba por el periodo de vacaciones. Las risas surgían de nuevo ante la perspectiva de volar. A la hora acordada, los ojos emocionados de las muchachas no dejaban de mirar a través de las ventanas para ver llegar a sus padres o familiares.

Adela nunca pasó por ello. Su padre se encontraba a miles de kilómetros y era un hombre muy ocupado. No tuvo tiempo para visitarla. Su relación con la familia se limitaba a las escasas cartas que le mandaba su hermano. En ellas se plasmaba una vida muy distinta a la suya. La mansión donde vio la luz era luminosa y rodeada de un jardín exuberante. Palmeras, mimosas, rosas y flores que ni tan siquiera podía imaginar. Y en medio de ese vergel su padre, un hombre muy alto, fornido, dueño y señor de una infinidad de tierras. Un hombre desconocido, el ser que la engendró y se limitó a ello; pues sabía cómo era tan solo por una fotografía. Nunca recibió un beso ni un abrazo de él; pues la odiaba. Y conocía la razón. Ella fue la culpable de la muerte de la mujer que amaba y por esa causa la apartó. Y ahora era demasiado tarde para intentar recuperar su cariño; pues falleció unos meses atrás; al igual que su abuelo.        

Por suerte su hermano no la estigmatizó y vino a verla en dos ocasiones. Fueron los veranos más emocionantes de su corta vida. La llevó a la gran ciudad, le compró vestidos, juguetes y todo lo que se le antojó. El dinero nunca fue un impedimento. Su padre amasó una gran fortuna. Y cómo le contó el abuelo, no fue fácil. Dejó las montañas y el rebaño de cabras para ir a la aventura; a ese país de oportunidades que era Cuba. Tras trabajar duro consiguió ahorrar para adquirir unas tierras. No eran extensas, pero lo bastante para iniciarse en el cultivo de la caña de azúcar. Tuvo suerte y con los beneficios adquirió más terrenos, hasta llegar a estar entre los terratenientes más importantes de la isla. El éxito del señor Fuster fue el orgullo de la diminuta aldea donde nació.

Adela no era de la misma opinión. Pensaba que si hubiesen sido pobres su vida habría sido muy diferente. Tal vez más llena de amor. Aunque, desechó al instante esa idea. Nada habría cambiado el hecho de que fue la asesina de su madre y su padre la odiaría de igual manera.

Sacudió la cabeza para apartar tan tristes pensamientos y se afanó en terminar la tarea. Salvador, el capataz de la granja estaría a punto de llegar. Cerró el baúl y se asomó a la ventana. Algunos carruajes ya estaban estacionados y muchas de sus compañeras abrazaban a sus padres con efusión, ante la estricta mirada de esos soldados de Dios, atentas a cualquier fallo para no perder la ocasión de darles una reprimenda.

—Por suerte esto terminó para mí. Ahora he de centrarme en mi presentación en sociedad y en buscar un buen marido –dijo su compañera de habitación.

—Marta. Pero ¿qué dices? Eres muy joven aún.

—Sí, diecisiete. Pero es la edad ideal para comprometerse. Como tardes, otra de quita al mejor postor y te quedas para vestir santos.

Adela la miró horrorizada.

—Hablas como si se tratase de un negocio. El matrimonio debe basarse en el amor. ¿No?

Marta se acercó a la ventana y arreglándose un rizo que le caía sobre la frente, dijo:

—Según mi madre, eso es lo peor que a una le puede pasar. Los hombres son inconstantes en sus sentimientos. Una sufre al ver a su esposo encaminarse hacia otro lado. Ya me entiendes.

Adela la miró con incomprensión.

—¡Ay, hija! ¿Es qué tú abuela no te ha instruido en esas cuestiones?

—¿En cuáles?

—En los amoríos de los hombres. Mira. Una debe saber que lo que juran los maridos ante el altar no es más que humo. En particular en el apartado de la fidelidad. Cumplen con sus esposas para procrear al heredero, pero se divierten con otras mujeres. Por esa causa, es mejor tener en cuenta el patrimonio y la posición social de un pretendiente antes que seguir los dictados de tú corazón. Toma buena nota, criolla. ¡Ahí está mí coche! ¡Por fin me largo de este presidio!

—¿Nos volveremos a ver? —preguntó Adela con tristeza.

Su compañera levantó los hombros.

—Si no te vas a Cuba… ¿Quién sabe?

Y diciendo esto, salió como una ráfaga de la habitación.

Adela frunció la frente. Se equivocaba. Nunca iría a la plantación. Su destino era la granja de Vic. Allí era querida y siempre se sintió feliz.     

Emocionada por la perspectiva de regresar junto a su abuela bajó al recibidor y aguardó impaciente.

Poco a poco el colegio perdió el bullicio y ella poniéndose más nerviosa. Salvador era una de las personas más puntuales que conocía y se retrasaba más de la cuenta. Intranquila, golpeó el suelo con el pie.

—Señorita Fuster. ¿Es qué no ha aprendido nada? Cuide sus modales –la reprendió la hermana Gertrudis, con ese tono exigente que no admitía réplica alguna. Por fortuna, la llegada de los condes de Puig la alejó hacia el exterior.

Durante toda la tarde vio como los coches devoraban a las alumnas henchidas de felicidad; mientras ella aguardaba con un nudo en el estómago, intuyendo que, como la oscuridad que comenzaba a apoderarse de las penumbras, un hecho trágico llegaría a su vida.

Intentó no perder la calma. Quizá habría surgido algún contratiempo con el carruaje. Pero pasada una hora sus esperanzas fueron pulverizándose.

Llorosa miró impotente como la puerta principal era cerrada por la hermana Milagros.

—Se le habrá hecho de noche y no es conveniente viajar a estas horas. Ya verás como mañana, a primera hora, vienen a buscarte. No te preocupes. Ahora cenas y a dormir —le dijo, mostrándole un poco de misericordia.

Adela no lo creía. Salvador jamás dejó de recogerla y eso significaba algo muy malo. Y pensó en la abuela. Un escalofrío le recorrió la espalda. No. Estaría bien. Pero acostumbrada a que la vida no fuese amable con ella no debía confiar. Lo que no entendía era la razón de que, si ella estaba enferma o había muerto, Salvador no hubiese acudido para llevarla junto a ella.

Como un autómata siguió a la religiosa hasta el comedor. La sala siempre bulliciosa estaba ahora sumida en el letargo. Adela experimentó esa sensación de abandono que siempre la acompañó, pero más acentuada. No sólo el dolor la angustiaba. Con la ausencia de su abuela se quedaría sola y ¿qué sería de su vida? Volver al lugar donde nació no era posible. Su hermano no la reclamó a la muerte de su padre. Además, hacía años que no pasaba a visitarla. Era evidente que no la quería junto a él. No podía perdonarle que matase a su madre. No se haría cargo de ella. La dejaría en el internado, con la orden de que tomase los hábitos. Sería enterrada antes de comenzar a vivir y no podría soportarlo.  

Esa noche, en la soledad de la habitación, lloró con desgarro; del mismo modo que hizo al llegar al internado. Pero ahora su mejor amiga no podía darle consuelo. Y al pensar en ella la tortura se hizo más penetrante. ¿De verdad lo fue? Porque ni tan siquiera recibió un abrazo al irse, ni una lágrima ni un gesto que le augurase que seguirían en contacto. De nuevo, la Vida la alejaba de aquellos que creyó que la amaron.